Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Las hadas habitaban el bosque cuando éramos niños, pero nunca las vimos. Unos cien años antes, el sacerdote de Domrémy, durante una ceremonia bajo el Árbol, las había rechazado, advirtiéndoles que nunca deberían aparecer ante los seres humanos, bajo pena de ser expulsadas para siempre de aquel lugar. Los niños defendieron a las hadas, afirmando que eran amigas suyas y que nunca habían hecho daño, pero el sacerdote no les hizo caso y dijo que era una vergüenza tener semejantes amigas. Pese a todo, los pequeños tomaron el acuerdo de continuar colgando guirnaldas de flores en el árbol como señal de que los niños recordaban a las hadas y las querían aunque ya no se dejasen ver.

Muchos años más tarde, ya en nuestra infancia, ocurrió un desgraciado acontecimiento. La madre de Edmundo Aubrey pasó un buen día cerca del Árbol, cuando las hadas, creyendo que nadie las veía, bailaban una de sus danzas. Estaban tan entusiasmadas con su fiesta que no se dieron cuenta de nada. Así que madame Aubrey permaneció allí quieta, sorprendida y admirada, viendo a los fantásticos seres tomados de las manos —serían unos tres centenares de ellos— y dando gritos al mismo tiempo que formaban un círculo del tamaño de una habitación normal.

Uno o dos minutos más tarde, las pobres criaturas descubrieron a la señora. Muy asustadas al verla, huyeron cada una por su lado, con sus pequeñas manos apretadas sobre los ojos y llorando. Y así desaparecieron. La tonta de la mujer, fue corriendo a su casa y contó a los vecinos lo que había visto. A la mañana siguiente, lo sabía todo el pueblo, de modo que el sacerdote no tardó en enterarse, por lo que se vio forzado a cumplir la promesa de expulsar a las hadas que se hicieron visibles a los humanos.

Todos acudimos en masa ante el padre Fronte, llorando y rogando, de modo que también él acabó llorando, pues tenía una naturaleza muy bondadosa y delicada. Él no quería expulsar a las hadas y así nos lo dijo. Pero no tenía elección, puesto que lo ordenado era que si alguna vez se volvían visibles, deberían marcharse. Aquello ocurrió en mal momento, ya que nuestra mejor valedora, Juana de Arco, estaba enferma con fiebre y deliraba. ¿Qué podíamos hacer nosotros, que no teníamos sus dotes de argumentación para convencer a los demás? Volamos como un enjambre junto a su cama y le gritamos: «¡Juana, despierta! ¡Despierta, no hay tiempo que perder! ¡Ven y defiende a las hadas, ven a salvarlas, sólo tú puedes hacerlo!».

Pero la cabeza se le iba. No entendía nuestras palabras ni lo que deseábamos de ella. Así que nos marchamos, sabiendo que todo estaba perdido. Sí, todo estaba perdido, perdido para siempre. Las amigas fieles de los niños durante quinientos años debían marcharse y no volver nunca más.

Fue muy triste el día que el padre Fronte expulsó a las hadas. No podíamos vestir luto para que no lo notaran los mayores. Así que nos contentamos con un harapo negro atado a nuestros vestidos en un sitio que no se viera. Desde entonces, el gran Árbol —L’Arbre Fée de Bourlemont era su hermoso nombre— no volvió a ser lo que fue, aunque nosotros lo seguíamos queriendo. Todavía ahora, una vez al año, a pesar de mi avanzada edad, voy a visitarlo, para sentarme bajo sus ramas y recordar a mis compañeros de juegos con los ojos empañados por las lágrimas. Él lugar no volvió a recuperar su encanto. No podía ser, por más de una razón. Al faltar la protección de las hadas, el manantial perdió parte de su limpieza y frescura y más de dos tercios de su caudal. Además, las serpientes y los insectos dañinos volvieron a aparecer, se multiplicaron y convirtieron en una considerable molestia, y así han seguido hasta nuestros días.

Cuando la juiciosa niña, Juana, recobró la salud, nos dimos cuenta de que, efectivamente, ella habría conseguido salvar a las hadas. Se enfadó mucho, quizá demasiado para una criatura tan pequeña como era. Se fue directamente de cara al padre Fronte y haciéndole una reverencia, dijo:

—Las hadas sólo debían irse en el caso de que se mostraran a la gente, ¿no es eso?

—Sí. Así era, querida niña.

—Pero si un hombre —prosiguió Juana— va a espiar a otra persona en su habitación a medianoche cuando se encuentra sin ropa, ¿puede decirse que esa persona se exhibe deliberadamente a ese hombre?

—Claro… no —exclamó el buen sacerdote un poco turbado ante la insistencia de la pequeña.

—¿Se comete pecado aunque no se tuvo intención de cometerlo?

El padre Fronte, alzando las manos, exclamó:

—¡Oh, querida niña! Comprendo lo que dices. Siento lo ocurrido.

El sacerdote la atrajo hacia él y trató de hacer las paces con ella. Pero el enfado de la niña era tan grande que no se disipaba fácilmente. De pronto, escondió su rostro en el pecho del sacerdote y rompió a llorar, diciendo:

—Pues entonces las hadas no hicieron nada malo, puesto que no tuvieron intención de cometer su falta y no sabían que hubiera nadie cerca. Entonces, era injusto haberlas expulsado de su hogar para siempre. Era injusto obrar así.

El buen padre, la abrazó con ternura, y dijo:

—Los irreflexivos y descuidados son castigados por boca de los niños y lactantes, y condenados por ellos. ¡Ojalá que yo pudiera hacer volver a esos pequeños seres! Lo haría por ti, y también por mí, porque he sido injusto. Vamos, vamos, no llores. Nadie siente esto más que yo, tu viejo y pobre amigo… No llores, querida.

—Pero es que no puedo callarme de repente, he de continuar. Y además, no es cosa de poca importancia esto que habéis hecho. ¿Os parece que con decir «lo lamento» basta para lavar una acción como ésta?

Muy divertido en el fondo, el padre Fronte no tuvo más remedio que volver la cara para otro lado, para no ofender a la niña con la risa que le asaltaba, incontenible, y añadió:

—Confieso que el castigo a mi acción no es suficiente. Me parece que tu acusación es justa, aunque cruel. Me pondré cilicio y me echaré ceniza. Así, ¿te parecerá bastante?

Al oír esto, el llanto de Juana comenzó a disminuir de intensidad, hasta que miró al anciano a través de las lágrimas y afirmó con aire comprensivo:

—Bueno, me parece que puede servir, si eso os limpia de culpa…

Al padre Fronte le asaltaron de nuevo los deseos de reír, pero se contuvo, al recordar su papel de seriedad penitente y el pacto que acababa de acordar con la pequeña, cosa no muy agradable, por cierto. Pero ahora debía cumplirlo. Dispuesto a ello, se levantó en dirección a la chimenea mientras Juana lo miraba con profundo interés. Al llegar al hogar, tomó una paletada de cenizas, ya frías, y antes de derramarlas sobre su anciana cabeza gris, se le ocurrió una idea mejor, y preguntó:

—¿No te importaría ayudarme, querida?

—¿Cómo, padre? —respondió Juana.

El sacerdote se puso de rodillas, inclinó profundamente la cabeza y le pidió:

—Toma las cenizas y derrámalas sobre mi cabeza.

El incidente acabó allí, por supuesto. El buen sacerdote había ganado. Es de imaginar la impresión que le daría a Juana, como a cualquier otro niño del pueblo, eso de arrojar ceniza sobre la venerable cabeza del padre Fronte. Le debió parecer una profanación. Corrió a ponerse de rodillas junto a él, exclamando asustada:

—¡Pero esto es horrible! Yo no sabía que lo del cilicio y cenizas fuera eso… Por favor, os ruego os levantéis, padre.

—Pero no me es posible, hasta que no haya purgado mi falta. ¿Tú me perdonas?—

—¿Yo? —exclamó Juana— ¡Ah! A mí no me habéis hecho nada, padre. Sois vos mismo quien debéis perdonaros por el daño causado a esas pobres criaturas. Por favor, padre, levantaos, ¿no queréis?

—Pero ¡si ahora estoy en peores condiciones que antes…! Creí que ya había conseguido tu perdón, y ahora resulta que debe ser el mío el que hace falta… Entonces… no puedo ser benévolo con mi pecado, eso no estaría bien ni sería propio… Bueno, y ¿qué puedo hacer? Intenta encontrar alguna solución utilizando tu inteligencia.

El padre no quiso moverse, a pesar de los encendidos ruegos de Juana. La pobre parecía a punto de llorar de nuevo. Entonces la niña se apresuró a tomar la paleta y derramó las cenizas sobre su propia cabecita, entrecortada por la asfixia y el sofoco, rogando:

—Así… Ahora ya está. Pero ¡por favor, padre, levantaos!

El anciano, conmovido y emocionado ante el gesto de la pequeña, la abrazó contra su pecho, y le dijo:

—Oh, Juana, eres una niña extraordinaria. Tu gesto de humildad no sé si merece quedar inmortalizado en un cuadro, pero lo has hecho con espíritu recto y bueno. De eso doy fe.

A continuación, cepilló las cenizas de su cabello y la ayudó a limpiarse la cara y el cuello, recobrando su aspecto aseado.

El sacerdote estaba satisfecho al ver la actitud de Juana, y al comprobar que se había calmado, volvió a tomar asiento, atrajo a la niña a su lado y le expuso nuevos argumentos.

—Juana, allí en el Árbol de las Hadas, acostumbrabais a trenzar guirnaldas todos los niños, ¿no es así?

Este era el modo de hablar del sacerdote siempre que nos enseñaba o intentaba convencernos de algo. Un tono amable y como indiferente que nos dejaba perplejos, ya que no acertábamos a saber cuáles eran sus verdaderos propósitos. Lo más probable es que intentara convencer a Juana sobre la verdad respecto al asunto que estaban debatiendo. Juana, respondiendo a su pregunta sobre las guirnaldas, contestó:

—Sí, padre.

—Y, después ¿las colgabais en el árbol?

—No, padre.

—Pero, cómo, ¿no las colgabais? Insistió el sacerdote.

—No —respondió Juana.

—¿Y por qué no?

—Pues… esto… yo… no quería hacerlo.

—¿No querías?

—No, padre.

—Entonces, ¿qué hacías con ellas?

 

—Las colgaba en la iglesia.

—¿Por qué no las colgabas del árbol?

—Porque se decía que las hadas no eran buenas y que era pecado concederles honores.

—¿Y tú crees que es pecado hacerles esos honores?

—Pues sí. Creo que debía serlo.

—Entonces, si no era bueno honrar a las hadas y si se decía que tenían algo pecaminoso, tal vez podrían ser amistades poco adecuadas para ti y los demás niños, ¿no?

—Lo supongo… Sí, creo que sí —confirmó la niña.

—Entonces, resumiendo, la cuestión es así: se trata de criaturas de origen dudoso que podrían ser perjudiciales para los niños. Y, ahora, dame una razón sensata, hija mía, si es que se te ocurre alguna, capaz de explicar por qué te parece injusto haberlas expulsado y qué sentido tendría haberlas salvado de ello. En fin, ¿qué has perdido tú con eso?

Aquellas palabras fueron un error del sacerdote, porque desencadenaron en Juana un nuevo y mayor enfado. Lágrimas de indignación brotaron de sus ojos y con inusitada energía defendió ante el padre Fronte a las pobres hadas que, según opinaba la niña, eran criaturas de Dios, que les había permitido habitar en los bosques y bailar alegremente durante siglos, sin ver en ello ningún mal. Al contrario, fueron los hombres los que las expulsaron de su hogar, sin tener derecho a ello.

Según el discurso de Juana, las hadas se mostraban siempre amables con los niños y ellos las querían. Y ¿qué habían hecho los niños de malo para sufrir un golpe tan cruel? Al fin y al cabo, si las hadas no eran muy buenas, merecían por eso más compasión y ternura de los seres humanos, y especialmente de los cristianos, que sentían piedad también del demonio, por lo terrible de su castigo. Hasta las hadas tenían derechos.

Mientras hablaba, Juana se interrumpía con sollozos, hasta que no pudiendo más, desapareció antes de que el padre Fronte y yo —que asistía a la escena— pudiésemos recobrarnos de aquel torbellino de palabras.

El padre se había levantado y ahora se pasaba la mano por la frente, como una persona turbada y confusa. Luego, se volvió y caminó hacia la puerta de su pequeña habitación de trabajo, y al atravesar el dintel, le oí murmurar, apesadumbrado:

—¡Ay de mí! ¡Pobres niños! ¡Pobres hadas! ¡Hasta ellas tienen sus derechos! Ella ha dicho verdad… Nunca pensé en esto. El Señor me perdone, tal vez no he obrado bien y por eso merezco un castigo.

Cuando le escuché estas palabras, supe que tuve razón al pensar que el sacerdote había cometido un error serio al intentar convencer a Juana. Así era. Eso me envalentono y me pregunté si yo sería capaz de confundirlo también de aquel modo. Después de pensar en ello me desanimé, puesto que yo carecía de dotes y de argumentos para dialogar con él como lo había hecho Juana.

4

En relación con este mismo tema, recuerdo algunos otros episodios a los que ahora podría referirme, pero dejaré para otro momento. Parece más acorde con mi humor actual hacer alguna referencia a las diversiones sencillas y corrientes que solíamos disfrutar en nuestros hogares rústicos en aquellos tranquilos días… Particularmente en invierno. Durante el verano, nosotros, los niños, permanecíamos fuera, al aire libre, cuidando los rebaños desde la mañana hasta la noche, jornadas que aprovechábamos para organizar animadas y ruidosas diversiones.

Pero el invierno era la época de la comodidad, la estación del año en que buscábamos el cobijo. Con frecuencia nos reuníamos en casa de Santiago de Arco, espaciosa y con el suelo de arcilla, en torno a un gran fuego encendido. Allí organizábamos diversos juegos, alternados con divertidas canciones y adivinanzas. También escuchábamos a los ancianos contar viejas historias, reales o falsas, y así, entre unas cosas y otras, permanecíamos juntos hasta la media noche.

Una tarde de ese invierno, nos encontrábamos todos en casa de los Arco —fue el invierno al que durante muchos años después se recordó con el nombre de «el invierno duro»—. Además era aquella una noche especialmente cruda. Fuera, la tempestad rugía y el aullido del viento resultaba excitante, y hasta hermoso, pues siempre me ha parecido grande, magnífico y bello escuchar la furia del viento y oír los clarines del huracán desencadenado al mismo tiempo que uno se encuentra caliente y a cubierto.

Y nosotros lo estábamos. Nos reconfortaba el fuego crepitante y resultaba agradable el ruido de la nieve y el granizo que caían por la chimenea. Las charlas, risas y canciones fueron subiendo de tono, hasta alrededor de las diez, momento en el que nos dispusimos a tomar la cena, consistente en potaje de alubias y empanadas con manteca, que despachábamos con gusto, pues teníamos el suficiente apetito como para hacerles el debido honor.

La pequeña Juana estaba sentada aparte del grupo, sobre una caja, y había colocado el tazón con la comida y el pan en otra caja que le servía de mesa. Sus animales favoritos se encontraban comiendo junto a ella. Allí había más de los convenientes, o de los que era razonable acoger, teniendo en cuenta el gasto de darles a todos de comer. Muchos animales vagabundos, de cualquier especie, acudían, porque se encontraban a gusto con ella. Parece como si de unos a otros se comunicaran la noticia, de modo que ni los pájaros ni otros animales tímidos del bosque sentían el menor recelo ante ella. Todos eran acogidos en su casa, animados por su cariño y hospitalidad. Un animal era un animal a sus ojos, querido por el mero hecho de serlo, y como nunca toleraba que les pusieran jaulas, ni collares, ni cadenas, sino que los dejaba en total libertad para moverse a su gusto, estaban muy contentos a su lado. Nunca se separaban de ella, lo cual era un considerable estorbo, que hacía maldecir a su padre, Santiago de Arco. Pero la madre la defendía, diciendo que si Dios había dado aquel instinto a la chiquilla, era natural que se la dejara en paz, y ellos no debían entremeterse en las cosas de Dios, cuando nadie les había dicho que lo hicieran.

Así que los «favoritos» fueron tolerados, y allí estaban esa noche los conejos, gatos, ardillas y pájaros, todos alrededor de la niña, concentrados en tomar su cena. Juana tenía una ardilla muy pequeña en su hombro, sentada, dando vueltas con sus fibrosas manos a un trozo duro de un pastel de avellana, tratando de encontrar alguna zona más tierna, al mismo tiempo que movía su larga y espesa cola, sacudiendo las graciosas orejas cuando lograba sus fines.

El animalito continuaba royendo el trozo con sus dos puntiagudos dientes delanteros, que las ardillas utilizan para morder y que no llevan de adorno, como bien sabrá cualquiera que las haya observado con detenimiento.

Todo era alegría, risa y ambiente animado, cuando hubo una interrupción, en el momento en que alguien llamó a la puerta de entrada. Era uno de esos pobres vagabundos de los caminos que tanto abundaban en el país a causa de las continuas guerras que lo asolaban. Entró en la casa, cubierto de nieve, y golpeando con los pies en el suelo, se sacudió la ropa, la alisó y cerró la puerta. Se quitó los restos de un sombrero maltrecho, se lo sacudió una o dos veces contra la pierna, con el fin de quitarle los copos de nieve, y paseó la vista entre los presentes, trasluciendo su rostro enjuto una expresión de agrado. Después, al ver los alimentos que todos se disponían a consumir, sus ojos no pudieron impedir la expresión hambrienta y suplicante del que se encuentra al borde de la inanición. Hizo un humilde y conciliador saludo, y nos dijo que era una bendición disfrutar de un fuego como aquel en semejante noche, estar cobijados bajo sólido techo, disponer de una comida tan suculenta con la que saciar el hambre y gozar de la compañía de afectuosos camaradas con los que hablar… ¡Ah, sí, aquello era una bendición, mientras que a los caminantes agotados, perdidos por los campos en una noche tan horrible como aquella… que Dios les ayudase… con semejante tiempo…!

Ninguno de los presentes dijo nada. El pobre forastero, turbado, permaneció allí de pie, dirigiendo con los ojos una mirada de súplica a cada uno de los rostros, sin hallar muestras de bienvenida en ninguno de ellos. Su sonrisa se fue desvaneciendo en el semblante, hasta desaparecer. Entonces bajó la vista, los músculos de su cara comenzaron a contraerse y con la mano quiso ocultar esta muestra de debilidad.

—¡Siéntate!

La voz atronadora había salido de Santiago de Arco, dirigida a su hija Juana. El recién llegado se sobresaltó y apartó la mano de la cara. Delante de él estaba la niña ofreciéndole su plato de potaje. El pobre hombre, exclamó:

—¡Que Dios Todopoderoso os lo premie, querida niña! —y al decir esto, gruesas lágrimas brotaron de sus ojos. Sin embargo, no se atrevía a tomar el plato.

—¿Me has oído? ¡Siéntate! —volvió a tronar el viejo Santiago.

Juana era una niña fácil de convencer, pero no era ése el mejor camino. Su padre carecía de habilidad para lograrlo y no pudo conseguirla nunca. Juana le explicó:

—Padre, está hambriento. Lo veo.

—Pues anda y que vaya a trabajar para comer. Los vagabundos como él se nos están llevando casas y haciendas. He dicho que ya no iba a aguantar más y pienso mantener mi palabra. Además, este tiene cara de pillo y de villano. ¡Te digo que te sientes!

—No sé si es un pillo o no —dijo Juana—, pero tiene hambre, padre, y se comerá mi potaje… Yo no lo necesito.

—Si no me obedeces voy a… Los pillos no tienen derecho a quitar su alimento a las gentes honradas, de modo que ningún bocado ni cucharada ha de tomar éste de mi comida.

Juana volvió a depositar su plato sobre la caja y se colocó ante su ceñudo padre, diciendo:

—Si no me autorizáis, padre, se hará lo que vos decís. Pero os ruego que reflexionéis. Daos cuenta que no es justo castigar a una parte del cuerpo de este viajero por lo que ha hecho la otra parte. La cabeza del pobre forastero es la que hace el mal, pero no es su cabeza la que tiene hambre, sino su estómago. Y precisamente, su estómago no ha hecho daño a nadie, al contrario, es intachable e inocente. No puede hacer el mal, ni aunque lo quisiera. Por favor, dejadle…

—¡Pero bueno, vayas ideas! ¡Nunca he escuchado nada más necio en toda mi vida!

En ese momento, M. Aubrey, el alcalde, intervino en la conversación. Era muy aficionado a las polémicas y tenía grandes dotes para argumentar, como todos bien sabían. Se levantó de su sitio y se inclinó, y con las manos sobre la mesa, mirando a su alrededor con desenvuelta dignidad, imitando los gestos de los oradores, comenzó a hablar con voz persuasiva.

—No estoy de acuerdo con vos en eso, compadre, y voy a tratar de mostrar a los presentes que hay parte de verdad en lo que ha dicho vuestra hija. Es cierto y se puede demostrar, que es la cabeza del hombre la que gobierna todo su cuerpo de un modo absoluto. ¿Estáis de acuerdo? ¿Alguno lo negará?

Miró a su alrededor y todos asintieron.

—Muy bien, entonces, ninguna parte del cuerpo es responsable de sus actos cuando cumple la orden dictada por la cabeza. Luego sólo la cabeza es única responsable de los crímenes cometidos por la mano, o por los pies o el estómago de un hombre. ¿Me comprendéis? ¿Tengo razón hasta el momento?

Todo el mundo dijo que sí con sincero entusiasmo, lo que agradó mucho al alcalde, que prosiguió su brillante discurso.

—Bueno. Entonces, consideremos el significado de la palabra «responsable», y cómo influye en el caso que ahora nos ocupa. La responsabilidad hace responsable a un hombre sólo de aquellas cosas de las que es propiamente responsable…

El auditorio exclamó, admirado:

—¡Tiene razón!… ¡Ha dicho con breves palabras una idea tan embrollada!… ¡Es maravilloso!

El alcalde, continuó:

—Muy bien. Supongamos que un par de tenazas caen sobre el pie de una persona, causándole un gran dolor. ¿Diréis que las tenazas merecen castigo por eso? Claro que tal cosa es absurda. Es absurda, porque no habiendo facultades de raciocinio, no puede existir responsabilidad personal, y sin responsabilidad, no puede haber castigo. ¿Tengo razón?

Una salva de aplausos fue la respuesta del auditorio.

—Así pues, llegamos al estómago del hombre. Meditad que el ejemplo se corresponde con el par de tenazas. ¿Es que puede un estómago humano planear un asesinato? No. ¿Puede planear un robo? No. Y, ahora decidme. ¿Puede hacer todo esto un par de tenazas? —Hubo gritos admirativos de «¡Nooo!»—. Pues los casos —prosiguió el alcalde— son exactamente los mismos. Pero vamos a precisar más todavía. ¿Puede un estómago colaborar en un crimen? No. El poder de mando, la facultad de raciocinio no existen en el estómago, como en el caso de las tenazas. Luego entonces, nos damos cuenta que el estómago es totalmente irresponsable de los crímenes cometidos por la cabeza.

 

La respuesta fue otro caluroso aplauso.

—Hemos de concluir, que no puede haber un estómago culpable, que en el cuerpo del más grande de los pillos existe un estómago puro e inocente, y que, sea lo que fuere su propietario, el estómago, al menos, debe ser respetado, mientras Dios nos dé inteligencia para discurrir cosas justas, caritativas y buenas. Este, debe ser un privilegio nuestro, y también obligación. Y no sólo alimentar al estómago hambriento de un bribón, apiadados de su necesidad, sino también hacerlo con alegría, al reconocer que ese estómago es inocente, en medio de una compañía tan poco recomendable como es la cabeza de un pillo. He terminado.

Los presentes se levantaron, entusiasmados, aclamando el discurso del alcalde. Todo el mundo le abrazaba, mientras le repetían que nunca había pronunciado unas palabras como aquéllas, en toda su vida. Incluso el viejo Santiago de Arco quedó convencido, por primera vez en su vida, y gritó:

¡Está bien, Juana, dale a comer el potaje!

Ella estaba tan emocionada, que no pronunció palabra. En realidad, ya hacía rato que le había dado al pobre hombre el potaje, y éste se apresuró a comérselo. Cuando le preguntaron por qué no esperó a que la decisión hubiera sido tomada, la niña respondió que el estómago del hombre estaba muy hambriento y habría sido cruel esperar, teniendo en cuenta que no se sabía cuál iba a ser la respuesta. Aquélla fue una idea buena, y bastante madura para una niña.

Pronto se vio que el viajero no era un bribón, ni un pillo, en absoluto. Era un buen hombre, que había tenido mala suerte, cosa frecuente en la Francia de aquella época. Una vez demostrada la inocencia de su estómago, se le permitió ponerse cómodo, como si estuviera en su casa. Cuando su hambre estuvo satisfecha, el forastero habló sin trabas y demostró que era una persona de nobles sentimientos. Había hecho la guerra durante años, y las cosas que contó encendieron el patriotismo de los presentes y aceleraron el latir de los corazones. Sin saber cómo, con la magia de sus palabras, nos llevó a todos como en marcha triunfal recordando con calor las glorias de Francia. Escuchamos el paso de los Doce Pares levantarse de las sombras del pasado, y afrontar su destino, contemplamos el paso de la hueste enemiga galopando hacia ellos para apresarlos. Vimos aquella marea humana crecer y disminuir, lanzarse contra la pequeña partida de héroes. Después asistimos a su derrota, cayendo uno a uno, hasta la muerte del último, en escena patética, evocada por todos nosotros que permanecíamos sentados, con los labios entreabiertos y sin respiración, pendientes de las palabras de aquel hombre. Su relato nos dio una certera visión de la tremenda inmovilidad que reinaba en aquel campo de muerte, cuando pereció el último y pobre superviviente.

Y luego, en el solemne silencio que se produjo, el forastero acarició a Juana en la cabeza, y le dijo:

—Doncellita, ¡a quien Dios guarde!, me habéis trasladado de la muerte a la vida esta noche. Ahora, escuchad. Aquí está vuestra recompensa.

Y entonces, elevó la voz más emocionada y noble que jamás habían oído y comenzó a entonar la «Canción de Roland».

Se puede imaginar la escena. Un grupo de franceses conmovidos y entusiastas. ¡Qué hermoso, extraordinario, resultaba aquel espectáculo, con el forastero allí en el centro, de pie, mientras el evocador canto fluía de sus labios y de su corazón, con todo su cuerpo transfigurado y sus harapos ennoblecidos!

Mientras él cantaba, todos los asistentes se levantaron, con las caras resplandecientes y los ojos ardorosos. Al mismo tiempo las lágrimas surcaban sus mejillas y los cuerpos comenzaban a moverse inconscientemente al compás de la canción. Al llegar al último verso, cuando Roland yace moribundo, completamente solo, con el rostro en el suelo, y se quita el guantelete y lo ofrece a Dios con su mano desfalleciente, al mismo tiempo que murmura una hermosa plegaria con sus labios exangües, los asistentes estallaron en sollozos y lamentos. Y cuando cayó la última nota y terminó el cántico, se lanzaron todos como un solo hombre sobre el forastero, emocionados por su interpretación y orgullosos de la historia de Francia y de su pasada gloria, hasta el punto de ahogarlo con sus abrazos. Juana fue la primera en llegar, estrechándole contra ella con besos de agradecimiento por su hermosa canción.

Mientras, la tormenta continuaba en el exterior. Pero ya nada importaba. El forastero había encontrado su hogar, y lo sería durante todo el tiempo que él deseara permanecer en la casa.

5

Todos los niños del pueblo tenían sus apodos, y nosotros los tuvimos también, uno a uno, y, además, muy apropiados. Sin embargo, Juana fue excepcional en este aspecto, puesto que no tardó en ganarse un segundo apodo, y luego un tercero, y así vinieron otros que le inventábamos. Algunos de ellos no los perdió nunca.

Las muchachas campesinas solían ser muy vergonzosas por naturaleza. Pero Juana lo era de tal modo, se ruborizaba con tanta frecuencia y se mostraba tan turbada en presencia de extraños, que le pusimos, como uno de los apodos, «La Vergonzosa». Nosotros amábamos mucho a Francia, pero a ella la llamábamos «La Patriota» porque el más ardoroso sentimiento de cualquiera de nosotros hacia nuestro país, resultaba frío en comparación con el de Juana. También la decíamos «La Bella», y no sólo por su delicado y hermoso aspecto, sino, además, debido a la amabilidad de su carácter. Conservó estos nombres, y otro más: «Valiente».

Así crecíamos en esta región apacible y laboriosa hasta convertirnos en chicos y chicas ya crecidos. Lo suficiente como para enterarnos, tanto como los adultos, de las guerras que se levantaban de modo constante de Oeste a Norte. Nos sentíamos conmovidos, como los mayores, por las ocasionales noticias que nos llegaban de los campos de batalla. Recuerdo con nitidez uno de esos días. Era un martes, cuando algunos de nosotros nos divertíamos cantando alrededor del Árbol de las Hadas, y colgábamos guirnaldas en memoria de nuestras perdidas amigas.

De repente, la pequeña Mengette exclamó:

—¡Mirad! ¿Qué es aquello?

En un momento, al oír el tono de la voz de la niña, todos los ojos se volvieron en la dirección indicada: hacia abajo de la pendiente, en dirección al pueblo.

—Es una bandera negra.

—¡Una bandera negra! ¿Es cierto?

—Puedes comprobar tú mismo que es exactamente eso.

—¡Es una bandera negra, con seguridad! Pero ¿ha visto alguien nunca algo semejante?

—¿Qué significará eso?

—¿Significar? Sólo puede ser algo terrible.

—Sí, pero ¿qué es? Esa es la cuestión.

—Aguardad a que nos conteste el que lleva la bandera, si es que podéis aguantar hasta que llegue.

—Parece que corre mucho, ¿quién es?

A unos les parecía que era uno de nuestros amigos, y no se ponían de acuerdo en su nombre. No tardamos en descubrir que era Esteban Roze, apodado «El Girasol», porque tenía el pelo amarillo y cara redonda, picada de viruelas. Sus antepasados, unos siglos atrás, eran alemanes. Ascendió, subiendo con esfuerzo la pendiente y elevando de vez en cuando el asta de la bandera, que tremolaba al aire su negro símbolo. Todos los ojos lo contemplaban y las lenguas se preguntaban sobre su significado, mientras los corazones latían aceleradamente, con la impaciencia por conocer las noticias. Por fin, el chico apareció ante nosotros y clavó la bandera en el suelo, diciendo: