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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Así! Quédate así y representa a Francia mientras yo recobro el aliento.

El murmullo de las conversaciones cesó de pronto. Pareció como si alguien hubiera anunciado una muerte. En el gélido silencio que se hizo, no se oyó más que el jadear del muchacho en su intento de normalizar su respiración. Cuando fue capaz de hablar, dijo:

—Han llegado noticias negras. Se ha firmado un acuerdo en Troyes entre Francia y los ingleses, aliados con los borgoñones. En virtud de ese tratado, Francia queda traicionada y es entregada, atada de pies y manos, a sus enemigos. La operación ha sido obra del Duque de Borgoña y de ese demonio de la Reina de Francia. Casa a Enrique de Inglaterra con Catalina de Francia…

—¿Pero eso puede ser cierto? ¿Casar a una princesa de Francia con el asesino «Carnicero de Agincourt»? Eso es increíble. No habrás entendido bien.

—Si eso te cuesta creerlo, Santiago de Arco, prepárate a oír algo todavía peor. El niño que pueda nacer de ese matrimonio —y aunque fuera niña— heredaría los tronos de los dos países: Inglaterra y Francia. ¡Y esta doble cualidad se prolongará a sus sucesores, para siempre!

—Bueno, pues eso sí que es mentira —terció Edmundo Aubrey—, tal cosa va contra nuestras leyes, y por tanto no puede llevarse a la práctica.

Las palabras de Aubrey —llamado «El Paladín» debido a los ejércitos a los que pensaba vencer llegado el momento— fueron ahogadas por los comentarios airados de los otros amigos, que estallaron en una explosión de furia ante la noticia. Rechazaban el tratado, hablando todos a la vez y no escuchando a los demás, hasta que, por fin, Haumette los calmó, diciendo:

—No debéis interrumpir de ese modo la noticia que nos cuentan. Por favor, dejad que continúe. Termina con tu relato, Esteban.

—Sólo queda esto: nuestro Rey, Carlos VI, ha de reinar hasta que muera. Después, Enrique V de Inglaterra se convertirá en el Regente de Francia hasta que uno de sus hijos alcance la edad para…

—Pero, ¿cómo? ¿Ese hombre reinará sobre nosotros?… ¿El Carnicero? ¡Eso es mentira! ¡Todo mentira! —gritó el Paladín—. Y, además, vamos a ver, entonces, ¿qué ocurrirá con nuestro Delfín? ¿Cómo resuelve el tratado su situación?

—Pues nada —continuó Esteban Roze—. Según el tratado de Troyes se le arrebata el trono de Francia y se convierte en un desheredado.

Al oír esto, los chicos gritaron con indignación, afirmando que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. Después se animaron al pensar en voz alta: «Nuestro Rey tiene que firmar ese tratado para que sea válido, y no lo hará, al comprobar el despojo que se le hace a su propio hijo».

Pero, «El Girasol» intervino:

—Respóndeme, Esteban. ¿Sería capaz la Reina de firmar un tratado que desheredase a su hijo?

—¿Esa víbora? —respondió Esteban—. Ya lo creo que lo haría. Nadie espera nada bueno de ella. No hay mala acción que no secunde, siempre que le sirva para desfogar su rencor. Y, además, odia a su hijo. Aunque su firma no tiene valor. Es el Rey quien debe firmar.

—Te haré otra pregunta: ¿En qué condición de salud mental se encuentra nuestro Rey? Loco, ¿no es cierto?

—Sí, así es. Pese a todo, su pueblo de Francia lo quiere aún más, precisamente por eso. Los sufrimientos del pobre Rey le acercan a sus vasallos, y éstos le quieren más al sentir piedad por él.

—Eso es verdad. Pero ¿qué se puede esperar de un loco? ¿Acaso sabe lo que se hace? No. Al contrario, ¿no acabará por ceder ante las ambiciones de los demás? Sí. En todo caso, ha firmado el tratado.

—Pero ¿quién le habrá obligado a hacer tal cosa?

—Lo sabes sin que yo te lo diga. Ha sido la Reina.

En ese momento se produjo un nuevo alboroto. Hablaban todos a la vez, y lanzaban maldiciones en contra de la Reina. Al final, intervino Santiago de Arco:

—La verdad es que nos llegan muchas informaciones que no son ciertas. Pero ninguna tan vergonzosa como éstas que acabamos de oír. No hay nada que hiera tan profundamente a Francia, ni la haga caer tan bajo. De modo que confiemos en que este cuento no sea más que un nuevo rumor de las gentes ociosas. ¿De dónde lo has sacado, Esteban?

Vio que su hermana Juana estaba muy pálida. La chica temía la respuesta, presintiendo lo peor. Su intuición no la engañaba. La contestación de Esteban los dejó impresionados:

—El cura de Maxey es quien lo ha contado.

Cundió el desánimo entre los muchachos. Todos conocíamos al cura como hombre serio y veraz, ¿comprendéis nuestra actitud?

Alguien apuntó:

—¿Y el cura de Maxey lo cree él como cierto?

Los corazones de los presentes, parecían a punto de dejar de latir. Entonces se oyó la respuesta.

—Desde luego que lo cree. Y no es eso sólo. Añadió que sabía que era verdad.

Al oír esto, algunas de las chicas comenzaron a llorar. Los muchachos permanecieron silenciosos. La tristeza en el rostro de Juana era la misma del pobre animal herido de muerte, que sufre sin quejarse. También ella sufría de este modo, sin decir palabra. Su hermano Santiago le acarició la cabeza para consolarla y mostrarle su cariño, y ella se lo agradeció tomando su mano y besándosela, también sin decir nada. A continuación los muchachos comenzaron a hablar agitadamente. Noel Rainguesson dijo:

—¡Oh! ¿Es que nunca seremos hombres? Crecemos tan despacio… Y precisamente ahora, cuando Francia necesita soldados más que nunca para lavar este negro insulto…

—¡Odio la adolescencia! —dijo Pedro Morel, llamado el «Libélula» por sus ojos saltones—. Siempre has de esperar, y esperar… mientras por ahí suceden guerras durante cientos de años, y uno nunca tiene su oportunidad. ¡Si, por lo menos, yo pudiera ser soldado ahora!

—Pues yo no voy a esperar mucho tiempo —dijo el Paladín— y cuando empiece, no tardaréis en oír hablar de mí, os lo aseguro. Los hay que a la hora de asaltar un castillo prefieren quedarse en retaguardia. Pero a mí, que me den la primera fila o nada. Delante de mí sólo quiero a los oficiales.

Hasta las niñas participaban en el espíritu guerrero. Así María Dupont exclamó:

—Me gustaría ser hombre en este mismo momento —dijo con tono orgulloso, mirando a los demás en espera de aplausos.

—También a mí me gustaría —se sumó Cecilia Letellier con aire retador—. Os aseguro que no retrocedería aunque tuviera enfrente a toda Inglaterra.

—¡Bah! —dijo el Paladín—. Las chicas sólo saben presumir, es para lo único que sirven. Si dejamos mil niñas frente a unos pocos soldados, ya veréis lo que es salir huyendo. Aquí tenemos a Juanita… Seguro que ahora nos amenazará con marchar a la guerra como soldado.

La idea les pareció tan graciosa a los muchachos y les dio tanta risa, que el Paladín se animó y dijo:

—¡Me lo estoy imaginando! ¡Vamos, si hasta podéis verla!… ¡Mirad como se lanza a la batalla, igual que si fuera un curtido veterano! Y no será un pobre soldado harapiento, como nosotros, sino todo un oficial, fijaos bien, con armadura rematada por el yelmo de acero, provisto con celosías para proteger la cara. Así ocultará el miedo y la vergüenza, al contemplar frente a ella un ejército que no le ha sido presentado. He dicho oficial… ¡No, qué va! Será capitán… sí, capitán os digo, con un centenar de soldados a sus espaldas. O quizá serían chicas. ¡Oh, nada de cosas corrientes para Juana! ¡Válgame Dios! Cuando ella avance contra el enemigo, ¡vais a creer que se ha desencadenado un huracán!

El muchacho continuó sus burlas hasta que a los chicos les dolían los costados de reír, tanta gracia les hacía en aquellos tiempos la idea de que las chicas podrían servir como soldados. Y más en el caso de Juana, una linda criatura incapaz de matar una mosca, ni de soportar la vista de la sangre, tan tímida y femenina, a quien nadie se podía imaginar lanzándose a la batalla con un escuadrón de soldados detrás de ella.

Pero allí seguía la pobre Juana sentada, un tanto confusa y avergonzada, al ver cómo se reían de ella. Sin embargo —lo que es el destino—, inmediatamente iba a ocurrir un episodio que haría cambiar el color de las cosas, demostrando a aquellos jóvenes que, en cuestiones de reír, siempre ríe mejor el que ríe el último.

En aquel preciso momento, apareció detrás del árbol un rostro bien conocido y temido por todos los habitantes de Domrémy. Al verlo, pensamos que el loco Benoist se había escapado de la jaula que lo aprisionaba y que podíamos darnos por muertos. Aquel horrible ser harapiento y peludo, se adelantó desde el árbol esgrimiendo un hacha al aproximarse. Todos nosotros nos dispersamos y salimos corriendo cada uno por un lado. Las niñas gritando y llorando de terror. Pero no todas. Todas, menos una: Juana. Se puso en pie y le hizo frente al hombre. Así permaneció. Cuando alcanzamos el bosque lindante con el prado verde y nos refugiamos entre los árboles, dos o tres de nosotros miramos hacia atrás, para comprobar si el loco de Benoist nos daba alcance, y vimos el siguiente cuadro: Juana estaba de pie y el loco se le acercaba con el hacha levantada. La visión era escalofriante. Nos quedamos quietos en nuestros escondites, temblando de miedo y sin atrevernos a hacer el menor movimiento.

Yo no quería ver aquel asesinato, y, sin embargo, no apartaba los ojos de la escena. En ese momento, pude ver que Juana se adelantaba hacia el encuentro del hombre, aunque pensé que me engañaba la vista. Entonces, Benoist se detuvo. La amenazó con el hacha, como para advertirla que no se le acercara más, pero Juana no le hizo caso y continuó caminando con decisión hasta llegar justo delante de él, al alcance de su hacha. En ese momento, la niña se detuvo y me pareció que empezaba a hablarle. Me puse enfermo, sí. Me mareé. Las cosas empezaron a girar a mi alrededor y durante un rato no puede ver nada. Ignoro cuánto tiempo estuve así.

 

Cuando se me pasó y miré de nuevo en dirección a Juana, la niña marchaba junto al hombre, encaminándose los dos hacia el pueblo. Ella lo conducía de una mano, y con la otra llevaba el hacha, ahora inofensiva.

Poco a poco, los muchachos y las niñas fueron saliendo de sus escondites y nos quedamos mirándonos unos a otros con la boca abierta, hasta que los dos, la niña y el loco se perdieron de vista entre las calles del pueblo. Fue entonces cuando le pusimos «Valiente» de apodo.

Dejamos allí la bandera negra para que cumpliera su fúnebre misión testimonial. La emoción del episodio presenciado nos proporcionó otra cosa en la que pensar. Echamos a correr en dirección al pueblo para avisar a la gente y ayudar a Juana a salir del peligro en el que se encontraba. Aunque yo, después de lo que había visto momentos antes, pensaba que mientras Juana conservara en su poder el hacha del pobre Benoist, sería el hombre el más desventurado de los dos.

Cuando llegamos al pueblo, el peligro ya había pasado. El loco se encontraba a buen seguro y todo el mundo se apiñaba en la pequeña plaza, frente a la iglesia, para comentar el incidente y celebrar, maravillados, el feliz suceso, haciéndoles olvidar la triste noticia del tratado fatal durante algunas horas.

Las mujeres abrazaban y besaban a Juana entre ruidosas alabanzas mezcladas con lágrimas, mientras los hombres, emocionados, le acariciaban la cabeza, afirmando que les gustaría que fuera varón para enviarla a pelear, con la seguridad de que sus acciones serían pronto famosas. La niña tuvo que escapar a la fuerza de sus admiradores y ocultarse, ya que tantas alabanzas eran una dura prueba para su modestia y timidez natural.

La gente no tardó en preguntamos detalles del episodio. Yo me encontraba tan avergonzado, que me excusé con el primero que me preguntó y después, disimuladamente, fui andando fuera del pueblo, hasta el Árbol de las Hadas, quizá para reflexionar sobre lo ocurrido y encontrar respuesta a ciertas preguntas que me rondaban la mente. Allí me encontré con Juana, que había acudido en busca de tranquilidad, después de las felicitaciones de que fue objeto en el pueblo. Uno a uno nuestros amigos conseguían evitar a los curiosos y se unieron a nosotros en aquel refugio. Entonces rodeamos a Juana y le preguntamos cómo pudo reunir tanto valor como para hacer aquello. Respondió con naturalidad en la voz y tono de modestia, diciendo:

—No debéis darle tanta importancia a algo que no tiene nada de particular. En realidad, yo no era una extraña para ese hombre. Le conozco desde hace tiempo, y él también me conoce y le soy simpática. Muchas veces, mientras se encuentra en prisión, le he dado de comer a través de los barrotes de la celda. El diciembre pasado, cuando le cortaron los dedos como castigo por los asaltos y daños que cometió, yo le vendaba la mano todos los días, hasta que se curó.

—Sí, eso está muy bien —dijo la Pequeña Mengette—, pero no olvides que Benoist está loco y sus sentimientos de gratitud y de amistad de nada sirven cuando está furioso. Has hecho una cosa muy peligrosa.

—Claro que la hiciste —añadió el Girasol— ¿Es que no te amenazó con el hacha para matarte?

—Sí —respondió Juana.

—¿Y no tuviste miedo?

—No… Al menos, no mucho… Muy poco.

—¿Y por qué no lo tuviste?

La niña reflexionó un momento y luego contestó con sencillez:

—No lo sé.

Nos hizo reír a todos. Girasol pensaba que era algo así como si un cordero intentara contar el modo cómo se había comido al lobo y no pudiera explicarlo.

Cecilia Letellier preguntó:

—¿Por qué no echaste a correr cuando lo hicimos nosotros?

—Porque era necesario hacerle volver a su celda. Si no, podría intentar matar a alguien. Y entonces, hubiera sido todavía peor, también para el pobre Benoist.

Resulta curioso que esta aclaración —indicativa de que Juana se olvidaba de sí misma y del peligro corrido, en favor de los demás— fue considerada por todos nosotros como algo natural y cierto. Nadie se dio cuenta de la generosidad que demostraba, ni se les ocurrió comentar su auténtico valor. Pero sí nos indica lo claro, definido y maduro que ya tenía su carácter y cómo los demás lo aceptaban como algo sabido.

Guardamos silencio durante algún tiempo y, tal vez, estuviéramos todos pensando lo mismo: lo cobarde que había sido nuestra reacción en aquel episodio, en contraste con el comportamiento de Juana. Intenté encontrar alguna razón aceptable para explicar mi huida, dejando una débil niña a merced de un maníaco armado con un hacha, pero las explicaciones que se me ocurrían eran tan mezquinas y ruines que preferí dejarlo y permanecer en silencio. Pero hubo algunos que no fueron tan prudentes. Noel Rainguesson se detuvo un momento y, por fin, soltó una exclamación que indicaba la marcha de sus cavilaciones:

—Lo que ocurrió es que el hecho me pilló por sorpresa. Esta es la razón. Si me hubiera dado tiempo a reflexionar, no se me habría ocurrido escapar de Benoist, ni me habría dado más miedo de él que de un recién nacido. Al fin y al cabo ¿quién es Teófilo Benoist para que yo me asuste? ¡Bah! ¡Y pensar que yo pueda tener miedo a ese infeliz! No. ¡Me gustaría que viniera ahora mismo…! ¡Ya veríais!

—¡Y yo también! —exclamó Pedro Morel—. Le iba a hacer subir a ese árbol más deprisa que… ¡Bueno, tendríais que ver lo que le haría…! Vamos, que tomarle a uno por sorpresa de ese modo… Y, además, en realidad yo nunca pensé en correr… por lo menos correr en serio… no, nunca pensé en huir en serio… Sólo quería divertirme un poco… Y, claro, cuando vi a Juana allí de pie y a él amenazándola con su hacha, tuve que contenerme para no ir hacia ellos y sacarle hasta los hígados, y la vida. Desde luego ¡quise hacerlo, y si volviese a darse el caso, lo haría! Si lo encuentro haciendo el tonto a mi alrededor, le…

—¡Bueno, cállate! —dijo el Paladín, cortándole con aire desdeñoso. Oyéndoos hablar cualquiera pensaría que es difícil hacerle frente a semejante piltrafa. ¡Vamos, hombre! ¡Pero si no es nadie! Creo que no tiene ningún mérito plantarle cara. No me gustaría aceptar otra diversión que hacer frente a un centenar de personas como ésa. Si ahora volviera por aquí, iría hacia él, como si tal cosa, sin importarme que tuviera mil hachas, y le diría…

Y así continuó durante largo rato, anunciando las cosas tan atrevidas que pensaba hacer y decir, mientras otros añadían algunas palabras para describir las acciones sangrientas que pensaban poner en práctica, en el caso de que el loco intentara cruzarse de nuevo en su camino. Seguro que la próxima vez no les iba a pillar desprevenidos y ellos le enseñarían… Y así aprendería a no sorprenderlos dos veces como aquélla…

Y así, finalmente, fueron recobrando su propia estima, incluso la aumentaron algo. Por supuesto, cuando terminó la reunión, lograron alcanzar la más elevada opinión sobre sí mismos que habían tenido nunca antes.

6

Transcurrieron aquellos tiempos con paz y tranquilidad. Pasaban los días de modo placentero, debido sencillamente a que nos encontrábamos lejos del escenario de la guerra. Algunas veces, bandas dispersas de soldados se aproximaban lo suficiente como para que, a través de los resplandores que iluminaban el cielo, por las noches, nos señalaran dónde estaban incendiando alguna granja o aldea. Todos sabíamos, o al menos presentíamos, que algún día llegarían más cerca y nos iba a tocar a nosotros el turno.

Aquel negro terror pesaba sobre nuestro ánimo con una fuerza casi física. Fue en aumento un par de años después del Tratado de Troyes. Aquél resultó ser un año funesto para Francia. Un día acudimos a una de nuestras batallas de piedras, contra los odiados muchachos partidarios de los borgoñones, en el cercano pueblo de Masey, y nos habían hecho correr. Ya de noche, llegamos a nuestra orilla del río, maltrechos y cansados, cuando escuchamos la campana de la iglesia tocando a rebato. Fuimos corriendo el trecho que faltaba y, cuando alcanzamos la plaza, la encontramos abarrotada de aldeanos furiosos y fantásticamente iluminada por humeantes antorchas.

En las escaleras de la iglesia se encontraba, de pie, un sacerdote forastero, partidario de los borgoñones, que trasmitía algún tipo de noticias a la multitud. Sus palabras despertaban llantos y lamentos, gestos de ira y maldiciones, que se sucedían por turno. El orador afirmaba que nuestro Rey loco había muerto y que, a partir de ahora, todos nosotros, y Francia y la corona, éramos propiedad de un bebé inglés, que descansaba tranquilamente en su cuna, en Londres. Nos aconsejaba que nos sometiéramos a aquel niño, que fuéramos sus fieles siervos y que le deseáramos los mayores bienes.

Nos aseguraba que, por fin, tendríamos un gobierno fuerte y estable, y que, en breve, el ejército inglés iniciaría su última campaña y que sería muy corta, puesto que sólo deberían conquistar algunas partes del país, que aún quedaban bajo aquel extraño resto, casi olvidado, que era la bandera de Francia.

Al oírlo, la gente bramaba y le increpaba, amenazándole con los puños, que sobresalían por encima de la marea de rostros iluminados por la luz de las antorchas. Era un cuadro de violencia salvaje que impresionaba al espectador. El sacerdote formaba también parte de él, como figura protagonista, ya que se erguía allí, en pie, aguantando las miradas de odio y devolviéndolas en dirección hacia aquellas gentes indignadas, casi sin inmutarse. De modo que, si bien deseaban quemarle en la hoguera, le admiraban por su irritante frialdad.

Sus últimas palabras fueron las más crueles de todas. Les explicó el modo cómo el Rey de Armas francés, en el funeral por nuestro viejo Rey, había roto su bastón de mando sobre el ataúd de Carlos VI y de su dinastía. Al mismo tiempo, allí mismo pronunció en voz baja las palabras: «¡Dios conceda larga vida a Enrique, Rey de Francia y de Inglaterra, nuestro señor y soberano!» Y después les ordenó que unieran sus voces a la suya, como muestra de aprobación.

La gente estaba pálida de ira, aunque permanecieron mudos, por el momento, incapaces de hablar. Pero Juana, que se encontraba junto al sacerdote, le miró a la cara y le dijo con su voz sombría y seria:

—Me gustaría que te cortaran la cabeza —y después, como arrepentida, y santiguándose, aclaró—: Si esta fuera la voluntad de Dios.

Tales palabras pueden citarse, debido a que muestran la única vez que Juana pronunció unas palabras de amenaza. Cuando os haya contado las dificultades que hubo de superar y las persecuciones injustas a que fue sometida, veréis lo maravilloso que es el no haber dicho más que una sola frase dura en toda su vida.

Desde el día que nos llegaron aquellas dramáticas noticias, fuimos de un sobresalto a otro, con los merodeadores que llegaban casi hasta nuestras puertas de vez en cuando.

Así que vivíamos cada día más atemorizados, aunque, por la razón que fuera, nos librábamos, gracias a Dios, de un asalto real. Pero al final, también nos tocó el turno. El hecho ocurrió durante la primavera del año 1428. A medianoche, en plena oscuridad, una banda de borgoñones invadió nuestra aldea, con gran alarde y escándalo de armas. No tuvimos más remedio que levantarnos a toda prisa y escapar si queríamos salvar la vida. Tomamos el camino de Neufchâteau y lo recorrimos en medio de espantoso desorden. Todos se empujaban unos a otros con el fin de colocarse en cabeza, con lo cual impedían el movimiento de los demás. La única persona que conservó la serenidad fue Juana de Arco, la cual tomó el mando de la columna y consiguió poner orden en aquel caos. Y lo hizo con tal decisión y rapidez que muy pronto el pánico de la huida se cambió por una marcha segura y firme. Estaréis de acuerdo en que, para una chica tan joven —tenía entonces 16 años— aquello fue una hazaña muy notable.

Aquella jovencita de 16 años, bien formada y muy graciosa de movimientos, era de extraordinaria belleza. Tanta, que por muchas palabras de alabanza que utilizara al describirla, no habría peligro de exagerar la verdad. Su rostro dejaba traslucir una dulzura, serenidad y pureza que no eran más que el reflejo de su naturaleza espiritual interior. Ella era profundamente religiosa, circunstancia que, a veces, se traduce en cierto aire concentrado inherente a la persona. Pero en este caso no ocurría tal cosa. Su piedad le proporcionaba paz y alegría interior y si, algunas veces, se la veía preocupada y mostraba tristeza en el semblante y en sus gestos, era debido, no a su sentimiento religioso, sino a la angustia por el futuro de su patria.

 

Una parte considerable de nuestra aldea quedó destruida. Regresamos a ella una vez desaparecido el peligro. Entonces nos dimos cuenta de lo mucho que habían sufrido tantas gentes en otras regiones de Francia, asoladas durante años. Sí, durante varias décadas. Vimos por vez primera casas en ruinas, ennegrecidas por el humo. Por los senderos y callejas, yacían animales muertos por pura barbarie. Terneros y corderitos con los que habían jugado los niños que ahora lloraban la pérdida de sus animales favoritos.

Y luego, el grave problema de los impuestos. Los campesinos pensaban en ellos con terror. Eran pesada carga que ahora se sumaría a la miseria que se apoderaba del pueblo tras la destrucción. Las caras se alargaban al pensar en este problema. Ante las personas que se lamentaban de la situación, Juana exclamó:

—Pagar impuestos sin tener con qué hacerlo es algo que han afrontado los franceses desde hace muchos años. Nosotros aún no habíamos conocido lo amargo de esta situación. Ahora sabremos lo que supone.

En estos mismos términos hablaba Juana a sus paisanos, demostrando una preocupación por ellos que acabó por llenar sus mentes por entero.

Al regresar a la aldea contemplamos un horrible espectáculo. Se trataba del loco Benoist, que yacía sobre el suelo de su celda de barrotes, degollado y apuñalado en la jaula situada en un rincón de la plaza del pueblo. El cuadro resultaba dramático y sangriento. Ninguno de nosotros, los más jóvenes, habíamos tenido oportunidad de ver un hombre asesinado tan violentamente. El cadáver ejercía sobre nosotros una influencia morbosa, sin poder apartar nuestros ojos de aquella imagen macabra. La única excepción fue Juana. Enseguida se apartó horrorizada y ya no pudo volver a acercarse por allí.

Este episodio, nos recuerda lo injusto que es el destino con determinadas personas. Juana, que demostró entonces su profunda aversión a la violencia y a la muerte, hubo de enfrentarse con ellas muchas veces en los campos de batalla, siendo su escenario familiar cotidiano. Al contrario, los que más fascinados se encontraban ante la muerte sangrienta y la mutilación llevaron después una vida pacífica.

El asalto a nuestra aldea dio abundantes motivos para comentarios y habladurías. Fue para nosotros el acontecimiento más grande del mundo. Los sencillos campesinos del lugar, aunque creían conocer la tragedia de la más reciente historia de Francia, la verdad es que eso no era así.

Un hecho tan lastimoso como el asalto a su aldea, directamente experimentado en su propia carne, suponía un acontecimiento más trascendental para ellos que el más grande suceso histórico del que tuvieran noticia a través de informes exteriores. Resulta curioso y pintoresco recordar cómo hablaban entonces las personas mayores. Se agitaban y enfurecían apasionadamente.

—¡Vaya que sí! —exclamaba el viejo Santiago de Arco—. ¡Las cosas están buenas! Habrá que informar al Rey de todo esto. Ya es hora de que deje de hacer el vago y estar en las nubes y empiece a ocuparse de nuestros asuntos.

Se refería a la actitud de nuestro joven Rey despojado de su herencia, el refugiado y perseguido Carlos VII.

—Decís bien —asentía el señor alcalde—. Hay que informarle enseguida. Es una vergüenza que se permitan estas cosas. Vamos, ¡si ni siquiera estamos a cubierto en nuestras casas! Y, mientras tanto, seguro que él vive tan ricamente por ahí… Toda Francia debería enterarse de lo que pasa.

Al oírlos hablar, se diría que los diez saqueos e incendios ocurridos anteriormente en el país eran pura leyenda, mientras éste suyo fue el único hecho cierto y lamentable. Siempre ocurre así. Las palabras de condolencia bastan cuando se trata de la aflicción de un vecino, pero cuando el afligido es uno mismo, es entonces el momento de que el Rey, en persona, se despierte y actúe.

El gran acontecimiento vivido por la aldea también nos dio a nosotros, los muchachos jóvenes, abundante motivo de charla. Las palabras fluían como en una corriente continua, mientras cuidábamos de los rebaños. Nos sentíamos muy importantes ya, puesto que las edades oscilaban desde los 17 a los 22 años. Yo tenía 18, y había pasado a formar parte del grupo de jóvenes del pueblo que nos considerábamos casi como adultos.

Un buen día, el Paladín criticaba con arrogancia a los generales que combatían por nuestro Rey francés.

—¡Mirad a ese Danois, el bastardo de Orleáns…! ¡Mira que llamarle a eso un general! ¡Si yo estuviera en su lugar, aunque sólo fuera una vez…! No importa lo que haría, eso no debo decirlo yo… A mí no me gustan las palabras, yo acostumbro a obras y dejo las charlas para los demás. Pero, bien, ¡dejadme en su lugar una sola vez, no pido más! Y fijaos en Saintrailles… otro. ¡Puah! Pues ¡y ese fanfarrón de La Hire! Vamos a ver, ¿qué es lo que tiene ése, de general?

Molestó a los demás escuchar estas críticas dirigidas con tono ligero en contra de famosos capitanes considerados por nosotros como semidioses. En su distante leyenda, se representaban ante nuestra imaginación de modo confuso y magnífico, refulgentes y temibles en su gloria. Parecía un atrevimiento oír hablar de ellos en esos términos, como si fueran simples hombres y sus acciones de guerra pudieran quedar expuestas al comentario y a la crítica. El color subió al rostro de Juana, que habló con energía:

—No comprendo cómo puede haber alguien tan atrevido que emplee esos términos al hablar de los grandes hombres que son los fundamentos del Estado francés, puesto que lo sostienen con la fuerza de su brazo y lo protegen diariamente con su sangre. Por mi parte, me consideraría muy honrada con que me concedieran el privilegio de verlos aunque sólo fuera una vez y de lejos. No estaría bien que una persona de mi clase pudiera acercarse a ellos demasiado.

Ante esta opinión, el Paladín se desconcertó por un momento, sobre todo al ver en la cara de los que rodeábamos a Juana, que ellas habían expresado con palabras lo mismo que sentíamos los demás. Entonces, con aire condescendiente, matizó algunas de sus críticas, aunque sacara de nuevo otras faltas. Al oírlo, Juan, el hermano de Juana, dijo:

—Si no os parece bien cómo actúan nuestros generales, ¿por qué no vas tú mismo a la guerra para hacerlo mejor que ellos? Siempre estáis hablando de ir a combatir, pero nunca lo hacéis.

—¿Veis? —respondió el Paladín—. Eso es fácil de decir. Ahora os explicaré por qué permanezco aquí, consumiéndome en esta condenada tranquilidad, que, de acuerdo con mi modo de ser, repugna a mi naturaleza. No voy porque no soy caballero. Esta es la razón. Y, entonces, al no pertenecer a esta clase, ¿qué puede hacer un simple soldado de a pie en una guerra como ésta? Nada. Además, qué a un soldado no se le permite elevarse de rango. ¿Me iba yo a quedar aquí si fuera caballero? Ni un momento. Podría salvar a Francia… ¡Ah! reíros, pero yo sé lo que hay en mi interior. Sé lo que se oculta bajo este gorro de campesino. Puedo salvar a Francia y estaría dispuesto a hacerlo, pero no en las condiciones en que estoy ahora. Si quieren que vaya a combatir, que vengan por mí. Y si no, que sufran las consecuencias. No iré a ninguna parte, si no es como oficial y caballero.

—¡Ay, pobre Francia!… ¡Francia está perdida! —exclamó Pedro de Arco.

—¡Ah conque está perdida!, ¿verdad? —continuó el Paladín—. Entonces tú, Pedro de Arco, ¿por qué no vas a la guerra?

—Pues porque a mí tampoco han venido a buscarme. Yo no soy más caballero que tú. Si lo fuera, iría. Lo prometo. Prometo ir como soldado raso a tus órdenes… cuando te envíen a buscar.