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100 Clásicos de la Literatura

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El juez Thatcher esperaba ver a Tom algún día hecho un gran abogado o un gran militar. Dijo que pensaba ocuparse en que el chico fuera admitido en la Academia Militar Nacional y después enseñado en la mejor escuela de Derecho del país, para que estuviera así en disposición de seguir una de las dos carreras, o las dos a la vez.

Las riquezas de Huck Finn y el hecho de estar bajo la protección de la viuda de Douglas le introdujeron en la buena sociedad, o, mejor dicho, le arrastraron a ella o le metieron dentro de un empellón, y sus sufrimientos fueron casi superiores a sus fuerzas. Los criados de la viuda le tenían limpio y acicalado, peinado y cepillado; le acostaban todas las noches entre antipáticas sábanas que no tenían ni una mota ni mancha que pudiera él apretar contra su corazón y reconocerla como amiga. Tenía que comer con tenedor y cuchillo; tenía que usar plato, copa y servilleta; tenía que estudiar en un libro; tenía que ir a la iglesia; tenía que hablar con tal corrección que el lenguaje se volvió insípido en su boca; de cualquier lado que se volvía, las rejas y grilletes de la civilización le cerraban el paso y le ataban de pies y manos.

Durante tres semanas soportó heroicamente sus angustias, y un buen día desapareció. Dos días y dos noches le buscó la acongojada ciudad por todas partes. El público tomó el asunto con gran interés: registraron todas las cercanías de arriba abajo; dragaron el río en busca del cadáver. El tercer día, muy de mañana, Tom, con certero instinto, fue a hurgar por entre unas barricas viejas, detrás del antiguo matadero, y en una de ellas encontró al fugitivo. Huck había dormido allí; acababa de desayunar en aquel instante con diversos artículos que había hurtado, y estaba tendido voluptuosamente, fumando una pipa. Estaba sucio, despeinado y cubierto con los antiguos andrajos que le habían hecho pintoresco en los tiempos en que era libre y dichoso. Tom lo sacó de allí, le contó los trastornos que había causado y trató de convencerle de que volviera a casa. El semblante de Huck perdió su plácida expresión de bienestar y se puso sombrío y melancólico.

-No hables de eso, Tom -dijo-. Ya he hecho la prueba y no marcha; no marcha, Tom. No es para mí; no estoy hecho a eso. La viuda es buena para mí y cariñosa; pero no puedo aguantarla. Me hace levantar a la misma hora justa todas las mañanas; hace que me laven y me peinen y cepillen hasta sacarme chispas; no me deja dormir en el cobertizo de la leña; tengo que llevar esa condenada ropa que me estrangula, Tom; parece como que no deja entrar el aire, y es tan condenadamentefina que no puedo sentarme, ni tumbarme, ni echarme a rodar; hace ya... años, parece, que no me he dejado resbalar por la entrada de un sótano; tengo que ir a la iglesia, y sudar y sudar: ¡no resisto aquellos sermones! Allí no puedo cazar una mosca ni mascar tabaco, y todo el domingo tengo que llevar puestos los zapatos. La viuda come a toque de campana, se acuesta a toque de campana, se levanta a toque de campana... todo se hace con un orden tan atroz que no hay nadie que lo resista.

-Pues mira, Huck, todo el mundo vive así.

-Eso no cambia nada, Tom. Yo no soy todo el mundo y no puedo con ello. Es horrible estar atado así. Y la comida le viene a uno demasiado fácilmente: ya no me tira el alimento. Tengo que pedir permiso para ir a pescar, y para ir a nadar, y hasta para toser. Además, tengo que hablar tan por lo fino que se me quitan las ganas de abrir el pico; y todos los días tengo que subirme al desván a jurar un rato para quitarme el mal gusto de boca, y si no me moriría, Tom. La viuda no me deja fumar ni dar gritos; no me deja quedarme con la boca abierta, ni estirarme, ni que me rasque delante de gente. -Y después prosiguió, con una explosión de cólera y sentimiento-. Y, ¡maldita sea mi suerte!, ¡no para de rezar en todo el tiempo! Tenía que largarme, Tom, no había otro remedio. Y, además, iba a empezar la escuela, y yo tenía que ir; y eso no puedo sufrirlo.

Mira, Tom: ser rico no es lo que se dice por ahí. No es más que reventarse y reventarse, y sudar y más sudar, y querer uno morirse cuanto antes. En cambio esta ropa es de mi gusto y esta barrica es de mi gusto, y no estoy por dejarlas. Nunca me hubiera yo visto en esta desgracia si no hubiera sido por aquel dinero.

Anda y coge mi pane para ti, y me das diez centavos de vez en cuando, pero no muy a menudo, porque no me interesan las cosas que no le cuesten a uno conseguirlas. Y vas y le hablas a la viuda por mí para que me deje.

-Huck, ya sabes que no puedo hacer eso. No está bien; y además, si haces la prueba un poco más de tiempo, ya verás cómo acaba por gustarte.

-¡Gustarme! Sí, ¡como me gustaría un brasero si tuviera que estar sentado encima el tiempo que hiciera falta! No, Tom, no quiero ser rico, y no he de vivir en esas malditas casas donde se ahoga uno. A mí me gustan las arboledas, y el río, y las barricas, y con ellos me quedo. ¡Maldita sea! ¡Ahora que ya teníamos escopetas y la cueva y todo arreglado para ser bandoleros, viene esta condenada tontería y lo estropea todo!

Tom vio su oportunidad.

-Mira, Huck-le dijo-, el ser rico no me ha de quitar de ser bandido.

-¿No? ¿Lo dices de veras? ¿Es en serio, Tom?

-Tan en serio como estoy aquí sentado. Pero, mira, Huck, no podemos admitirte en la cuadrilla si no vives decentemente, ¿sabes?

A Huck se le aguó la alegría.

-¿No me podéis admitir, Tom? ¿No me dejaste que fuera de pirata?

-Sí, pero no es lo mismo. Un bandido es persona de más tono de lo que es un pirata..., por regla general.

En muchos países son de los más altos de la nobleza: duques y cosas así.

-¡Tom! ¡Tan amigo como has sido mío! No me dejarás fuera, ¿verdad? Eso no lo haces tú, Tom.

-Huck, yo no quisiera; pero ¿qué diría la gente? Pues diría: ¡Bah, la cuadrilla de Tom Sawyer! ¡Hay en ella personas de malos antecedentes! Y eso lo dirían por ti, Huck. A ti no te gustaría, y yo no quiero que lo digan.

Huck permaneció callado largo rato. En su mente se libraba una batalla. Al cabo dijo:

-Bueno; pues me volveré con la viuda por un mes, y lo probaré de nuevo, a ver si puedo llegar a aguantarlo, si tú me dejas entrar en la cuadrilla.

-¡Corriente! ¡Trato hecho, Huck! Vente conmigo compadre, y yo pediré a la viuda que te afloje una miaja.

-¿De veras, Tom? Muy bien. Si afloja un poco en las cosas que me cuestan más trabajo, fumaré a escondidas y juraré a solas, y saldré adelante o reventaré. ¿Cuándo vas a armar la cuadrilla para hacernos bandoleros?

-Muy pronto. Reuniremos los chicos, y esta misma noche celebraremos la iniciación.

-¿Celebraremos qué?

-La iniciación.

-¿Qué es eso?

-Es jurar que nos hemos de defender unos a otros y no decir nunca los secretos de la cuadrilla, aunque le piquen a uno en tajadas, y matar a cualquiera, y a toda su familia, que haga daño a alguno de nosotros.

-Eso es divertido..., la mar de divertido. Te lo digo yo.

Ya lo creo. Y todos esos juramentos hay que hacerlos a medianoche, en el sitio más solitario y de más miedo que se pueda encontrar. Una casa encantada sería lo mejor; pero ahora están todas hechas escombros.

-Bueno, pero con hacerlo a medianoche vale.

-Sí, vale. Y hay que jurar sobre una caja de muerto y firmarlo con sangre.

-¡De primera! No me voy a apartar de la viuda hasta que me pudra, Tom. Y se llego a ser un bandido de los de primer orden y todo el mundo habla de mí, me parece que se sentirá orgullosa de haber sido ella la que me recogió en la calle.

FIN

Juana de Arco

Por

Mark Twain

PRIMERA PARTE

1

Estamos en el año de 1492. Tengo ochenta y dos de edad. Los episodios de los que voy a hablaros son hechos que yo mismo contemplé durante mi infancia y adolescencia. En las leyendas, romances y canciones dedicadas a Juana de Arco que todos vosotros y el resto de la gente leéis, recitáis y entonáis gracias a los libros estampados con el nuevo arte de imprimir, recientemente inventado, se hace repetida mención de mí, el caballero Luis de Conte. Yo fui su paje, asistente y secretario. Estuve con ella desde el principio hasta el final.

Me crie con ella, en el mismo pueblo. Jugábamos juntos a diario cuando éramos niños los dos, lo mismo que vosotros jugáis con vuestros compañeros. Ahora, cuando nos damos cuenta de lo grande que fue, ahora que su nombre es conocido en el mundo entero, puede resultar increíble que yo esté diciendo la verdad. Es como si un triste cirio, débil y de corta duración, al hablar del sol eterno y refulgente que recorre los cielos, dijera: «Él fue mi camarada y vecino cuando los dos éramos cirios».

Y, sin embargo, en mi caso, ésta es la verdad, tal como yo la digo. Fui su compañero de juegos y luché a su lado en la guerra. Hasta hoy conservo en mi memoria, bello y nítido, el retrato de aquella querida figurita, con el cuerpo inclinado sobre el cuello de su caballo, que volaba, cargando al frente de los ejércitos de Francia. Sus cabellos le flotaban sobre la espalda, su coraza de plata se adentraba cada vez más y más profunda y firmemente en el fragor de la batalla, perdiéndose algunas veces de vista entre las agitadas cabezas de los caballos. Espadas levantadas, plumas flotando en el aire, sobresaliendo de los escudos protectores.

Permanecí siempre a su lado, hasta el final. Y cuando amaneció aquel negro día —cuya sombra acusadora caerá siempre sobre la memoria de los clérigos mitrados franceses, sometidos a Inglaterra, que fueron sus asesinos, y sobre Francia, que permaneció inactiva y no negoció el rescate, en todas estas circunstancias—, mi mano fue la última que ella tocó en vida.

 

Con el paso de los años y las décadas, cuando la imagen radiante de la maravillosa niña sobre el cielo de la guerra en Francia, primero, y el recuerdo de su muerte entre las nubes de humo de la pira, después, se perdió profundamente en el pasado, volviéndose tenue y delicado, divino y patético, entonces llegué a comprenderla y a reconocerla como lo que realmente fue: la vida más noble que haya nacido jamás, salvo Una.

2

Yo, el caballero Luis de Conte, nací en Neuf château, el 6 de enero de 1410. Es decir, dos años antes de que Juana de Arco naciese en Domrémy. Mi familia había huido a esos lugares lejanos, desde las cercanías de París, en los primeros años del siglo. En aquellos momentos eran Armagnacs… es decir, partidarios de nuestro propio Rey francés, a pesar de encontrarse loco e imposibilitado. El partido borgoñón, que era favorable a los ingleses, les había despojado de todos sus bienes, tarea consumada concienzudamente. Se llevaron todo, menos el título de pequeña nobleza que correspondía a mi padre. Cuando éste llegó a Neuf château, era pobre, y su espíritu estaba profundamente quebrantado. Sin embargo, el clima político de la región era el que le gustaba a él, y eso representaba mucho para su tranquilidad. Aquel era un lugar relativamente pacífico, a diferencia del que abandonó, poblado de furias y violencias, locos y endemoniados, donde el crimen era una diversión frecuente y nadie podía tener su vida asegurada ni un solo instante.

En París, el populacho rugía por las calles, toda la noche dedicado a saquear, incendiar y asesinar sin que nada les molestase en su empeño, sin que nadie les impidiese hacerlo. El sol se levantaba sobre edificios en ruinas humeantes, cadáveres mutilados que aparecían por todas partes en las calles, en la misma posición en que fueron abatidos. Eran despojados de sus ropas rápidamente por ladrones, profesionales del robo, que seguían a la muchedumbre destructora. Nadie se atrevía a retirar los muertos y darles sepultura, al contrario, eran abandonados en descomposición, con riesgo de que propagaran temibles epidemias.

Y las plagas se producían. Provocaban gran mortandad entre las poblaciones, que desaparecían a millares, cuidando sus familiares que los funerales se llevaran a cabo durante la noche, pues no se permitían actos públicos por miedo a que la gravedad de la epidemia atemorizase a la gente y la llevara a la desesperación. En tales circunstancias, cayó sobre Francia uno de los inviernos más fríos que se recordaban en los últimos quinientos años. Trajo consigo hambre, peste, matanzas, hielo, nieve… París padeció todos estos desastres al mismo tiempo. Los muertos se amontonaban en las calles y hasta los lobos se atrevieron a entrar en la ciudad, a plena luz del día, devorando los cadáveres sin que nadie se lo impidiese.

Aquello era horrible… ¡Francia había caído bajo… tan bajo! Durante más de tres cuartos de siglo, las garras inglesas habían hecho presa en sus carnes y sus ejércitos estaban tan desmoralizados por las continuas retiradas y derrotas, que —según las habladurías confirmadas con la práctica— la sola vista del ejército inglés bastaba para poner a los franceses en fuga. Cuando yo tenía cinco años, el increíble desastre de las armas francesas en la batalla de Agincourt, se abatió sobre el país, dejándolo consternado. Aunque el rey inglés regresó a su tierra, a disfrutar la gloria del triunfo, dejó a Francia postrada y a merced de bandas de soldados mercenarios, licenciados del ejército, que habían servido al partido borgoñón. Una de estas bandas, en sus habituales incursiones, pasó una noche por nuestro castillo de Neuf château, incendiaron los techos de paja y madera, y a la luz del fuego pude ver cómo todos mis seres queridos (salvo mi hermano mayor que estaba en la corte del rey) eran asesinados mientras imploraban misericordia a sus verdugos. Escuché a los asesinos reírse de sus súplicas y parodiar sus gestos. A mí no me vieron y gracias a eso escapé sin daño. Cuando se marcharon aquellos asesinos, abandoné mi escondrijo llorando inconsolable el resto de la noche, al mismo tiempo que contemplaba los restos de las casas que ardían. Me encontraba completamente solo, exceptuando la compañía de los muertos y heridos, ya que los demás vecinos habían huido y se habían ocultado.

Después de esto, fui enviado a Domrémy, a casa de un sacerdote amigo. Su ama de llaves se portó conmigo como una madre cariñosa. El sacerdote, pasado algún tiempo, me enseñó a leer y a escribir, de modo que él y yo acabamos por ser los únicos del pueblo que teníamos tales conocimientos. En la época en que la casa de aquel buen sacerdote, Guillermo Fronte, se convirtió en mi hogar, tenía yo seis años. Vivíamos al lado de la iglesia del pueblo; el pequeño jardín de los padres de Juana, daba a la parte de atrás del templo. La familia de nuestros vecinos estaba compuesta por Santiago de Arco, el padre, su esposa, Isabel Romée y tres hijos: Santiago, de diez años, Pedro, de ocho, y Juan, de siete. Las niñas eran dos: Juana, que tenía cuatro, y su hermana menor, con apenas un año.

Desde el primer momento, estos niños fueron mis compañeros de juegos. También tuve otros amigos, especialmente cuatro chicos: Pedro Morel, Esteban Roze, Noel Rainguesson y Edmundo Aubrey, cuyo padre era en aquel tiempo alcalde de Domrémy. También recuerdo a dos niñas, que tenían aproximadamente la misma edad de Juana y que eran sus preferidas: una se llamaba Haumette y la otra Pequeña Mengette. Las niñas eran hijas de modestos campesinos, lo mismo que la propia Juana. Cuando se hicieron mayores, contrajeron matrimonio con labradores corrientes, de humilde posición. Sin embargo, muchos años después, ningún forastero de paso, por muy importante que fuese, dejaba de presentar sus respetos a aquellas dos mujeres, que en su adolescencia habían sido honradas con la amistad de Juana de Arco.

Todos ellos eran excelentes personas, más o menos como la mayoría de los campesinos de entonces. No es que fueran brillantes, por supuesto —tal cosa no podía esperarse—, pero sí tenían buenos sentimientos y eran agradables, obedientes a sus padres y al sacerdote.

Al hacerse mayores, asimilaron la acostumbrada dosis de prejuicios y pequeños egoísmos aprendidos de los adultos, y los incorporaban a su comportamiento habitual sin mayores inconvenientes, y también, por supuesto, sin darse mucha cuenta de lo que hacían. Habían heredado su religión y sus ideas políticas. Juan Huss y sus compañeros herejes podían encontrarle defectos a la Iglesia, pero en Domrémy no perturbaban la fe de nadie. Cuando se produjo el cisma —yo tenía entonces catorce años— y coincidieron tres papas al mismo tiempo, ninguna persona del pueblo se preocupaba sobre cuál de ellos elegir: sólo era legítimo el Papa de Roma. Un Papa de cualquier otro lugar que no fuese Roma, no podía ser considerado plenamente Papa. Todos y cada uno de los habitantes del pueblo se consideraba un Armagnac, un patriota. Si nosotros, los chiquillos, odiábamos apasionadamente algo en el mundo, eso era a los ingleses y a los borgoñones, y nuestra actitud vital respondía a este sentimiento.

3

Nuestro Domrémy era como cualquiera otra aldea de aquellos tiempos lejanos en esa perdida región. Un laberinto de sendas torcidas y estrechas, de veredas sombrías, veladas por los aleros de los tejados hechos con ramas y sarmientos, parecidos a pajares. El interior de las casas estaba débilmente iluminado por ventanas con postigos de madera… es decir, unas aberturas en las paredes que hacían de ventanas. Los suelos eran de tierra y sobre ellos se veían escasos muebles. La cría de ovejas y la ganadería eran la principal fuente de riqueza. La gente joven trabajaba en guardar los rebaños.

El emplazamiento de la aldea era de notable belleza. A un extremo del pueblo se abría una hermosa llanura que descendía hasta el río Mosa, describiendo amplia curva. Al otro extremo, una cuesta ascendía en pendiente, rodeada de altas hierbas, hasta la altura que la remataba, donde se encontraba un denso bosque de robles. Aquel bosque, sombrío y apretado, ofrecía gran interés para nosotros, los niños, puesto que —según contaban— los bandidos habían cometido allí muchos crímenes en tiempos remotos. Pero, todavía más lejos, habitaban aquel bosque portentosos dragones que arrojaban fuego y vapores venenosos por sus narices. De hecho, todavía en nuestra época quedaba allí uno de ellos. Era tan grande como un árbol y tenía el cuerpo tan ancho como una cubeta de vino. Sus escamas semejaban enormes tejas superpuestas, unas sobre otras, y sus ojos, de color rojo vivo, parecían tan grandes como el sombrero de un caballero. Una especie de uña remataba la cola, como un ancla de considerable tamaño… no sé a qué compararla, pero era algo muy grande, extraordinariamente grande, incluso para un dragón, como explicaban todos los expertos en dragones.

Predominaba la creencia de que ese dragón era de color azul brillante con manchas doradas, pero la verdad es que nadie lo vio nunca. En consecuencia, no estábamos seguros de que ése fuera su color, era sólo una opinión. Yo no pensaba así. Considero poco razonable formarse una opinión cuando no hay suficientes pruebas que la fundamenten. Si hubiéramos de crear a una persona desprovista de huesos, podría resultar agradable de aspecto, pero sería blanda y no lograría mantenerse en pie. Del mismo modo, yo pienso que la evidencia es como el hueso de una opinión.

Pero volveré a hablar de este asunto con más calma en otro momento, e intentaré demostrar lo acertado de mi posición. Respecto al dragón, siempre defendí la creencia de que su color debía ser el oro, sin azul, ya que éste fue siempre el color de los dragones. En nuestro caso, que el dragón habitaba a corta distancia, en el interior del bosque, lo prueba el hecho de que Pedro Morel se encontraba un día en el lugar, percibió su olor y pudo reconocerlo por él. Eso nos proporcionaba la estremecedora idea de lo cerca que podemos tener el más mortal de los peligros, sin que lo sospechemos.

En los tiempos antiguos, al menos un centenar de caballeros habrían acudido allí, uno tras otro, con el propósito de matar al dragón y cobrar la recompensa. Pero esa costumbre había perdido vigencia por aquellos días y era el sacerdote el encargado de eliminar el peligro de los dragones. En este caso fue el padre Guillermo Fronte quien lo hizo. Organizó una procesión, con velas e incienso, acompañada de estandartes, y la llevó alrededor de los límites del bosque para exorcizar a la fiera. Desde entonces, no se volvió a hablar nunca del dragón, aunque, según decían algunos campesinos, su olor no llegó a desaparecer por completo. Y no es que nadie percibiera el olor, porque ninguno lo notó, sino que era sólo una opinión, como la otra, ¿sabéis?… Es decir, sin evidencia, y por eso, podríamos decir que «carecía de hueso». Estoy seguro de que la horrible criatura se encontraba en el bosque antes del exorcismo del sacerdote, pero si estuvo allí después, o desapareció, es cosa que yo no puedo asegurar.

Hacia la zona alta de Domrémy, en dirección a Vaucouleurs, en un gran espacio abierto y tapizado de césped, se erguía una majestuosa haya, con frondosas ramas que se extendían a considerable distancia y ofrecían una amplia capa de sombra. Junto al haya brotaba un cristalino manantial de agua fresca, aumentando la belleza del lugar que, en los días del verano, era visitado por los niños. Iban allí —todos los veranos, desde hacía quinientos años—, iban allí y cantaban y bailaban juntos alrededor del árbol durante horas enteras, refrescándose en el manantial de vez en cuando, en una pausa que les resultaba muy agradable y gozosa.

También trenzaban guirnaldas de flores y las colgaban del árbol o las colocaban en torno al manantial, para alegrar a las hadas que habitaban el lugar. A ellas les gustaba mucho aquello, puesto que las ociosas, inocentes y diminutas criaturas que son las hadas se muestran encantadas con todas las cosas delicadas y bellas, tales como las flores silvestres preparadas de aquel modo. A cambio de esta atención, las hadas se mostraban cariñosas con los niños y hacían por ellos todo lo que más les gustaba, tal como conservar el manantial siempre fresco y limpio y alejar las serpientes o insectos dañinos. Así, nunca hubo la menor sombra de enemistad entre los niños y las hadas durante más de quinientos años —la tradición dice que fueron mil—, antes al contrario, mantenían el más caluroso afecto y la más perfecta confianza y fidelidad. Siempre que un niño moría, las hadas le lloraban con la misma pena que sus compañeros de juego. Prueba de ello era que antes del alba, en el día del funeral, colocaban una pequeña corona sobre el mismo lugar en que el niño muerto acostumbraba a sentarse bajo el árbol. He visto con mis propios ojos que esto es verdad, no una leyenda. El hecho que demostraba que eran las hadas quienes hacían la corona para el niño, era que estaba formada por flores negras, de una variedad desconocida en cualquier parte de Francia.

 

Quizá por eso, desde tiempo inmemorial, todos los niños criados en Domrémy fueron llamados los «Niños del Árbol». Ellos se mostraban encantados con el título, que llevaba consigo un privilegio especial, no concedido a ninguno de los demás niños del mundo. El privilegio consistía en que, cuando algún niño de Domrémy estaba a punto de morir, sobre la visión nublada de los últimos momentos, la imagen del árbol se aparecía, dulce, fuerte y hermosa… siempre que el alma del moribundo estuviera limpia.

Al menos, esto era lo que afirmaban algunos. Otros creían que la visión podría presentar dos modalidades: la primera, en que el árbol surgía como aviso al niño, dos años antes de su muerte, con el aspecto desolado y yerto propio del invierno, debido a que el alma se encontraba en poder del pecado. En tal situación, el espíritu del pequeño quedaba invadido por un temor espantoso. Si llegaba el arrepentimiento y el alma recobraba su pureza, la visión del árbol volvía de nuevo, pero con todo su frescor y belleza del verano. Pero si el alma no se arrepentía, entonces la imagen se borraba definitivamente, y el espíritu agonizante abandonaba la tierra, conociendo cuál iba a ser su destino.

La segunda modalidad afirmaba que el árbol sólo se aparecía una vez, y a las almas puras que morían perdidas en lejanas tierras, ansiosas por encontrar en esos momentos algún último recuerdo de su querido hogar. Y ¿qué mejor recuerdo podía alegrar su corazón que la figura del árbol predilecto de su cariño, compañero de sus goces y consuelo de sus pesadillas en los maravillosos tiempos de la perdida adolescencia?

De este modo se sucedían todas estas variadas tradiciones, en las cuales creían unos y otros, de acuerdo con sus preferencias. Yo creo que sólo una de las tradiciones es cierta, y, según mi opinión, es la última que he expuesto. No me atrevería a decir nada en contra de las demás, considero que también eran verdad, pero sólo sé que la última lo es enteramente. En mi opinión, si uno se centra en las cosas que sabe, y olvida las que no le convencen del todo, las conservará mejor en su mente… y esto es una ventaja.

Sé que si los Niños del Árbol mueren en una tierra lejana, entonces —si están en paz con Dios— vuelven sus ojos ansiosos al hogar y allí, brillando en la distancia, como a través de una nube que ocultara el cielo, contemplan la dulce imagen del Árbol de las Hadas teñido con el ensueño de una luz dorada. Ven el florido hidromiel derramándose hacia el río y a su olfato moribundo llegará, desvaída y dulce, la fragancia de las flores de su hogar. Más tarde, la visión se desvanece hasta desaparecer… ¡Pero ellos lo saben, ellos lo saben! Y a través de sus rostros, felices y transfigurados, podéis adivinarlo vosotros también, vosotros que permanecéis junto a ellos observándolos. Sí, vosotros sabéis que el mensaje les ha llegado y que les ha venido del cielo.

Juana y yo pensábamos lo mismo sobre este asunto. En cambio, Pedro Morel, Santiago de Arco y muchos otros compañeros creían en la visión del árbol que se aparece dos veces… a un pecador. En efecto, lo mismo ellos que otros muchos afirmaban que lo sabían. Quizá porque sus padres lo creyeron antes y se lo dijeron a ellos. En verdad, la mayoría de las cosas de este mundo las aprende uno de otras personas.

Una de las razones que podrían explicar la realidad de las dos apariciones del árbol, es un fenómeno conocido en nuestro pueblo. Desde los tiempos más antiguos, cuando alguien contemplaba a uno de los habitantes del lugar con el rostro gris ceniza y agarrotado por un terror fantasmal, todo el que lo veía susurraba a su vecino: «¡Mira, está en pecado y ha recibido su advertencia!». Y el compañero le contestaba: «Sí, pobre desdichado, ha visto el Árbol».

Desde luego, tales evidencias tienen su importancia. No deben ser despreciadas con un gesto superficial. Cualquier hecho respaldado por la experiencia acumulada a través de los siglos, se encuentra cada vez más cerca de convertirse en una prueba. Y si se repite una y otra vez, llegará a ser considerada con fuerza de autoridad. Y la autoridad es como una roca inamovible que permanece siempre.

A lo largo de mi vida, he visto varios casos en los que el árbol apareció anunciando una muerte que estaba aún lejana. Pero en ninguno de estos casos, la persona implicada en la visión se encontraba en pecado. No, la visión era tan sólo una gracia especial. En lugar de dejar para el momento de la muerte el conocimiento de la salvación de aquella alma, la aparición del árbol la anunciaba ya anticipadamente y aseguraba la paz en el espíritu —paz que ya no podía ser alterada—, la paz eterna de Dios. Yo mismo, viejo y quebrantado, aguardo con tranquilidad, porque he tenido la visión del Árbol. Lo he visto y estoy contento.

Desde los tiempos más remotos, cuando los niños juntaban sus manos y danzaban alrededor del Árbol de las Hadas, entonaban una canción llamada la «Canción del Árbol», es decir, la Canción de «L’Arbre Fée de Bourlemont». La cantaban al son de una linda y dulce tonada. Alegre y dulce tonada que ha sonado en mi espíritu soñador toda mi vida, en los momentos que me he sentido fatigado y disgustado. La canción me servía de alivio y me transportaba nuevamente a mi hogar, a través de la noche y de la distancia.

Ningún forastero puede comprender o sentir lo que esa canción ha supuesto para los Niños del Árbol desterrados, sin hogar y con el corazón angustiado en tierras extrañas a su lengua y a sus costumbres.

Es posible que la canción os parezca simple, o, tal vez, pobre. Pero si tenéis en cuenta el sentido que tenía para nosotros y lo evocadora que resultaba a nuestra imaginación cuando la recordábamos, entonces seguro que la respetaréis. Y comprenderéis también que brotara el llanto de nuestros ojos, se nublara nuestra vista y se quebraran las voces hasta impedirnos cantar las últimas estrofas:

«Y cuando en el exilio vaguemos

y, débiles, ansiemos vislumbrarte,

¡Oh, muéstrate a nosotros!».

Tendréis presente que Juana de Arco, entonaba esta canción con nosotros en torno al Árbol cuando era una niñita, y que disfrutaba con ello, haciéndola mejor… Sí, estaréis de acuerdo con esto.

EL ÁRBOL DE LAS HADAS DE BOURLEMONT

(Canción de los niños)

Mas ¿qué ha conservado tus hojas tan verdes,

Árbol de las Hadas de Bourlemont?

¡Las lágrimas de los niños! Ellos venían con sus penas,

y tú consolabas y animabas

sus dolidos corazones, y recogías una lágrima

para regar cada una de tus hojas.

Y ¿qué te ha hecho crecer tan fuerte,

Árbol de las hadas de Bourlemont?

¡El amor de los niños! Te han querido mucho tiempo:

Un millar de años, en verdad

Te han alimentado con alabanzas y canciones.

Han dado calor a tu corazón y lo han conservado joven…

¡Mil años de juventud!

¡Permanece siempre verde en nuestros corazones jóvenes,

Árbol de las hadas de Bourlemont!

Y siempre jóvenes seremos

sin percibir el paso del Tiempo,

y, cuando en el exilio vaguemos

Y, débiles, ansiemos vislumbrarte,

¡Oh, muéstrate a nosotros!