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100 Clásicos de la Literatura

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—Ruego me perdonéis, reverendos señores, pero el mensaje que traigo es sólo para ser oído por el Rey en persona.

Aquellos hombres, sorprendidos, por un momento no supieron qué contestar, y sus caras enrojecieron intensamente. Pero, enseguida, el orador anterior, habló:

—Pero, ¿cómo? ¿Arrojas a la cara del Rey su propia orden, y te niegas a revelar tu mensaje a las personas designadas por el propio Rey para recibirlo?

—Dios es quien ha elegido la única persona que podrá recibirlo, y ese mandato es más importante que ningún otro. Os ruego que me permitáis confiárselo a su Gracia, el Delfín.

—¡Olvida tus locuras y dinos cuál es tu mensaje! Hazlo rápido y no perdamos más tiempo.

—Os equivocáis, en verdad, reverendísimos padres en Dios, y eso no está bien. He venido aquí, más que para hablar, dispuesta a liberar a Orleáns y conducir al Rey a su leal ciudad de Reims, donde recibirá la corona sobre sus sienes.

—Entonces, ¿éste es el mensaje que envías al Rey?

Juana, con su acostumbrada sencillez, se limitó a decir:

—Disculpadme por recordaros otra vez que no tengo ningún mensaje para enviar al Rey.

Al oír esto, los comisionados reales se levantaron profundamente irritados y abandonaron el lugar sin mediar palabra, mientras Juana y todos nosotros nos arrodillábamos a su paso.

Con el rostro sin expresión y el espíritu dominado por la sensación de desastre, pensábamos que una oportunidad tan extraordinaria como aquélla había sido desperdiciada. No podíamos comprender el comportamiento de Juana, que tan juiciosa se mostró hasta ese momento fatídico. Al cabo de un rato, el caballero Bertrand reunió el valor suficiente para preguntarle a Juana el motivo por el que había dejado escapar tan magnífica ocasión para trasmitir al Rey su mensaje.

Juana contestó, a su vez, con una pregunta:

—¿Quién envió aquí a esos delegados?

—El Rey —respondió el caballero.

—¿Y quién sugirió al Rey que los enviara?

Juana aguardó nuestra respuesta, pero no la obtuvo. Ya empezábamos a comprender lo que tenía en la mente. En vista del silencio, ella misma habló:

—El Consejo del Delfín se lo sugirió. ¿Y son éstos enemigos míos y de los intereses del Delfín, o son amigos?

—Son enemigos —contestó el caballero Bertrand.

—Y si uno pretende que un mensaje llegue a su destino entero y sin deformar, ¿elegirá traidores y tramposos para comunicarlo?

En ese instante comprendí que nosotros nos portamos como ingenuos, y ella como sabia y prudente. Los demás también llegaron a la misma conclusión, de modo que nadie se atrevió a hablar. En vista de ello, Juana continuó:

—Como no tienen mucho ingenio, idearon esa trampa. Intentaron sonsacarme el mensaje con el pretexto de trasmitirlo directamente, aunque hábilmente alterado en su contenido y fines. Ya sabéis que parte del mensaje sólo consiste en convencer al Delfín, con argumentos y razones, para que me conceda hombres armados y me permita levantar el sitio de Orleáns. Si alguien poco favorable a nuestra causa quisiera comunicar estas palabras, exactamente éstas, sin omitir ninguna, pero no utilizase los recursos del gesto y el tono de voz adecuado, así como la mirada para reforzar las palabras y darles vida, ¿cuál sería el valor de tales argumentos? ¿A quién podrían convencer? Tened paciencia, el Delfín me escuchará más adelante. No temáis.

El caballero de Metz asintió con la cabeza varias veces, y murmuró para sus adentros:

—Tenía razón y su juicio era acertado. Nos hemos portado como necios y torpes. Ahora lo veo claro, una vez descubierta la maniobra.

Eso era exactamente lo que yo pensaba, y el caballero habló lo mismo que lo hubiéramos hecho cualquiera de los presentes. Después nos sentimos sobrecogidos al considerar que esta jovencita, tomada por sorpresa y sin experiencia previa, fue capaz de comprender los astutos propósitos de los hábiles consejeros del Rey y hacerlos batirse en retirada, derrotados. Perplejos y asombrados, quedamos en silencio, sin atrevernos a hablar de nuevo. Habíamos comprobado ya su temple, su fortaleza en las dificultades, su capacidad de resistencia, su fe y la fidelidad a todas sus obligaciones… En fin, las cualidades que justifican la confianza en un jefe militar y le hacen merecedor de su puesto. Pero en aquellos momentos aprendimos a sentir que, seguramente, ciertas dotes de su inteligencia eran todavía más destacables que el valor en el combate. El incidente nos dio mucho que pensar.

La decidida actitud de Juana en aquel episodio produjo su efecto al día siguiente. El Rey no tuvo otro remedio que admirar el vigoroso espíritu de una muchachita capaz de valerse por sí misma y mantener sus posiciones con tal firmeza. Aún le quedaba la suficiente dignidad para respetar la conducta de Juana y concederle mayor importancia que si hubiera respondido con palabras aduladoras y vacías de sentido. Ordenó a Juana abandonar aquella modesta posada y la hospedó, junto a todos nosotros, sus acompañantes y servidores, en el castillo de Coudray, confiándola especialmente al cuidado de Madame de Bellier, la mujer de un antiguo Maestre de Palacio, Raúl de Gaucourt.

Como era de esperar, la deferencia del Rey trajo como consecuencia un efecto inmediato: los grandes señores y damas de la Corte acudieron en nutridos grupos al lugar, con el fin de tener ocasión de ver y escuchar a la sorprendente muchacha-soldado, que andaba de boca en boca y que se había permitido contestar a la orden del Rey con una clara negativa a obedecerle. Juana los dejó a todos prendados con su dulzura y sencillez, además de su natural elocuencia, de modo que los más sinceros y nobles de entre ellos reconocían que la joven traslucía un algo indefinible, como si estuviera hecha de alguna sustancia distinta al resto de los seres humanos que le permitiera moverse como en un plano más elevado. Los comentarios de los cortesanos difundieron su fama. Por todas partes se granjeaba amigos y defensores de su causa. Ni los nobles ni los plebeyos podían escuchar el acento de su voz y contemplar su rostro con indiferencia.

15

Bueno, cualquier pretexto servía con tal de hacernos perder el tiempo. Los Consejeros del Rey le recomendaron que no se precipitara a la hora de tomar una decisión sobre el asunto que nos traía. ¡Cómo iba él, todo un Rey, a tomar cualquier decisión precipitada! De modo que, así las cosas, lograron que se enviara una comisión de sacerdotes —siempre lo mismo— a Lorena con el fin de informarse acerca de los antecedentes de Juana y la verdad de su historia, tarea que necesitaría varias semanas para concluirse. Os podéis figurar lo molestos que resultaban tales consejeros.

De este modo pasaban los días tediosamente para nosotros, los jóvenes, que acabábamos invadidos por la tristeza. Al menos en algunos momentos, pero no en todos. Ante nuestros ojos se alzaba una perspectiva halagüeña. La verdad es que nunca tuvimos la oportunidad de ver a un rey, y ahora, en cualquier momento, podríamos contemplar aquel portentoso espectáculo que grabaríamos en nuestras mentes como un tesoro para toda la vida. Así que nos manteníamos en ilusionada espera, siempre ansiosos de que, por fin, llegara la ocasión.

Un día se recibieron noticias sensacionales. Los comisionados de la ciudad de Orleáns, ayudados por Yolanda y nuestros caballeros, habían logrado vencer la oposición del Consejo y convencido al Rey para que concediera a Juana la audiencia solicitada.

La joven se alegró al tener conocimiento de la noticia, pero sin llegar a perder la calma. Al contrario que el resto de los que la acompañábamos, incapaces de comer, dormir ni razonar, debido a la excitación por el honor que nos fue concedido. Durante esos días nuestros dos caballeros se mostraban angustiados ante la posible reacción de Juana, ya que la audiencia, al ser fijada por la noche, se llevaría a cabo con gran pompa y brillo de luces, emitidas por cientos de antorchas que iluminarían los rutilantes vestidos y los objetos esplendorosos de la Corte. Su temor era que la doncella, una pobre chica de pueblo, se dejara ganar por el miedo ante semejante espectáculo, y fracasara rotundamente en su misión.

Seguramente que yo hubiera podido tranquilizarlos, buen conocedor de la transformación operada en Juana, pero me pareció más prudente callar. ¿Es que podría Juana perder la serenidad ante aquel cuadro de oropeles, presidido por un Rey débil, rodeado de presumidos duquesitos?… ¿Ella, que había hablado de frente con los príncipes del cielo, los que se encuentran cerca de Dios, miríadas de ángeles como un abanico de luz gloriosa, semejante a la del sol, que llenaba la inmensidad del espacio con su cegadora luminosidad? No. Juana mantendría su calma en aquella ocasión.

También la Reina Yolanda estaba interesada en que la doncella causara la mejor impresión posible, tanto al Rey como a su Corte. De modo que se dispuso a vestirla con las más lujosas ropas, cortadas por los sastres de los Reyes y adornadas con joyas. Pero sus afanes fueron desechados por Juana, que no permitió la vistieran con esos ropajes, sino que pidió un sencillo atuendo propio de una servidora de Dios, enviada para cumplir una misión de tan alta y grave trascendencia política.

Así que la complaciente Reina diseñó y preparó ese vestido sencillo y encantador que tantas veces os he descrito y en el que ni siquiera ahora, ya anciano, puedo pensar sin sentirme embargado por una música exquisita. Y es que, en realidad, esa era la impresión emanada de aquel traje. Sí, eso era… una música percibida por los ojos y sentida con el corazón. La joven se transformaba en un poema, un sueño, un espíritu inmaterial, cuando iba vestida con él.

Conservó siempre esta ropa y lo utilizó varias veces, con ocasión de algunas ceremonias. Todavía hoy se guarda en la tesorería de Orleáns, junto a dos de sus espadas y su bandera, además de otros objetos que, al haberle pertenecido a ella, se han convertido en reliquias.

 

En el momento convenido, el conde de Vendôme, un gran señor de la Corte, se presentó vestido con traje de ceremonia y acompañado por asistentes y servidores, dispuesto a conducir a Juana a la presencia del Rey. Los dos caballeros y yo fuimos autorizados a formar parte de la comitiva en atención al grado de confianza que nos unía a la Doncella. Al acceder al gran salón de audiencias, encontramos que todo se había dispuesto tal como lo imaginábamos. A un lado, filas de guardias con relucientes armaduras y bruñidas alabardas. A otro lado, los nobles de la corte, damas y caballeros, formaban con lo abigarrado y colorido de sus trajes lo que parecía un jardín de flores. La luz procedente de unas doscientas cincuenta antorchas se proyectaba sobre los asistentes, haciendo brillar sus vestidos y joyas. Hacia el centro del salón quedaba un amplio espacio libre, en cuyo extremo se levantaba el trono —rematado por un dosel— ocupado por una figura coronada, con el cetro real en la mano y ataviado lujosamente.

Es cierto que Juana hubo de soportar todo tipo de impedimentos y obstáculos, pero ahora, cuando ya se la recibía en audiencia real, le dedicaban los honores reservados solamente a los más altos personajes. Junto a la puerta de entrada se situaban cuatro heraldos alineados en fila, vestidos con espléndidas libreas, provistos de largas y finas trompetas de las que colgaban banderas cuadradas de seda con las armas de Francia. Al pasar Juana y el conde de Vendôme, las trompetas entonaban, con maravillosa sintonía, un sonido largo y profundo, que se repetía cada vez que la comitiva avanzaba cincuenta pasos hacia el espacio donde se encontraba el trono. Las notas musicales se repitieron seis veces en total. Su vibración hizo que nuestros dos caballeros se sintieran contentos y orgullosos, manteniéndose erguidos y con paso marcial, cobrando su porte un aire noble y sereno. La verdad es que no esperaban los honores que se le dispensaban a nuestra Doncella, tan frágil y de origen humilde.

Juana caminaba un paso detrás del conde, y nosotros un poco más distanciados de Juana. Nuestra solemne marcha terminó cuando llegamos a unos ocho o diez pasos del trono. En ese momento, el conde hizo una profunda reverencia, pronunció el nombre de Juana y tras inclinarse de nuevo fue a ocupar su sitio junto a un grupo de oficiales, cerca del trono. Yo sólo tenía ojos para mirar al personaje coronado, hasta el punto de quedar suspendido de admiración. En cambio, el interés de todos los demás permaneció fijo en la figura de la Doncella que despertaba un asombro próximo a la adoración. El gesto de sus caras parecía decir: ¡Qué dulce, sencilla y amable, qué finura de espíritu…! Los labios entreabiertos y sin habla, revelaron que todas esas ilustres damas y nobles caballeros sólo se mostraban preocupados por la imagen de Juana, perdiendo la noción de lo que les rodeaba. Tenían el aspecto de seres que se hallan sometidos al influjo de una visión.

Al cabo de algún tiempo fueron volviendo a la realidad, pasado el asombro inicial, de la misma manera que se sale de un sueño. Inmediatamente después, renovaron su atención a Juana, pero esta vez movidos por un interés distinto. La miraban con curiosidad, como aguardando su reacción ante algo que estaba a punto de ocurrir y cuyo desenlace ellos no conocían. Centraron sus ojos en Juana y observaron los gestos de la muchacha.

Por el momento, ella no hizo ninguna reverencia, ni la más leve inclinación de cabeza ante la persona que ocupaba el trono. Permaneció de pie, mirando en esa dirección, sin decir palabra. Eso era todo lo que se veía allí, nada más. Miré de reojo hacia el caballero de Metz y me sorprendió la palidez de su rostro. En un leve susurro, le dije:

—¿Qué ocurre? Amigo, decidme, os lo ruego…

El tono de su respuesta fue tan débil que apenas logré comprenderla.

—¡Han aprovechado lo que escribió Juana en su carta (cuando decía que estaba dispuesta a conocer al Rey entre los personajes de la Corte) para hacerle esta jugarreta! Ahora, la pobre se confundirá y todos se burlarán de ella: No es el Rey quien está sentado en el trono.

Al oír esto, observé a Juana. Continuaba mirando con seguridad y fijeza hacia el trono. Me dio la impresión de que todo en ella desde los hombros hasta la cabeza, expresaba desconcierto ante lo que veía. Volvió los ojos lentamente en dirección a las filas de cortesanos que se encontraban de pie, hasta que se detuvo en un joven, vestido con sencillez, sin ningún signo distintivo. En ese instante, su rostro se iluminó de alegría. Corrió hacia donde estaba el joven y, echándose a sus pies, exclamó con esa voz suave tan propia de ella, ahora llena de ternura:

—¡Que Dios, con su gracia, os dé larga vida, oh querido y noble Delfín!

Entre el asombro y la exaltación, el caballero de Metz explotó:

—¡Por Dios, que esto es increíble!

Luego, de la emoción, casi me tritura los huesos de la mano al apretármela entre las suyas, mientras añadía, sacudiendo con orgullo su cabellera:

—¡Venga!, ¿qué diablos tienen ahora que decir esos malditos incrédulos?

Mientras tanto, el joven de los vestidos sencillos cumplimentado por Juana, habló con decisión:

—¡Ah!, os equivocáis, hijita, yo no soy el Rey. Miradlo, ahí está —y señalaba hacia el trono.

El caballero de Metz se indignó.

—¡Es una vergüenza que le hagan estas cosas! De no ser por una mentira tan descarada como ésta, Juana habría salido airosa. Pues ahora voy a decirles a todos unas cuantas verdades, ya verán…

Como un solo hombre, el caballero Bertrand y yo lo detuvimos con firmeza:

—¡No os mováis, conservad la calma, por favor!…

Juana continuó de rodillas y, levantando su rostro hacia el Rey, le dijo:

—No, mi noble Soberano. Vos sois el Rey, y ningún otro.

De Metz calmó su ira al instante, y murmuró:

—Es increíble. No es que ella vacilara, sino que estaba completamente segura: lo sabía. Pero ¿cómo es posible que lo supiera? Esto es un milagro. En fin, ahora me siento feliz, y no volveré a interferir en sus cosas. Comprendo que es ella la única que sabe hacer lo debido. En verdad, su extraordinaria inteligencia poco provecho puede sacar de mi cabeza hueca.

Las palabras de De Metz me impidieron escuchar algunas frases de la otra conversación, entre Juana y el Rey. Sin embargo, logré oír una pregunta hecha por el Delfín:

—Pero, decidme, ¿quién sois y qué deseáis?

—Me llaman Juana, la Doncella, y he sido enviada a anunciar que el Rey de los Cielos desea que vos seáis coronado y consagrado en la leed ciudad de Reims. A partir de ese momento, seréis Lugarteniente del Señor de los Cielos, que es el Rey de Francia. Dios quiere, también, que me permitáis dedicarme a la tarea que me ha sido asignada. Para llevarla a término, necesito soldados. Entonces, levantaré el asedio de Orleáns y quebrantaré el poderío inglés.

El rostro sorprendido del monarca se volvió algo más serio, al flotar este mensaje guerrero dentro de la atmósfera blanda y conformista de la Corte. Las palabras de la joven hicieron el efecto de un viento procedente de los campamentos y muros de las trincheras defensivas, que barría la comodidad y el lujo. La sonrisa despreocupada de poco antes, despareció por completo de la boca del Rey. Ahora se mostraba grave, serio y pensativo.

Al cabo de un momento, hizo un gesto con la mano, y la gente se retiró hacia atrás, dejando espacio suficiente para los dos. Los caballeros y yo nos desplazamos hacia el lado opuesto de la sala y allí permanecimos de pie. Vimos cómo Juana se levantaba, obedeciendo la indicación del Rey, y después hablaba con él sin que nadie los oyera.

Todos los asistentes, que aguardaban la reacción de Juana ante la maniobra de ocultar la personalidad del Rey, se quedaron asombrados al comprobar que la joven había cumplido lo que prometió en su carta. Admirados por el milagro, también se impresionaron al ver que no se sintió cohibida por el esplendor del Palacio, sino que parecía completamente serena y a gusto conversando con el monarca, con mayor naturalidad que la de cualquiera de ellos, con toda su experiencia y años al servicio del Rey.

Nuestros dos caballeros estallaban de orgullo al ver el comportamiento de Juana, aunque las palabras no les salían de los labios, incapaces de explicar cómo la muchacha se las había arreglado para superar aquella tremenda prueba sin cometer el más pequeño error o torpeza que empañara la gloria de su gran hazaña. La conversación entre Juana y el Rey fue bastante larga, y desarrollada con seriedad y en voz baja, que nadie pudo oír. Aunque sin escuchar las palabras, sí percibimos el efecto de las mismas, ya que súbitamente, todos vimos al Rey abandonar su actitud indolente, erguirse como un hombre y mostrar cara de inmenso asombro. Pareció como si Juana le hubiera comunicado una noticia demasiado buena para creerla y, no obstante, de tal importancia que exaltó el ánimo decaído del Rey.

Durante muchos años, el contenido de esa conversación se mantuvo en secreto. Hoy ya es del dominio público y por eso voy a referirme a ella. La entrevista fue así —como cualquiera puede comprobar leyendo la historia del hecho—: El Rey, sorprendido por la capacidad de Juana para reconocerle, pidió una prueba de sus poderes. Él deseaba creerla y admitir la necesidad de cumplir su misión, encomendada por sus Voces sobrenaturales, dotadas de una fuerza desconocida para los mortales. Pero ¿cómo podía él creer todo aquello, sin que las Voces acreditaran su veracidad de un modo indudable? Rápidamente, Juana le contestó:

—Voy a ofreceros una demostración de modo que ya no dudéis en absoluto. Vos tenéis una preocupación secreta en vuestro corazón de la que no habéis hablado a nadie. Es una duda que socava vuestro ánimo y os aconseja abandonarlo todo y huir lejos. Hace un momento habéis rogado a Dios, desde el interior del alma, que os diera su gracia para resolver esta duda, aunque de ello resultara la conclusión de que no tenéis el menor derecho a la corona.

Fueron estas palabras las que desconcertaron al Rey, puesto que, en efecto, ese ruego era secreto y sólo Dios lo conocía. Así pues, dijo:

—Vuestra demostración ha sido suficiente. Ahora estoy seguro de que esas Voces proceden de Dios. Es cierto lo que os han revelado acerca de mis dudas. Por favor, si sabéis algo más, decídmelo, lo creeré.

—Pue bien, mis Voces han resuelto esa duda. Os voy a trasmitir sus propias palabras. Son éstas: Vos sois el verdadero heredero del trono de Francia. Dios lo ha dicho. Ahora levantad la cabeza, no dudéis más, entregadme hombres de armas y permitidme llevar a término mi cometido.

El oír la seguridad de que él era heredero de derecho a la corona, fue lo que le hizo erguirse y recobrar el sentimiento de dignidad, desechando las dudas de su mente, seguro de su realeza. En aquellos momentos, si el Rey hubiera podido prescindir del Consejo, habría atendido de inmediato la propuesta de Juana y entregado el ejército que solicitaba para encaminarse al campo de batalla. Pero no. A los intrigantes consejeros, la actitud de Juana les había dado sólo «jaque», no «jaque mate». Seguro que estaban en condiciones de inventar algunas trabas y dilaciones más.

Si nos sentimos orgullosos al ver los honores rendidos a Juana al entrar en el salón, mucho más satisfechos nos encontramos con el trato otorgado al abandonar aquel lugar. Entonces se le concedió un ceremonial reservado sólo a la realeza. El propio Rey llevó a la joven de la mano en dirección a la puerta, mientras la nobleza, de pie, se inclinaba a su paso y las trompetas de plata sonaban sus preciosas notas. Luego, el Rey despidió a Juana con palabras amables y, con exquisita reverencia, le besó la mano. Habíamos comprobado que otra vez, según costumbre, era despedida con más cariño y admiración al terminar un acto que al empezarlo.

Pero, además, el Rey tuvo con Juana un detalle de máxima delicadeza, al ordenar que nos acompañaran hasta el castillo de Coudray iluminados con antorchas y escoltados por su guardia personal. El valor del gesto fue mucho mayor, teniendo en cuenta que aquéllos eran sus únicos soldados disponibles y que estaban perfectamente armados y vestidos con ropas de calidad, aunque hacía muchos años que no recibían sus sueldos.

La extraordinaria acogida otorgada a Juana en la Corte, y su éxito con el Rey, fueron noticias rápidamente difundidas por los alrededores, de modo que los caminos se encontraban abarrotados de gente, ansiosa de verla de cerca. Resultaba muy difícil avanzar entre aquella aglomeración, y casi imposible conversar, pues cualquier intento de hacerlo, se perdía en la tempestad de gritos de júbilo y vítores que surgían a lo largo del trayecto mientras proseguíamos la marcha, y que nos inundaban como una ola mientras nos acercábamos al castillo.

 

16

Parecíamos condenados a soportar fastidiosas esperas y aplazamientos, de modo que decidimos aceptar nuestra suerte, aguantando el aburrimiento con santa paciencia, contando las horas y los días grises y monótonos, sin perder la confianza en la posibilidad de un cambio, cuando Dios quisiera enviarlo.

La única excepción la ofrecía el caso de El Paladín. Se encontraba siempre feliz y el tiempo se le hacía breve. Su buen talante podía deberse, en parte, a lo satisfecho que estaba con su nuevo traje. Lo compró al poco de nuestra llegada al castillo de Coudray, de segunda mano, puesto que perteneció a un caballero español. Estaba formado por un sombrero muy elegante, rematado con vistosas plumas que flotaban al viento, cuello de encaje con puños a juego. Justillo y jubón de terciopelo color pálido, capa corta colgando del hombro, calzas ajustadas, muy altas, larga espada y otros adornos menores. El vestido resultaba elegante y con la elevada estatura de El Paladín, el efecto era aún más favorable. Lo utilizaba cuando estaba fuera de servicio, procurando llamar la atención, con su mano en el puño de la espada y retorciendo sus mostachos ante los campesinos que se paraban a admirar su porte. Lo cierto es que su apostura y lo llamativo del traje, lo distinguían de los menudos caballeros franceses de aquellos años.

Era el genio dorado de aquel pueblecito que se refugiaba al amparo de las murallas del castillo de Coudray y se le reconocía como dueño y señor de la taberna de la posada. Cada vez que alzaba la voz, atraía de inmediato a un fiel auditorio. Aquellos humildes campesinos y artesanos le escuchaban maravillados de sus hazañas. Al fin y al cabo, había viajado mucho, conocía el mundo —al menos el comprendido entre Chinon y Domrémy— y esto era mucho más de lo que ellos tendrían ocasión de ver en toda su vida. Pero, además, El Paladín, guerrero en mil batallas, había logrado desarrollar el arte de narrar los combates, escaramuzas y peligros inesperados, con un estilo absolutamente original, inventado por él.

Se mostraba como el gallo en aquel bullicioso corral de la taberna, el héroe de la hostería, capaz de atraer clientela igual que la miel a las moscas. Pronto fue el cliente mimado por el posadero, su esposa e hija, convertidos en sus más agradecidos y complacientes siervos.

La mayor parte de las personas dotadas con el don de la narración —ese don extraordinario y valioso— incurren en el defecto de la monotonía, ya que terminan por repetir siempre las mismas escenas. No era éste el caso de El Paladín, que había desarrollado notable maestría, puesto que resultaba más apasionante oírle contar una batalla la décima vez que la primera. Nunca describía la acción de la misma manera, sino que cada vez variaba los hechos, de modo que aumentaban las bajas causadas al enemigo, y el número de huérfanos y viudas alcanzaban cifras dignas de lástima. Ensanchaba de tal modo el campo de acción de sus batallas que, al cabo del tiempo, parecían no caber en toda la extensión de Francia. En tal caso, no tenía más remedio que empezar con otra nueva, pero el auditorio, enardecido, no se lo permitía, conscientes de que cuanto más antigua era la historia, tanto más emocionante les resultaba. Y en lugar de rogarle que les sorprendiera con algo nuevo, por estar cansados siempre de la misma antigualla, le gritaban a coro: «Contadnos otra vez la estratagema de Beaulieu». «Repetídnosla tres o cuatro veces» … Las peticiones eran, en realidad, la mejor alabanza a las cualidades de El Paladín, que superaba a los más conocidos expertos en el género narrativo, a los cuales pocas veces se les hace un ruego semejante.

Al principio, cuando el Paladín nos oyó hablar de las maravillas y atenciones corteses a que asistimos en la audiencia real, se mostró desolado por no haber tenido ocasión de presenciar todo aquello en nuestra compañía. Después, sus conversaciones giraban en torno a lo que él hubiera dicho y hecho de haber estado presente en el Palacio en aquella ocasión. Dos días más tarde, ya explicaba con detalle lo que HABÍA HECHO CUANDO ESTUVO ALLÍ. La rueda de su molino productor se encontraba en plena marcha y demostró que sabía cumplir bien su oficio. Tres noches más tarde, el relato de sus batallas pasó a la reserva, pues su público de admiradores de la taberna había tomado tal gusto por el episodio glorioso de la audiencia real, que ya no querían escuchar nada más, y tan sugestionados estaban con el hecho, que habrían derramado amargas lágrimas, de no oírlo una y otra vez según el florido estilo de el Paladín.

El propio Noel Rainguesson, que oyó el relato a escondidas, me lo dijo, y decidimos después ir juntos a escucharle, previa propina a la dueña de la taberna, que nos prestó una sala contigua, vacía, desde donde pudimos acomodarnos a presenciar el espectáculo. Desde los disimulados postigos de la puerta, vimos la taberna, que ocupaba en un ancho espacio, de aspecto confortable y abrigado, con sus mesitas acogedoras y sillas distribuidas irregularmente sobre el suelo de ladrillo rojo, en torno al cálido fuego que chisporroteaba en la amplia chimenea.

Era un lugar muy agradable para refugiarse en él durante aquellas noches de marzo tan frías y tormentosas, cosa que entendía bien la respetable cantidad de parroquianos degustando sus vasos de vino con espíritu alegre y parlanchín, cambiando impresiones entre ellos, a la espera de la llegada del historiador. El posadero, su mujer y su hermosa hija, se afanaban de un sitio a otro por entre las mesas, haciendo lo posible por atender los deseos de los clientes. La sala tenía unos cuarenta pies cuadrados, dejando un espacio en la parte inferior, al centro, para que el Paladín hiciera uso del terreno que necesitaba para ambientar sus actuaciones. Al final de esta zona se elevaba una plataforma de unos diez o doce pies de anchura, provista de una silla de grandes dimensiones y de una mesita, a la que se accedía a través de tres escalones.

Entre los presentes, se distinguían varios rostros conocidos: el zapatero remendón, el físico o curandero, el herrero, el carretero, el armero, el cervecero, el tejedor, el panadero, el molinero y otros. Lugar destacado entre la concurrencia ocupaba el barbero cirujano, según costumbre generalizada en las aldeas de la época. Sus continuos servicios, tanto en arreglar barbas, como en sacar muelas y hacer sangrías, les granjeaban amistades en todas las capas sociales y hacían de ellos personas de cierta cultura, ampulosos modales y grandes conversadores.

Cuando, al fin, apareció el Paladín, caminando con aire indolente, fue recibido con vítores, al mismo tiempo que el barbero se precipitó hacia él, y tras varias reverencias principescas, le tomó la mano y la besó. Luego, sin alzar la voz, pidió una jarra de vino para El Paladín, y cuando la hija del posadero lo trajo, con una inclinación, ordenó que el importe lo cargaran a su cuenta. Su gesto le valió voces de aprobación, que le llenaron de satisfacción, haciendo brillar sus ojillos de rata. Después, el barbero propuso un brindis a la salud de el Paladín, cosa que hicieron todos con gusto y afectuosa cordialidad, chocando sus vasos de metal con un golpe simultáneo, resaltando el efecto con un resonante ¡Viva!