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100 Clásicos de la Literatura

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Son cosas que pueden amargar la existencia de cualquiera, así que es mejor olvidarlas. Ni que decir tiene que el efecto del poema se echó a perder.

24

Aquel episodio me sentó muy mal, de modo que, al día siguiente, me levanté mucho más tarde que de costumbre. A mis compañeros les ocurrió lo mismo, decidiendo calmar los ánimos con el sueño. A no ser por esto, cualquiera de nosotros hubiera podido tener la misma suerte que el Paladín, pero, a veces, Dios compasivo concede sus dones a los peor dotados, como compensación de sus defectos y permite que los más afortunados logren, con trabajo y esfuerzo, lo mismo que los torpes obtienen por casualidad. Esta es una idea de Noel y creo que lleva razón.

El Paladín paseaba por la ciudad todo el día, siendo admirado por la gente que susurraba admirada: «¡Sssh! ¡Mirad!, es el abanderado de Juana de Arco»… Hablaba con los transeúntes de cualquier clase y condición y se enteró, a través de unos barqueros, que en las fortificaciones del otro lado del río se percibían muestras de actividad desusada. Así que al anochecer hizo pesquisas y encontró a un desertor de la fortaleza llamada «Los Agustinos», el cual le informó que los ingleses, al amparo de la noche, iban a enviar soldados para reforzar las guarniciones de nuestro lado del río y estaban alborozados con el plan, consistente en atacar por sorpresa al ejército de Dunois, destruyéndolo en el momento en que cruzara delante de las fortalezas. La cosa era —según los ingleses— fácil de hacer, ya que «La Bruja» no estaría presente y sabían que, sin ella, el ejército se comportaría como todos los soldados franceses: arrojarían sus armas al suelo al vislumbrar el primer rostro inglés.

Eran las diez de la noche cuando el Paladín, portador de estas noticias, solicitó permiso para hablar con Juana. Lo vi todo, pues me encontraba de guardia en esos momentos. Fue muy triste para mí comprobar la gran oportunidad desperdiciada. Juana mandó comprobar la veracidad de las noticias y al ver que eran ciertas hizo a Paladín una alabanza molesta para mí:

—Os habéis portado bien y os doy las gracias. Es posible que hayáis evitado un desastre. Vuestro nombre y el servicio que habéis prestado recibirán mención oficial.

El Paladín se inclinó profundamente, y al levantarse había aumentado su estatura. Al pasar junto a mí, se llevó la mano al extremo del ojo y murmuró: «¡Oh lágrimas! ¡Oh tristes lágrimas! ¡Citado en la orden del día! ¡Mención personal al Rey, ya veis!».

Me habría gustado que Juana comprobara su villanía, pero estaba ocupada planeando la operación. Me envió a buscar al caballero de Metz, y poco después éste salía hacia los cuarteles de La Hire con órdenes destinadas a él y a el caballero de Villars y Florent d’Illiers, rogando se presentaran ante la Doncella a las cinco de la madrugada siguiente, acompañados por cien hombres con picas y buenas cabalgaduras. La historia dice que fueron convocados a las 4,30, pero no es cierto: yo oí pronunciar la orden.

Nos pusimos en marcha a las cinco en punto y, entre seis y siete, nos encontramos con el ejército de Dunois cuando se acercaba a unas cuantas leguas de la ciudad. Dunois se alegró al vernos, pues los soldados empezaron a flojear al saber que se acercaban a las temidas fortalezas inglesas. Pero el miedo se esfumó al correr la voz de que la Doncella estaba junto a ellos. Dunois le rogó que pasara revista a las tropas, con el fin de que los hombres comprobaran por sí mismos que la noticia era cierta y no un truco para elevar su ánimo. Así que se situó a un lado del camino con su escolta y los batallones pasaron desfilando, aclamándola entre vítores. Juana llevaba su armadura, excepto el casco, substituido por el sombrero de terciopelo, adornado graciosamente con plumas blancas, el mismo regalado por la ciudad de Orleáns y con el que está retratada en el cuadro existente en el «Hôtel de Ville» de Rouen. Aparentaba unos 15 años. Al contemplar a los soldados, se emocionaba y el color subía a sus mejillas, aumentando su belleza que no parecía de este mundo. En todo caso, había algo en Juana que la elevaba por encima de los seres humanos que la rodeaban.

En uno de los carros que formaban el convoy de abastecimientos, vio a un hombre acostado sobre la espalda y atado de pies y manos. Juana hizo una seña al oficial que mandaba la división, le rogó que se acercara y después le preguntó:

—¿Quién es ése al que lleváis atado?

—Un prisionero, mi general.

—¿De qué se le acusa?

—Es un desertor.

—¿Qué vais a hacer con él?

—Será colgado, pero no es prudente hacerlo durante la marcha. No hay prisa.

—Contadme lo que ha hecho.

—Es un buen soldado, pero solicitó permiso para acudir a ver a su esposa, que se estaba muriendo, según dijo. No se lo concedieron. La marcha comenzó y hasta ayer noche no volvió a unirse a la columna.

—¿Se reunió con vosotros? ¿Vino por su propia voluntad?

—Sí, vino voluntariamente.

—Entonces no es un desertor. ¡Válgame Dios! Traédmelo.

El oficial cabalgó hacia adelante, desató los pies del preso y lo condujo con las manos atadas. Era un gran tipo, de siete pies y robusta complexión. La expresión de su rostro era dura, con abundante pelo negro que se vio cuando el oficial le quitó el gorro. Llevaba una afilada hacha de gran tamaño en su correa de cuero. Colocado de pie ante el caballo de Juana, la hacía parecer a ella todavía más menuda. Con su gesto melancólico, parecía haber perdido todo interés por la vida. Juana le dijo:

—Levanta las manos.

El hombre tenía la cabeza inclinada. La levantó al oír aquella voz dulce y amistosa y en su cara brilló un poco de esperanza, como si hubiera oído música y deseara escucharla de nuevo. Al elevar sus manos, Juana puso la espada en sus ligaduras, pero el oficial le advirtió:

—¡Cuidado, señora, digo, mi general!

—¿Qué ocurre?

—¡Es un sentenciado!

—Ya lo sé. Respondo por él —y cortó las ligaduras. Tenía lastimadas las muñecas, que sangraban—. ¡Cuidado!… esa sangre… no me gusta —se estremeció al verla—. Dadme algo para vendar sus muñecas.

El oficial observó:

—¡No, mi general! ¡Eso no os corresponde! Ordenaré a otro que lo haga.

—¿A otro? ¡Por Dios! Tendríais que ir muy lejos para encontrar alguien que lo hiciera mejor que yo. Lo aprendí hace mucho tiempo curando animales y personas. También sé atar mejor de lo que han atado a éste. Si lo hubiera hecho yo, las cuerdas no habrían cortado sus muñecas.

El hombre miraba el rostro de Juana mientras le vendaba, lanzando ojeadas furtivas, tal como lo hace el animal acorralado al recibir una caricia inesperada. Los oficiales habían olvidado la ceremonia de pasar revista, mientras alargaban el cuello y contemplaban la operación del vendaje como si fuera una novedad nunca vista.

—Así —concluyó Juana complacida por su éxito— no ha quedado mal, ¿no? Nadie lo habría hecho mejor… ni siquiera tan bien, creo. Pero, decidme, ¿qué ha ocurrido? Contádmelo todo.

El gigante empezó a hablar.

—Todo ocurrió así, mi valedora. Mi madre murió, y tras ella, en dos años, mis tres hijitos. Fue a causa del hambre. En cambio, otros comían hasta hartarse… pero esa fue la voluntad de Dios. Yo los vi morir, al menos tuve esa suerte. Luego los enterré. Cuando le llegó, hace unos días, a mi pobre esposa, solicité permiso para acudir a su lado. La quería mucho… y era lo único que me quedaba… Se lo pedí de rodillas, pero no me lo concedieron. Entonces, ¿iba yo a dejarla morir sola y sin amigos? ¿Podía dejarla morir, creyendo que no iría nadie junto a ella? ¿Me hubiera abandonado ella a mí en el mismo caso? Estoy seguro de que vendría a consolarme, vendría aunque fuera necesario traspasar el fuego… Así que yo fui. La vi. La tuve en mis brazos y la enterré. Cuando quise regresar, el ejército se había marchado. Me costó alcanzarle, pero mis piernas son largas y el día tiene muchas horas. Por fin lo alcancé anoche.

Juana murmuró, como pensando en voz alta:

Suena a verdad. Si lo es, no haríamos ningún mal anulando la ley por esta vez. Cualquiera lo entendería. También puede que no sea cierto, pero si lo es… se volvió de repente al hombre y le dijo:

—Quiero ver vuestros ojos. ¡Miradme!

Los ojos de ambos se cruzaron, y Juana le habló al oficial:

—El hombre está perdonado. Os deseo un buen día. Podéis iros.

Luego, se dirigió al recién liberado:

—¿Sabíais que al regresar os condenarían a muerte?

—Sí —respondió él—, lo sabía.

—Entonces, ¿por qué lo hicisteis?

—No me importaba morir. Ella era lo único que tenía en el mundo. Ya no me queda nadie a quien querer.

—¡Eso sí que no! ¡Os queda… Francia!… Los hijos de Francia siempre tienen a su madre. Ellos no pueden quedarse sin nadie a quien amar. ¡Viviréis… y serviréis a Francia!

—¡Os serviré a vos!

—¡Lucharéis por Francia!…

—¡Seré vuestro soldado!

—¡Daréis a Francia todo vuestro corazón!…

—¡Os daré a vos todo mi corazón… toda mi alma… suponiendo que la tenga… os dedicaré toda mi fuerza, que es mucha! Yo estaba muerto y ahora vivo. No tenía ilusión por nada y ahora la tengo. ¡Vos sois Francia para mí! ¡Vos sois mi Francia y ya no tendré ninguna otra!

Juana sonrió, conmovida y satisfecha ante el entusiasmo de aquel hombre, que lo expresaba con rostro de hondo sentimiento.

—Bien, sea como queréis. ¿Cómo os llamáis?

El hombre respondió con sencillez:

—Me llaman «el Enano», pero creo que es más por broma que otra cosa.

Aquello hizo reír a Juana.

—Sí, tiene todo el aspecto de una broma. ¿Para qué lleváis esa enorme hacha?

 

El soldado respondió con seriedad:

—Es para convencer a las gentes de que respeten a Francia.

Juana rio de nuevo y preguntó:

—¿Habéis dado muchas lecciones?

—Desde luego que sí. Muchas.

—¿Y los alumnos estaban de acuerdo con vos?

—Claro que sí. Quedaban muy tranquilos y silenciosos.

—Bien, me lo imagino. Y, decidme, ¿os agradaría entrar a mi servicio como soldado? ¿Os gustaría ser mi ordenanza, centinela o algo así?

—¡Si fuera posible!

—Entonces, de acuerdo. Os entregarán una armadura a medida. Tomad uno de esos caballos ensillados y seguid a mi escolta cuando avancemos.

Así fue como encontramos al «Enano». Un buen hombre al que Juana escogió por su aspecto de bondad. No se equivocó. Nadie hubo más fiel que él. Se convertía en un demonio cuando le dejaban suelto en el combate con su hacha. Era tan corpulento, que dejaba chico al Paladín. Le gustaba la gente, por lo que él también les gustaba a los demás. Tanto nosotros, los muchachos, como los caballeros, le fuimos simpáticos desde un principio. Pero estimaba más un recorte de la uña de Juana, que a todo el resto del mundo junto.

Sí. Así fue como lo encontramos. Tendido sobre un carro y en camino hacia la muerte. Pobre diablo, sin que nadie dijera una sola palabra en su favor. Fue un buen hallazgo. Con el tiempo, le llamaban, a veces, «la Bastilla», la fortaleza, otras «Fuego del infierno», por su espíritu fogoso en la batalla. Estos motes mostraban el cariño que los demás le profesaban.

Para «el Enano», Juana era Francia, el espíritu de Francia hecho persona. La idea, que se apoderó de él desde el principio, nunca le abandonó. Y, además, tenía razón. Sus ojos humildes comprendieron algo que otros no vieron. Cuando los demás veían a Juana, él estaba seguro de contemplar el espíritu de Francia bajo su graciosa forma juvenil.

Una vez recobrada la normalidad, Juana se colocó a la cabeza de la columna. Al cabo del tiempo, nuestro ejército se acercó a los fortines o «Bastillas» levantadas por el enemigo. Al pasar ante ellas, pudimos contemplar a los soldados en armas, junto a sus cañones, dispuestos a sembrar de muerte nuestras filas. Me sentí desfallecer con tal intensidad que los objetos se borraban de mi vista. Lo mismo les sucedía a mis camaradas más jóvenes, incluido el Paladín. Pero Juana estaba a sus anchas… Casi en el Paraíso, diría yo. Se levantó en la silla y comprobé que estaba entusiasmada. El silencio era imponente. El único ruido era el crujido de los estribos y de las sillas de montar, los pasos lentos y el resoplido de los caballos, molestos ante las nubes de polvo que levantaban con sus cascos.

Me entraron ganas de estornudar, pero debía controlar el impulso, si no quería llamar la atención y atraerme las iras de mis compañeros. Si hubiera tenido categoría para hacer alguna indicación, mi criterio habría sugerido la posibilidad de caminar más rápido, con el fin de acabar antes nuestro cometido. Me parecía una pérdida de tiempo lamentable marchar al paso.

Sin embargo, los ingleses no lanzaron ninguna amenaza ni dispararon contra nosotros. Se dijo, después, que fue al ver a la Doncella cabalgar con gallardía, erguida bajo su armadura, cuando decidieron no entrar en combate. Creyeron que la Doncella no era de este mundo, sino la misma hija de satanás. Así que los oficiales, en un rasgo de prudencia, prefirieron evitar la lucha. Sea como fuere, lo cierto es que cabalgamos a oscuras y en paz ante las sólidas fortalezas. Yo aproveché el momento para rezar mis devociones, algo atrasadas, con lo cual no perdí el tiempo, incluso en aquellos momentos de tensión.

Como estaba cerca de Juana, le escuché unas palabras que no mencionan los cronistas. Decía que si los ingleses habían reforzado sus defensas de nuestro lado y debilitado las de la orilla opuesta, convenía invertir el orden de ataque, de modo que lo más ventajoso ahora consistía en cruzar al otro lado del río y asaltar los fuertes que protegían el final del puente, abriendo así las comunicaciones con nuestro territorio una vez levantado el cerco de Orleáns. Los generales, al conocer el plan, inmediatamente empezaron a conspirar para desbaratarlo, con dilaciones e impedimentos, pero sólo lograron engañarla y retrasar la operación cuatro días.

Todo Orleáns salió a recibir al ejército a las puertas de la ciudad, recorriendo las engalanadas calles entre vítores, hasta llegar a sus cuarteles. No fue necesario insistir mucho para que se durmieran, puesto que estaban tan cansados tras la veloz carrera a la que les sometió Dunois, que durante las 24 horas siguientes el silencio sólo quedó alterado por los ronquidos.

25

Cuando llegamos a la casa donde nos hospedábamos, nos habían preparado un sustancioso desayuno en el comedor, y la familia tuvo la deferencia de acompañarnos. Tanto los padres de Catalina como ella misma, se mostraron satisfechos al vernos de nuevo y oír nuestras aventuras. Aunque nadie le pidió a Paladín que comenzase a contarlas, él lo hizo, porque su elevado rango de abanderado le colocaba —en su opinión— por encima de cualquier achaque de nobleza. No hacía caso de ninguna, incluida la mía, sino que tomaba la palabra cuando le parecía oportuno —que era siempre— porque tal era su carácter. Así que, sin esperar mucho, habló:

—Gracias a Dios, encontramos al ejército en excelentes condiciones. Creo que nunca vi una columna con animales tan hermosos.

—¿Animales? —preguntó extrañada Catalina.

—Os explicaré lo que quiere decir —interrumpió Noel—. Él…

—Te agradecería que no te molestes en explicar las cosas por mí —intervino altivamente el Paladín—. Tengo razones para pensar…

—Siempre le pasa lo mismo —añadió Noel—. Cuando él cree que tiene razones para pensar, se cree que piensa, pero está en un error. No vio al ejército. Lo miré con atención y puedo decir que no lo vio en absoluto. Estaba demasiado preocupado con su habitual actitud.

—¿Y cuál es esa actitud habitual?

—La prudencia —confirmé yo, viendo mi oportunidad de intervenir.

No debí decirlo. Fue un triunfo ofrecido en bandeja al Paladín. La razón es muy sencilla. Esa misma noche, al pasar junto a las fortalezas enemigas con paso lento y sigiloso, observados por los soldados ingleses, bruscamente restalló el rebuzno de un borrico en el silencio de la madrugada. En ese momento, pasaba yo ante la boca de un cañón gigantesco, apuntado hacia mí. Mi caballo dio un respingo y caí de la silla. El caballero Bertrand me detuvo casi en el aire, lo que fue gran suerte, pues si llego a caer al suelo, con armadura como iba, no habría conseguido montar de nuevo yo solo. Los soldados ingleses de las almenas se rieron estruendosamente al ver mis apuros, olvidando que a cualquiera puede ocurrirle una desgracia como ésa.

El episodio estaba demasiado reciente como para que lo desaprovechara el Paladín en mi contra. Y así lo hizo, al contestar a mi inoportuno sarcasmo sobre su «prudencia»:

—Probablemente no sois vos el más autorizado a criticar la prudencia de los demás, vos que os caéis del caballo cuando rebuzna un asno.

Todos rieron la observación y yo me arrepentí de mi anterior agudeza. No obstante, contesté:

—No es cierto que me cayera por el rebuzno de un burro. Fue la emoción, nada más que la emoción del momento.

—Está bien —continuó el Paladín, implacable—. Si vos lo queréis llamar así, no me voy a oponer. Pero ¿cómo lo consideráis vos, sir Bertrand?

—Bien… pues sea como fuere, lo ocurrido es comprensible… creo. Todos vosotros ya habéis aprendido cómo luchar en combates cuerpo a cuerpo, y lo hacéis muy valerosamente. Pero caminar al paso ante la muerte, con las manos desarmadas y sin ruido, sin la música y sin pelear, es una situación muy difícil y penosa. Si yo estuviera en vuestro caso, De Conte, llamaría a esa emoción por su verdadero nombre. No tenéis por qué avergonzaros.

Fue el razonamiento más honesto y sensato que nunca oí. Me sentí tan agradecido ante aquella salida, que la aproveché sin dudarlo. Así que reconocí:

—Seguramente era miedo. Os agradezco vuestra sugerencia. Es cierta.

El señor De Boucher, en su papel de anfitrión, intervino:

—Creo que ha sido el camino más recto y adecuado. Habéis hecho bien, muchacho.

Sus palabras me consolaron. Pero más todavía cuando la gentil Catalina añadió: «Así pienso yo también». En ese momento me consideré afortunado con aquel incidente.

El señor de Metz continuó:

—Cuando el borrico rebuznó, al pasar todo el ejército en masa, lo raro hubiera sido que ningún joven soldado provocara alguna situación emocional de este tipo. Todos teníamos el mismo sentimiento…

El caballero giró la vista a su alrededor, con amable expresión interrogativa en su rostro, de modo que cada par de ojos, al encontrarse con los suyos, se movían afirmativamente, en muda confesión. Hasta el mismo Paladín asintió. El gesto sorprendió a los presentes y dejó a salvo el crédito del abanderado. Fue hábil de su parte. Nadie confiaba en que sería capaz de reconocer una verdad como aquélla, así, sin previo aviso. Yo supongo que lo hizo para no quedar mal ante la familia Boucher. Tras una pausa, el viejo tesorero del Duque de Orleáns dijo:

—La verdad es que, atravesar ante las fortalezas inglesas en aquellas circunstancias, exige el mismo temple necesario a la persona que se enfrenta a los fantasmas en la oscuridad. ¿Qué decís a esto, Abanderado?

—Pues no sé mucho sobre eso —respondió Paladín—. Siempre he pensado que me gustaría ver un fantasma, si…

—¡Ah! ¿Os gustaría? —exclamó Catalina—. ¡Pues en esta casa tenemos uno! ¿Os interesaría verle?

Se la veía tan agitada y hermosa, que Paladín afirmó rotundamente que sí. Y después, como tampoco los demás nos atreveríamos a reconocer que nos daban miedo los fantasmas, con el corazón encogido nos unimos a la aventura fantasmal. La joven y sus padres mostraron gran contento, explicando que en su casa los fantasmas sembraban el terror desde hacía varias generaciones, sin encontrar a nadie dispuesto a descubrir la causa que impulsaba a tales espíritus, ni a darles satisfacción y convencerles para que se apaciguaran.

26

A media mañana, mientras conversaba con Madame Boucher sin mayores preocupaciones, Catalina irrumpió muy excitada, gritando:

—¡Rápido! ¡Volad, señor, volad! La Doncella estaba durmiendo un rato en una butaca de mi habitación, cuando se levantó de súbito y exclamó: «¡Se está derramando sangre francesa! ¡Mis armas… dadme mis armas!». Su guardián gigante y yo hemos avisado a su escolta personal, mientras D’Aulon ayuda a vestirle su coraza. ¡Corred… quedaos junto a ella… y si entráis en combate, mantenedla alejada de la lucha!, ¡no la dejéis arriesgarse! No hará falta. Cuando los soldados saben que está cerca y que ella los ve pelear, no necesitan otra cosa. ¡Apartadla del combate! ¡Por favor, hacedlo así!

Salí corriendo, mientras exclamaba con mi habitual sarcasmo:

—¡Ah, sí! Nada hay más fácil que eso… ¡Dejadlo de mi mano!

Al llegar junto a la puerta, Juana, provista de su armadura, caminaba a paso rápido:

—¡Se estaba derramando sangre francesa y no me habíais dicho nada!

—No pude hacerlo, excelencia, porque no lo sabía —me excusé—. Todo parecía tranquilo.

—Pues bien. ¡Pronto escucharéis los ruidos de la guerra! —dijo saliendo como un rayo.

Como siempre, tenía razón. Antes de que pudiéramos contar hasta cinco, el silencio se quebró, a causa de la multitud de hombres a pie y a caballo que se acercaban, fieles a las roncas voces de mando. Enseguida, a lo lejos, se oyó amortiguado y profundo el fatídico retumbar de los cañones, mientras la tropa en masa, entre gritos de guerra, rodeaban nuestro edificio como un huracán. Los caballeros y guardia de escolta, llegaban corriendo, armados, pero sin los caballos dispuestos, a pesar de lo cual nos lanzamos como un solo hombre detrás de Juana, con el Paladín en primer lugar, enarbolando su bandera. Aquella marea humana estaba formada, a partes iguales, por ciudadanos voluntarios y soldados, sin ningún oficial que les mandara ordenadamente. Cuando vieron a Juana, se multiplicaron las voces de júbilo, mientras ella gritaba:

—¡Un caballo! ¡Un caballo!…

Una docena de monturas quedaron inmediatamente a su disposición. Subió a una, entre aclamaciones de gentes que pedían:

—«¡Paso! ¡Abrid paso a la Doncella de Orleáns!».

Esta fue la primera vez que el nombre inmortal para la historia fue coreado por el pueblo. ¡Y yo, por gracia de Dios, me encontraba allí para escucharlo! La muchedumbre se dividió en dos, como las aguas del Mar Rojo, abriendo el paso por el que caminaba Juana veloz como un pájaro, entre voces de ánimo:

 

—¡Adelante, corazones franceses! ¡Seguidme!

Sin dudarlo, corrimos tras ella, gracias a caballos que nos prestaron y, guiados por el estandarte sagrado, veíamos cómo la marea de gente volvía a cerrarse después de nosotros. Aquello fue distinto de la fantástica marcha a través de las imponentes «Bastillas». Ahora nos parecía estar envueltos en un torbellino de entusiasmo. Luego supimos la causa del repentino combate. Los ciudadanos y los soldados de la guarnición de Orleáns, desmoralizados y temerosos durante muchos años, se entusiasmaron tanto con la llegada de Juana que, impacientes, y ardiendo en deseos de atacar al enemigo, se arrojaron sin órdenes de nadie, cerca de la puerta de Borgoña, contra la fortaleza de Lord Talbot, la de St. Loup. A pesar de su valor, no tardaron en llevar la peor parte en la lucha. La noticia corrió pronto por la ciudad, provocando la nueva avalancha en la cual nos encontrábamos.

A la altura de la puerta de Borgoña, nuestras fuerzas, en retroceso, evacuaban los primeros heridos del frente. El horrible espectáculo conmovió a Juana, que exclamó:

—¡Veo sangre francesa, y no puedo soportarlo!

No tardamos en salir fuera de la ciudad y pronto alcanzamos el centro del combate. Tanto Juana como nosotros íbamos a contemplar nuestro primer combate real. Aquello era una auténtica batalla campal. La guarnición de St. Loup salió confiadamente al encuentro de los atacantes, acostumbrados a conseguir fáciles victorias, siempre que no hubiera «Brujas» cerca. La salida se reforzó con tropas de la bastilla «París», de modo que al aproximarnos, los franceses ya se batían en retirada. Pero cuando llegó Juana, cargando a través de aquel inmenso desorden, con la bandera al viento y gritando: «¡Adelante, soldados! ¡Seguidme!», cambiaron las tornas. Los franceses dieron la vuelta y se arrojaron hacia adelante como una sólida ola marina, arrasando a los ingleses, entre mandobles, hachazos y cuchilladas, que producían en los dos bandos una horrible mortandad. En la batalla, el «Enano» funcionaba por su cuenta. El mismo, sin recibir órdenes de nadie, elegía su lugar, se colocaba delante de Juana y le abría paso. Era tremendo ver cómo destrozaba los yelmos de hierro con su hacha mortífera. Llamaba a eso «cascar nueces» y, en verdad, lo parecía. Despejó el camino, dejándolo pavimentado con sangre y con hierro. La Doncella, y todos nosotros, le seguíamos a tal velocidad que nos adelantábamos a nuestros soldados, y tan pronto encontrábamos a los ingleses delante como detrás de nosotros. Para evitar la confusión, los oficiales ordenaron que nos colocáramos siempre dando la cara al enemigo y alrededor de Juana, cosa que hicimos en una maniobra digna de admiración. No tenía uno más remedio que respetar al Paladín ahora. Al situarse directamente bajo la mirada enaltecedora y prodigiosa de Juana, olvidando su antigua «prudencia», su recelo ante el peligro, y sin pensar lo que significa miedo, se adentró en el combate con increíble fuerza, superando en la realidad todas sus fantasías: allí donde golpeaba, había un enemigo menos.

Permanecimos quietos en aquel sitio unos momentos, puesto que muy pronto las tropas de refresco aparecieron, incontenibles y, a su vista, los ingleses se batieron en retirada, lentamente, con orden y luchando con valor. Paso a paso, los arrollamos hacia su fortaleza, mientras les cubrían sus fuerzas disparando flechas, dardos y cañonazos contra nosotros. El enemigo alcanzó el fuerte y se puso a salvo, dejando el campo sembrado de muertos y heridos de los dos bandos. El espectáculo resultaba espeluznante, sobre todo para nosotros, los más jóvenes. Hasta ahora, nuestra marcha de emboscadas y escaramuzas tuvo lugar siempre de noche, por lo que nunca vimos la sangre y las mutilaciones a la luz del día. Quedamos impresionados. No tardó en llegar Dunois desde la ciudad y arrojarse en el medio de la lucha, dirigiéndose a Juana con palabras de admiración y bellos cumplidos. Saludó al pueblo de Orleáns, jubiloso, desde las almenas de la muralla, al presenciar la derrota de los ingleses. Advirtió a Juana que se preparara a recibir el entusiasta homenaje de los ciudadanos. La Doncella respondió con firmeza:

—¿Homenaje ahora? Me parece algo difícil, Bastardo. Todavía no.

—¿Por qué aún no? ¿Es que falta algo por hacer?

—¿Cómo algo, Bastardo? ¡Acabamos de empezar! Ahora mismo vamos a tomar aquella fortaleza.

—Supongo que no lo diréis en serio. No podemos ni intentarlo. Permitid que os recomiende no hacerlo. Es una acción desesperada. Ordenad el regreso de las tropas.

El espíritu de Juana, desbordado por la alegría y el entusiasmo por la victoria, se alteró al escuchar las palabras de Dunois.

—Bastardo, Bastardo, ¿es que os vais a pasar la vida jugando con los ingleses? Pues os informo que no vamos a movernos hasta conquistar esa plaza. La ganaremos al asalto. ¡Tocad la orden de carga!

—Pero ¡mi general!

—No perdamos el tiempo, caballero. Dejad que los clarines den la señal de iniciar el asalto.

Sus ojos trasmitieron esa extraña y profunda claridad que nosotros llamábamos «la luz de la batalla» y que tan bien aprendimos a distinguir después en otras campañas. Las marciales notas del toque de asalto se oyeron con nitidez, y las tropas respondieron con un rugido, abalanzándose contra la imponente muralla, cuyos perfiles se difuminaron con el humo de su propio cañón, que escupía rayos y truenos. Nuestro empuje fue rechazado una y otra vez. Pero Juana se multiplicaba en todas partes, animando a los soldados a no dejar su empeño. Por espacio de tres horas, la marea avanzó y retrocedió, hasta que, finalmente, La Hire, que acudió con sus hombres, desencadenó una carga imposible de resistir, y la bastilla de St. Loup cayó en nuestras manos. Entramos en ella, requisamos armas, municiones y artillería, y después la destruimos.

Cuando nuestro ejército, entusiasmado con la victoria, gritaba hasta enronquecer, una voz solicitó la presencia del General para aclamarlo como se merecía. No hubo forma de encontrarla. Al cabo de algún tiempo, la vimos triste, concentrada, sentada junto a los cadáveres de los muertos, con la cara entre las manos y llorando. Con eso demostraba que seguía siendo una muchachita, con los sentimientos de ternura y piedad propios de su edad y condición. Su pena la causaba el pensar en el dolor de las madres de aquellos hombres muertos, enemigos o compatriotas.

Entre los prisioneros encontraron algunos sacerdotes. Juana los tomó bajo su protección, con lo cual salvó sus vidas. Se le advirtió que, probablemente, fueran soldados disfrazados, pero ella respondió:

—Es posible. Pero no podemos saberlo con seguridad. Visten el uniforme de Dios, y con solo uno que lo lleve con justicia, antes valdría la pena perdonar varios culpables, que matar a un inocente. Los acogeré en mi propia casa, les daremos alimentos y los dejaremos marchar a salvo.

Regresamos a la ciudad cargados con el cañón y los prisioneros, felices y a banderas desplegadas. Era la primera acción de guerra que contemplaban los sitiados desde hacía siete meses que duraba el asedio, y también la primera vez que se pudieron enorgullecer de un hecho glorioso realizado por franceses. Ya supondréis que el pueblo no desaprovechó la ocasión. Tanto las gentes, como las campanas, parecieron volverse locas. Juana se había convertido para entonces en su heroína, hasta el punto de que la presión de la masa era de tal naturaleza, que apenas lográbamos avanzar por las calles, a pesar de nuestros grandes esfuerzos. Su nuevo título se hizo popular en todas partes, y estaba en boca de los ciudadanos. La «Sagrada Doncella de Vaucouleurs» quedó ya olvidado, siendo substituido por el de la Doncella de Orleáns.