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100 Clásicos de la Literatura

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—Desde luego que no, al menos cuando la vi por última vez.

El oficial, continuó sus reflexiones:

—… y además, si charlaba tranquila y a gusto, eso indica que no tenía prisa, tal vez porque el tiempo es malo y no le apetece caminar. Las marchas nocturnas y con granizo y viento no se han hecho para las niñas de diecisiete años. No. Se quedará donde está. Y yo se lo agradezco. Así que, nosotros vamos a acampar. Este sitio puede ser tan bueno como cualquier otro. Nos instalaremos aquí.

—Si así lo ordenáis, bien está. Pero ella va acompañada por dos caballeros que podrían aconsejarle continuar el camino, sobre todo si el tiempo mejorase algo.

Mientras se desarrollaba la conversación, yo estaba asustado e impaciente por salir de aquel peligro, y me llenaba de angustia que la demora de Juana aumentara el riesgo de la expedición. Sin embargo, pensaba que ella sabía mejor que yo la conducta a seguir para bien de todos. En esto, el oficial prosiguió:

—Bueno. Si acaso inician la marcha, convendrá que permanezcamos en este lugar para interceptarles el paso.

—Eso estaría bien siempre que vinieran por este camino. Pero ¿y si adelantan exploradores y averiguan lo suficiente como para intentar el cruce del puente de madera? ¿Os parece dejarlo útil, como está?

Al oír las palabras de Juana, sentí escalofríos.

El oficial, lo pensó un momento, y contestó:

—No me parece mal enviar un pelotón para eliminar el puente. Había pensado tomarlo con todo mi escuadrón, pero ahora ya no es necesario.

Juana, con la mayor sangre fría, le sugirió:

—Si me concedéis vuestro permiso, yo mismo puedo ir a destruirlo.

En ese momento comprendí la maniobra y me alegré de su habilidad para inventar aquel ardid y mantener la cabeza fría en semejante encerrona. El oficial replicó:

—Hacedlo, capitán, y gracias. Si lo hacéis vos, quedará bien terminado el trabajo. Podría mandar a otro en vuestro lugar, pero no a otro que fuera mejor.

Luego saludó y nosotros continuamos hacia delante. Sólo entonces respiré a gusto. Varias veces me pareció escuchar el ruido de los caballos del verdadero capitán Raymond que nos perseguían, como consecuencia de la gran tensión soportada mientras duró la conversación anterior. Me fui tranquilizando, pero aún me temblaban las piernas, porque Juana se limitó a ordenar «Adelante», simplemente, lo cual indicaba que sólo podíamos cabalgar al paso. Al paso y peligrosamente, junto a una larga y borrosa columna de soldados enemigos que se encontraban a nuestro lado. El momento fue terrible, aunque, gracias a Dios, duró muy poco, pues cuando las trompetas enemigas dieron el toque de «¡Desmontar!» Juana ordenó marchar al trote, lo cual me supuso un gran alivio.

La Doncella lograba mantener siempre el dominio de sí misma, sin la menor vacilación. De haber emprendido el camino velozmente quizá hubiéramos despertado sospechas. A alguien se le pudo ocurrir pedirnos el santo y seña. Al ir despacio, en dirección al lugar asignado para nuestra acampada, nos dejaron paso libre, sin mayor inconveniente. Cuanto más avanzábamos, nos dábamos cuenta del poderío enemigo. Quizá no fueran más que un centenar o doscientos soldados, pero a mí me parecieron un millar. Una vez sobrepasamos al último de la columna, di gracias a Dios, y a medida que nos alejábamos de ellos y nos internábamos en la oscuridad protectora, mejor me sentía. Durante una hora me fui serenando cada vez más, hasta que alcanzamos el puente, aún intacto, momento en el que ya estaba completamente tranquilo. Lo cruzamos y después procedimos a destruirlo. Entonces experimenté… algo imposible de describir con palabras… Hay que sentirlo para darse cuenta de lo que supone un momento así.

Aterrorizados, esperábamos oír a nuestras espaldas el galope de las fuerzas perseguidoras, pues nos temíamos que el auténtico capitán Raymond llegaría a su campamento y confirmaría la sospecha de que, tal vez, la columna confundida con la suya, fuera la de la Doncella de Vaucouleurs. Pero conforme pasaba el tiempo, comprendimos que la tardanza resultaba ya excesiva y reconfortante, pues al reemprender la marcha una vez atravesado el río, al otro lado no se percibía otro ruido que el fragor de la tormenta.

Se me ocurrió decir que Juana había recibido un buen número de alabanzas destinadas al capitán Raymond, pero que, al contrario, el verdadero capitán no iba a recoger a cambio más que una rociada de insultos, que le arrojaría a la cara su comandante, fuera de sí al comprender lo que había sucedido.

Juana me dio la razón:

—Seguramente ocurrirá así, no hay duda. El comandante, al vernos, estaba seguro que éramos de los suyos, por eso nos dejó pasar y no solicitó la contraseña. Si no llego a sugerirle la necesidad de destruir el puente, no nos habría encargado esa tarea, sino que hubiera ordenado instalar el campamento sin más dilación. Ha cometido varios errores, y nadie está mejor dispuesto a reprochar culpas ajenas que el fracasado a causa de sus propias torpezas.

Al caballero Bertrand le divirtió mucho el desparpajo de Juana al tratar con el jefe enemigo, celebrando la facilidad con que engañó al comandante, a pesar de que no dijo nada falso. Al comprender esto, Juana quedó un poco avergonzada, por lo que hubo de explicar la situación:

—Me di cuenta de que él sólo se estaba engañando a sí mismo. Entonces, no quise mentirle, lo que hubiera sido una mala acción, pero utilizando la verdad, le confundí. Tal vez eso convierta la verdad en mentira, de modo que no he obrado bien, en todo caso. Ruego a Dios que me haga comprender si hice mal y le he ofendido.

Los demás la tranquilizaron, asegurándole que había obrado correctamente, ya que ante los riesgos que entraña la guerra, los recursos para burlar al adversario, ayudando la propia causa y perjudicando al enemigo, son admisibles. Sin embargo, Juana no se quedó tranquila y expresó la idea de que incluso cuando se lucha por una causa justa, se debía tomar la precaución de intentar primero, hasta el límite, los medios honrados.

Al oír esto, su hermano Juan hizo una observación:

—Recordarás, Juana, que saliste de casa con permiso para cuidar a la mujer de tío Laxart, pero nuestros padres ignoraban que irías a otro lugar mucho más lejano, llegando hasta Vaucouleurs, ¡ya ves!

—Sí, ahora me doy cuenta —respondió Juana pesarosa—, pero tampoco dije una mentira. Cierto que ya probé antes otros recursos sin éxito. No encontraba el medio de marcharme de casa, y ¡tenía que hacerlo! Mi misión lo exigía. Supongo que obré mal y se me puede echar en cara.

La sutilidad de matices de su argumento se nos escapaba. Si la hubiéramos conocido mejor entonces como unos meses después, habríamos comprendido el significado de sus palabras. Pero nunca alteraría la verdad para salvar su vida, ni en beneficio propio. Al contrario, siguiendo nuestra particular moral de guerra, nosotros no vacilaríamos en mentir o engañar siempre que fuera necesario para comprar la tranquilidad, la vida o conseguir ventaja en la lucha, por pequeña que resultara. Esa diferencia de motivación entre sus principios y los nuestros, no la valorábamos en aquel momento. Después, cuando todo pasó, nos dimos cuenta de que ella obedecía a algo superior, que la elevaba por encima de nuestros afanes humanos y la hacía más noble y más bella.

Más tarde, el viento se calmó, el granizo cesó y el frío fue suavizando su intensidad. Pero el camino se había convertido en un pantano y los caballos avanzaban muy despacio y con gran esfuerzo. Ya no podían más. Conforme pasaba el tiempo, la jornada se hacía más pesada, hasta el punto de que, agotados, acabamos por quedar dormidos en nuestra cabalgadura. Ni siquiera la presencia real del peligro a nuestro alrededor, en amenaza constante, logró mantenernos despiertos.

Aquella décima noche nos estaba resultando más larga que ninguna otra de las anteriores. Desde luego, sí era la de mayor dureza, puesto que acusábamos la acumulación de cansancio desde el principio y lo notábamos ahora como en ningún momento antes. Sin embargo, no tuvimos enemigos a la vista, ni nadie nos salió al paso. Al amanecer, delante de nosotros apareció un río que sabíamos era el Loira. Así, entramos en la ciudad de Gien, con la alegría de haber alcanzado tierra propia, dejando atrás la del enemigo. Aquella fue para nosotros una mañana alegre.

Por entonces, nos habíamos convertido en una tropa sucia, harapienta y desastrada. Pese a todo, como siempre, Juana era la más descansada de todos, en cuerpo y espíritu. Hicimos un promedio de treinta leguas cada noche, atravesando caminos angostos y peligrosos, lo cual suponía una marcha más que notable, mostrando lo que eran capaces de hacer unos hombres cuando están guiados por un jefe que sabe a dónde va y que está dotado de una resolución inquebrantable.

14

Durante una o dos horas descansamos en Gien, recuperando nuestras quebrantadas fuerzas. Para entonces, ya era conocida la noticia de que la Doncella enviada por Dios para liberar a Francia había llegado. La multitud se apiñaba junto a nuestro emplazamiento con el deseo de verla, así que decidimos acampar en algún lugar más tranquilo. Continuamos el camino hasta alcanzar una pequeña aldea llamada Fierbois.

Desde allí, nos encontrábamos a seis leguas de la Corte y del Rey, que estaba refugiado en el castillo de Chinon. Juana me dictó enseguida una carta destinada al Delfín. En ella explicaba que había recorrido ciento cincuenta leguas para comunicarle buenas noticias, por lo que solicitaba el honor de hacérselas llegar personalmente. Añadía que, si bien nunca tuvo la oportunidad de verle, podría reconocerle y descubrirle, aunque se ocultara bajo cualquier tipo de disfraz.

 

Los dos caballeros partieron inmediatamente, a caballo, para entregar la carta al Rey. El resto de la tropa tuvo la oportunidad de dormir toda la tarde, de modo que después de cenar nos sentíamos bastante más descansados, pero en especial el pequeño grupo de jóvenes de Domrémy. Nos alojábamos en la confortable taberna del pueblo y, por vez primera en diez días increíblemente largos, nos sentíamos libres de amenazas y temores, de penas y trabajos extenuantes.

El Paladín recobró de repente su pintoresca personalidad y andaba fanfarroneando de un lado para otro, convertido en un verdadero monumento a la autocomplacencia. Al oírlo, Noel Rainguesson, afirmó con énfasis:

—Me parece que ha sido extraordinaria la forma en que nos ha conducido hasta aquí.

—¿Quién? —preguntó Juan.

—¿Cómo que quién? ¿Es que puede ser otro que el Paladín?

El aludido se hizo el desentendido.

—¿Y qué ha tenido él que ver con esto? —preguntó Pedro de Arco.

—Pues todo. Sólo la gran confianza que puso Juana en su intuición le ha permitido a ella mantener el ánimo elevado. Podía confiar en nuestro valor y en el suyo propio, pero la intuición es el elemento decisivo en una guerra, al fin y al cabo. La intuición es la más escasa y sublime de las cualidades y el Paladín posee más que cualquier otro hombre de Francia… aún más, tal vez, que cualquier hombre que tenga de sesenta años para abajo en Francia.

Harto de oírlo, el Paladín intervino:

—Venga, Noel Rainguesson, ¿por qué no empiezas a burlarte de ti mismo? Y, además, podrías enrollarte la lengua al cuello y pegar la punta en la oreja. Así evitarías más de un tropiezo.

Pedro continuaba con sus razonamientos:

—Pues a mí no me parece que el Paladín haya mostrado más capacidad intuitiva que cualquiera de nosotros. La intuición exige inteligencia, y él no es más inteligente que los demás. Al menos eso me parece.

—No —intervino Noel—, en eso os equivocáis. La intuición nada tiene que ver con el cerebro. Al revés, el cerebro puede resultar un obstáculo para aquélla, que no razona, sino que siente. Hasta el punto de que la intuición perfecta supone carencia de cerebro. La intuición es una cualidad radicada en el corazón, solamente en el corazón, pero se manifiesta en nosotros a través del sentimiento. Y esto se comprende porque, si fuera una cualidad de la inteligencia, tan sólo serviría para percibir el peligro cuando se acerca, mientras que…

—Escuchadle, ¡no para de decir insensateces este condenado idiota! —rezongó el Paladín.

—… mientras que, siendo como es una cualidad del corazón y puesto que procede del sentimiento y no de la inteligencia, su alcance resulta, proporcionalmente, más amplio y sublime, al permitirle adivinar y evitar peligros antes de que sucedan. Por ejemplo, seguramente recordaréis aquella noche de la niebla, cuando el Paladín confundió las orejas de su caballo por lanzas enemigas, intuyendo un ataque de modo que echó pie a tierra y se encaramó a un árbol…

—¡Eso es mentira! Una mentira sin pizca de fundamento, y os advierto a todos que os libréis de dar crédito a las maliciosas invenciones de este achacoso fabricante de mentiras, empeñado desde hace años en destruir mi buena fama y que no dudaría en arruinar las vuestras después. Descabalgué para ajustar la cincha de la silla de montar. ¡Que me muera aquí mismo si no es verdad! El que quiera, puede creerlo y el que no, allá él.

—Vamos, ya veis su carácter —continuó Noel—, no sabe discutir de ningún tema con serenidad, enseguida se pica y se pone desagradable. Daos cuenta de la mala memoria que tiene. Reconoce haber desmontado de su caballo, pero olvida todo lo demás, hasta el episodio del árbol. Pero, en fin, es natural. Recuerda que echó pie a tierra porque lo hace con tanta frecuencia… Es lo mismo que ha hecho siempre al oír alarma o escuchar el ruido de armas delante de él.

—¿Y por qué elegía esos momentos? —preguntó Juan.

—Pues no lo sé. Para apretar la cincha de su montura, según dice él. Para trepar a un árbol, según yo. Creo haberle visto escalar nueve árboles en una sola noche.

—¡No has visto nada de eso! Pero… una persona capaz de mentir de ese modo, no merece el menor respeto de nadie. Contestadme, por favor. ¿Es que vais a creer las falsedades de esta serpiente?

Los presentes parecían desconcertados, y solamente Pedro respondió con aire vacilante:

—Yo… bueno… la verdad es que no sé qué decir. Es una cuestión delicada. Resulta difícil negarse a creer a una persona que afirma algo tan directamente y, sin embargo, aun a riesgo de ser maleducado, pienso que no puedo creérmelo todo… No, no me puedo creer que Paladín escalara nueve árboles.

—¡Lo ves! —exclamó el Paladín—. Y ahora, ¿qué piensas de tus mentiras, Noel Rainguesson? ¿Cuántos árboles crees que escalé, Pedro?

—… Pues… tal vez que serían sólo ocho.

Las carcajadas que siguieron, provocaron la ira del Paladín, quien amenazó:

—Ya me llegará a mí el turno… ya me llegará… ¡Os aguardo, entonces, a todos, os lo aseguro!

—Por favor, no le provoquéis. Es un verdadero león cuando se desencadena. He visto lo suficiente como para saberlo, después de la tercera escaramuza. En cuanto se acabó el ataque, le vi salir de donde estaba escondido, tras los arbustos y atacar a un enemigo muerto con una sola mano.

—Eso es otra mentira. Y te advierto como amigo, que estás abusando demasiado. Como sigas así, verás cómo ataco a un vivo, si no andas con cuidado.

Noel Rainguesson no se arredró por eso:

—Te refieres a mí, claro. Pues eso me ofende mucho más que mil injurias o maledicencias. La ingratitud hacia tu benefactor…

—¿Tú mi benefactor? ¿Qué te debo yo a ti? Me gustaría saberlo.

—Me debes la vida. Aguanté entre los árboles y el enemigo, y mantuve a raya centenares y millares de soldados que deseaban tu sangre. Y no lo hice como demostración de mi valor, sino porque te quiero y no podría vivir sin tu compañía.

—Bueno, ¡ya has hablado suficiente! No voy a estarme aquí escuchando infamias. Soy capaz de aguantar tus mentiras, pero no tu afecto. Guárdate ese truco para alguien que tenga el estómago menos delicado que el mío. Pero antes de irme, quisiera aclarar algo: Quizá vuestras pequeñas aportaciones os parecerán grandes gestas merecedoras de gloria. Yo, en cambio, he silenciado mis hechos en el transcurso de la marcha. Siempre me situé en cabeza, donde la lucha era más encarnizada, para alejarme de vosotros con el fin de que no pudierais verme y así no os desmoralizaría el contemplar el ímpetu con que atacaba al enemigo. Pensaba ocultar estas cosas, pero me obligáis a descubrirlas. Si queréis testigos de mis hazañas… lo siento, yacen muertos allá, en el camino que hemos recorrido. Las sendas tenían demasiado barro y quise pavimentarlas con cadáveres. El campo me parecía estéril, y lo fertilicé con sangre. Una y otra vez, se me ordenaba retroceder a retaguardia, pues la columna no podría continuar si yo moría. ¡Y todavía vosotros, incrédulos, me acusáis de trepar a los árboles! ¡Qué vergüenza!

Y dicho esto, salió a grandes zancadas con aire orgulloso, puesto que el relato de sus imaginarias hazañas le había reconfortado, haciéndole sentirse más animado.

Al día siguiente, partimos en dirección a Chinon. Orleáns quedaba situado a nuestra espalda, muy cerca y ya bajo la garra del inglés. Pronto, con la ayuda de Dios, nos dirigiríamos hacia allí y la rescataríamos. Desde Gien había llegado hasta Orleáns la noticia de que la campesina, llamada Doncella de Vaucouleurs, se encontraba en camino, siguiendo la misión encomendada por Dios, para conseguir levantar el asedio de los ingleses. Estas nuevas despertaron gran excitación e hicieron renacer las esperanzas, el primer atisbo de ilusión que aquellas pobres gentes vislumbraban en los últimos cinco meses. Rápidamente, hicieron llegar mensajeros al Rey para rogarle que favoreciera el proyecto y no desperdiciase irresponsablemente la ayuda que se le brindaba. Los emisarios ya estaban en aquellos momentos en la Corte de Chinon.

Cuando nos encontrábamos a mitad de camino hacia ese lugar, nos salió al paso un escuadrón de tropas enemigas. Surgieron repentinamente de la espesura en número considerable. Pero se enfrentaron con algo que no esperaban. Ya no éramos los novatos de diez días antes. La marcha nos había acostumbrado a este tipo de escaramuzas. No sentimos miedo ni temblaron las espadas en nuestras manos. Habíamos aprendido a mantenernos en orden de combate, siempre alerta y en posición, dispuestos a afrontar cualquier eventualidad que pudiera surgir. Tampoco nos asustábamos al ver el ejemplo de nuestro jefe, que se encaró al enemigo. Antes de que ellos reaccionaran y tomaran medidas para el ataque, Juana había dado la orden de ¡Adelante! y así nos lanzamos sobre ellos en poderosa embestida. No quisieron correr riesgos. Volvieron grupas y se dispersaron, cargando nosotros contra los fugitivos como si fueran espantapájaros. Esa fue nuestra última acción de guerra en la marcha hacia el encuentro con el Rey. Quizá pudo haber sido tramada por el redomado traidor, ministro del Rey y su favorito, De la Tremouille.

Al llegar a nuestro destino, estuvimos alojados en una posada, que no tardó en llenarse con la multitud venida de la ciudad para ver a la Doncella. Comenzamos a sufrir las molestias de esperar al Rey y aguantar la insistencia de las gentes. Más tarde, llegaron nuestros dos buenos caballeros, cansados y con la paciencia agotada, y nos dieron su informe de la situación en la corte. Tanto los caballeros como nosotros, permanecimos respetuosamente en pie ante Juana, tal como debe hacerse con personas de autoridad delegada por el Rey. Ella, incómoda por esta muestra de sumisión, nos rogó tomar asiento. El caballero de Metz habló:

—El Rey ha recibido nuestra carta, pero no nos ha permitido hablar con él.

—¿Quién os lo ha prohibido? —preguntó Juana.

—Nadie lo prohíbe, pero sabemos que alrededor del Rey se mueven tres o cuatro personajes, los más próximos a él —todos conspiradores y traidores—, que pusieron obstáculos, intentando por diversos medios, mentiras y engaños, aplazar el encuentro. El peor de ellos es George de la Tremouille y el hábil conspirador, el Arzobispo de Reims. Mientras mantienen al Rey sin hacer nada, dedicado a sus deportes y manías, se sienten importantes y poderosos. Pero, al contrario, si el Rey hiciera valer sus derechos, mostrándose dispuesto a luchar en defensa de su corona y de su país como un hombre, entonces el dominio de tales individuos se acabaría. De modo que estos sujetos sólo se preocupan de prosperar ellos y nos les importa nada si el trono y el Rey caminan hacia su ruina total.

—¿Habéis hablado con otras personas, aparte de ellos? —quiso saber Juana.

—No. Dentro de la corte, no. Es una corte esclava humilde de esos indeseables. Todos observan lo que dicen y hacen, para secundarles servilmente. De modo que se mostraron fríos con nosotros, y procuraron rehuirnos en cuanto aparecimos. Sólo hemos hablado con los delegados de Orleáns. Afirman con alarma y extrañeza: «Es increíble ver a alguien acosado y en apuros, que ante una situación tan desesperada como la del Rey, pueda dedicarse a holgazanear despreocupadamente, y contemplar cómo su reino se reduce a escombros sin levantar un dedo para impedir el desastre. ¡Qué lamentable espectáculo! Y así vive el Rey, encerrado en este minúsculo rincón de su país como una rata en su ratonera. Todo un monarca de Francia se esconde en la enorme y sombría tumba de este castillo de tapicerías rotas y apolilladas y muebles carcomidos. Es la viva imagen de la desolación, con cuarenta francos en su tesorería, ni un ochavo más… ¡Dios es testigo!

»Ni un ejército, ni la menor sombra de él. Y en contraste con esta miserable pobreza, se puede ver a ese débil sin corona y a su corte de necios y favoritos, ataviados con las sedas y terciopelos más ostentosos que existen en cualquiera otra corte de la Cristiandad. Y, además, él es consciente de que cuando Orleáns caiga —como caerá seguramente, como no lleguen socorros urgentemente— toda Francia caerá también. Sabe que, llegado ese día, se convertirá en forajido y fugitivo, y que detrás de él ondeará la bandera de Inglaterra sin que nadie la desafíe, sobre cada legua en toda la nación. Él sabe estas cosas. Y también sabe que nuestra leal ciudad de Orleáns pelea sola y abandonada en su desgracia y debilidad, que no tiene más que su espada como única arma capaz de impedir la consumación de la tragedia. Bien, pues a pesar de todo, no hará ni un sólo gesto para salvar a Francia, no escuchará nuestros ruegos, ni siquiera nos mirará a la cara». Esto es lo que dicen los emisarios de Orleáns, verdaderamente desesperados.

 

Juana, respondió con voz emocionada:

—Desde luego, comparto su pena, pero no deben desesperar en sus esfuerzos. El Delfín los escuchará por fin. Decídselo así.

Casi siempre llamaba Delfín al Rey, puesto que, para ella, al no haber sido coronado, todavía no era el Rey.

—Así lo diremos. Les alegrará, porque ellos están convencidos de que os envía Dios. Sin embargo, el Arzobispo y sus asociados han dado su apoyo a un veterano guerrero, Raúl de Gaucourt, Gran Maestre de Palacio, un soldado valiente, pero sin inteligencia suficiente ni capacidad para una acción de cierta envergadura. Este hombre no admite que una muchacha campesina, sostenga una espada en su pequeña mano, y consiga victorias allí donde los más experimentados genérales de Francia sólo han cosechado derrotas en los últimos cincuenta años. Así que, endereza sus encanecidos mostachos y se burla.

Al oír esto, Juana contestó:

—Cuando es Dios el que lucha, importa poco si la mano que empuña la espada es grande o pequeña. Ya se dará cuenta de esto a su debido tiempo. ¿Y no hay nadie en ese Castillo de Chinon que esté de nuestra parte?

—Sí. La suegra del Rey, Yolanda, Reina de Sicilia, que es una mujer razonable y buena. Ella es la que habló con el caballero Bertrand.

Al oír su nombre, el buen caballero intervino:

—Nos ayuda mucho, y detesta id grupo de los que tienen sorbido el seso al Rey. Se interesó por nosotros y me hizo mil preguntas, a las que respondí como pude. Luego estuvo reflexionando sobre mis palabras, hasta un punto que me pareció perdida en un sueño del que no despertaría pronto. Pero no fue así.

Al cabo de un rato, dijo lentamente, como hablando consigo misma: «Una niña de 17 años… una chiquilla educada en el campo, sin cultura… ignorante en las cosas de la guerra, ajena al uso de las armas, que no sabe dirigir batallas, humilde, amable, tímida… y que, pese a todo, arroja su cayado de pastora, se reviste de armadura, lucha sin cesar atravesando ciento cincuenta leguas de territorio enemigo, sin perder nunca el ánimo y la esperanza, sin demostrar miedo en ningún momento… pues esa chica —para la que un Rey debe ser algo terrible y tremendo— se pone en pie ante el nuestro, y le dice: “¡No temáis, Dios me ha enviado para salvaros!”. Pero ¿de dónde puede venir semejante valor y una fe tan sublime como ésta, sino del mismo Dios?». Quedó un momento en silencio, como reflexionando, y después continuó: «Y la envíe Dios o no, lleva en su corazón una fuerza que la eleva por encima de todos los demás hombres de Francia, tiene dentro de sí ese misterioso impulso que infunde ánimos a los soldados y convierte manadas de cobardes en ejércitos valerosos que olvidan el miedo cuando la persona está presente. Bravos luchadores que van a la batalla con alegría en los ojos y canciones en sus labios y arrasan al enemigo como una tempestad. ¡Ese es el espíritu capaz de salvar a Francia! ¡Ese y nada más que ése! ¡Venga de donde venga! Y tal espíritu se encuentra en el interior de esa niña, lo creo con toda certeza. Si no, ¿qué otra cosa podría haber impulsado a una muchachita a emprender esa durísima y larga marcha, haciéndole superar tantos peligros y fatigas? El Rey debería verla cara a cara… ¡y lo hará!».

Me despidió con estas palabras alentadoras y estoy seguro de que cumplirá su promesa. Es seguro que los conspiradores pondrán cuantos obstáculos puedan, pero, al fin, aceptará recibiros.

—¡Ojalá fuera Juana nuestro Rey! —exclamó el otro caballero con entusiasmo—. Hay pocas esperanzas de que éste permita que le arranquen de su letargo. Ha perdido por completo la ilusión y sólo desea arrojar por la borda sus responsabilidades y escapar a algún país extranjero. Los emisarios de Orleáns hablan de un maleficio que pesa sobre él y le convierte en un sentenciado… Sí, al parecer, existe algún misterio que no logran descubrir…

—Yo conozco ese misterio —afirmó Juana con serenidad—. Yo lo conozco y él también, pero nadie más, sino sólo Dios. Cuando lo vea le contaré un secreto que alejará de su espíritu los temores y entonces renacerá la esperanza y de nuevo mantendrá erguida su cabeza.

Me sentía impaciente por la curiosidad de conocer el secreto, pero Juana guardó silencio y perdí la esperanza en que lo revelase. Es cierto que no era más que una niña, pero nunca fue indiscreta ni hablaba de cosas importantes a personas vulgares. No, se mostraba reservada y guardaba sus ideas en el interior, como suelen hacer siempre los personajes de auténtico valor.

Al día siguiente, la Reina Yolanda consiguió derrotar a los acaparadores de la voluntad real, puesto que a pesar de sus protestas e impedimentos, logró la audiencia solicitada por los dos caballeros, que, como es de suponer la aprovecharon al máximo en favor de su misión. Le contaron al Rey cómo se comportaba Juana, refiriéndose a la dulzura de su carácter, a su conducta intachable, a lo grande y noble que era su espíritu, y le rogaron con ardor que confiara en ella y tuviera fe en que había sido enviada para salvar a Francia. Luego, le suplicaron que consintiera en verla.

El Rey se mostró partidario de acceder a su petición, y les prometió que no olvidaría el caso, pero que debía consultarlo con su Consejo, antes de tomar una decisión. Estas palabras les resultaron alentadoras, y en el grupo de Juana se recibieron con júbilo.

Dos horas más tarde, se produjo gran movimiento en el piso de abajo de la hostería donde se alojaban los viajeros. El posadero llegó a toda prisa, informando que una comisión de ilustres eclesiásticos venían de parte del Rey para hablar con la Doncella de Vaucouleurs. El hombre apareció excitado por aquel honor que se la hacía a su humilde posada… aquellos personajes… ¡y nada menos que en nombre del Rey…! Después, voló escaleras abajo y entró en la habitación, caminando de espaldas, inclinándose hasta el suelo a cada paso, frente a cuatro imponentes y austeros obispos acompañados por su séquito de servidores.

Juana se levantó, y todos nosotros la imitamos. Los obispos tomaron asiento y, por unos momentos, nadie pronunció palabra, ya que les correspondía a ellos hablar primero, y se quedaron como mudos al ver lo joven que era la persona que estaba despertando semejante revolución. Luego, al reaccionar, uno de ellos informó a Juana que estaban enterados de que era portadora de un mensaje destinado al Rey, de modo que le ordenaban ahora que se lo trasmitiese de palabra, brevemente y sin pérdida de tiempo ni confusiones de lenguaje.

Al oír aquello, apenas pude disimular mi alegría: ¡nuestro mensaje iba a llegar al Rey, por fin! La misma actitud de orgullo y de júbilo podía leerse en el rostro de los caballeros y de los hermanos de Juana. Además, yo estaba casi seguro de que todos estaban rezando —como yo— para que Juana no se dejara impresionar por la presencia de tan altos dignatarios, y su lengua no quedara trabada, al contrario, que expresara bien su mensaje, sin titubeos ni vacilaciones, de modo que produjese en ellos una favorable impresión, detalle fundamental para el éxito de la empresa.

Pero ¡oh, Dios mío! ¡Cómo íbamos a suponer lo que sucedió entonces! Quedamos aterrados al escuchar sus palabras. Situada de pie, con la cabeza inclinada y las manos cruzadas delante, en la actitud de respeto que siempre adoptaba hacia los representantes consagrados a Dios, cuando el obispo terminó de hablar, ella levantó la cabeza y dirigió la vista con serenidad a los dignatarios, sin mostrar mayor cortedad que si hubiera sido una princesa y, después, con sencillez en los gestos y suavidad en la voz, dijo: