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100 Clásicos de la Literatura

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Reconocían que con Juana lo eran todo, pero nada sin ella. La Doncella era insustituible paira animar a los soldados y lanzarlos al combate, pero ¿pelear ella misma? Imposible. Eso no era de su incumbencia. Los generales conducirían las batallas y Juana conseguiría la victoria.

De modo que desde el principio comenzaron a engañarla. Juana les explicó el plan operativo. Pensaba marchar audazmente sobre Orleáns siguiendo la orilla izquierda del Loira, y así lo ordenó a sus generales. Pero ellos se dijeron: esa idea es un disparate. Es un despropósito mayúsculo. Un plan como podía esperarse de una niña que lo ignora todo sobre la guerra. En secreto, le enviaron recado al Bastardo de Orleáns. Estuvo de acuerdo en la insensatez de aquella orden. Por el mismo conducto advirtió a los generales que incumplieran la orden como pudieran. Y así lo hicieron. La joven, sin embargo, confiaba plenamente en ellos. No se esperaba semejante actitud y por eso la tomaron desprevenida esa vez. Fue una dura lección. Tuvo buen cuidado de que no le volvieran a repetir la misma jugada.

¿Por qué le pareció a los generales irresponsables el proyecto de Juana? Porque ella quería levantar el asedio inmediatamente, luchando de frente, mientras los veteranos pensaban rodear a los sitiadores y rendirlos por hambre, cortando las comunicaciones de socorro. Este plan exigía meses para llevarlo a término. 1

Los ingleses habían levantado alrededor de Orleáns una muralla de sólidas fortalezas llamadas «bastillas», y que cerraban todas las puertas de la ciudad, menos una. Para los generales franceses, el propósito de abrirse paso combatiendo y atravesar aquel cinturón de piedra era descabellado. Pensaban que el resultado sería la derrota y el exterminio del ejército. Sin duda, este criterio, desde el punto de vista militar era el correcto. Pero se olvidaban de un factor decisivo: los soldados ingleses se encontraban profundamente desmoralizados y en manos de un terror supersticioso. Estaban convencidos de que la Doncella tenía pacto con el Diablo. Así que gran parte de su valor se había ido desvaneciendo poco a poco. En el terreno contrario, los soldados de Juana estaban llenos de coraje, entusiasmo y espíritu de lucha.

Juana habría logrado marchar atravesando los fuertes ingleses. Sin embargo, no pudo conseguirlo. Los planes fueron burlados en la primera oportunidad de asestar un golpe decisivo en favor de la causa francesa. Aquella noche, en el campamento, la Doncella durmió con la armadura puesta, en el suelo. La noche fue muy fría y se levantó casi tan rígida como su propia armadura, pues el hierro no es una confortable manta. Pese a todo, su alegría al acercarse al enemigo consiguió calentar su sangre y espíritu. El entusiasmo de Juana aumentaba a cada milla que avanzábamos. Cuando, al fin, llegamos a Olivet, su gozo se cambió por la indignación. Comprendió la treta que le habían gastado: el río se interponía entre nuestro ejército y Orleáns.

Pretendió, pese a todo, atacar uno de los tres fuertes situados en nuestra orilla y forzar después el acceso al puente. Era una maniobra arriesgada que, caso de tener éxito, habría obligado a levantar el asedio al instante. Pero sus generales, temerosos de los ingleses, le rogaron que abandonara su intento. Los soldados se mostraban ansiosos de atacar, pero no se les permitió. En vista de lo ocurrido, avanzamos, llegando hasta una cota elevada en un punto opuesto de Chécy, seis millas más arriba de Orleáns. Dunois, «El Bastardo de Orleáns» acudió a dar la bienvenida a la Doncella, con escolta de caballeros y ciudadanos. Todavía estaba enfadada por el engaño de que la hicieron objeto, y no tenía humor para discursos protocolarios, ni siquiera cambió en presencia de uno de los ídolos militares de su infancia:

—¿Sois vos el Bastardo de Orleáns?

—Sí. Yo soy. Y estoy muy contento con vuestra llegada.

—¿Y aconsejasteis vos que me condujeran por esta orilla del río, en lugar de caer directamente sobre lord Talbot y sus ingleses?

Su tono airado consiguió acobardar al Bastardo, incapaz de responder algo sensato, sino que, entre balbuceos y excusas reconoció que la decisión tomada por él y refrendada por su Consejo tuvo en cuenta razones de estrategia militar.

—En nombre de mi Dios —contestó Juana—, el Consejo de mi Señor es más seguro y prudente que el vuestro. Quisisteis engañarme y os habéis engañado a vosotros mismos, pues yo os traigo la mejor ayuda que ninguna ciudad ni caballero han tenido jamás: la ayuda de Dios. No os la envía por amor a mí, sino que es por Voluntad de Dios. Ante los ruegos de San Luis y de Carlomagno, ha tenido piedad de Orleáns y no permitirá que el enemigo se apodere del duque de Orleáns y de su ciudad. Aquí disponemos de las provisiones que salvarán a la gente que se muere de hambre. Pero los botes que las transportan, se han detenido antes de alcanzar la ciudad. Ahora el viento es contrario y no pueden remontar el río. Así que, decidme, vos que tan sagaz sois, ¿en qué estaba pensando ese Consejo vuestro para decidir una maniobra tan tonta?

Dunois y los demás caballeros se enredaron en el asunto por un momento. Luego lo dejaron y quisieron demostrar que no se habían equivocado. Juana les cortó:

—Sí, sí. Esto ha sido un tremendo error. Y como el mismo Dios no deshaga vuestra insensatez, cambie el viento y arregle las cosas, el asunto no tendrá remedio.

Algunos de entre aquellos soldados empezaron a darse cuenta de que Juana, a pesar de su ignorancia militar, estaba dotada de extraordinario sentido práctico, y que, pese a su encanto y dulzura de carácter, no era un tipo de persona con la que se pudiera andar jugando. Tal como ella dijo, Dios enmendó el fallo y, con su gracia, el viento cambió. La flota de barcos de auxilio, con provisiones y ganado, pudo llevar el socorro a la hambrienta ciudad y el problema quedó zanjado. Entonces, Juana continuó hablando con el Bastardo:

—¿Veis este ejército que nos acompaña?

—Sí.

—¿Y ha tomado posiciones en esta orilla del río siguiendo instrucciones de vuestro Consejo?

—Sí.

—Entonces, ¡por Dios!, podría aclaramos ese Consejo qué diferencia hay entre que estemos aquí o en el fondo del mar.

Dunois hizo vanos esfuerzos por explicar lo inexplicable y excusar lo inexcusable, pero Juana le cortó secamente, diciendo:

—Contestadme a esto, buen caballero: ¿nos sirve para algo nuestro ejército en este lado del río?

El Bastardo contestó que no… por lo menos a la vista del plan de campaña que ella había trazado y ordenado.

—Y, sin embargo —siguió Juana— os atrevisteis a desobedecer mis órdenes. Pues bien, como la posición del ejército está al otro lado del río, ¿queréis explicarme cómo lo vamos a trasladar hasta allí?

Rápidamente, comprendieron la magnitud de aquel error. Las excusas no servían para nada. De modo que Dunois reconoció que no había forma de corregir el desastre, como no fuera regresando con todo el ejército de nuevo hasta Blois y comenzar la marcha por la otra orilla del río, siguiendo el plan original de Juana.

Cualquier otra persona que no fuera ella, al lograr tal éxito frente a un soldado veterano, se habría manifestado orgullosa. Pero Juana se limitó a musitar algunas palabras lamentando el tiempo que habían perdido y comenzó a dar órdenes para dar la vuelta hacia atrás. Se la veía entristecida, al ver a los soldados con tal espíritu de lucha y entusiasmo que —según dijo— no temía, con estos hombres, enfrentarse al más poderoso ejército inglés.

Acabados los preparativos para el regreso, tomó al Bastardo, a La Hire y a mil hombres, dirigiéndose con ellos hacia Orleáns, donde la gente ardía en impaciencia por conocerla de cerca. A las ocho de la noche se detuvieron ante la puerta de Borgoña, con el Paladín en primer lugar, enarbolando al estandarte de la Doncella, que montaba un caballo blanco, y llevaba en la mano la espada santa de Fierbois. El cuadro era impresionante. El mar negro y encrespado de la multitud, estrellado por el firmamento de antorchas, se agitaba con las mareas rugientes de brazos y voces de bienvenida, flotando bajo el sonido de campanas al vuelo y el tronar de los cañones. Aquello parecía el fin del mundo. La luz de las antorchas mostraban miles de rostros blanquecinos y bocas gritando, con lágrimas incontenibles. La figura de Juana se abría paso con dificultad a través de sólidas masas humanas, elevándose por encima del mar de cabezas como una estatua de plata. Las gentes pugnaban por acercarse a ella, contemplándola entre lágrimas como si vieran un ser sobrenatural, intentando, los más próximos, besar sus pies.

Ni un solo gesto de Juana pasaba inadvertido. Todo lo que hacía era celebrado y comentado.

—¡Mirad, ahora sonríe! Se ha quitado su sombrero emplumado para saludar a alguien… ¡Qué graciosa y delicada es! ¡Ahora está acariciando a aquella mujer! ¡Fijaos qué bien monta a caballo! ¡Está besando al niño que le presenta la madre! ¡Es hermosa! ¡Qué figura tan elegante y que rostro tan lindo!…

La airosa y alargada bandera de Juana que flotaba hacia atrás sufrió un percance, al prenderse la orla con una antorcha. Ella se inclinó y apagó el fuego con la mano.

—Mirad, ¡no le da miedo el fuego ni nada! —gritaron, entre una tempestad de aplausos entusiastas que lo conmovieron todo.

Cabalgó hasta la catedral, donde dio gracias a Dios, mientras la gente, desde la plaza, se unía a la oración. Luego, reemprendieron la marcha caminando entre el bosque de antorchas hasta la casa de Santiago Boucher, tesorero del Duque de Orleáns, cuya esposa atendería a Juana durante su estancia en la ciudad, ayudada por su hija, que sería compañera ideal por su juventud y bondad. El delirio del pueblo se prolongó toda la noche, como también el sonido de campanas y las salvas de cañón, que daban la bienvenida. Juana de Arco había subido al escenario y, por fin, se disponía a actuar.

 

23

Estaba dispuesta, en verdad, pero antes debía tener paciencia hasta disponer de un ejército preparado para intervenir. A la mañana siguiente, sábado 30 de abril de 1429, solicitó informes sobre el paradero del mensaje a los ingleses que ella había dictado desde Poitiers. Vamos a transcribir una copia del mismo. Es un documento notable por varias razones: Desde su estilo, concreto y directo, hasta el espíritu elevado y vigoroso, revelaba gran confianza en su capacidad para conseguir el éxito de la misión que había tomado sobre sus hombros, o que le encomendaron, lo mismo da. En su proclama se percibía el espíritu bélico y el lejano redoblar de los tambores. También reflejaba el alma luchadora de Juana, quedando muy lejos la visión pacífica de la pastorcita de Domrémy. ¡Aquella inculta pueblerina, iletrada, sin formación de estadista ni capacidad de dar órdenes, y mucho menos, preparar documentos destinados a reyes y generales, fue capaz de dictar un discurso vigoroso y fluido!, ¡como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida! Estas fueron sus palabras:

«JESÚS Y MARÍA»

«Al Rey de Inglaterra, y a vos, duque de Bedford, que os llamáis vos mismo regente de Francia. A William de la Pole, conde de Suffolk y a vos, Thomas Lord Scales, que os tituláis tenientes del citado Bedford, os pido: haced justicia al Rey de los Cielos. Entregad a la Doncella enviada por Dios las llaves de las nobles ciudades que habéis tomado y usurpado en Francia. La Doncella ha sido enviada aquí por Dios para restaurar la verdadera sangre del Rey. Está dispuesta a firmar la paz, si aceptáis hacerle justicia devolviendo a Francia lo que habéis capturado y los réditos por lo que habéis retenido. Y vosotros, arqueros, compañeros de milicia, nobles y plebeyos, que rodeáis la noble ciudad de Orleáns, marchaos a vuestra propia tierra, en el nombre de Dios, o de lo contrario, estad seguros de que la Doncella, para desgracia vuestra, os saldrá al encuentro muy pronto. Rey de Inglaterra, si no hacéis lo que os pido, como Jefe del Ejército que soy, donde quiera que halle a vuestra gente en Francia, la arrojaré de grado o por fuerza. Si no obedecen, todos serán exterminados, pero si obedecen, se les concederá el perdón. He venido aquí según la Voluntad de Dios, Rey de los Cielos, para echaros uno a uno de Francia, luchando contra los que traicionaron y arruinaron el reino. No penséis que vais a sustraer nuestro Reino al poder del Rey de los Cielos, el Hijo de Santa María. El Rey Carlos mandará en ella, pues Dios así lo quiere y así lo ha revelado a través de la Doncella. Si no creéis en las palabras de la Doncella, allá donde os encontréis, os atacaremos audazmente y levantaremos un clamor tan grande como nunca lo ha habido en Francia durante los últimos años. Estad seguros de que Dios concederá a la Doncella más fuerzas de las que vosotros podéis reunir en cualquier guerra contra ella y sus nobles soldados. Entonces se verá quién tiene el mejor derecho, si es el Rey de los Cielos o sois vos, Duque de Bedford. La Doncella os ruega que no atraigáis sobre vos vuestro propio exterminio. Si le hacéis justicia, aún tendréis ocasión de acompañarla al lugar donde los franceses realizarán la mayor hazaña que jamás se haya hecho en la Cristiandad, pero si no, seréis recordado muy pronto por vuestros graves errores».

Con esta última frase, Juana invitaba a los ingleses a participar en la Cruzada, junto a ella, para rescatar el Santo Sepulcro. En todo caso, no hubo contestación a la proclama, e incluso, el mensajero aún no había regresado. De modo que ella envió dos heraldos con una nueva carta, conminando a los ingleses a que levantaran el asedio y exigiendo la devolución del primer mensajero. Los heraldos volvieron sin él y con la única respuesta de los ingleses para Juana: pensaban capturarla y condenarla a la hoguera si no abandonaba la zona cuando aún tenía oportunidad de hacerlo, regresando «a su adecuado trabajo de cuidar vacas».

Conservó la serenidad, afirmando que era una lástima que los ingleses insistieran en caminar hacia el desastre y a su propia destrucción desoyendo los esfuerzos que ella estaba «haciendo para que pudieran salir del país con sus vidas aún dentro de sus cuerpos». Luego, ideó una solución aceptable para las dos partes, y ordenó a los heraldos: «Id de nuevo y decid esto de mi parte a Lord Talbot: Salid de las fortalezas con vuestras huestes mientras yo conduciré a las mías. Si venzo, os iréis en paz fuera de Francia, si me vencéis vos, quemadme según vuestra voluntad». Yo no pude oír esto, pero Dunois sí, y lo contó. El desafío fue rechazado. El domingo por la mañana, sus Voces o un instinto especial, la advirtieron sobre algún peligro que amenazaba, de modo que envió a Dunois a Blois con la orden de que tomase el mando del ejército y lo condujese rápidamente a Orleáns. Fue una medida muy prudente, ya que encontró allí a Régnault de Chartres y a otros conspiradores de la Corte, favoritos del Rey, procurando por todos los medios dispersar el ejército y desbaratando los esfuerzos de los generales de Juana para trasladar las tropas a Orleáns. Intentaron convencer a Dunois, pero éste, que ya engañó una vez a Juana con tan malos resultados para él, no quiso participar en semejante conjura. Así que en poco tiempo dispuso al ejército para la marcha.

Mientras, los que formábamos parte de la escolta personal de Juana estábamos encantados en Orleáns, aguardando la llegada del ejército. Hacíamos intensa vida social. Para nuestros dos caballeros esto no era ninguna novedad, pero los jóvenes aldeanos, como nosotros, disfrutábamos de aquella maravillosa situación. Cualquier puesto, de la clase que fuere, próximo a la Doncella, otorgaba gran categoría a la persona y le granjeaba amistades que buscaban su compañía. Así, los hermanos de Arco, Noel y el Paladín, humildes campesinos en su pueblo, se convirtieron allí en caballeros influyentes. Resultaba curioso cómo perdían sus costumbres toscas, en contacto con aquel nuevo ambiente. El Paladín era el hombre más feliz de la tierra. Su lengua no paraba y cada día le gustaba más escucharse a sí mismo. El número de sus ascendientes aumentaba y sobre ellos distribuía, a derecha e izquierda, títulos de nobleza, hasta que casi todos ellos terminaron en duques. Adornó de nuevo sus batallas y las rodeó de esplendores, añadiendo peligros al entrar en funciones de artillería. Y eso que fue en Blois cuando vimos por vez primera un cañón. Aquí en Orleáns había muchos y de vez en cuando los veíamos en acción, cuando desde alguna fortaleza inglesa disparaban con gran estruendo y lanzando llamaradas de fuego rojo entre el humo negro. Al presenciar estas escenas, la imaginación del Paladín se desbocaba y le inspiraba aquellos relatos de emboscadas y escaramuzas que ninguno de los testigos de ellas hubiéramos logrado reconocer. Aunque tal vez existía otro motivo de inspiración para los relatos de El Paladín. Era la hija de la señora donde se hospedaba Juana, Catalina Boucher, que, a sus 18 años, era una joven hermosa, amable y delicada. Quizá habría podido resultar tan bella como la misma Juana si hubiera tenido unos ojos comparables a los de ella. Pero nunca habría nada semejante a los ojos de Juana. Eran profundos y serenos, maravillosos, que hablaban todos los idiomas, no hacían falta las palabras. Bastaba con una ojeada para que el embustero confesara su mentira, el orgulloso reconociera su actitud y se volviera humilde, el cobarde se hiciera valiente, las pasiones y odios se apagaran, los desesperados recobraran la esperanza, las mentes impuras, la limpieza, una mirada capaz de persuadir… ¡Ah! Esa es la palabra. ¿A quién no podrían convencer los ojos de Juana? ¿Al reverendo Fronte, el día que expulsó a las hadas del Árbol? ¿Al pobre loco de Domrémy? ¿A los teólogos del tribunal de Toul? ¿Al dubitativo y desconfiado tío Laxart? ¿Al obstinado gobernador de Vaucouleurs? ¿Al abúlico heredero de Francia? ¿A los sabios de la Universidad de Poitiers? ¿Al violento La Hire? ¿Al indómito Bastardo de Orleáns?… Estos eran algunos de los éxitos alcanzados por el maravilloso don de convicción que emanaban los ojos de la Doncella, y la convertían en la sugestiva y extraordinaria persona que era.

Nos hicimos amigos de los nobles que acudían a visitar a Juana y a conocerla. Nos daban muestras de aprecio y nos hacían sentirnos como en otro mundo. Pero lo que más nos gustaba era participar en las reuniones íntimas que se organizaban espontáneamente cuando se retiraban las visitas. A ellas asistía la familia de los dueños y también nosotros, los más jóvenes que formábamos la escolta de Juana. Para Catalina, la bella hija de la casa, eran las mejores atenciones. Fue nuestro primer amor, ya que nunca habíamos tenido semejante experiencia. Ahora nos encontrábamos todos enamorados de la misma persona… y al mismo tiempo, es decir, desde el primer instante en que la vimos. Era una joven alegre y llena de vitalidad. Aún recuerdo con ternura las escasas veladas en que tuve la suerte de disfrutar un poco de su compañía y confianza.

El Paladín nos hizo sentirnos celosos desde el principio. No tardó en lanzarse a describir una de esas batallas suyas, acaparando a la joven completamente. Aquella gente vivía sumergida en el ambiente de guerra desde hacía siete meses, de modo que las imaginarias hazañas de aquel ruidoso gigante les divirtieron hasta límites insospechados. Catalina se mostraba entusiasmada. No reía ruidosamente, pero se estremecía, dominando la risa. Una vez el Paladín hubo terminado con su primera batalla, y teníamos esperanza de cambiar de tema, la joven con voz suave y persuasiva, pidió que le ampliara ciertos detalles que, al parecer, le interesaron especialmente. De nuevo nos vimos envueltos en el fragor de la batalla, escuchando un centenar más de mentiras que había omitido en la anterior. No puedo describir la indignación que me embargaba. Nunca me sentí tan celoso, y me resultaba intolerable que Paladín tuviera tanta suerte, mereciéndola tan poco. Mientras, yo me encontraba solo, suspirando por un gesto amable de los muchos que la joven le dedicaba al parlanchín. Como estaba junto a ella, intenté varias veces contar lo que yo hice, de verdad, en aquellos combates, pero mis palabras parecían interesarle mucho menos que las de Paladín: no lograba hacer que me escuchara. Luego, me di cuenta de que, debido a mis interrupciones, la joven debió perderse algún episodio y le rogó que lo repitiese, con lo cual asistí consternado a nuevas matanzas falsas, que me humillaron hasta hacerme desistir de mis intentos.

Mis compañeros estaban tan enfadados como yo, al ver el comportamiento egoísta de Paladín, deplorando su buena suerte, lo cual nos irritaba todavía más. Nos comunicamos unos a otros nuestro disgusto, hermanados por la desgracia común y unidos frente al enemigo victorioso. Cada uno de nosotros hubiera querido llamar la atención de su amada, a no ser por aquel individuo que la entretenía todo el tiempo sin dejar nada a los demás. Yo había escrito un poema durante toda la noche anterior, en el que ensalzaba con delicados tonos los encantos de aquella dulce criatura, sin mencionar su nombre, pero de modo que pudiera ser fácilmente identificada. Sólo el título del poema, «La Rosa de Orleáns», ya lo descubría, a mi parecer. Describía a aquella rosa blanca, brotando del rudo suelo de la guerra, para luego, al contemplar con sus tiernos ojos la horrenda maquinaria de la guerra, ruborizada ante la pecadora naturaleza del hombre, la misma rosa que fue blanca, se tornó en roja. Ya veis. Se me había ocurrido a mí esa idea, completamente original. Pues entonces, la rosa exhalaba su dulce perfume sobre la ciudad amurallada, y cuando las tropas enemigas lo aspiraban, abandonaban sus armas a un lado y se dormían. También esto lo inventé yo. Así terminaba esa parte del poema. Después, la comparaba con el firmamento. Ella era la luna, y todas las constelaciones la seguían, con los corazones inflamados de amor, pero no les prestaba atención, pues «se creía que amaba a otro». Amaba a un pobre habitante de la tierra, que luchaba ardorosamente contra un cruel enemigo, para salvarla a ella de una muerte prematura y a su ciudad de la destrucción. Y cuando las constelaciones, desoladas por el dolor de ver a su amada enamorada de un hombre, sentían cómo se rompían sus corazones y sus lágrimas se derramaban, llenando la bóveda celeste con su brillo esplendoroso, pues las lágrimas eran estrellas que caían. La imagen resultaba atrevida, pero hermosa. Bella y patética, tal como la desarrollé hilvanada con la rima que la realzaba.

Al final de cada verso se incluía un estribillo de dos líneas en el que se compadecía al pobre amante, alejado de la que tanto amaba, hasta el punto de volverse pálido y macilento, al borde de la tumba cruel. El poema completo estaba formado por ocho estrofas de cuatro líneas en la primera parte y ocho en la segunda, de tema astronómico. Dieciséis estrofas en total, que hubieran podido ser 150, pero me parecieron demasiadas para recitarlo en una reunión sin cansar al auditorio.

 

Mis compañeros estaban orgullosos de que yo fuera capaz de crear un poema como aquél. Yo también estaba satisfecho y sorprendido, pues desconocía mi habilidad. Si me hubieran preguntado un día antes si yo tenía este don para la poesía, mi respuesta habría sido negativa. Suele ocurrir, a menudo, eso de ignorar que poseemos alguna cualidad que para manifestarse espera la ocasión propicia. Me fue suficiente a mí cruzarme en el camino con aquella adorable criatura, para que el poema brotase y no me costara nada escribirlo, buscar la rima y darle forma, con el mismo esfuerzo que me supondría arrojar piedras a un perro. Nunca hubiera dicho que poseía el don de ser poeta, pero así era.

Los camaradas no tenían palabras para mostrar su admiración hacia mi poema. Lo que más les gustaba era que su lectura pública podía acabar con la supremacía de El Paladín. Se cegaron ante el deseo de apabullarle y hacerle callar. Noel Rainguesson quedó entusiasmado con el poema y lamentaba no poder escribirlo él, pero excedía a sus posibilidades. Sin embargo, en media hora se lo aprendió de memoria y nunca vi nada más dramático ni bello que el modo como lo recitaba. Este era su don, además de su capacidad para la mímica. Recitaba cualquier tema mejor que ninguna persona en el mundo, y era insuperable haciendo imitaciones de La Hire, o de cualquier otro, por supuesto.

En cambio, yo no servía para recitar nada que valiera un ochavo. Cuando intenté hacerlo con aquel poema, los muchachos no me dejaron terminar, no querían que lo hiciese otro que no fuera Noel. Y como me interesaba que el poema causara la mayor impresión sobre Catalina y el resto del auditorio, autoricé a Noel a que lo recitase él. Se volvió loco de felicidad. No se lo podía ni creer. Dije que a mí me bastaba con que explicara al público que yo era el autor. Los muchachos estaban muy emocionados. Noel afirmaba que se conformaba con que le dieran la oportunidad de declamar ante aquella gente. Les haría comprender que existen cosas más elevadas y hermosas para ser expresadas, en lugar de escuchar toda aquella sarta de mentiras.

Pero ¿cómo lograr disponer de esa oportunidad? Ahí estaba lo difícil. Ideamos varios planes, hasta que encontramos uno seguro. Consistía en dejar a Paladín contar una buena parte de cualquiera de sus batallas inventadas, y luego simular que alguien lo reclamaba fuera. Tan pronto saliera de la sala, Noel ocuparía su puesto, ofreciendo una imitación burlona de las actuaciones de Paladín, que sería premiada con grandes aplausos, ganando así el favor de las gentes que aceptarían escuchar el poema. Estos dos triunfos acabarían con la superioridad del abanderado y darían oportunidad de destacar a cualquiera de nosotros. De modo que, a la noche siguiente, estuve apartado hasta que el Paladín inició su historia, barriendo al enemigo como un torbellino, a la cabeza de su cuerpo de ejército. Entonces me adelanté hasta el umbral de la puerta con mi uniforme de oficial y anuncié que un emisario del General La Hire deseaba hablar con el abanderado. El Paladín abandonó la habitación al mismo tiempo que Noel ocupaba su puesto frente al público. Empezó por lamentar la interrupción, pero que como él, por suerte, estaba familiarizado con los detalles de la batalla, solicitaba permiso para continuar la descripción. Luego, sin aguardar el permiso, se transformó en el mismísimo Paladín —un Paladín enano, por supuesto—, imitando sus gestos, actitudes y tono de voz, todo exactamente, con tal perfección minuciosa y burlesca, que el público parecía a punto de morirse de la risa, hasta llorar. Cuanto más reían, más inspirado se notaba Noel con su actuación y mejor se comportaba, hasta que la risa dejó de serlo, para convertirse en alaridos. La que más se estaba divirtiendo era la propia Catalina Boucher, que entraba en éxtasis, entre suspiros y sofocos. ¿Victoria? Aquello fue un Agincourt perfecto.

El Paladín se ausentó sólo unos instantes. No tardó en descubrir que le habían gastado una broma, de modo que regresó. Al acercarse a la puerta, oyó a Noel con su divertida imitación y se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, así que prefirió mantenerse oculto, a la espera de acontecimientos. Al finalizar su actuación, Noel consiguió un aplauso atronador, que se prolongaba entre el entusiasmo de los presentes, rogándole que repitiera otra vez el número.

Pero Noel mostraba gran habilidad. Sabía que el mejor momento para apreciar el valor de un poema sentimental y melancólico, era cuando el público se encuentra alegre y satisfecho, con el ánimo dispuesto al rápido contraste. Se mantuvo callado hasta que los asistentes se calmaron. Entonces, su cara adoptó un gesto de gravedad y concentración profunda, que se contagió inmediatamente a los espectadores, asombrados y llenos de interés ante lo que vendría a continuación. Entonces, Noel comenzó a recitar los primeros versos del poema «La Rosa» con voz suave, pero audible. Al pronunciar las palabras con cadencia rítmica, una estrofa después de la otra, se escuchaban exclamaciones a media voz, que mostraban admiración: «¡Qué hermoso! ¡Qué delicado! ¡Qué emocionante!». Mientras tanto, el Paladín, que salió un momento al comenzar el poema, se volvió a situar junto a la puerta. Permaneció allí, con su corpachón descansando en el muro, observando al declamador como si hubiera entrado en trance. Cuando Noel inició la segunda parte, repitiendo el estribillo, los espectadores aparecían ya conmovidos visiblemente. Paladín comenzó a enjugar sus lágrimas con el dorso de la mano. La segunda vez que se oyó el estribillo, empezó a emitir resoplidos y sollozos, limpiándose ahora las lágrimas, con la manga de su casaca, de modo ruidoso. Tanto, que fue percibido por Noel y la concurrencia. A la tercera repetición del estribillo, empezó a llorar como un becerro, lo cual hizo un efecto demoledor y no tardó en despertar algunas risas. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que sucedió algo inconcebible: Paladín extrajo un enorme paño blanco de su camisa y procedió a secarse los ojos con él, al mismo tiempo que emitía infernales resuellos, mezclados con sollozos, gemidos, angustias, ladridos y toses que acabaron en aullidos lastimeros. Su cuerpo se estremecía entre contorsiones a un lado y otro, sin parar de agitar el paño y de secarse con él. Noel quedó completamente anulado, ante las risas de aquellas gentes que reían hasta caer extenuados. Fue el espectáculo más bochornoso que nunca vi. De repente, se escuchó el resonar metálico de una armadura en movimiento y después una explosión de risa atronadora, que jamás ha conocido oído humano. Miré hacia allá, y comprobé que salía de la garganta de La Hire. Llegó hasta nosotros y se colocó en medio, erguido, con los guanteletes en la cadera, echando la cabeza para atrás y las mandíbulas abiertas, hasta tal punto que cabrían huracanes y truenos por ellas. Ya sólo podía ocurrir otra cosa peor que aquella: y sucedió. Junto a la otra puerta, observé los típicos nervios y reverencias de oficiales y servidores cuando aparece un gran personaje… Luego… ¡Apareció Juana de Arco y todo el mundo se puso en pie! Precipitadamente, intentaron calmar sus risas y aderezar sus figuras, pero cuando vieron reír a la propia Doncella, dieron gracias al Cielo y, así, continuó el estruendo.