Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Mis Voces me lo han advertido, y es cierto. Hoy se ha perdido una batalla y hacéis mal en retenerme aquí inactiva.

El gobernador, nervioso, paseó de un lado a otro, sin rumbo, hablando para sí y dejando oír a veces fuertes juramentos, hasta que, por fin, exclamó:

—Escuchadme. ¡Id en paz y aguardemos! Si resulta cierto lo que anunciáis, os daré una carta y os enviaré al Rey. Pero no lo haré si esto no fuera así.

Juana respondió con redoblado fervor:

—¡Alabado sea Dios! porque estos días de espera casi han llegado a su fin. Dentro de nueve días, me daréis esa carta.

Para entonces, la buena gente de Vaucoleurs la había provisto de un caballo y la armaron y equiparon como si fuera un soldado. Sin embargo, no tuvo tiempo de probar el caballo y ver si podría montarlo, ya que su ocupación fundamental era permanecer en su puesto, elevar el espíritu y las esperanzas de todos los que acudían a hablar con ella y prepararles a que colaboraran en la tarea de rescatar y recuperar las buenas costumbres del reino. Esta actividad ocupaba todas las energías desplegadas durante la jornada. Pero no había mayor problema, puesto que era capaz de aprender cualquier cosa en el más breve plazo de tiempo, además. Su caballo no tardó en ser el primer testigo de su portentosa capacidad de asimilación. Mientras tanto, los hermanos de Juana y yo sí tomábamos lecciones de montar a caballo y practicábamos el manejo de la espada y de otras armas.

El día 20 de febrero, Juana ordenó a su pequeño ejército —los dos caballeros, sus dos hermanos y yo— que asistiéramos a un consejo privado sobre las próximas operaciones. Bueno, en realidad aquello no era un consejo, puesto que ella no nos consultaba nada, sino que nos impartía órdenes, sencillamente. Marcó en un mapa la ruta que pensaba seguir durante la marcha a la Corte del Rey, y lo hizo con la seguridad de una persona con profundos conocimientos de geografía. Además, el itinerario de las distintas jornadas estaba ideado de tal forma que se evitaban, aquí y allí, las zonas más peligrosas ante los movimientos laterales de flanco del enemigo, demostrando así que manejaba la geografía militar y política tan exactamente como la física.

Y, no obstante, Juana nunca había ido a la escuela, ni recibido ningún tipo de formación en toda su vida. Yo estaba admirado al comprobar los conocimientos de que disponía Juana. Me quedé muy sorprendido, aunque pensé que, seguramente, sus Voces le habrían proporcionado esa increíble sabiduría. Pero al reflexionar, después, me di cuenta de que no era eso. Al mencionar Juana en sus conversaciones datos que le habían revelado distintas personas, recordé que muchas veces preguntaba cosas, con gran habilidad y diligencia, a la multitud de forasteros que la visitaban, de los cuales había obtenido su amplio repertorio de valiosas informaciones. Los dos caballeros se encontraban asombrados ante la sagacidad y el buen sentido que estaba demostrando Juana, cuidando hasta los menores detalles.

Nos ordenó que nos preparáramos a viajar de noche y dormir durante el día en lugares ocultos, ya que la mayor parte del trayecto, que habría de ser largo, iba a transcurrir a través de territorio dominado por el enemigo. También insistió en que no reveláramos a nadie la fecha de nuestra partida, con el fin de pasar inadvertidos. De no hacerlo así, la gente del pueblo acudiría a despedirnos con gran entusiasmo y fiesta, lo cual pondría en guardia al enemigo que permanecería al acecho, dispuesto a capturarnos en algún lugar propicio. Para terminar, Juana dio sus últimas instrucciones:

—Ya sólo nos falta comunicaros la fecha de la partida, dé forma que os de tiempo a preparar todo lo necesario y no dejéis ningún detalle para hacerlo, de prisa y mal, a última hora. Iniciaremos la marcha el próximo día 23, a las once de la noche.

Después se despidió de nosotros. Los dos caballeros parecían impresionados y turbados. El señor de Poulengy no pudo ocultar sus temores:

—Aun suponiendo que el gobernador nos concediese escolta y carta de presentación al Rey, es posible que esto no ocurra en la fecha que nos ha señalado Juana. ¿Cómo se arriesga a fijarla de modo tan preciso? Es muy aventurado elegir día y hora en una situación tan incierta como la que nos encontramos.

Entonces, intervine yo:

—Creo que si nos ha marcado el día 23, podemos confiar en ella. Las Voces se lo habrán indicado. Al menos eso pienso. Haremos mejor obedeciendo sus órdenes.

Y obedecimos.

En vista de las circunstancias, los padres de Juana fueron avisados para que acudieran a despedirse de su hija antes del día 23. Por razones de elemental prudencia, no se les comunicó el porqué de esta fecha.

En el transcurso de ese día 23, la joven observaba con impaciencia los nuevos grupos de forasteros que venían a visitarla, y no descubría a sus padres entre ellos. Fueron pasando las horas, y no aparecieron. Aun así, no desesperaba, y seguía aguardando pacientemente. Cuando, finalmente, llegó la noche, perdió las esperanzas de ver a sus padres y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos. Pese a todo, consiguió rehacerse y se consoló, diciendo:

—Seguramente, había de ser así. Es la voluntad del Cielo. Debo aceptarla y lo haré.

El señor de Metz, para aliviar su pena, le dijo:

—Pero el gobernador todavía no ha enviado noticias, puede ser que lleguemos a mañana sin…

Juana le interrumpió su frase:

—No os preocupéis. Iniciaremos nuestro viaje a las once de esta noche.

Y así fue. A las diez apareció el gobernador rodeado por su guardia y los portadores de antorchas. Allí mismo les hizo entrega de la escolta de hombres armados, además de caballos y equipos de campaña para los hermanos de Juana y para mí, y a ella le confió una carta suya de presentación al Rey. Después tomó una espada y la ciñó a la cintura de la joven con sus propias manos, diciendo:

—Habéis dicho la verdad, niña. La batalla se perdió el mismo día que vos dijisteis. Así que yo he mantenido mi palabra.

Ahora, marchad, y que sea lo que Dios quiera.

Juana le dio las gracias por su ayuda, y, sin más palabras, el gobernador abandonó el lugar.

La batalla perdida a la que se refirió Juana, fue el famoso desastre conocido históricamente como la batalla de los Arenques.

Las luces de la casa donde nos encontrábamos se apagaron al mismo tiempo y, poco después, cuando las calles quedaron a oscuras y tranquilas, nos deslizamos furtivamente hacia las afueras saliendo por la puerta sur, y nos pusimos a cabalgar hacia nuestro destino con trote rápido.

12

En total formaban nuestro grupo 25 hombres fuertes y bien equipados. Caminábamos en columna de a dos, con Juana y sus hermanos situados en el centro, para mayor seguridad, mientras Juan de Metz marchaba en cabeza y Bertrand de Poulengy en retaguardia. Los dos caballeros se colocaron de esta forma para impedir posibles deserciones, al menos mientras nos encontráramos en zona francesa. Más tarde, al entrar en territorio enemigo, nadie se atrevería a desertar. Al cabo de un rato, se empezaron a oír lamentos, gritos y maldiciones que procedían de varios puntos de nuestra columna. Después de hechas las oportunas averiguaciones, resultó que se trataba de algunos de nuestros hombres, alrededor de cinco o seis, pobres campesinos que nunca habían montado a caballo y se mantenían en las sillas con gran dificultad. Y, además, con el trote, comenzaban a sufrir agudos dolores. Fueron enrolados por el gobernador a última hora y a la fuerza, con el fin de completar la lista de hombres destinados a esta operación.

Los soldados veteranos se intercalaron con los novatos y se les dieron instrucciones para que les ayudaran a mantenerse en la silla, o los mataran si intentaban desertar. Los pobres diablos permanecieron en silencio todo el tiempo que les fue posible, pero las molestias se agudizaron a tal punto, que se pusieron a quejarse a voz en grito. Para entonces ya nos encontrábamos en territorio enemigo, de modo que era imposible que nos detuviéramos a ayudarles. Era necesario proseguir la marcha, aunque Juana, compadecida de su sufrimiento, les dijo que si preferían correr el riesgo, podían abandonar la columna. Lo cierto es que decidieron continuar con nosotros. Aminoramos el ritmo y nos movimos con mayor lentitud y cautela, advirtiendo a los hombres que se guardaran sus quejas dentro, y no pusieran en peligro la misión con tantos gritos y lamentos.

Al amanecer, cabalgamos en dirección a un espeso bosque, donde nos refugiamos para dormir, cosa que hicimos en pocos segundos, exceptuando a los centinelas. A pesar del suelo frío y del helado aire no me desperté hasta el mediodía. Salí de un sueño tan profundo y opresivo, que al principio, con los sentidos embotados, no recordaba dónde me encontraba ni qué me había sucedido. Poco a poco, mi mente se fue aclarando y lo recordé todo. Mientras permanecía tumbado, reflexionando en torno a los extraños sucesos de los últimos meses, me sorprendí al comprobar que una de las profecías de Juana no se había cumplido. En efecto, ¿dónde estaban nuestros amigos Noel y Paladín, que según predijo deberían haberse unido a nosotros «a la hora once»? Y es que, para entonces, ¿sabéis?, ya me había acostumbrado a que todas las afirmaciones de Juana fueran verdad.

Así pues, un poco molesto y confuso por estos pensamientos, abrí los ojos. Bueno, pues allí pude ver a Paladín ¡reclinado contra un árbol y mirándome fijamente! La verdad es que, con cierta frecuencia, suele ocurrir que al pensar en una persona o referirnos a ella, aparece ante la vista, aunque no podamos imaginar que estuviera tan cerca.

Pues allí se encontraba el Paladín, observando cómo dormía y a la espera de que me despertara. Me alegró mucho verle, y me lancé hacia él, apretando su mano, al mismo tiempo que nos alejamos unos pasos. Al comprobar que renqueaba como un lisiado, le ayudé a sentarse y le pregunté:

 

—Bueno, ¿de dónde has salido? ¿Cómo has venido a parar aquí? ¿Qué haces vestido de soldado? Cuéntamelo todo.

Sin hacerse rogar, me contestó:

—He caminado con vosotros desde la noche pasada.

¡Cómo! —exclamé yo, mientras pensaba: «la profecía de Juana no ha fallado. Al menos, ya se ha cumplido la mitad de ella».

—Pues sí, lo hice. Abandoné a toda prisa Domrémy con la idea de unirme a vosotros y por poco llego tarde. En realidad, llegué tarde, pero le insistí de tal modo al gobernador, que éste, conmovido por mi valor y mi entusiasmo en favor de la causa de mi país —al menos esas fueron sus palabras— cedió y me autorizó a venir.

En mi interior, pensé: «todo esto es falso. Paladín es uno de los seis campesinos reclutados a la fuerza y a última hora. Estoy seguro, porque la profecía de Juana anunciaba que se nos uniría “en la hora once”, pero no por su propia voluntad». Después, y en voz alta, le dije:

—Me alegra que hayas venido. La nuestra es una causa noble y, en los tiempos que corren, un hombre no debe quedarse cómodamente instalado junto al hogar.

—¡Sentado en el hogar! Para mí eso sería tan difícil como lo es al trueno permanecer oculto entre las nubes cuando la tormenta le reclama.

—Eso es una hermosa frase. Suena a cosa tuya.

Mis palabras le gustaron.

—Me alegra que me conozcáis. Hay gente que todavía no me conoce. Pero lo harán, de ahora en adelante. Me conocerán bien, antes de que yo acabe con esta guerra.

—Estoy seguro —respondí—. Creo que por donde el peligro salga a tu encuentro, allí te distinguirás.

Paladín quedó encantado con mis palabras y se infló como un pavo.

—Si yo me conozco bien —y creo que sí—, mis hazañas en esta guerra os darán ocasión más de una vez para recordar estas promesas mías.

—Sería necio ponerlas en duda. Estoy convencido.

—Y eso que nunca podré desarrollar toda mi capacidad de acuerdo con mis facultades, puesto que soy un simple soldado raso, sin más. Pero, aun así, este país oirá hablar de mí. Otra cosa ocurriría si yo ocupara el puesto que me corresponde. Es decir, si estuviera en el lugar de un La Hire, o de Santrailles, o del mismo Bastardo de Orleáns… en ese caso… bueno, prefiero no decir nada… Ya sabes que no soy de los que les gusta hablar, como Noel Rainguesson y los de su calaña, gracias a Dios. Pero supondrá un hito histórico, algo desconocido para el mundo, que la fama de las hazañas de un soldado raso sobrepasen con mucho la de esos personajes, y que la gloria de sus nombres quede oscurecida con mi fulgor.

—Calla, calla… veamos, amigo —contesté—, ¿sabes que has descubierto una idea genial? ¿Te das cuenta de la inmensidad de la acción que te propones realizar? Porque, mira, al fin y al cabo, llegar a ser un general famoso… ¿qué es eso? Pues nada… La historia está llena de tales personas. Es imposible retenerlos a todos en la memoria, de tantos como hay. Pero, en cambio, un soldado raso que alcance la fama suprema, la más alta gloria… ¡Ah, resultaría un caso único! ¡Sería algo así como la lima brillante un cielo sembrado de pequeñas estrellas, como si fueran simples granos de mostaza! ¡Su memoria sobreviviría a la raza humana! Por favor, amigo mío, ¿quién te ha inspirado semejante idea?

El Paladín pareció a punto de estallar de gozo, pero logró disimular sus sentimientos a duras penas. Declinó el cumplido con sencillez, haciendo un gesto indiferente con la mano y, con cierta condescendencia, respondió:

—En realidad, no tiene tanta importancia. Suelo tener ese tipo de ideas con frecuencia, y aun otras todavía más brillantes. Esta no me parece nada del otro mundo.

—Me dejas asombrado —continué yo—, porque a mí me parece extraordinaria. ¿De modo que la ocurrencia ha sido realmente tuya?

—Absolutamente. Y tengo muchas más en el lugar de donde proceden todas —afirmó tocándose la frente con el dedo, y desplazando su casco sobre la oreja derecha, en gesto de propia satisfacción—. Yo no necesito que nadie me preste ideas, como le ocurre a Noel Rainguesson.

Al oír el nombre de nuestro amigo, le pregunté:

—Y, hablando de Noel, ¿cuándo le viste por última vez?

—Pues hace sólo un rato. Está durmiendo más allá, como un lirón. Cabalgó toda la noche pasada con nosotros.

Al escuchar esto, sentí que el corazón me saltaba. Me dije: «Ahora ya estoy tranquilo y satisfecho. Nunca volveré a dudar de las profecías de Juana». Después, hablé en voz alta:

—Eso me alegra mucho. Me hace sentirme orgulloso de nuestra aldea. Ya veo que nuestros corazones de león no pueden aguantar refugiados en la tranquilidad de las casas, en estos momentos difíciles…

—Pero ¿cómo? ¿Corazón de león? ¿Quién?… ¿Ese elemento? Pero, vamos, si se humilló como un perrito rogando que lo dejasen en paz… Lloró y protestó pidiendo marcharse con su madre… ¡Ese, un corazón de león! ¿Ese escarabajo?

—Pues qué raro… —argumenté yo—, supuse que se habría presentado como voluntario, naturalmente… ¿es que no fue así?

—¡Ah, sí! Fue tan voluntario como el reo va hacia el verdugo… ¡Vamos!… pero si cuando vio que yo salía de Domrémy para alistarme, quiso venir conmigo, bajo mi protección, porque le gustaba ver a la multitud emocionada y gritando. Al ver desfilar a los soldados a la luz de las antorchas, fuimos todos muy emocionados a ver el espectáculo fuera del castillo del gobernador, y entonces, sus guardias lo agarraron a la fuerza. El pobre diablo gritaba pidiendo que le dejaran marchar y, al ver cómo sufría, intercedí por él, rogando que me permitieran a mí ir en su lugar. El gobernador atendió mis súplicas, pero decidió no soltar a Noel, indignado por su cobardía, al verle llorar como un niño… Con esas trazas… mucho va a ayudar al servicio del Rey… ya lo comprobaréis pronto… comerá como seis y correrá hacia atrás como diez y seis… ¡Odio a los mequetrefes de medio corazón y nueve estómagos!

—Pero ¿cómo? —exclamé yo—, eso que me cuentas me extraña mucho y me llena de perplejidad. Siento pena al oírlo, tenía entendido que Noel era un joven valiente…

El Paladín me lanzó una mirada de ira, y contestó:

—No me explico de dónde habéis sacado esa opinión. No lo puedo entender. Y no es que yo le odie y hable movido por prejuicios… procuro no tenerlos contra nadie. En realidad le quiero y he sido compañero suyo, casi desde la cuna… pero no tengo más remedio que reconocer claramente sus defectos, y me parece muy bien que él exponga los míos, si es que los hay… Para ser sincero, alguno puede haber… pero será difícil encontrarlos, o al menos así lo creo… ¿Conque un joven valeroso…? ¡Si lo hubierais visto anoche gemir y protestar y maldecir porque le hacía daño la silla de montar!… Entonces, ¿por qué no me hacía daño a mí? ¡Bah! Yo me encontraba tan a gusto, en la silla como’ si hubiese nacido encima de una igual. Y, sin embargo, era la primera vez que montaba a caballo. Todos aquellos veteranos que iban junto a nosotros admiraban mi modo de montar, decían no haber visto nunca nada parecido… Pero él… ¡vamos! Pero si tuvieron que sostenerlo durante todo el camino…

En eso, el olor del desayuno nos llegó a través de los árboles. El Paladín, de forma inconsciente, infló las ventanas de su nariz en perceptible respuesta, se levantó y se puso a andar cojeando sensiblemente, con la excusa de que tenía que cuidar de su caballo.

En el fondo era una buena persona, un gigante de buen corazón, sin maldad, pues no hay maldad cuando uno ladra, pero no muerde. No había malicia de fondo. Y, además, el defecto no podía atribuirse sólo a Paladín, sino que el propio Noel Rainguesson lo había alimentado y perfeccionado, debido a lo divertido que lo pasaba escuchando sus baladronadas. El espíritu guasón de Noel necesitaba alguien a quien excitar, de quien burlarse y con quien divertirse. Así que, se dedicó a espolear el ánimo del Paladín, en lugar de dedicarse a otras cosas más útiles e importantes. Y la verdad es que la tarea de Noel logró un éxito considerable, puesto que disfrutaba con la presencia del Paladín más que con la de cualquier otra persona, mientras que el Paladín, al contrario, prefería estar con cualquiera de sus amigos antes que con el taimado Noel. Sin embargo, se veía a menudo al grandullón del Paladín con el minúsculo Noel, lo mismo que se puede contemplar juntos al toro y al mosquito.

En la primera oportunidad, me acerqué a Noel para conversar un rato. Para empezar, le dije:

—Fue muy bello y valeroso por vuestra parte alistaros como voluntario, Noel.

Me guiñó un ojo y contestó:

—Sí, la verdad es que fue bastante hermoso, creo. Pero, aun así, no puedo atribuirme todo el mérito: me ayudaron.

—¿Quién os ayudó?

—El gobernador.

—¿Cómo?

—Veréis. Será mejor que os cuente la historia completa. Vine desde Domrémy con el fin de contemplar la muchedumbre y el espectáculo de Vaucouleurs. Nunca había tenido ocasión de ver tales cosas y, naturalmente, quise aprovechar la oportunidad, pero sin la más mínima intención de alistarme. Por el camino, di alcance a Paladín y le forcé un poco a que me hiciera compañía hasta que llegáramos a nuestro destino. Me dijo que no estaba dispuesto a ir conmigo, pero entre discusiones y chanzas, nos encontramos ya en Vaucouleurs, dando de manos a boca, sin advertirlo, con los soldados del gobernador iluminados por las antorchas de los guardias. Inmediatamente nos capturaron junto a otros cuatro más y nos añadieron a la escolta. Así fue como me alisté. Pasado el primer momento, la verdad es que no lo siento; sobre todo, al pensar en lo aburrida que hubiera resultado mi vida en la aldea sin la compañía de Paladín.

—Y él, ¿cómo se ha tomado esto? ¿Estaba contento?

—Yo creo que se alegraba, en el fondo.

—¿Por qué pensáis así?

—Yo conozco bien al Paladín. Al principio afirmó que eso de incorporarse al ejército no le gustaba nada. Pero yo sé que no es cierto. Él acostumbra a decir siempre lo contrario de lo que siente. Me parece que está contento, precisamente porque lo negó.

—Entonces… —continué yo— vos creéis que se encuentra satisfecho…

—Sí, estoy seguro de que lo estaba. Y eso que suplicaba servilmente y lanzaba gritos llamando a su madre. También aducía que estaba delicado de salud y que no podía montar a caballo y no sobreviviría a la primera caminata. Pero no aparentaba el miedo que, supuestamente, le embargaba. El gobernador se hartó y le pegó un grito que levantó polvo del suelo. Al lado había un tonel de vino tan grande que necesitaba cuatro hombres para cargarlo. El gobernador le ordenó levantarlo, bajo las amenazas de hacerlo pedazos, y el Paladín obedeció, agarrando fácilmente el tonel en sus manos. El gesto le valió su ascenso a soldado raso en nuestra escolta, sin más discusiones.

—Sí, puede que tengáis razón, si vuestros razonamientos son correctos… Y ¿cómo aguantó la marcha de la noche pasada?

—Pues, más o menos, lo mismo que yo. Cierto que él hizo más ruido, pero eso es porque es más grande y vigoroso. Logramos mantenernos sobre las sillas gracias a la ayuda de los veteranos. Y hoy cojeamos los dos del mismo modo… En fin, si él prefiere sentarse, allá con sus huesos. Para mí es mejor estar de pie.

13

Fuimos llamados a formar y quedamos pendientes de un pase de revista que efectuaría la misma Juana. Después nos dirigió unas palabras con el fin de que tuviéramos en cuenta sus instrucciones. Consideraba que, incluso una actividad tan cruel como la guerra, podía desarrollarse con más eficacia sin blasfemar y lanzar juramentos, por lo que nos advertía seriamente el deber de recordar sus deseos y ponerlos en práctica.

Ordenó que los novatos hicieran media hora de ejercicios a caballo, y eligió uno de los veteranos para que dirigiera los movimientos. La verdad es que la demostración resultó decepcionante, pero, en fin, algo aprendimos y, sobre todo, Juana se mostró satisfecha y nos felicitó por nuestro esfuerzo. Ella no recibió ningún entrenamiento, ni efectuó maniobras con su caballo, sino que, como una estatua, erguida y serena, contempló nuestras evoluciones. Con eso tuvo suficiente, ¿sabéis? Después no dejaría de realizar con acierto el más pequeño movimiento, sin olvidar detalle de la lección, sino que los conservó en sus ojos y en su mente, y los llevó a la práctica más tarde con la misma seguridad y confianza que si los hubiera hecho toda su vida.

 

Reemprendida la marcha, caminamos tres noches a razón de trece o catorce leguas cada una, cabalgando en paz y sin dificultades, quizá porque nos tomaban por una cuadrilla de forajidos a los que se conocían como los «Compañeros Libres». La gente de la región se alegraba de que tales individuos pasaran de largo sin detenerse. Pese a todo, las etapas resultaban agotadoras e incómodas. Apenas existían puentes útiles para vadear los abundantes ríos que era necesario atravesar. Las aguas estaban heladas y luego teníamos que acostarnos con la ropa empapada, en un suelo cubierto de nieve y sin disponer del calor de las hogueras, que procurábamos no encender con el fin de no ser localizados.

Así, iban mermando nuestras energías con aquellas jornadas de una dureza mortal, salvo el caso de Juana, cuyo paso conservaba toda su elasticidad y firmeza, lo mismo que sus ojos, animados por el vivo fulgor de siempre. Lo único que podíamos hacer era admirarnos por su resistencia, pero no le encontrábamos explicación.

Si aquellos días nos parecieron de gran dureza, no sé cómo describir las cinco noches siguientes. Las marchas se volvieron cada vez más fatigosas y las aguas de los ríos más heladas. Sufrimos siete emboscadas en las cuales perdimos dos soldados entre los novatos y tres veteranos. Mientras, la noticia de que Juana, la doncella de Vaucouleurs, se dirigía a presencia del Rey acompañada por una escolta se difundió por todas partes, hasta en el extranjero, de modo que los caminos se encontraban ya estrechamente vigilados.

Estas cinco noches desarticularon seriamente nuestra columna. Las cosas se hicieron todavía más complicadas, debido a una conjura que, descubierta por Noel, puso en conocimiento de los jefes. Algunos hombres, extrañados por la resistencia de Juana y al comprobar cómo conservaba el vigor, la calma y la confianza en cualquier situación, murmuraban contra ella. En cierta ocasión discutieron en voz alta en presencia de Noel, afirmando que si Juana disponía de tales poderes, superiores a los de tantos hombres fornidos y valerosos, es que debía ser una bruja a la que Satanás proporcionaba su extraordinaria resolución y fortaleza. De modo que acordaron estar al acecho y encontrar así alguna oportunidad para matarla sin correr riesgos.

El que se produjeran entre nosotros conspiraciones secretas era un asunto muy grave, motivo por el cual los dos caballeros solicitaron de Juana autorización para colgar a los dos traidores, pero ella se negó sin vacilar.

—Ni esos hombres ni ningún otro podrá quitarme la vida antes de que haya cumplido mi misión. Así que ¿para qué manchar nuestras manos de sangre? Les comunicaré lo que sabemos y les llamaré al orden. Traedlos a mi presencia.

Cuando estuvieron ante ella les habló con precisión, explicándoles el caso y el nuevo enfoque dado por la iniciativa suya. Los dos soldados quedaron impresionados y se desconcertaron al escuchar las palabras de Juana. Pero su pasmo aumentó con la observación final que hizo al promotor de la conjura, demostrando, además, sincera condolencia:

—Es una lástima que hayáis conspirado deseando la muerte de una persona, cuando la vuestra está muy próxima.

En efecto, aquella misma noche, el caballo de este soldado, tropezó con tan mala fortuna que cayó sobre el desdichado, en el momento de vadear un río, ahogándose antes de que nos diera tiempo a socorrerle. A partir de ese momento, se acabaron las conspiraciones.

Aquella noche se produjeron varias escaramuzas, aunque logramos salir bien librados, sin lamentar ninguna baja. Un día más y franquearíamos la frontera enemiga, si la suerte nos acompañaba. Al acercarse la última noche, nuestra ansiedad iba en aumento. Las anteriores jornadas, al emprender la marcha, de cara a las tinieblas y al sobrecogedor silencio, pensando en los ríos helados y persecuciones del enemigo, se nos veía más o menos reacios a caminar.

Pero esta vez mostrábamos impaciencia por iniciar la última etapa de nuestro viaje y acabar con aquello, aunque la noche prometía los mayores contratiempos y luchas conocidos hasta ese momento. Además, unas tres leguas ante nosotros, encontraríamos una profunda corriente de agua, salvada por un paso de madera en mal estado. Para agravar más las cosas, durante el día estuvo cayendo agua-nieve, de forma que ignorábamos si nos quedaríamos bloqueados o no. Si la crecida del agua se hubiera llevado el débil puente, podíamos considerarnos presos en una ratonera y sin posibilidad alguna de escape.

Cuando se hizo de noche, salimos de las profundidades del bosque en el que nos ocultábamos e iniciamos la marcha. Desde que empezaron las emboscadas y escaramuzas, Juana se había situado siempre al frente de la columna, y ahora una vez más ocupó su lugar en cabeza. Después de recorrer alrededor de una legua, el agua-nieve se convirtió en granizo y con el viento huracanado me golpeaba el rostro como si fueran latigazos. En ese momento envidié a Juana y a los dos caballeros, que podían bajar sus viseras y proteger sus cabezas con los yelmos, como en una caja. De pronto, en la más completa oscuridad, muy cerca de nosotros, casi al alcance de la mano, se oyó una orden tajante:

—¡Alto!

Obedecimos al punto.

Observé delante de nosotros una masa confusa de gente que bien podría haber sido un destacamento de jinetes, pero no estaba seguro. Un caballero se acercó a Juana y le habló en tono de reproche:

—Pero bueno, ¿cómo habéis tardado tanto? ¿Qué informes nos traéis? ¿Dónde se encuentra ella? ¿Detrás o delante de nosotros?

Juana, cubierta con la visera de su yelmo, respondió con voz firme:

—Todavía está detrás.

Al escuchar esto, la voz del recién llegado suavizó la brusquedad de su tono:

—Buena noticia. Si sabéis eso con certeza, entonces no importa la tardanza, capitán. Pero ¿podéis asegurarlo? ¿Cómo lo supisteis?

—Porque la he visto.

—¡Cómo! ¿La habéis visto? ¿A la propia Doncella?

—Si, he estado en su campamento.

—¡Es posible!… Capitán Raymond, os ruego me disculpéis haberos hablado en mal tono hace un momento. El vuestro ha sido un valeroso y admirable servicio. ¿Y dónde se encuentra acampada?

—En el bosque, apenas a una legua de aquí.

—¡Bueno! Me temía que se nos hubiera adelantado y estuviéramos a sus espaldas, pero ahora que sabemos que ella se encuentra a las nuestras, todo se ha salvado. Ya puede considerarse prisionera. Ha caído en la trampa. La colgaremos… La colgaréis vos mismo. Nadie ha ganado con mayor derecho el privilegio de acabar con esa pestilente criatura de Satanás. No sé cómo daros las gracias debidamente. Si la atrapamos, yo la… ¡Sí!, me cuidaré de todo, no os preocupéis. Lo único que deseo es echarle la vista encima, para ver cómo es ese demonio que ha sido capaz de hacer tanto ruido. Luego… vos y el verdugo podéis encargaros de ella. ¿Cuántos hombres la acompañan?

—Solamente conté diez y ocho, pero puede que tuviera algunos más fuera de la columna.

—¿Nada más que eso? Serán apenas un bocado para mi tropa, ¿Es vedad que no es más que una niña?

—Sí, no tendrá más de diecisiete años.

—¡Eso parece increíble! ¿Es corpulenta o delgada?

—Delgada.

El caballero reflexionó por un momento, y preguntó:

—¿Se disponían a levantar el campo?

—Cuando los vi por última vez, creo que no.

—¿Qué hacía, pues?

—Estaba hablando tranquilamente con un oficial.

—Muy bien. No debería estar demasiado tranquila. Al contrario, es más lógico que se mostrara nerviosa y alborotada, como hacen las mujeres cuando adivinan peligro. Pero si no se preparaba a levantar el campo…