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100 Clásicos de la Literatura

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Era divertido contemplar cómo aquel joven algo fanfarrón, se había hecho tan popular en una tierra extraña y en tan corto espacio de tiempo, sin otra ayuda que su lengua y el talento que Dios le había dado para sacarle partido.

La gente se acomodó en los asientos y comenzaron a golpear con sus jarras en las mesas, gritando al unísono: «¡LA AUDIENCIA DEL REY! ¡LA AUDIENCIA DEL REY!», mientras, el Paladín se mantenía de pie, con estudiado gesto de superioridad, el sombrero de plumas desviado hacia la izquierda, los pliegues de su capa corta cayendo desde el hombro, una mano sobre la empuñadura de la espada y la otra sosteniendo la jarra de vino.

Cuando se acallaron las voces, hizo una ceremoniosa inclinación, aprendida quién sabe dónde y, alzando la jarra con brío, la llevó a los labios, echó la cabeza hacia atrás y la apuró hasta el fondo. El barbero se la retiró de la mano, depositándola sobre la mesita, mientras el Paladín paseaba a un lado y otro de la plataforma con dignidad y soltura, cambiando impresiones con los parroquianos. Aquello se repitió tres noches seguidas. Estaba claro que el Paladín disfrutaba contando todas aquellas mentiras, aunque no lo hacía de modo consciente. Las invenciones de su mente se convertían para él en hechos reales, que se ampliaban a medida que la narración cobraba intensidad y extensión. Ponía el corazón en sus palabras, lo mismo que el poeta se identifica con la ficción heroica. El aire de seriedad que adoptaba desarmaba a los incrédulos, de modo que nadie creía su relato, pero todos estaban seguros de que él sí lo consideraba cierto.

Efectuaba sus ampliaciones narrativas sin mayores alardes ni florituras y con tanta naturalidad, que no era fácil darse cuenta cuándo introducía las modificaciones. La primera noche, se refirió al gobernador de Vaucouleurs, sin más. La segunda noche ya hablaba de él como «su tío, el gobernador de Vaucouleurs». La tercera noche era ya su padre.

Parecía no darse cuenta de cambios tan extraordinarios, de modo que las palabras le salían con toda normalidad, sin aparente esfuerzo. Según el relato de la primera noche, el gobernador de Vaucouleurs le había designado para la escolta militar de la Doncella, así, en general, sin destino determinado. La segunda noche, su tío el gobernador lo nombró teniente de retaguardia en la columna de la Doncella y la tercera noche, su padre el gobernador, la confió el mando del grupo, incluida la Doncella, con el fin de protegerla.

El relato de la audiencia real también fue creciendo de la misma forma. En los comienzos, las trompetas de plata eran doce. Luego, treinta y cinco, y al final, noventa y seis. Para entonces, había ya situado tantos címbalos y tambores, que fue necesario ampliar el salón real de quinientos pies a novecientos, para que pudieran caber todos. Bajo su influencia, los invitados se multiplicaron con la misma generosidad.

Las dos primeras noches, se limitó a exagerar el incidente del engaño de que le quiso hacer objeto a Juana, con la substitución del Rey por un impostor con el propósito de confundirla. Pero la tercera noche, introdujo variantes escenificadas. Encomendó al barbero el papel de falso rey. Luego describió la malsana curiosidad de la Corte, ansiosa de poner en ridículo a la Doncella haciéndola caer en la trampa, y así desacreditarla para siempre, con la tormenta de risas despreciativas que habían de seguir. Manejó la escena hasta que tuvo a los asistentes ardiendo en la fiebre de la impaciencia y la excitación. Y, más tarde, desencadenó la apoteosis final. Dirigiéndose al barbero, le dijo:

—Pero, observada lo que hizo Juana. Miró con fijeza al rostro del villano impostor, como yo os miro ahora a vos, con actitud noble y sencilla, como la mía. Ella, entonces, se giró hacia mí y, apuntando con su dedo, me ordenó con la voz firme y tranquila con que dirige una batalla: «¡Derriba del trono a ese falsario bribón!». Y entonces, yo, avanzando así —como lo hago—, le agarré del cuello, lo levanté en el aire —así— como si fuese un niño.

El público saltó de sus asientos, gritando y lanzando sus jarros, enloquecidos con aquella extraordinaria demostración de fuerza, sin que se percibiera ni una sola sonrisa de incredulidad, a pesar de que la escena del barbero, colgando en el aire asido por las fuertes manos de El Paladín, no resultaba solemne precisamente… El narrador, continuó su relato:

—Luego lo deposité en el suelo dejándolo de pie —de este modo— con la intención de agarrarlo bien y lanzarlo por la ventana, pero, en ese momento, ella me lo impidió. Así que, gracias a ese gesto, logró salvar la vida. A continuación, Juana se volvió sobre la multitud de nobles y los miró a todos con esos ojos suyos, que son como las ventanas de luz a las que se asoma para ver el mundo, descubriendo sus mentiras y descubriendo hasta el fondo la verdad oculta, y, finalmente, los fijó sobre un joven vestido humildemente, y lo reconoció como lo que, ciertamente, era, diciendo: «¡Soy vuestra sierva! ¡Vos sois el Rey!». En ese momento, todos quedaron admirados, y una enorme gritería en la que participaban los seis mil asistentes hizo que temblaran las paredes del salón.

Describió con brillantez y gran aparato la despedida de la audiencia, exagerando los honores del Rey hasta límites increíbles, y luego se sacó del dedo un anillo de latón y dijo:

—Para terminar, el Rey despidió a la Doncella con toda pompa —como ella se merecía, por cierto—, y dirigiéndose a mí, habló: «Tomad este anillo del sello, hijo de los Paladines, y si algo necesitáis algún día, pedídmelo a través de él. Mirad —continuó hablando al mismo tiempo que tocaba mi sien—, proteged bien este cerebro. Francia lo necesita. Cuidad también toda la cabeza, pues presiento que algún día será ceñida por corona ducal». Entonces yo, tomé el anillo, me arrodillé y besé su mano, diciendo: «Señor, donde la gloria me llame, allí acudiré. Donde la muerte y el peligro sean mayores, ésa habrá de ser mi tierra natal. Cuando Francia y el trono necesiten ayuda… bueno… no digo nada, pues no soy de los que gustan de hablar. Dejad que mis hechos hablen por mí. Es todo lo que pido». Y así terminó aquel episodio afortunado y memorable, decisivo para el bien de la corona y de la nación. ¡Gracias sean dadas a Dios! ¡Levantaos! ¡Llenad vuestras jarras! Ahora… por Francia y el Rey… ¡BEBED!

Apuraron el vino hasta la última gota y después rompieron en vítores y aplausos, que se prolongaron varios minutos, mientras el Paladín se erguía, ceremonioso y desenvuelto en todo momento, sin dejar de sonreír con aire condescendiente desde lo alto de la plataforma.

17

Cuando el Rey escuchó de Juana la revelación del secreto que amargaba su ánimo, las dudas se le aclararon y creyó que la Doncella era en verdad enviada por Dios. Si le hubieran dejado libre de intromisiones, habría ordenado lo necesario para que pudiera llevar a cabo su misión inmediatamente. Pero no se lo permitieron. Tremouille y el zorro sagrado de Reims conocían a su pupilo. Les fue suficiente con decir:

—Vuestra Alteza nos dice que las Voces de Juana os han declarado a través de ella un secreto que sólo era conocido por Vos mismo y por Dios. Bien. Pero ¿cómo podéis estar seguro de que esas Voces no son las de Satanás, que la utiliza a ella como instrumento? Pues ¿no conoce Satanás los secretos de los hombres? Es un asunto peligroso, y Vuestra Alteza hará bien en no tomar ninguna decisión antes de comprobar los hechos hasta el fondo.

Las palabras surtieron el efecto deseado. Encogieron el espíritu del Rey como si fuera una pasa, despertando temores y aprensiones, de modo que, al momento, y en secreto, nombró una comisión de obispos con el fin de que vigilaran e interrogaran a Juana continuamente hasta averiguar si las intervenciones sobrenaturales procedían del cielo o del infierno.

Por entonces, el duque de Alençon, pariente del Rey, prisionero de guerra de los ingleses durante tres años, fue puesto en libertad, previo pago de un fuerte rescate. Como tuviera noticia del nombre y la fama de la Doncella —extendida ya por todas partes—, llegó a Chinon para conocerla y verla con sus propios ojos. El Rey mandó venir a Juana y se la presentó al duque. Ella le dijo, con su habitual sencillez:

—Sed bienvenido. Cuanto más sangre de Francia se una a nuestra causa, mejor será para conseguir su salvación.

El duque y Juana conversaron un rato y, cuando se separaron, volvió a ocurrir lo mismo de siempre: el duque se convirtió en amigo y defensor de Juana.

La joven acompañó al Rey durante la misa del día siguiente y después comió con el Rey y el duque. El Rey se iba acostumbrando a valorar su compañía y apreciar su consejo, lo cual podía resultar beneficioso para todos. Como ocurre con todos los reyes, el Delfín sólo obtenía de sus contactos con los que le rodeaban opiniones cautelosas, sin relieve ni autenticidad, dispuestos a plegarse a lo que el Rey dijera. Esta clase de conversaciones le irritaba hasta aburrirle, pero cuando hablaba con Juana la entrevista resulta sincera y libre, honrada y directa, desprovista de la menor reserva y coacción. Expresaba su pensamiento, y lo hacía lisa y llanamente. No es difícil suponer que para el Rey las charlas con Juana debieron ser como el agua fresca de las montañas para los labios resecos, acostumbrados al agua cenagosa y cálida por el sol de los páramos.

Después de comer, Juana realizó ante el Rey y el duque unos ejercicios a caballo y de manejo de lanza en los prados cercanos al castillo de Chinon. El duque, encantado con la gracia y habilidad de la joven, le hizo el presente de un hermoso corcel de guerra, negro. Todos los días la comisión de los obispos acudía a interrogar a Juana y después entregaban su informe al Rey. Los careos servían de poco. Ella les decía lo que le interesaba y callaba el resto. Ninguna amenaza o truco lograba variar su conducta. Sabía que a los obispos, delegados por el Rey, era necesario decirles la verdad, porque, según ley, las preguntas hechas en nombre del Rey debían responderse. Sin embargo, ella misma le confesó al Rey, comiendo con él, que en los interrogatorios sólo respondía las preguntas que a ella le convenían.

 

Los obispos llegaron a la conclusión de que no estaban en condiciones de asegurar si Juana era una enviada de Dios o no. Se decidieron por la cautela. Había en la corte dos grupos enfrentados y poderosos. Cualquier decisión, en uno u otro sentido, despertaría enemistades en el sector perjudicado. Así que prefirieron esconder la cabeza bajo el ala y echar la carga sobre otros hombros. Así lo hicieron.

En su informe, hicieron constar que el caso de Juana excedía a sus conocimientos, por lo que recomendaban que se pusiera en manos de los cultos e ilustres doctores de la Universidad de Poitiers. A continuación, dejaron el campo libre, facilitando, como último testimonio de sus trabajos, una recomendación final verdaderamente sabia: Juana era, según ellos, una «gentil y sencilla pastorcita, muy cándida, pero poco amiga de hablar». La opinión era cierta, al menos, por lo que a los sabios teólogos se refería. Pero si hubieran podido conocer a la joven, como nosotros en los felices prados de Domrémy, tan sólo hacía unos años, ya sabrían que Juana tenía una lengua ágil y veloz, capaz de ir lo suficientemente rápida, siempre que sus palabras no resultaran perjudiciales.

De modo que nos trasladamos a Poitiers y tuvimos que aguantar tres días de aburrida espera, mientras la pobre muchacha soportaba interrogatorios continuos y molestas comparecencias ante un tribunal de… ¿sabéis de qué? ¿Eran militares experimentados? —que hubiera sido lógico, ya que Juana solicitaba un ejército para conducirlo a combatir a los enemigos de Francia—. ¡Pues no! Aquello era un alto tribunal formado por sacerdotes y monjes, hábiles casuistas bien preparados, famosos profesores de teología. En lugar de elegir una comisión militar que dictaminara sobre las posibilidades de victoria de los planes de aquel valeroso soldadito, se buscaron un grupo de malhumorados clérigos para averiguar si el soldado era piadoso de verdad y no presentaba fallos doctrinales. Los roedores asolaban la casa, pero en lugar de pasar revista por si las garras y dientes del gato resultaban fuertes, sólo se preocupaban en saber si aquel era un gato sagrado. Si el gato se mostraba piadoso y doctrinalmente recto, la cosa iría bien. Sus restantes cualidades no importaban nada.

Por lo demás, Juana se mantenía tan dulce, serena y dueña de sí misma ante el tribunal solemne e imponente, como si no estuviera sometida a juicio. Allí sentada en el banquillo, solitaria, desconcertaba la ciencia de los sabios con una ignorancia sublime que le servía de protección como una fortaleza.

Las más astutas fintas, la cultura libresca y los acerados dardos dialécticos, se estrellaban contra su inconsciente sencillez y caían al suelo sin hacer blanco. Les resultaba imposible asaltar la guarnición refugiada en el interior de la joven, custodiada por los soldados de su corazón y su espíritu sereno, que se convirtieron en centinelas y guardianes de su misión.

Respondía con franqueza a todas las preguntas y narraba toda la historia de sus visiones y experiencias con ángeles, así como las palabras que le trasmitían. El modo de contar resultaba tan serio, natural y sincero, con tal aire de autenticidad y realismo, que incluso aquel tribunal endurecido y experto olvidó sus escépticas preguntas y se quedó inmóvil y mudo, escuchando hasta el final con un interés entre la maravilla y el asombro. Y si alguien no cree mi testimonio, leed la historia y encontraréis cómo un testigo presencial, al prestar declaración jurada durante el Proceso de Rehabilitación, afirma que Juana hizo su descripción: «con una noble dignidad y sencillez», y que los efectos de sus palabras fueron de la misma intensidad que la expresada por mí. Diecisiete años. Tenía diecisiete años y resistió sola en el banquillo. No se sintió atemorizada, sino que se enfrentó con aquel ejército de doctores en leyes y en teología sin necesidad de ninguna arte retórica aprendida en las escuelas. Le bastó con su encanto innato, su juventud, el aire de sinceridad, su voz suave y melodiosa y una elocuencia surgida del corazón, no de la cabeza, que los dejó fascinados por completo. Con todo esto, ¿comprendéis qué hermoso espectáculo fue aquel? Me gustaría poder enseñároslo tal como fue y estoy seguro de que me daríais la razón.

Ya he dicho que no sabía leer. Un día la molestaron y atormentaron con tal cantidad de razones, argumentos, objeciones y mil enredosas palabras, tomadas de varias obras escritas por grandes teólogos, que se agotó su paciencia y se dirigió a ellos con voz firme y serena, diciendo:

—No sé distinguir la A de la B, pero sí entiendo esto: He venido siguiendo un mandato de Dios para liberar Orleáns del poderío inglés, y coronar al Rey en Reims, de modo que todas esas cuestiones con las que me atosigáis carecen de importancia.

Como no podía ser menos, aquellos días fueron una dura prueba para ella y muy cansados para todos los participantes en las sesiones. Sin embargo, la parte más fatigosa fue la de Juana, a la que no se concedía ni una hora ni un día de descanso, dispuesta siempre a comparecer en cualquier momento, mientras los inquisidores se relevaban unos a otros cuando se encontraban agotados. No obstante, nunca acusó el cansancio, ningún cansancio, y muy rara vez dio muestras de impaciencia. Normalmente, acababa las jornadas muy tranquila, con viveza de gestos y serena compostura, en abierta lucha con aquellos veteranos maestros expertos en el manejo de la espada dialéctica, saliendo de los combates sin el más leve rasguño.

En cierta ocasión, uno de los teólogos le lanzó una pregunta que hizo a todos los presentes aguzar sus oídos con gran interés. Yo temblé y me dije: «Esta vez la han pillado, pobre Juana. No hay forma de responder bien a eso». El sagaz teólogo inició su pregunta con tono indolente, como si sus palabras carecieran de importancia:

—¿Vos aseguráis que Dios desea librar a Francia de las ataduras inglesas?

—Sí —respondió Juana—, Dios lo desea así.

—¿Y vos solicitáis hombres de armas para acudir a rescatar Orleáns, según creo?

—Sí. Y cuanto más pronto, mejor.

—Pero, Dios es todopoderoso y capaz de cualquier cosa que se proponga hacer, ¿no es así?

—Ciertamente, nadie lo duda.

El teólogo levantó la cabeza y le hizo la pregunta a la que me referí antes, con un tono de triunfo:

—Entonces, contestadme a esto: si Él quiere liberar a Francia, y siendo que todo lo puede, ¿qué necesidad tenemos de hombres de armas?

Se produjo una gran agitación al oír la pregunta y las cabezas se movieron hacia adelante, mientras las manos reforzaban los oídos para no perderse la respuesta. El teólogo se rebulló con satisfacción y observó a los asistentes, como esperando un aplauso, al comprobar el buen efecto de su pregunta que se reflejaba en todas las caras. Sin embargo, Juana no se desconcertó en absoluto. Contestó sin ningún matiz de inquietud en su voz:

—Dios ayuda a los que se ayudan. ¡Los hijos de Francia deben combatir en las batallas, pero Él nos dará la victoria!

Un brillo de asombro recorrió toda la sala, de rostro en rostro como un rayo de sol. Hasta al mismo teólogo pareció gustarle ver su golpe maestro rechazado con tanta limpieza. Yo escuché a un venerable obispo murmurar con el estilo propio de aquella época algo ruda: «Por Dios que esta niña ha dicho la verdad. ¡Él quiso que Goliat fuese vencido, y para eso mandó a un joven de la edad de ésta para hacerlo!».

Otro día, cuando los inquisidores la acosaron hasta el punto de que ya nadie aguantaba más, salvo Juana misma, el hermano Séguin, profesor de teología de la Universidad de Poitiers, hombre sarcástico e irritable, continuó importunándola con farragosas preguntas hechas en el francés defectuoso de su región de Limoges. Finalmente inquirió:

—¿Y cómo es posible que entendierais a esos ángeles? ¿En qué lengua hablaban?

—En francés.

—Pues muy bien. Es agradable saber que nuestro idioma se vea tan honrado. ¿Y era buen francés?

—Sí. Era un francés perfecto —aclaró Juana.

—Así que era perfecto ¿eh? Bien. Vos debéis saberlo. Sería aún mejor que el vuestro, ¿eh?

—En cuanto a eso… no puedo afirmarlo —respondió la joven. Iba a continuar, pero se detuvo. Luego añadió, como hablando consigo misma: ¡De todas formas, era mejor que el vuestro!

Percibí un atisbo de risa en el fondo de sus ojos, a pesar de su aire ingenuo. La gente se alborozó. El hermano Séguin se mostró irritado, preguntando con brusquedad:

—¿Creéis en Dios?

Juana respondió con enervante parsimonia:

—¿Creer en Dios?… tal vez mejor que vos…

El hermano Séguin perdió la paciencia y siguió con una serie de preguntas irónicas, hasta que, muy enfadado, estalló:

—Muy bien. Pues yo os digo ahora a vos, cuya fe en Dios es tan grande: El no pretende que nadie crea en vuestras palabras sin ofrecemos una prueba de su certeza. ¿Dónde está esa prueba? ¡Mostradla!

Estas frases molestaron a Juana, que se puso de pie y replicó acaloradamente:

—No he venido a Poitiers a traer pruebas ni a hacer milagros. Enviadme a Orleáns y allí os daré pruebas suficientes ¡Confiadme soldados, pocos o muchos, y dejadme ir!

Brotaba fuego de sus ojos al hablar. ¡Qué imagen tan valerosa ofrecía! ¿Podéis imaginarla? Lo cierto es que se produjo una salva de aplausos y gritos de júbilo, que ella recibió enrojeciendo, ya que su talante humilde rechazaba cualquier atisbo de celebridad.

El intercambio de palabras y el asunto de la lengua francesa hizo perder puntos al hermano Séguin, mientras que el prestigio de Juana no se alteró. A pesar de su acritud, era aquel hombre recio y honrado, como puede comprobarse por la historia posterior. Al declarar en la Causa de Rehabilitación de Juana podía haber ocultado estos episodios en los que su actuación fue negativa, pero no lo hizo. Al contrario, se refirió a ellos con toda nobleza en sus manifestaciones al tribunal.

Al final del proceso —que duró tres semanas— los teólogos y doctores desencadenaron un ataque en toda línea, abrumando a Juana con argumentos extraídos de antiguos documentos eclesiásticos. La joven se encontraba a punto de caer, arrollada, hasta que reaccionó con singular energía:

—¡Escuchad! El Libro de Dios tiene más fuerza que todas esas opiniones antiguas. Y os diré además, que en ese Libro hay cosas que ninguno de vosotros, con toda vuestra ciencia, puede leer.

Desde el principio, Juana se hospedó en la casa de la señora de Rabuteau, invitada por ella, esposa de un consejero del Parlamento de Poitiers. Las damas de la buena sociedad visitaban de noche a Juana, por el gusto de verla y hablar con ella. La misma práctica fue seguida por los abogados, representantes y letrados del Parlamento y de la Universidad. Aquellos hombres doctos y serios, acostumbrados a las reflexiones filosóficas, a darles vuelta a los argumentos y a dudar de todo, fueron cayendo poco a poco en el encanto de Juana movidos por su capacidad de convencer y su ingenuidad, que eran las grandes virtudes de la joven. Al cabo del tiempo, nadie, ni alto ni bajo, ni culto o inculto, dejaba de reconocer: «Esta niña ha sido enviada por Dios».

Durante el día en el rígido ambiente del tribunal, Juana se encontraba en desventaja. Los jueces, de acuerdo con las normas del procedimiento, llevaban los asuntos a su modo, pero, al llegar la noche y retirarse la Doncella al lugar donde se alojaba, rodeada de amigos y seguidores, los papeles se cambiaban. Se convertía entonces en el centro de las reuniones, en las que intervenía libremente, incluso en presencia de algunos de sus jueces del tribunal. Todas las asechanzas y objeciones contrarias expuestas en el tribunal a lo largo de la jornada desaparecían por la noche, gracias a su magnetismo personal. Al terminar las sesiones, logró llevar a sus jueces a una misa a la que asistieron todos juntos, y consiguió un veredicto final favorable, sin ningún voto en contra.

La sesión del tribunal fue digna de verse, especialmente cuando el presidente leyó la sentencia desde el estrado, con asistencia de los grandes personajes de la ciudad que pudieron acomodarse en el recinto. Con el ceremonial propio de la época, se dio lectura al resto del informe con la debida solemnidad, con el fin de que las palabras pudieran oírse hasta en el último rincón del edificio:

 

—Se ha determinado y así se hace constar por la presente, que Juana de Arco, llamada La Doncella, es una buena cristiana y buena católica. Que no se advierte nada contrario a la fe, ni en su persona ni en sus palabras, y que el Rey puede y debe aceptar el ofrecimiento que se le hace, pues rechazarlo sería ofender al Espíritu Santo y haría al Rey indigno de esta ayuda de Dios.

Cuando el tribunal levantó la sesión, estalló una tempestad de aplausos con fuerza irreprimible, que se reprodujo una y otra vez. Asediada por la multitud que corrió a felicitarla, por un momento perdí de vista a Juana. La gente, emocionada, ofrendaba bendiciones sobre ella y sobre la causa de Francia, entregada desde aquel momento, solemne e irrevocablemente, en sus pequeñas manos.

18

Aquel fue, en verdad, un gran día y un espectáculo impresionante. ¡Juana había ganado! Tremouille y su grupo de enemigos cometieron un error al permitir aquellas sesiones vespertinas en casa de sus protectores, los Rabouteau. Además, la comisión enviada a Lorena para informar sobre el carácter y comportamiento de Juana, regresó con el resultado de sus averiguaciones: sus antecedentes eran perfectos, intachables. Así, pues, nuestra empresa marchaba ahora sin dificultades, ya lo veis.

Las noticias favorables despertaron extraordinario entusiasmo. Francia, que estaba muerta, resucitó súbitamente a la vida. Mientras poco antes la gente andaba acobardada y sin valor, huyendo en cuanto oían hablar de guerra, ahora acudían rogando les permitieran alistarse bajo las banderas de la Doncella de Vaucouleurs. Se escuchaba el rugir de las canciones bélicas y el redoble de tambores que atronaban las calles. Recordé entonces las palabras que me dirigió ella hacía algún tiempo, en la aldea, al indicarle yo con hechos reales que Francia estaba perdida y nada despertaría al pueblo de su letargo:

—¡Oirán los tambores, responderán… y marcharán al combate!

Se dice que las desgracias nunca vienen solas. En nuestro caso, ocurrió lo mismo con la oleada de buena suerte. Después de la primera, siguieron viniendo, una tras otra, olas favorables. La última llegó así: Entre los teólogos, se anduvo discutiendo si la Iglesia debería permitir que una persona del género femenino pudiera vestir el traje de soldado. Por fin se produjo el veredicto, elaborado por dos famosos teólogos —uno había sido Canciller de la Universidad de París—. Ambos decidieron que si «Juana debía cumplir el trabajo de un hombre y de un soldado, parecía justo y legítimo que su atavío estuviera de acuerdo con la misión».

Con ello ganamos un punto importante: que la Iglesia la autorizase a vestir como un hombre. Como he dicho, una oleada de suerte detrás de otra nos anegaba. Pero dejemos las olas menores, para hacer referencia a las más grandes: una ola que nos hizo perder el pie y casi nos ahoga de alegría.

El día que se pronunció el veredicto, fueron despachados correos con el fin de llevar la noticia al Rey. A la mañana siguiente se escucharon en el pueblo, brillantes y limpias, las notas de un clarín. Al oírlo, comenzamos a contar el número de acordes: Uno, dos, tres, pausa. Uno, dos, pausa. Uno, dos, tres, pausa de nuevo. Entonces salimos todos corriendo, alarmados. Aquella señal era utilizada solamente cuando el heraldo de armas del Rey debía dar su proclama al pueblo. A nuestro lado se juntaban, por callejas laterales, cientos de personas a medio vestir que se acomodaban las ropas sin dejar de correr. Otra vez se oyó el mismo toque y con él se multiplicaba el número de gente presurosa en dirección a la plaza, a donde llegamos finalmente. El lugar estaba abarrotado de ciudadanos. Allí en lo alto del pedestal de la gran cruz, podía verse al heraldo con su lujoso vestido y a los servidores que le acompañaban. Pronto inició su mensaje con la poderosa y bien timbrada voz propia del oficio:

—¡Sabed todos, y tenedlo en cuenta, que el más alto, el más ilustre Carlos, por la gracia de Dios, Rey de Francia, se ha dignado otorgar a su bienamada servidora Juana de Arco, llamada la Doncella, el título, sueldos, autoridad y categoría de General en Jefe de los ejércitos de Francia…!

Un millar de gorras volaron al aire y la multitud atronó el espacio con su vendaval de ¡Vivas!, dando la impresión de que nunca habría de acabar. Por fin se calmaron las voces y el heraldo pudo continuar:

—¡… y ha nombrado teniente suyo y Jefe del Estado Mayor, a un príncipe de su real Casa, a su gracia el duque de Alençon!

Así finalizó la proclama y de nuevo de desató el entusiasmo, pronto difundido por todas las calles y plazas de la ciudad.

¡General de los Ejércitos de Francia, y con un príncipe de sangre real a sus órdenes! Ayer no era nadie, hoy lo es todo. No era ni sargento, ni cabo, ni soldado raso. Y de repente, de un salto, se encarama a la cumbre. Ayer no significaba nada para el último recluta, y hoy sus órdenes son leyes para La Hire, Saintrailles, el Bastardo de Orleáns, y demás soldados veteranos de viejo renombre, famosos maestros en el arte de la guerra. Estos pensamientos embargaron mi mente. Me costaba comprender lo que estaba sucediendo.

Mis recuerdos me trasladaron al pasado. Se iluminaban con un episodio todavía reciente que estaba fresco en la memoria. La fecha se remontaba sólo al último mes de enero. El cuadro era así: una muchacha campesina, con apenas 17 años, desconocida, en un pueblo también desconocido, como si estuviera perdido en los confines del mundo. Ella había recogido, quién sabe dónde, a un amigo vagabundo y lo llevó a su casa. Era un gatito gris abandonado y hambriento, al que alimentó y cuidó hasta ganar su confianza. Ahora se encuentra enroscado en su regazo, dormido, mientras ella tejía y soñaba… ¿en qué? Nunca lo sabremos.

Y luego, sin dar tiempo a que el gatito se convirtiera en un gato grande, esa misma muchacha fue nombrada General de los ejércitos de Francia, con un príncipe real a quien dar órdenes… De repente, desde la oscuridad de su pueblo, el nombre de Juana se había elevado hasta el sol y ya era visible desde cualquier rincón de la Tierra. Me producía un cierto vértigo reflexionar sobre estas cosas, tan lejos de lo corriente y que tan imposibles me parecían.

19

La primera decisión oficial que tomó Juana, fue dictar una carta destinada a los mandos ingleses destacados en Orleáns, conminándoles a devolver los lugares que usurpaban y a abandonar suelo de Francia. Debió tenerlo decidido desde tiempo antes, a juzgar por lo fácilmente que salían de sus labios las palabras, expresadas con lenguaje vivo y enérgico. Aunque, tal vez, no fuera esto así, ya que ella siempre disfrutó de una mente ágil y lengua bien dotada. Sin olvidar que durante las últimas semanas sus facultades se desarrollaron de forma sorprendente. La carta sería remitida desde Blois, lugar en el que se estableció el cuartel de reclutamiento, depósito de víveres, provisiones y dinero, todo ello a las órdenes de La Hire, a quien Juana ordenó venir del frente en el que se encontraba.

El llamado «Bastardo de Orléans», había insistido durante semanas enteras en que le enviaran pronto a la Doncella. En aquellos momentos llegó también un nuevo enviado, el veterano D’Aulon, hombre de confianza, bueno y honrado. El Rey lo había mantenido a su lado, y ahora se lo cedió a Juana en calidad de Jefe de su escolta y le permitió a ella que designara al resto de sus oficiales, siempre que por su calidad, rango y número, estuvieran de acuerdo con la importancia de su cargo. Al mismo tiempo, el Rey dio las instrucciones precisas para que todos quedaran debidamente equipados con armas, vestidos y cabalgaduras.