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100 Clásicos de la Literatura

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—Ahora, por favor, conducidme a vuestra prisión y no me dejéis por más tiempo en manos de los ingleses.

Pero, entonces, se escucharon las vergonzosas palabras de Cauchon, acompañadas con una risita burlona:

—Nada de eso. ¡Llevadla a la misma prisión donde estaba!

Pobre niña engañada. Se quedó muda, como fulminada. Daba pena verla. La habían traicionado, mentido y tratado de forma indigna. Ahora ya se daba plena cuenta. El redoble de un tambor alteró el silencio y le hizo pensar, por un instante, en que era el momento de su liberación, anunciado por las Voces. Pero muy pronto percibió que se trataba de la escolta de guardias camino de la prisión. Sin poder aguantar más, bamboleándose, cubrió su rostro con las manos y, entre sollozos, se alejó de nosotros lentamente.

69

Es casi seguro que nadie, en todo Rouen, estaba al corriente del juego solapado puesto en práctica por Cauchon, excepto el Cardenal de Winchester. De modo que podréis imaginar el asombro y la decepción de la multitud y de los jueces congregados en las plataformas, cuando vieron desaparecer a Juana andando, salvada del fuego, sin ofrecer el ansiado espectáculo por el que habían aguantado horas de cansancio y de incomodidad.

Quedaron como paralizados, al comprobar que la hoguera no llegó a prenderse y la condenada había escapado a la muerte. Un rugido furioso recorrió la masa. Los gritos de «traición» y las piedras volaban por el aire, hacia donde se encontraban los dignatarios. Uno de esos proyectiles pudo haber herido al propio Cardenal de Winchester, pues le pasó muy cerca. Se organizó un gran tumulto, incluso entre los más sesudos personajes, como en el caso de un acompañante del Cardenal, que agitando su puño ante el rostro del obispo de Beauvais, le habló:

—¡Por Dios, sois un traidor!

—¡Eso es falso! —respondió Cauchon.

También el conde de Warwick perdió la compostura. Soldado valiente en la batalla, entendía poco de las sutiles trampas y acciones retorcidas, propias del obispo, y entre maldiciones afirmó que el Rey de Inglaterra había sido traicionado, al permitir a Juana de Arco librarse de la hoguera. Pero los labios de Cauchon en su oído le calmaron las iras.

—No os preocupéis, señor, muy pronto la tendremos otra vez lista.

Es posible que las intenciones de Cauchon trascendieran, porque la calma se fue restableciendo lentamente y los ánimos se apaciguaron. Sin embargo, ¿creéis que a la pobre niña, agotada, le permitieron descansar una vez de regreso a su celda? Pues no. Se lanzaron como perros sabuesos tras su pista. Cauchon y algunos de sus fieles acudieron al calabozo inmediatamente, donde la encontraron aturdida, en estado de máxima postración física y moral. Le recordaron con palabras desabridas, su promesa de vestir ropa femenina, añadiendo que, de no cumplirla, quedaría para siempre fuera de la Iglesia.

Juana oyó las palabras, pero no lograba entenderlas. Parecía haber tomado alguna pócima del sueño que la impulsara a dormir, deseando estar sola. Sus actos resultaban mecánicos, sin comprender lo que hacía a pesar de que aceptaba las instrucciones que se le daban. En tal estado, Juana se vistió las ropas femeninas que le facilitaron sus visitantes, y sólo más tarde fue recobrando la consciencia, aunque conservaba un recuerdo lejano de lo ocurrido. Cauchon abandonó la prisión, feliz y satisfecho. Juana se había colocado el traje de dama sin resistencia, y se le advirtió seriamente sobre lo que podría ocurrirle si reincidía. Además, contaba con varios testigos sobre aquellos hechos. Las cosas no podían ir mejor para sus fines. Pero ¿y si Juana se conformaba con sus nuevos ropajes y no reclamaba los anteriores de varón? Bien, pues entonces la obligarían a hacerlo.

Es muy probable que Cauchon diera a entender a los guardianes la posibilidad de hacer la vida imposible a la cautiva, sin que se tomaran represalias contra ellos. Lo cierto es que hicieron a Juana blanco de una campaña soez y violenta, sin que nadie se lo impidiera. La vida de la Doncella, en esas horas de cárcel, se convirtió en algo insoportable. No os extrañe que no me extienda en detalles. Soy incapaz de describir el episodio.

70

Durante el viernes y el sábado, Noel y yo nos lanzamos a imaginar sueños maravillosos, en los cuales Francia se despertaba de su modorra, sacudiendo sus cabellos… ¡Francia se ponía en marcha! ¡Francia llegaba a las puertas de la ciudad! ¡Rouen reducido a escombros y Juana liberada! Nuestras mentes ardían de gozo, en un delirio feliz y orgulloso… Y es que éramos demasiados jóvenes…

Ignorábamos lo sucedido en el calabozo de Juana el día anterior. Creímos que ya había sido perdonada y devuelta al seno de la Iglesia, por lo que ahora recibía un trato decoroso, de acuerdo con las nuevas circunstancias. Confortados con tales pensamientos, organizábamos combates heroicos, en los que también nosotros nos enzarzábamos en valerosa lucha con el enemigo. Fueron los días más felices de aquella época.

Por fin llegó la mañana del domingo. Yo estaba despierto, como siempre, soñando con el rescate. ¿En qué otra cosa habría de pensar? No tenía otra ilusión. De repente, a través de la ventana abierta, escuché una voz que gritaba, cada vez más cerca:

—¡Juana de Arco ha roto su promesa! ¡Ha sonado la última hora de la bruja!

Me quedé paralizado de angustia. La sangre se heló en mis venas.

Desde entonces han pasado sesenta años y, sin embargo, recuerdo como si fuera ayer el timbre de felicidad y triunfo de aquella voz, en la suave mañana veraniega. Muy pronto, miles de personas coreaban la misma frase que parecía llenar a la gente de una alegría salvaje. No tardaron en oírse muestras de júbilo, felicitaciones de unos a otros y sonoras risotadas, junto al redoble de tambores y lejanas músicas, entonando himnos de victoria y de acción de gracias.

A media tarde, nos llegó una citación para que Manchon y yo acudiéramos al calabozo de Juana, por orden del obispo. Comprobamos que el ambiente de la calle se había enrarecido mucho. Los soldados ingleses y sectores de población afines a ellos daban muestras de furia incontenible, que manifestaban públicamente sin ningún recato. Nos enteramos de que en los alrededores del castillo las cosas iban de mal en peor. Una muchedumbre inquieta se agolpaba allí, con la sospecha de que eso de la vuelta de Juana a posiciones anteriores era un nuevo truco de los clérigos. De los gestos, pasaron a las obras, pues tomaron como rehenes a unos cuantos dignatarios, a los que resultó difícil rescatar con vida.

En tales condiciones, Manchon se negó a acudir id lugar donde se le requería. Aclaró que sin un salvoconducto de Warwick no se movería de su casa. En efecto, a la mañana siguiente nos enviaron una escolta de soldados y, protegidos por ellos, nos dirigimos a la prisión. Los ánimos, lejos de serenarse, parecían más excitados que nunca. Los guardias nos amparaban de los ataques físicos, pero no de los insultos y amenazas que nos lanzaba la multitud a nuestro paso. Según mi criterio, todos aquellos energúmenos podían considerarse muertos una vez triunfara el ataque próximo, destinado a liberar a Juana, que no tardaría mucho en producirse.

Resultó que las noticias eran ciertas: Juana había vuelto a sus costumbres de antes. Estaba sentada, con las mismas cadenas y ropas de hombre acostumbradas. Se la veía tranquila, sin acusar a nadie por lo ocurrido. No quería responsabilizar a un siervo de lo que hizo siguiendo instrucciones de su señor. Era consciente de que la jugada última no fue ocurrencia del criado, sino del amo. Lo que sucedió fue esto: Mientras Juana dormía, exhausta de fatiga y dolor, uno de los guardianes le arrebató la ropa de mujer y le entregó las de hombre. Al darse cuenta, protestó, solicitando su vestido femenino, pero se negaron a entregárselo. Comprendió la trampa, y supo que era imposible oponerse a semejante acción, de modo que aguantó con la vestimenta masculina, sabiendo lo que le esperaba. Se había cansado de luchar inútilmente contra la adversidad.

Entramos en la celda, detrás de Cauchon, el representante del Inquisidor y varios testigos más. El ver a Juana tan desanimada, triste y encadenada como siempre, cuando me esperaba otra cosa más agradable, fue un duro golpe a mi optimismo. No acababa de creerme la noticia de su reincidencia, pero ahora comprendía bien su alcance. La victoria de Cauchon parecía ya completa, definitiva. Los días anteriores, solía presentar un aspecto cansado e irritable, mientras en esos momentos se le veía muy satisfecho, lleno de tranquilidad. Su cara amoratada se inundaba de felicidad triunfante y maliciosa. Andaba arrastrando sus hábitos hasta llegar delante de Juana, disfrutando del cuadro de una pobre chica acobardada. Los jueces comenzaron el interrogatorio. Uno de ellos, Margueríe, que parecía más prudente y perspicaz, reparó en el cambio de vestido de Juana y exclamó:

—Esto me parece raro. ¿Cómo puede haber cambiado sus ropas ella sola, como no sea que se las hayan facilitado los demás? ¿O, acaso, ha sucedido algo peor?

—¡Por mil diablos! —bramó Cauchon—. ¿Es que no vais a cerrar la boca?

—¡Vendido a los franceses! ¡Traidor! —gritaron los soldados ingleses, al mismo tiempo que se arrojaron sobre Margueríe, lanza en ristre. El pobre hombre se libró de la muerte con dificultades, y permaneció mudo y asustado en el fondo de la celda. Otros jueces le relevaron.

—¿Cómo habéis vuelto a vestir ropa masculina?

No logré escuchar su respuesta, pues justo en esos momentos una de las alabardas de los soldados cayó al suelo con gran estrépito, pero me pareció oír que decía algo así como que lo hizo por voluntad propia.

—Sin embargo, habéis prometido no volver a utilizarlo.

 

Sentí curiosidad por su respuesta, y cuando la dio, respondía a lo que yo esperaba. Habló con voz suave:

—Nunca me gustó la idea y tampoco juré que no volvería a adoptar la ropa de hombre.

Estaba seguro de que cuando Juana abjuró ante la pira no estaba consciente. Esa respuesta de ahora me daba la razón. Luego, añadió:

—Pero tenía derecho a vestirme esta ropa, ya que las promesas que se me hicieron no se han cumplido… Ni se me ha permitido asistir a misa, ni recibir la comunión, ni quitarme estas cadenas… ya veis que las llevo puestas…

—Pese a todo, al abjurar, hicisteis la promesa de no volver a vestir el atavío masculino.

Al oír esto, Juana, con las manos juntas, encadenadas, suplicó a sus jueces:

—Prefiero morir a seguir como estoy. Pero si me libráis de las esposas, permitís que asista a misa y me trasladáis a otra cárcel en la que me vigilen mujeres, seré dócil y haré todo lo que más os guste.

Cauchon lanzó un resoplido de desprecio ante las palabras de Juana. ¿Mantener ahora la palabra que le dieron a una miserable procesada? ¿Cumplir sus compromisos? ¿Y por qué motivos? Aquella oferta se hizo por conveniencia del momento y con el fin de ganar terreno. Cumplido el objetivo, no hacía falta nada más. El haber adoptado otra vez el traje de hombre ya era más que suficiente para lograr el fin de enviarla a la hoguera. Pero nunca estaría de más disponer de algún motivo que aumentara las justas razones del tribunal. Así que Cauchon intentó ver si las declaraciones de Juana servían para añadir a su conducta otros delitos. Le preguntó si las «Voces» le hablaron últimamente, a propósito de su abjuración.

—Sí —respondió ella—. Mis voces me explicaron que hice muy mal abjurando de todos mis actos y opiniones anteriores. —Después, con un hondo suspiro, añadió con sencillez—: Fue el miedo que tuve a la hoguera, lo que me llevó a decir todo eso.

Ahora estaba serena y descansada, con lo que recobró su valor y lealtad innata a la verdad. Hablaba con energía y calma, sabiendo que sus palabras firmarían la sentencia de muerte en el mismo fuego que tanto horror le causó. La respuesta, larga, sincera y libre, la iba a conducir a la hoguera. Manchon también se dio cuenta de lo que ocurriría. Al margen de la declaración de Juana, escribió un comentario significativo: «Responsio mortífera». Respuesta de muerte. Sí. Todos los presentes supieron que ésa era una respuesta fatal. Se produjo el silencio, lo mismo que sucede cuando los que asisten al moribundo, al escuchar su último suspiro, se dicen unos a otros, con voz débil: «todo ha terminado».

También allí, todo había terminado. Pasados unos momentos, Cauchon, continuó dispuesto a rematar a su víctima:

—¿Todavía creéis que las Voces son las de Santa Margarita y Santa Catalina?

—Sí… Y también creo que Dios las envía.

—Y aun así, lo negasteis al abjurar…

Entonces, Juana declaró que nunca fue su intención renunciar a sus creencias, pero que Si lo hizo —prestad atención al condicional—, «si hice alguna retractación en el patíbulo fue por miedo al fuego, y, por tanto, sin valor para alterar la verdad que ahora declaraba». Es evidente que no se dio cuenta exacta de sus palabras junto a la pira, hasta que sus Voces se lo hicieron ver más tarde. A continuación, dio por terminado el doloroso episodio con un tono de patetismo en la voz, como profundamente cansada de aquella lucha:

—Prefiero cumplir mi condena cuanto antes. Permitidme morir. No puedo soportar más tiempo este cautiverio.

Aquel espíritu, nacido para vivir a la luz del sol y en libertad, ansiaba tanto abandonar la horrible prisión, que estaba dispuesta a conseguirlo a cualquier precio, aunque fuera la muerte. Al contemplar la escena, algunos jueces se mostraron abatidos, muy tristes y apenados. Al bajar al patio de la fortaleza, nos encontramos al conde de Warwick reunido con un nutrido grupo de ingleses, que aguardaban impacientes las noticias. En cuando los vio Cauchon, se dirigió a ellos con aire triunfante y riendo. Podéis imaginarlo… un hombre que aniquila a una pobre muchacha desamparada y encima tiene humor para reírse de su hazaña:

—¡Tranquilizaos! —les dijo—. ¡Todo se ha perdido para ella!

71

Es propio de los jóvenes caer en el desaliento ante las dificultades invencibles, como nos sucedió a Noel y a mí después de comentar las terribles noticias sobre el destino de Juana. Pero también es normal que las esperanzas vuelvan a despertar, como ocurrió con las nuestras cuando recordamos la vaga promesa de las Voces sobre una supuesta liberación «en el último momento». Cierto que la última vez no sirvió de nada la esperanza, pero ahora iba a ser diferente: el Rey no tardaría en acudir, al frente de sus tropas. La Hire vendría con ellos, junto a los veteranos, seguidos por ¡toda Francia detrás! Con tales pensamientos, recobramos el ánimo, llegando incluso a escuchar el vibrante ruido del acero, los gritos de combate y la excitación del asalto, y contemplamos a Juana libre de sus cadenas y con la espada en la mano, emocionada y fuerte. Pero aquel sueño no tardó en desaparecer reducido a la nada. A última hora de la noche, mi señor Manchon entró y me dijo:

—Vengo de la celda de la Doncella, y traigo para vos un mensaje de su parte.

¡Un mensaje para mí! Si Manchon se hubiera fijado en mi cara, habría descubierto que mi actitud indiferente respecto a Juana era completamente ficticia, pues su noticia me tomó desprevenido y me quedé tan conmovido ante el honor que se me hacía, que no acerté a disimular.

—¿Un mensaje para mí, reverencia?

—Sí. Os pide que hagáis algo por ella.

Me explicó que se había fijado en mi joven ayudante y en su aspecto bondadoso, pensando en la posibilidad de encargarle un servicio. Le dije que contara con ello y le pregunté cuál era el favor. Respondió que se trataba de escribir una carta a su madre. Estuve de acuerdo, añadiendo que se la escribiría con mucho gusto. Pero ella prefería lo hicierais vos, para no entorpecer mis muchos trabajos como secretario. Le prometí enviar a buscaros, y eso pareció alegrar su semblante. Me daba la impresión de que para ella era como ver a un amigo querido, precisamente ahora, que tanto los necesita. Intenté enviaros recado, pero no me lo permitieron. No puede entrar en la prisión, nadie, como no sean los jueces y oficiales. No tuve más remedio que decírselo, lo cual le causó gran pena. Así que me trasmitió el mensaje para vos. Me parece extraño su contenido y así lo expresé, pero ella me explicó que su madre sí lo entendería: «Haced llegar el testimonio de mi cariño apasionado a mis padres y a todos los amigos del pueblo, diciéndoles que no se ilusionen con mi libertad, aclarando que no habrá rescate, puesto que anoche, por tercera vez en un año, tuve la Visión del Árbol». ¿Verdad que es raro? Insistió en que sus padres lo comprenderían. Después, por unos momentos, pareció como si soñara, mientras sus labios entonaban la canción del lejano Árbol de su infancia, según me contó.

Supe entonces que no había la menor esperanza. La carta de Juana contenía también un mensaje oculto para Noel y para mí, hecho con el fin de que abandonáramos toda ilusión. Quiso decimos claramente el destino que le aguardaba, indicándonos, como soldados suyos que éramos, sus órdenes sobre el modo como debíamos aceptar la voluntad de Dios. Haciéndolo así, encontraríamos alivio en nuestro dolor. Era algo muy propio de ella, pues siempre pensaba antes en los demás que en sí misma. Su corazón estaba afligido por nosotros y trataba de suavizarnos la pena, cuando precisamente la sacrificada sería, única y exclusivamente ella.

Escribí aquella carta, ya podréis imaginar con cuántos esfuerzos… Lo hice con la misma pluma que me sirvió para trazar en el pergamino la primera proclama dictada por Juana en su vida, conminando a los ingleses a abandonar Francia, cuando era una niña de 17 años. Ahora, acababa de escribir su último mensaje. Al terminar de hacerlo, rompí la pluma, pues ese instrumento ya no podría servir a nadie más en este mundo, sin rebajar su categoría.

Al día siguiente, 29 de mayo, Cauchon envió a llamar a sus jueces, pero sólo 42 de los 63 respondieron. Caritativamente, podríamos pensar que los otros veinte sintieron vergüenza en acudir. Esos 42 la declararon hereje, reincidente, y la condenaron a ser entregada al poder civil. Cauchon les dio las gracias. Luego, ordenó que Juana fuera conducida, al día siguiente, a la plaza llamada del Mercado Viejo, y fuera entregada al juez, quien la pondría en manos del verdugo. Todo esto significaba que sería quemada en la hoguera. Al atardecer de ese mismo día 29 de mayo, se difundió la noticia por todas partes, de modo que la gente de los alrededores acudió a Rouen con el propósito de presenciar la ejecución. Al menos, los que lograran demostrar sus simpatías hacia los ingleses, únicos a los que se admitiría. La multitud se agolpaba en las calles, creciendo por momentos el tumulto. Sin embargo, se observaba un sentimiento de piedad en el rostro de los campesinos. Lo mismo ocurrió en anteriores ocasiones, cuando la muerte de la Doncella se perfilaba como muy probable. La tristeza aparecía de nuevo, mostrándose de forma visible en muchos semblantes.

La mañana siguiente, Martin Ladvenue, acompañado de un fraile, fue enviado a la presencia de Juana con el fin de ofrecerle auxilio espiritual antes de la muerte. Manchon y yo fuimos con ellos a cumplir una tarea penosa, especialmente para mí. Anduvimos por los corredores sombríos, hasta llegar a la presencia de Juana. Al principio no se dio cuenta. Permaneció sentada con las manos recogidas y la cabeza inclinada, pensativa y con expresión triste. ¿En qué estaría pensando? ¿En su casa de Domrémy, en su familia, en los prados verdes o en los amigos a los que ya nunca volvería a ver? ¿En los errores cometidos, o en el desamparo en que la habíamos dejado, y en la crueldad con que la trataron los jueces? ¿O tal vez reflexionaba sobre la muerte que le había tocado en suerte? Absorta en sus tristes meditaciones, continuaba sin percibir nuestra presencia. Entonces, Martin Ladvenue la llamó suavemente:

—Juana.

Levantó la cabeza con leve sobresalto y débil sonrisa, y respondió:

—Hablad. ¿Qué noticias me traéis?

—¿Podréis resistir lo que os voy a comunicar?

—Creo que sí, —dijo inclinando de nuevo la cabeza.

—He venido para prepararos a morir.

Un estremecimiento sacudió su cuerpo agotado. Se hizo un silencio. Luego, ella preguntó con voz sorda:

—¿Cuándo será?

Se oyeron los sones de una campana tañendo a lo lejos.

—Ahora. El momento está próximo.

Volvió a estremecerse.

—¡Es tan pronto…! ¡Ah, es tan pronto…!

Los tañidos de la campana volvieron a escucharse en el silencio de la celda. Permanecimos quietos, sin hablar. Hasta que Juana preguntó:

—¿Cuál será la forma de la muerte?

—La hoguera.

—¡Me lo suponía!

Se puso bruscamente de pie, conmovida, y después sollozó desconsoladamente. Nos miró a todos, uno a uno, como suplicando ayuda y afecto… ¡pobre Juana! ¡Ella que nunca desamparó a nadie, incluyendo a los enemigos heridos en el campo de batalla!

—¿Por qué me tratan con esta crueldad? Hoy mi cuerpo será reducido a cenizas ¡Preferiría que me cortaran la cabeza siete veces, antes de sufrir la pena del fuego! Cuando abjuré, prometieron llevarme a una cárcel de la Iglesia, y si me hubieran conducido allí en lugar de seguir en manos de mis enemigos, no me habría ocurrido esto. ¡Invoco a Dios, como buen Juez Supremo, contra la injusticia que se comete conmigo!

Aquello nos resultaba insoportable. Las lágrimas surcaban los rostros. Por un momento, me arrodillé a sus pies. Al percibir el peligro que corría, me susurró al oído:

—¡Rápido! ¡Levantaos! No os arriesguéis, buen amigo… ¡Que Dios os bendiga para siempre!

Percibí cómo apretaba mi mano con la suya. Tuve la fortuna de ser el último al que saludó afectuosamente. Nadie se dio cuenta del gesto y la historia no lo recoge, pero es verdad, tal como yo lo cuento. De pronto, llegó Cauchon. Juana se plantó delante de él y le dijo:

—¡Obispo, muero por culpa vuestra!

Lejos de quedar avergonzado, no se inmutó y, con aire comprensivo, amonestó a la sentenciada:

—¡Debéis tener conformidad! La culpa de vuestra muerte la tenéis sólo vos, al no cumplir las promesas y reincidir en vuestros pecados.

—¡No es cierto! Si me hubierais conducido a una cárcel de la Iglesia, con guardias apropiados, tal como prometisteis, nada de esto habría sucedido. ¡Por ello, os emplazo a responder ante Dios, Juez Supremo!

 

Al oír sus palabras, Cauchon perdió la calma, sobresaltado, así que desapareció rápidamente de la celda. Juana se fue calmando, aunque de vez en cuando secaba sus lágrimas y algunos sollozos sacudían su cuerpo, cada vez más distanciados, hasta desaparecer. Después, levantó la mirada y vio a Pierre Maurice, que entró acompañando al obispo.

—Señor Pierre, ¿dónde me encontraré esta noche?

—¿Confiáis en Dios?

—Sí, y con su gracia estaré en el Paraíso.

Luego, Martin Ladvenue la oyó en confesión y más tarde solicitó la sagrada comunión. Pero había un problema: ¿Cómo dar la comunión a una persona públicamente condenada por la Iglesia, convertida en pagana? No sabían qué hacer, de forma que preguntaron a Cauchon, a través de un emisario, cuáles eran sus instrucciones al respecto. Dio la orden de que se concediera a Juana todo lo que pidiera. Quizá sus últimas palabras le habían impresionado o atemorizado, ya que no conmovido el corazón, pues no lo tenía. Llevaron la comunión a Juana, que tanto la ansiaba durante los meses de cautiverio. Fueron momentos solemnes. Mientras ocurrían estos episodios, los patios del castillo abiertos al público se fueron llenando de gente humilde, hombres y mujeres enterados de que algo pasaba en la celda de Juana, y acudieron, conmovidos, sin saber muy bien a qué. No nos dimos cuenta entonces de esto, porque seguíamos en el interior de la prisión y no podíamos ver nada. Fuera de las puertas de la fortaleza la multitud se apiñaba en masa, a la espera de acontecimientos. Al ver pasar el santísimo sacramento que le traían a Juana, las gentes se arrodillaban, mientras unos no aguantaban las lágrimas, otros rezaban por la condenada a muerte. Y cuando en la cárcel se inició la ceremonia de la comunión, fuera se escuchaba el cántico de las letanías dedicadas a un alma a punto de abandonar el mundo. El temor a aquella muerte cruel había abandonado a Juana ya para siempre. La serenidad y la entereza sustituyeron al miedo, y así fue hasta el final.

72

A primeras horas de la mañana, la Doncella de Orleáns, Libertadora de Francia, fue conducida en la plenitud de gracia y en la inocencia de su juventud, a sacrificar la vida por el país al que amaba con toda su alma, y hasta por el mismo Rey que la había abandonado en manos de sus enemigos. Iba sentada en la carreta donde se lleva a los criminales y ladrones. En cierto sentido, la trataban peor que a un delincuente, puesto que, antes de estar sentenciada por el poder civil, ya tenía escrita la condena en ridículo capirucho en forma de mitra que le pusieron en la cabeza, donde estaba escrito su pecado: «HEREJE, REINCIDENTE, APÓSTATA, IDÓLATRA». En el mismo infamante vehículo, la acompañaba el fraile Martin Ladvenue y el maestro Juan Massieu. Aparecía Juana con su melena rubia y aspecto rejuvenecido, aire dulce y sereno, vestida con una túnica blanca muy sencilla. Al salir por la puerta de la fortaleza, la carreta quedó unos momentos encuadrada en el marco y la luz del sol, proyectada sobre aquella figura enternecedora, despertó el cariño y admiración en la multitud congregada en los alrededores. Un murmullo recorría la plaza: ¡Esto es una visión celestial! ¡Una visión! Muchos se postraron de rodillas y otros lloraban, mientras por todas partes se escuchaba la oración en favor de los moribundos, que, aumentando su volumen, la acompañó, dándole ánimos, hasta llegar al momento de su muerte: ¡Cristo, ten piedad! ¡Santa Margarita, ten piedad! ¡Orad por ella, vosotros, santos ángeles y arcángeles, benditos mártires, interceded por ella! ¡Dios nuestro, sálvala! ¡Tened piedad de ella, te lo rogamos, buen Dios!

Es cierto el relato de un historiador que recoge así los hechos: «Los más humildes y pobres no tenían otra cosa para ofrecerle a Juana que sus oraciones, pero es seguro que las plegarias no fueron vanas. Pocos acontecimientos en la vida de los pueblos pueden igualar en fuerza dramática a esa muchedumbre que rezaba, llorando y con velas encendidas, junto a los muros de aquella vieja fortaleza convertida en prisión».

El mismo cuadro se repitió a lo largo de todo el camino, hasta el lugar del sacrificio. Cientos de ciudadanos se arrodillaban, apretujados con sus velas de color amarillo pálido, recordando una pradera sembrada de flores doradas. Los únicos que permanecieron en pie, codo a codo, como vallas delimitando el camino, fueron los guardas ingleses en cumplimiento de su misión.

De súbito, apareció un hombre como enloquecido, con hábito de sacerdote, que con gemidos y gritos se abrió paso entre la muchedumbre, arrollando la barrera de los guardias, cayendo postrado ante la carreta de la condenada a muerte y con las manos suplicantes, rogó:

—¡Perdonadme, por Dios! ¡Perdonadme, Doncella!

Aquel hombre, ¡era Loyseleur!

Mirándole compasiva, Juana le perdonó con ese corazón que sólo servía para compadecerse de todos los que sufren, sin impórtale cómo fuera la ofensa. No tuvo la menor palabra de reproche para semejante desventurado que, día y noche, contribuyó a inventar las hipocresías y falsedades que llevaron a Juana al suplicio. Los guardias, repuestos de la sorpresa, habrían ensartado al arrepentido, a no ser por la intervención del conde de Warwick, que le salvó la vida con una orden seca. Nadie supo nada más de él. Se retiró del mundo en algún lugar desconocido, donde apagar sus remordimientos.

En la plaza del Mercado Viejo estaban dispuestas las dos plataformas y la pira que fue instalada en el cementerio de la iglesia de St. Ouen. Las plataformas se distribuyeron como la vez anterior: una, destinada a los grandes dignatarios, con el cardenal de Winchester y el obispo Cauchon al frente, quedando la otra reservada para Juana y sus jueces. El recinto se encontraba atestado de gente, distribuida por la plaza: incluso ventanas y tejados se veían llenos de una multitud expectante. Ultimados los preparativos, los ruidos se fueron calmando, hasta alcanzar una quietud solemne e impresionante. A una señal de Cauchon, el predicador, Nicolás Midi, inició un sermón explicando las razones por las que es necesario arrancar un sarmiento de la vid —que está representada por la Iglesia—, porque si no, el sarmiento enfermo podría corromper y destruir la totalidad de la viña. Dejó muy claro que Juana, por su perversidad infernal, suponía un grave peligro, amenazando la pureza y santidad de la Iglesia, por lo cual su desaparición era imprescindible para el bien de todos. Al final de su discurso, hizo una leve pausa y con gesto teatral, añadió:

—Juana, la Iglesia ya no puede continuar acogiéndoos bajo su protección. ¡Id en paz!

Para simbolizar el abandono de la Iglesia, Juana fue situada en solitario, al extremo de la plataforma, sentada, a la espera de su fin. Cauchon intervino en esos momentos y se dispuso a dirigir las últimas palabras a la condenada. Le aconsejaron que leyera públicamente la fórmula de la abjuración de Juana, pero cambió de parecer por temor a que ella lanzara al aire la verdad, descubriendo que abjuró sin saber lo que hacía, y resultara él avergonzado por la infamia. Así pues, se limitó a aconsejarle que recordara sus maldades y se arrepintiera de ellas, pensando en su salvación. Seguidamente, con solemnidad, pronunció la fórmula de la excomunión que la separaba de la Iglesia. Después de breves palabras, la entregó al representante del poder civil para que aplicara la sentencia y su castigo.

Juana, llorando, se arrodilló y comenzó a rezar. ¿Oraba por sí misma? ¡Nada de eso! Encomendaba a Dios al Rey de Francia. Su voz se elevaba dulce y limpia, llegando a todos los corazones con su denso dramatismo. Olvidó que la había traicionado, primero, y abandonado, después, sin pensar en su ingrato comportamiento, que la llevó a la muerte. Para ella seguía siendo su Rey, del cual era súbdita leal y entusiasta, dispuesta a defenderle de las acusaciones falsas de sus enemigos, a los que ella increpó duramente. Allí, a las puertas de la muerte, Juana rogó a todos que hicieran justicia a su Rey, pues era noble, bueno y sincero, y no merecía ningún reproche por los actos que ella, bajo su responsabilidad, había llevado a cabo. Para terminar, rogó a los presentes oraciones en su favor, tanto los enemigos como los que sentían piedad hacia ella en el fondo de sus corazones. Apenas hubo nadie que no se mostrara conmovido ante la escena, incluidos los ingleses y los jueces, al ver sus labios que temblaban en oración y los ojos arrasados en lágrimas. Hasta el propio cardenal inglés, duro en cuestiones políticas en favor de su país, pareció tener un corazón sensible. El juez civil, que debió pronunciar la sentencia y anunciar la condena, se encontraba tan nervioso que se olvidó de hacerlo, por lo que Juana se dirigió a la pira sin escuchar las fórmulas preceptivas, completando así una larga cadena de irregularidades, presentes desde el principio en su proceso.