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100 Clásicos de la Literatura

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El tiempo encantador que reinaba en Rouen ayudaba al espíritu alegre y festivo que predominaba en la ciudad. El espíritu de las gentes, alegre y bien dispuesto, estallaba en risas a la menor oportunidad. Así, cuando circuló la noticia de que la joven prisionera de la torre había derrotado de nuevo al obispo Cauchon, se produjeron expresiones de abierto regocijo entre simpatizantes de los dos bandos, franceses e ingleses, ya que el odio contra el eclesiástico era general y compartido.

Aunque la mayoría del pueblo era partidaria de los ingleses y estaba de acuerdo en enviar a Juana a la hoguera, se burlaban del obispo servil, movidos por el odio hacia él. Resultaba peligroso reírse de las autoridades inglesas, pero no existía riesgo al tratarse de Cauchon, o de sus lacayos, Loyseleur o d’Estivet. La similitud entre las palabras Cauchon y «cochon», cuya diferencia no se percibe al hablar, daba ocasión a numerosos juegos de palabras y bromas que se hicieron corrientes durante los meses del proceso. Cada vez que Cauchon abría nuevas sesiones del proceso, la gente divulgaba frases como ésta: «La cerda ha parido de nuevo». Y cada vez que el juicio se atascaba, repetían: «El cerdo ha vuelto a preparar otra chapucería».

En este ambiente, mientras paseábamos Noel y yo por las calles de Rouen, escuchábamos a la gente inculta repetir la broma en los corrillos de calles y plazas:

—¡Sangre de Od, la cerda ha parido ya cinco veces, y cinco veces le ha salido mal!

Siempre había alguna persona atrevida que declaraba:

—Sesenta y tres jueces y el poder inglés contra una niña, y las cinco veces los ha derrotado.

Cauchon habitaba en el gran palacio arzobispal, protegido con la guardia inglesa, lo cual no impedía que todas las noches ciertos ciudadanos decoraran las paredes del edificio con cerdos pintados en forma grotesca. El obispo montaba en cólera, maldiciendo sus errores, furioso e impotente, hasta que ideó una artimaña distinta. La explicaré.

El 9 de mayo fuimos convocados Manchon y yo, de modo que tomamos nuestros utensilios de escribir y salimos. Teníamos que ir a un edificio distinto a la torre donde se encontraba la prisión de Juana. La construcción era circular, de aspecto lóbrego y macizo, edificada de forma tosca y sólida que le daba un aire triste y repulsivo. Al entrar en la habitación redonda de la planta baja, vi algo que me llenó de terror: allí estaban dispuestos los instrumentos de tortura a las órdenes de los verdugos. Una muestra más del corazón ruin de Cauchon en su faceta más oscura, prueba de que su ánimo apenas conocía la piedad.

Vimos a Cauchon en lugar preferente, junto al abate de St. Corneille con otros testigos, como el desleal Loyseleur. Los guardianes vigilaban las puertas, y en el centro se podía ver la rueda para la tortura, con el verdugo y sus auxiliares vestidos de rojo, color adecuado a su sangrienta misión. Imaginé la escena de Juana atada a la rueda, con los pies encadenados a un extremo y las manos al otro, mientras los energúmenos giraban las palancas hasta romper las articulaciones de la víctima. Creí escuchar los huesos rotos y no me explicaba cómo aquellos seguidores de Cristo podían aguantar eso con aire bonachón y sereno.

No tardó en aparecer Juana, a la cual le fue comunicado un resumen de sus crimines. Seguidamente, Cauchon pronunció un solemne discurso. Acusó a Juana de negarse a responder algunas preguntas que se le hicieron, y responder a otras con mentiras, pero que había llegado el momento de arrancarle la verdad completa.

Aparentaba una gran confianza, como si estuviera seguro de haber encontrado el sistema para doblegar la rebeldía de aquella mocosa, a la que pondría gimiendo a sus pies, logrando así la victoria definitiva, que iba a silenciar las bromas en el populacho. Hablaba con voz tonante y su rostro moteado se iluminaba, saboreando las mieles de un triunfo anticipado. Exclamó con ferocidad:

—¡Ahí está la rueda y al lado, los verdugos! Ahora vais a contarlo todo, o bien daremos orden de que empiece la tortura. ¡Hablad!

Sin aire teatral, llena de sencillez, con fino tono de voz, Juana pronunció una frase inolvidable:

—No diré nada más de lo que ya he manifestado antes, ni aunque me rompáis todos los miembros de mi cuerpo. Y si, movida por el dolor, dijera algo distinto, pasada la tortura denunciaría que mis palabras me fueron sacadas a la fuerza y carecen de validez.

Era imposible quebrantar aquel espíritu. Me gustaría que hubierais podido ver a Cauchon otra vez derrotado, sin imaginarlo en absoluto. Se dijo en Rouen que ya tenía redactada una confesión completa de inculpaciones, seguro de que Juana se la firmaría. Pero la joven no se rindió, conservando su increíble lucidez mental. Muy poca gente se habría dado cuenta, en aquella situación, de que las palabras arrancadas con tortura no tenían por qué resultar necesariamente ciertas. Sin embargo, Juana la iletrada puso el dedo en la llaga con su infalible instinto. Todos pensábamos que la tortura servía para descubrir la verdad, pero cuando Juana expuso unas palabras tan simples, la chispa de su ingenio fue como el relámpago en medianoche, que ilumina valles y aldeas despejando la oscuridad. Manchon me miró sorprendido, sentimiento que se observaba también en la cara de los demás, asombrados ante la sabiduría de una doncella aldeana sin estudios. Uno de los jueces, murmuró:

—En verdad que es una criatura maravillosa. Ha descubierto una verdad tan vieja como el mundo, ¿de dónde le viene esa inteligencia?

Mientras, los teólogos discutían en voz baja la decisión a tomar. Se formaron dos grupos opuestos. Uno, capitaneado por Cauchon y Loyseleur, insistía en que le fuera aplicada tortura, mientras el sector mayoritario se mostraba porfiadamente en contra.

Al fin, Cauchon ordenó con aspereza que Juana fuera devuelta a la celda. Aquello fue una agradable sorpresa para mí, que no esperaba la reacción del obispo.

Esa noche, comentamos Manchon y yo las posibles razones para que el obispo hubiera renunciado a la tortura. Su opinión era que lo hizo por dos motivos: uno, el temor a que muriera bajo tormento, lo cual no convenía nada a los ingleses; y el otro, que la tortura serviría para muy poco, si después Juana se retractaba de lo dicho en tales circunstancias. Respecto a que firmara el reconocimiento de sus culpas, tal como lo había preparado Cauchon, todos se mostraban de acuerdo en que no lo haría, ni siquiera sometida al dolor de la rueda. De modo que Rouen volvió a burlarse otra vez, repitiendo: «La puerca ha parido seis veces y le resultaron seis chapuzas».

La furia del obispo llegaba al colmo por aquellos días. No renunciaba a su idea de aplicar la tortura. Era el plan más de su gusto de todos los ideados por él, y no podía resignarse a olvidarlo. Así que fue a convencer a sus fieles sicarios que habían redactado los doce puntos últimos contra Juana, sobre la necesidad de emplear la tortura a la acusada. Pero sus esfuerzos fueron vanos. En algunos de ellos, la actitud de Juana ya había hecho su efecto, y otros temían que pudiera morir en el tormento. De los catorce personajes reunidos para la votación, once se decidieron en contra de la tortura, y mantuvieron su postura firme, a pesar de las amenazas de Cauchon. Sólo dos insistieron en el tormento: Loyseleur y Thomas de Courcelles, el maestro en elocuencia a quien Juana rogó que leyera su libro y no confiara en su memoria.

Con los años he aprendido a cuidar el lenguaje, pero lo olvido cuando pienso en tres personas: Cauchon, Courcelles, Loyseleur.

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Cuando expiraba el plazo de diez días, la Universidad de París hizo público su dictamen sobre los famosos doce artículos. Según los firmantes, Juana de Arco era considerada culpable en cada uno de los puntos. Así pues, o renunciaba a sus errores y daba reparación por ellos, o sería entregada al poder secular para recibir castigo.

La decisión de la Universidad ya estaba adoptada incluso antes del envío de los doce artículos, pese a lo cual, se tomaron desde el día 5 al 18 para redactar el veredicto. Quizá la tardanza fuera debida a la falta de acuerdo de los jueces sobre dos puntos:

1. A quién pertenecían las Voces malignas que escuchaba Juana.

2. Si los santos hablaban sólo en francés.

Por supuesto, los sabios de la Universidad calificaron de «malignas» las Voces de Juana. Y, además, ya identificaron los seres demoníacos propietarios de las Voces: Belial, Satanás y Behemoth. A mí aquello no me resultaba tan claro, porque si tales eran los demonios, ¿cómo los demostraban ellos? Según mi opinión, los argumentos eran débiles. Consideraban que los ángeles vistos por Juana eran diablos disfrazados, y que ella estaba engañada. Pero si los demonios cambian, o no, su aspecto para confundir a los hombres, ¿por qué no podría resultar que fueran ellos los equivocados? Al fin y al cabo, Juana había dado tantas muestras de lucidez e inteligencia como cualquiera de los sabios, cuando no más.

En todo caso, los mensajeros llevaron a Rouen el veredicto, junto a una carta destinada a Cauchon, saturada de alabanzas. La Universidad le daba las gracias por su celo en la tarea de desenmascarar a esa mujer «cuyo veneno había infectado la fe de toda la región Oeste de Francia». Como recompensa a su labor, le deseaban recibiera «una corona de gloria eterna en la otra vida». ¡Nada menos! Una corona en el cielo, un propósito alentador, pero sin nadie para garantizarlo. Nada se decía de la concesión del Arzobispado de Rouen, por cuyo objetivo Cauchon estaba dispuesto a sacrificar su alma. Eso de la «corona en el cielo» debió sonarle a broma, después de su innoble trabajo. ¿Qué haría él en el cielo? Apenas conocería a nadie en este lugar.

 

El 19 de mayo, un tribunal de cincuenta jueces se reunió en el palacio arzobispal en sesión especial para decidir la sentencia que se debería aplicar a Juana. Unos pocos se pronunciaban a favor de ponerla, sin más trámite, en manos del poder secular, quien se encargaría de hacer justicia. Pero la mayoría solicitaba que previamente se le hiciera una «cariñosa amonestación».

Así que el mismo tribunal volvió a reunirse el día 23 en el castillo-prisión, y Juana fue conducida al estrado. Pierre Maurice, un canónigo de Rouen, en su discurso le recomendó que, para salvar su alma y librar su cuerpo, renunciara a sus errores y se sometiera a la Iglesia. Terminó su intervención con una tremenda amenaza. Caso de persistir en sus pecados, la condenación de su alma sería segura, y la de su cuerpo, muy probable. Pero Juana continuaba imperturbable. Declaró:

—Aunque me condenarais a muerte, y viese el fuego a mis pies, y el verdugo dispuesto a azuzarlo… o mejor, ya me encontrara en medio de las llamas, no podría decir otras cosas distintas a las que figuran en vuestros procesos. Me atendré a ellas hasta morir.

Se hizo el silencio, roto por la voz de Cauchon, que se volvió a Pierre Maurice:

—¿Tenéis algo más que añadir?

El sacerdote hizo una reverencia y respondió:

—Nada, señor.

—Prisionera en el banquillo: ¿queréis añadir algo más?

—Nada —afirmó Juana.

—Entonces, el caso está cerrado. Mañana será dictada sentencia. Llevaos a la acusada.

Creo que Juana abandonó la sala erguida y serena, pero no podría asegurarlo, porque mis ojos se nublaron con las lágrimas.

¡Mañana, 24 de mayo! Hacía justamente un año, la veía cabalgar por la llanura, al frente de las tropas, con su yelmo plateado brillando al sol, su capa al viento y las plumas en agitación continua, mientras enarbolaba la espada en alto. Sólo un año antes, asaltaba murallas con ímpetu arrollador… ¡Y ahora llegaba de nuevo el mismo día, pero esta vez con signo fatal para la Doncella!

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Juana fue declarada culpable de herejía, de brujería y todos los demás terribles crímenes detallados en los «Doce artículos», por lo que su vida estaba, por fin, en mimos de Cauchon, quien podía enviarla a la hoguera inmediatamente. Pensaréis que ya se daría por satisfecho, ¿no? Pues nada de eso. ¿De qué le iba a servir a él su codiciado título de Arzobispo, si el pueblo se empeñaba en pensar que un grupo de clérigos vendidos al poder inglés habían condenado a Juana, libertadora de Francia, injustamente?

De este modo, ella se convertiría en una mártir y santa, cuya sombra se elevaría sobre las cenizas de su cuerpo con mucha más fuerza que cuando estaba viva, y tendría impulsos para arrojar a los ingleses al mar y al obispo Cauchon tras ellos. No. La victoria no era completa. La culpabilidad de Juana debía quedar muy clara, con pruebas suficientes para que el pueblo se convenciera hasta el fondo. ¿Y cómo lograr la prueba definitiva? Pues nadie mejor que la misma Juana de Arco para proporcionarla: Era necesario conseguir que ella se confesara de sus pecados, personalmente y en público, o al menos que así les pareciera a los demás.

Pero ¿cómo podría realizarse el proyecto? Durante semanas, habían intentado doblegar su ánimo, con resultados negativos. ¿Cómo convencerla ahora? Ya la amenazaron de distintas formas, pero ni la enfermedad, ni la tortura, ni el terror de la hoguera… la fatiga moral… Este sería el último recurso. Una excelente idea… Al fin y al cabo no era más que una niña, y bastaba con someterla a medidas que pudieran debilitarla, aprovechando su naturaleza femenina… Sí, parecía una jugada astuta, sobre todo recordando sus palabras sobre la posibilidad de declarar bajo tortura hechos que luego habría de negar. Este detalle valía la pena tenerlo en cuenta, y se tuvo.

En realidad, la propia Juana les indicó el camino a seguir. Lo primero, reducir su fuerza; después aterrorizarla con las llamas de la hoguera, y así, bajo el temor y la debilidad, obligarla a firmar una confesión bien preparada. Pero ¿y si exigía antes que leyeran el contenido del escrito? No podrían negárselo, delante del público… Porque, tal vez, si recobraba sus fuerzas mientras le leían su confesión…, ¿se negaría a firmar? Muy bien. Pues se le daba el «cambio», substituyendo el papel leído (corto) por otro bien preparado y mucho más extenso… e interesante.

El problema era que, si reconocía sus culpas y abjuraba de los errores, ya no la podrían condenar a muerte… Imposible. Los ingleses sólo admitían la hoguera… La cárcel les resultaba insuficiente. Sin embargo, el objetivo sería cumplido. Cauchon estaba dispuesto a prometerle que si abandonaba el atavío masculino, quedaría perdonada de la muerte, y encarcelada en prisión, con buen trato y sin guardianes a su alrededor. Entonces ella no tendría más remedio que aceptar la oferta. Más tarde, Cauchon pensaba dejar que los vigilantes la acosaran, atraídos por su ropaje femenino, de modo que Juana reclamara otra vez sus ropas de hombre. Era el momento de acusarla de falsa y mentirosa, y devolverla a la hoguera, donde encontraría, tras la deshonra, la muerte por el fuego. Estos fueron los planes. Sólo faltaba ponerlos en práctica.

Los proyectos de Cauchon son conocidos ahora, muchos años después. En aquellos momentos, nadie los compartía con él, salvo el Cardenal de Winchester y, tal vez, entre los franceses, Loyseleur y Beaupère, aunque parcialmente y no con seguridad.

Según costumbre admitida, siempre se dejaba al condenado pasar la última noche de su vida en paz y tranquilidad. Con Juana se alteró la costumbre. Loyseleur fue a visitarla en la celda, intentando, a lo largo de varias horas, convencerla para que se sometiese a la Iglesia, como buena cristiana. Le prometió, de acuerdo con el obispo, sacarla de aquel lugar y conducirla a otra prisión mucho más llevadera, no dirigida por ingleses, sino por mujeres francesas que serían sus guardianas.

Mientras tanto, Noel y yo vagábamos como almas en pena. Al anochecer llegamos hasta la puerta principal de la ciudad, con la loca esperanza de ver aparecer, de un momento a otro, las fuerzas que rescatarían a Juana, tal como anunciaron las Voces. Pero nada de eso ocurría. Una multitud se agolpaba en la puerta, desde el exterior, deseando entrar en Rouen con el fin de presenciar, al día siguiente, la muerte en la hoguera de la «bruja». Los guardianes rechazaban con rudeza a los que no mostraban salvoconducto. Observábamos a los que lograban pasar el control, pero ninguno de ellos nos recordaba a nuestros camaradas y jefes del ejército de Francia, dispuestos a liberar a Juana.

Las calles estaban atestadas de masas de personas excitadas. Nos abríamos paso con dificultad, a pesar de lo avanzado de la noche. Nos encontramos, de pronto, cerca de la plaza de la iglesia de St. Ouen, donde vimos a muchos obreros trabajando a la puerta del cementerio de la iglesia. Al preguntar la razón de aquel tumulto, nos respondieron:

—Están construyendo el patíbulo y la pira de leña. ¿No sabéis que mañana queman a la bruja francesa?

Nos fuimos rápidamente, sin fuerzas para continuar. Al amanecer, nos dirigimos otra vez a las puertas de la ciudad a la espera del milagro. Nos informaron que el abad Jumiéges y todos los monjes de su convento pensaban asistir al sacrificio de Juana. Llegamos a creer que, escondidos por las capas religiosas, aparecerían los veteranos de la Doncella, a las órdenes de La Hire o del Bastardo. Vimos a los frailes pasar entre el respeto y el silencio de la multitud, pero no vislumbrábamos bajo las capuchas ningún rostro conocido. Fuimos ingenuos, al pensar más con el corazón que con la cabeza, pero nuestra excesiva juventud y el cariño tan grande que le profesábamos a Juana, contribuyeron a hacernos perder la razón.

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A la mañana siguiente me presenté en el lugar que se me había asignado. Me encontraba en una plataforma, elevada a la altura de un hombre, en el cementerio de la iglesia, bajo los aleros de St. Ouen. Junto a mí se apiñaba un nutrido grupo de sacerdotes y ciudadanos importantes además de algunos juristas. Frente a nuestra plataforma, separada por un corto espacio de terreno, se alzaba otra mucho más lujosa, pues había sido cubierta con dosel y tapices, que la protegían de la lluvia y del aire. Varios muebles y sillas daban al conjunto un aspecto cómodo y agradable. Dos sillones se destacaban sobre los demás, colocados sobre un entarimado y dominando la situación. Uno de los dos sillones estaba ocupado por S.E. el Cardenal de Winchester y el otro, por el obispo Cauchon.

A su alrededor, tomaron asiento tres obispos, el Viceinquisidor, ocho abades, y 62 clérigos y teólogos que asistieron en calidad de jueces al proceso contra Juana. Veinte pasos más allá, frente a las dos plataformas, se levantaba un túmulo de piedra, con una mesa al finid, construida en forma de escalones, donde se asentaba la estremecedora pira de madera. En la base, haces de leña apilados. Al lado, el verdugo y sus ayudantes, con vestiduras rojas. A sus pies, restos de brasas encendidas junto a una provisión suplementaria de troncos muy considerable.

Todo el recinto ocupado por las plataformas y la gran pira quedaba custodiado por soldados ingleses formando una barrera humana, con sus figuras firmes y sus brillantes armaduras de acero bruñido. Detrás de ellos, la inmensa planicie de cabezas humanas a la espera de acontecimientos. No se escuchaba el menor ruido, ni se apreciaba movimiento. Una luz plomiza se filtraba entre nubes grisáceas, mientras lejanos resplandores en el horizonte, acusaban la presencia de la tormenta. Al fin, la quietud se turbó. Al otro lado de la plaza, se oyó el ruido de las voces de mando y de la tropa que dividía en dos la masa humana. Mi corazón me traicionó. ¿Ya estaba allí La Hire y sus diablos? No. Ellos no marchaban así. Se trataba de la prisionera, Juana de Arco, acompañada de sus guardianes.

Me quedé más deprimido que nunca. Aun débil como se encontraba, la obligaban a caminar hasta el suplicio. Aunque la distancia no era excesiva, no resultaba empresa fácil para una persona debilitada por una prisión de meses, encadenada, sin hacer ejercicio ni respirar aire puro. Al acercarse, encorvada por el agotamiento, vimos a Loyseleur inclinando su cabeza sobre su oído. Nos enteramos después que acudió por la mañana, de nuevo, a la celda para intentar persuadirla con falsas promesas, cosa que ahora volvía a repetirle, insistiendo en que se aviniese a lo que le pedían. En tal caso, quedaría libre de los crueles ingleses, alcanzando cobijo en el refugio poderoso de la Iglesia. Demostraba con ello su espíritu miserable y corazón mezquino.

Juana tomó asiento en la plataforma, con los ojos cerrados y como indiferente a todo cuanto la rodeaba, ajena a todo lo que no fuera permanecer quieta y en paz. Su tez aparecía de nuevo extremadamente blanca, tanto como el alabastro. A su alrededor, la gente contemplaba a la prisionera con arrebatada curiosidad. Veían una frágil muchacha de carne y hueso, y eran conscientes de tener delante a una persona cuya fama y nombre recorrió toda Europa, dejando pequeños otros ilustres soldados y generales en comparación con ella. ¡Juana de Arco, el asombro de su tiempo que llegaría a serlo también de los tiempos venideros!

Nos convencimos de que el obispo Cauchon desconfiaba de Manchon, debido a sus preferencias con Juana, puesto que en su lugar se había situado un nuevo secretario, lo cual nos quitaba trabajo a mi señor y a mí, que nos dedicamos a observar los acontecimientos. Yo estaba seguro de que Juana, víctima de intensa campaña y acosada continuamente, se encontraba ya al borde del agotamiento. Pero, según comprobé, inventaron nuevas modalidades. Ahora le estaban lanzando un sermón demoledor, en medio del calor opresivo de la tormenta. Al empezar a hablar el orador, Juana, extrañada, elevó la vista, angustiada, y dejó luego caer la cabeza. El predicador era Guillermo de Erard, famoso por su verbo florido. Comentaba el texto de los «Doce puntos», falsos naturalmente, arrojando sobre la pobre niña, una por una, las calumnias condensadas en aquel frasco de veneno, dedicándole los calificativos brutales elaborados por sus jueces. Su furia aumentaba a medida que el discurso cobraba intensidad. Pero todo en vano. Juana seguía como absorta en sus pensamientos, sin dar muestras de escuchar al orador. Al fin, Erard tronó con fuerza:

—¡Oh, pobre Francia, cómo te han maltratado! ¡Fuiste siempre la cuna de la Cristiandad, pero ahora, Carlos, que se nombra a sí mismo Rey y gobernador, autoriza complaciente, como hereje y cismático que es, los malvados actos de esta mujer perversa e infame!

 

Al oír tales epítetos, Juana alzó la cabeza y sus ojos despidieron fuego. Al verlo, el predicador, con tono soberbio, se volvió hacia ella, exclamando:

—¡Juana, os hablo a vos, y os repito, que vuestro Rey es cismático y hereje!

Su alma leal se sintió ultrajada y recriminó al predicador sus expresiones ofensivas:

—¡Por mi fe, señor! ¡Estoy dispuesta a jurar, aunque me vaya la vida, que es el cristiano más noble y fiel a la Iglesia que hay en el mundo!

Se produjo una cerrada salva de aplausos en la multitud, detalle que llenó de cólera al orador, pues no iban dedicados a él, a quien correspondía todo el mérito, sino a la inoportuna ocurrencia de Juana, que destruyó su hermoso discurso. Indignado, dio con el pie en el suelo, y ordenó al alguacil:

—¡Hacedla callar!

La ocurrencia despertó risas en la gente. El pueblo reacciona así cuando un hombre hecho y derecho llama en su ayuda a un alguacil para que le proteja de una muchacha débil y enferma. Juana había destruido el efecto del orador con una simple frase, que la honraba, si bien yo no me identificaba con ella. Menos, en unos momentos en que el Rey, al abandonar a su suerte a las más noble y leal de sus súbditos, demostraba lo calculador, egoísta y cobarde que era. De haber tenido sangre en las venas, su puesto estaba allí, con la espada en la mano, al mando de su ejército, liberando a Juana de sus enemigos y devolviéndole la honra que tan justamente se había ganado. Pero no había peligro. La ovación del pueblo fue espontánea, ante el gesto noble de Juana con su Rey, lo cual no significaba simpatía a la causa francesa. Sus sentimientos estaban con los ingleses y habían acudido a presenciar cómo Juana era arrojada a la hoguera.

A continuación, el predicador conminó formalmente a Juana para que se sometiera a la autoridad de la Iglesia. Hizo la propuesta seguro de que la joven, exhausta y al límite de sus fuerzas, cedería en su tenaz resistencia. No obstante, la acusada presentó oposición:

—Respecto a eso, ya he respondido a mis jueces, rogándoles sometan al Santo Padre todos mis actos y palabras, a quien, después de Dios, apelo.

Con su portentosa intuición, una vez más, acertó a pronunciar las palabras cruciales, aunque ignoraba su valor real. Si bien, en esos momentos, con la pira dispuesta y todos en contra suya, tampoco el acogerse a la autoridad del Papa servía de mucho. Pero fue suficiente para que los clérigos temblaran un momento, cambiando rápidamente de tema.

Juana insistió en que su conducta vino determinada por la misión que le fue encomendada por Dios, y cuando intentaron denigrar al Rey y a sus generales, con voz decidida, les atajó:

—No hago responsables, ni a mi Rey ni a nadie, de mis hechos y palabras. Si algo hice mal, yo soy la única culpable. Nadie más.

Le volvieron a preguntar si no se arrepentía de las palabras y actos que los jueces declararon perversos. La respuesta despertó, de nuevo, recelo y confusión:

—Todo lo someto a Dios y al Santo Padre, el Papa.

¡Otra vez el Papa! Aquello resultaba muy peligroso. Los jueces, preocupados, cuchicheaban en corrillos, discutiendo sobre el tema. Por fin, tomaron una decisión bastante rastrera, pero la única posible para salir del atolladero. Dictaminaron que el Papa estaba demasiado lejos y que, de cualquier forma, no era necesario acudir a él, teniendo en cuenta que los jueces presentes estaban investidos de autoridad y competencia suficiente para decidir el caso, representando a la Iglesia en aquella diócesis.

La gente daba muestras de impaciencia. Sus gestos adquirían cierto aire amenazador. Fatigados por aguantar mucho rato de pie, notaban el calor picante de la tormenta que se aproximaba, a juzgar por la intensidad y el ruido cada vez mayores de los truenos y relámpagos. Había que apresurar el fin de la sesión. Erard mostró a Juana un papel escrito previamente, manipulado, y le pidió su abjuración.

—¿Abjurar? ¿Y qué es abjurar?

Desconocía el verdadero sentido de esa palabra. Massieu se lo explicó. Como se encontraba muy fatigada, no lograba entender su significado. Todo eso le parecía un embrollo de palabras extrañas. Desesperada, no pudo reprimir un grito de súplica:

—¡Le pregunto a la Iglesia Universal, si debo abjurar o no!

Erard contestó:

—Debéis abjurar ahora mismo, o seréis quemada inmediatamente.

Al escuchar tan horribles palabras, se dio cuenta del lugar donde estaba, y de la pira dispuesta, con las brasas encendidas y preparadas para iniciar el fuego. Como una sonámbula, se levantó del asiento y daba pasos de un lado a otro, murmurando incoherencias. Los jueces se inclinaron ante ella, gritando en tonos distintos: «—¡Firmad! ¡Firmad! ¡Firmad y seréis salva!». Loyseleur le repetía al oído: «Haced lo que os digo. ¡No os perdáis para siempre!».

Juana, entre sollozos, exclamó:

—¡Por favor, dejadme! No hacéis bien al acosarme…

—Juana, tenemos piedad de vos y nos compadecemos de vuestra desgracia. Arrepentíos de lo dicho o tendremos que aplicaros el castigo…

En esos momentos, se oyó la voz de Cauchon, desde la otra plataforma, que sonaba con fuerza bajo el dosel, leyendo la sentencia de muerte.

Por entonces, Juana se encontraba agotada. Se mantenía de pie, mirando con ojos extraviados alrededor. Luego, cayó de rodillas, e inclinando la cabeza, dijo:

—Me someto.

No la dejaron ni un momento en paz. Massieu comenzó a leer la fórmula de abjuración, y ella repetía las palabras automáticamente y sonriendo, pues daba la impresión de estar como enajenada, parecía muy lejos de allí, en un lugar más agradable. Entonces, el breve escrito inicial con la fórmula de abjuración, apenas de seis renglones, fue reemplazado por uno de varias páginas, sin que la aturdida Juana reparase en el cambio. Al contrario, se disculpaba de forma patética, explicando que no sabía escribir. Para salvar el inconveniente, un secretario del Rey de Inglaterra le llevó la mano para escribir al pie del documento su nombre: Juana.

El crimen se había consumado. La acusada firmó… pero ¿qué? Ella no lo sabía bien, pero los otros, sí. Estampó su firma reconociendo que se confesaba como bruja, que mantenía relación con el diablo, que blasfemaba contra Dios y sus ángeles, que estaba ansiosa de verter sangre humana, organizando rebeliones y guerras. Que era cruel y malvada, enviada de Satanás y reconocía con su firma que aceptaba llevar vestidos de mujer. Acabada la ceremonia, Loyseleur le dirigía alabanzas por haber realizado en ese día una obra de tanto mérito. Pero Juana continuaba ausente, sin escuchar lo que se hablaba a su alrededor. Cauchon pronunció las fórmulas levantando la excomunión, devolviéndola al seno de la Iglesia, con todos sus derechos. Esas palabras sí las oyó, tal como pudo comprobarse al ver la cara de felicidad que se difundió por su rostro. ¡Pero duró poco su alegría! Cauchon, con tono implacable en la voz, añadió estas frases:

—Y para que se arrepienta de sus crímenes y no pueda repetirlos, la condenamos a prisión perpetua, alimentada con el pan de la aflicción y el agua de la angustia.

Así que ¡prisión perpetua! No lo podía creer. Nadie le había dicho tal cosa, ni Loyseleur ni los demás jueces la advirtieron. Al contrario, le prometieron que si abjuraba «todo iría bien para ella». Las últimas palabras de Erard fueron «que se vería libre de la cárcel». Quedó sin habla por un momento. Luego, recordó que, según palabras de Cauchon, quedaría en manos de la Iglesia, custodiada por mujeres en lugar de brutales soldados ingleses. Así que, mirando hacia el grupo de jueces, les habló con triste resignación: