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100 Clásicos de la Literatura

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-Eso es lo que he descubierto, Huck. Me parece que éste es el propio número dos, tras el que andamos.

-Me parece que sí... Y ahora ¿qué vas a hacer?

-Déjame pensar.

Tom meditó largo rato. Después habló así:

-Voy a decírtelo. La puerta trasera de ese número dos es la que da a aquel callejón sin salida que hay entre la posada y aquel nidal de ratas del almacén de ladrillos. Pues ahora vas a reunir todas las llaves de puertas a que puedas echar mano y yo cogeré todas las de mi tía, y en la primera noche oscura vamos allí y las probamos. Y cuidado con que dejes de estar en acecho de Joe el Indio, puesto que dijo que había de volver otra vez por aquí para buscar una ocasión para su venganza. Si le ves, le sigues; y si no va al número dos, es que aquél no es el sitio.

-¡Cristo!, ¡no me gusta eso de seguirlo yo solo!

-Será de noche, seguramente. Puede ser que ni siquiera te vea, y si te ve, puede que no se le ocurra pensar nada.

-Puede ser que si está muy oscuro, me atreva a seguirle. No lo sé, no lo sé... Trataré de hacerlo.

-A mí no me importaría seguirle siendo de noche, Huck. Mira que acaso descubra que no puede vengarse y se vaya derecho a coger el dinero.

-Tienes razón; así es. Le seguiré..., le he de seguir aunque se hunda el mundo.

-Eso es hablar. No te ablandes, Huck, que tampoco he de aflojar yo.

CAPÍTULO XXVIII

Tom y Huck se aprestaron aquella noche para la empresa. Rondaron por las cercanías de la posada, hasta después de las nueve, vigilando uno el callejón a distancia y el otro la puerta de la posada. Nadie penetró en el callejón ni salió por allí; nadie que, se pareciese al español traspasó la puerta. La noche parecía serena; así es que Tom se fue a su casa después de convenir que si llegaba a ponerse muy oscuro, Huck iría a buscarle y maullaría y entonces él se escaparía para que probasen las llaves. Pero la noche continuó clara y Huck abandonó la guardia y se fue a acostar en un barril de azúcar, vacío, a eso de las doce.

No tuvieron el martes mejor suerte, y el miércoles tampoco. Pero la noche del jueves se mostró más propicia. Tom se evadió en el momento oportuno con una maltrecha linterna de hojalata, de su tía, y una toalla para envolverla. Ocultó la linterna en el barril de azúcar de Huck y montaron la guardia. Una hora antes de media noche se cerró la taberna, y sus luces -únicas que por allí se veían- se extinguieron. No se había visto al español; nadie había pasado por el callejón. Todo se presentaba propicio. La oscuridad era profunda: la perfecta quietud sólo se interrumpía, de tarde en tarde, por el rumor de truenos lejanos.

Tom sacó la linterna, la encendió dentro del barril envolviéndola cuidadosamente en la toalla, y los dos aventureros fueron avanzando en las tinieblas hacia la posada. Huck se quedó de centinela y Tom entró a tientas en el callejón. Después hubo un intervalo de ansiosa espera, que pesó sobre el espíritu de Huck como una montaña. Empezó a anhelar que se viese algún destello de la linterna de Tom: eso le alarmaría, pero al menos sería señal de que aún vivía su amigo.

Parecía que ya habían transcurrido horas enteras desde que Tom desapareció. Seguramente le había dado un soponcio; puede ser que estuviese muerto; quizá se le había paralizado el corazón de puro terror y sobresalto. Arrastrado por su ansiedad, Huck se iba acercando más y más al callejón, temiendo toda clase de espantables sucesos y esperando a cada segundo el estallido de alguna catástrofe que le dejase sin aliento. No parecía que le pudiera quitar mucho, porque respiraba apenas y el corazón le latía como si fuera a rompérsele. De pronto hubo un destello de luz y Tom pasó ante él como una exhalación. -¡Corre! -le dijo-. ¡Sálvate! ¡Corre!

No hubiera necesitado que se lo repitiera: la primera advertencia fue suficiente: Huck estaba haciendo treinta o cuarenta millas por hora para cuando se oyó la segunda. Ninguno de los dos se detuvo hasta que llegaron bajo el cobertizo de un matadero abandonado, en las afueras del pueblo. Al tiempo que llegaban estalló la tormenta y empezó a llover a cántaros. Tan pronto como Tom recobró el resuello, dijo:

-Huck, ¡ha sido espantoso! Probé dos llaves con toda la suavidad que pude; pero hacían tal ruido, que casi no podía tenerme en pie de puro miedo. Además, no daban vuelta en la cerradura. Bueno, pues sin saber lo que hacía, cogí el tirador de la puerta y... ¡se abrió! No estaba cerrada. Entré de puntillas y tiré la toalla, y.. ¡Dios de mi vida!...

-¡Qué!..., ¿qué es lo que viste, Tom!

-Huck, ¡de poco le piso una mano a Joe el Indio!

-¡No!...

-¡Sí! Estaba tumbado, dormido como un leño, en el suelo, con el parche en el ojo y los brazos abiertos.

-¿Y qué hiciste? ¿Se despertó?

-No, no se rebulló. Borracho, me figuro. No hice más que recoger la toalla y salir disparado.

-Nunca hubiera yo reparado en la toalla.

Yo sí. ¡Habría que haber visto a mi tía si llego a perderla! -Dime, Tom, ¿viste la caja?

-No me paré a mirar. No vi la caja ni la cruz. No vi más que una botella y un vaso de estaño en el suelo a la vera de Joe. Sí, y vi dos barricas y la mar de botellas en el cuarto. ¿No comprendes ahora qué es lo que le bpasa a aquel cuarto?

-¿Qué?

-Pues que está encantado de whisky. Puede ser que en todas las «Posadas de Templanza» tengan un cuarto encantado, ¿eh?

-Puede que sea así. ¡Quién iba a haberlo pensado! Pero, oye, Tom, ahora es la mejor ocasión para hacernos con la caja, si Joe el Indio está borracho.

-¿De veras? ¡Pues haz la prueba!

Huck se estremeció.

-No, me parece que no.

Y a mí también me parece que no. Una sola botella junto a Joe no es suficiente. Si hubiera habido tres, estaría tan borracho que yo me atrevería a intentarlo.

Meditaron largo rato, y al fin dijo Tom:

-Mira, Huck, más vale que no intentemos más eso hasta que sepamos que Joe no está allí. Es cosa de demasiado miedo. Pero si vigilamos todas las noches, estamos seguros de verlo salir alguna vez, y entonces atrapamos la caja en un santiamén.

-Conforme. Yo vigilaré todas las noches, sin dejar ninguna, si tú haces la otra parte del trabajo.

-Muy bien, lo haré. Todo lo que tú tienes que hacer es ir corriendo a mi calle y maullar, y si estoy durmiendo tiras una china a la ventana, y ya me tienes dispuesto.

-Conforme. ¡De primera!

-Ahora, Huck, ya ha pasado la tormenta, y me voy a casa. Dentro de un par de horas empezará a ser de día. Tú te vuelves y vigilas todo ese rato, ¿quieres?

-He dicho que lo haría, y lo haré. Voy a rondar esa posada todas las noches aunque sea un año. Dormiré de día y haré la guardia por la noche.

-Eso es. ¿Y dónde vas a dormir?

-En el pajar de Ben Rogers. Ya sé que él me deja y también el negro de su padre, el tío Jake. Acarreo agua para el tío cuando la necesita, y siempre que yo se lo pido me da alguna cosa de comer, si puede pasar sin ella. Es un negro muy bueno, Tom. El me quiere porque yo nunca me doy importancia con él. Algunas veces me he sentado con él a comer. Pero no lo digas por ahí. Uno tiene que hacer cosas cuando le aprieta mucho el hambre que no quisiera hacer de ordinario.

-Bueno; si no te necesito por el día, Huck, te dejaré que duermas. No quiero andarte fastidiando. A cualquier hora que descubras tú algo de noche, echas a correr y maullas.

CAPÍTULO XXIX

Lo primero que llegó a oídos de Tom en la mañana del viernes fue una jubilante noticia: la familia del juez Thatcher había regresado al pueblo aquella noche. Tanto el Indio Joe como el tesoro pasaron en seguida a segundo término, y Becky ocupó el lugar preferente en el interés del muchacho. La vio y gozaron hasta hartarse jugando al escondite y a las cuatro esquinas con una bandada de condiscípulos. La felicidad del día tuvo digno remate y corona. Becky había importunado a su madre para que celebrase al siguiente día la merienda campestre, de tanto tiempo atrás prometida y siempre aplazada, y la mamá accedió. El gozo de la niña no tuvo límites, y el de Tom no fue menor. Las invitaciones se hicieron al caer la tarde a instantáneamente cundió una fiebre de preparativos y de anticipado júbilo entre la gente menuda. La nerviosidad de Tom le hizo permanecer despierto hasta muy tarde, y estaba muy esperanzado de oír el «¡miau!» de Huck y de poder asombrar con su tesoro al siguiente día a Becky y demás comensales de la merienda; pero se frustró su esperanza. No hubo señales aquella noche.

Llegó al fin la mañana, y para las diez o las once una alborotada y ruidosa compañía se hallaba reunida en casa del juez, y todo estaba presto para emprender la marcha. No era costumbre que las personas mayores aguasen estas fiestas con su presencia. Se consideraba a los niños seguros bajo las alas protectoras de unas cuantas señoritas de dieciocho años y unos cuantos caballeretes de veintitrés o cosa así. La vieja barcaza de vapor que servía para cruzar el río había sido alquilada para la fiesta, y a poco la jocunda comitiva, cargada de cestas con provisiones, llenó la calle principal. Sid estaba malo y se quedó sin fiesta; Mary se quedó en casa para hacerle compañía. La última advertencia que la señora de Thatcher hizo a Becky fue:

-No volveréis hasta muy tarde. Quizá sea mejor que te quedes a pasar la noche con alguna de las niñas que viven cerca del embarcadero.

-Entonces me quedaré con Susy Harper, mamá.

-Muy bien. Y ten cuidado, y sé buena, y no des molestias. Poco después, ya en marcha, dijo Tom a Becky:

-Oye voy a decirte lo que hemos de hacer. En vez de ir a casa de Joe Harper subimos al monte y vamos a casa de la viuda de Douglas. Tendrá helados. Los toma casi todos los días..., carretadas de ellos. Y se ha de alegrar de que vayamos. -¡Qué divertido será!

 

Después Becky reflexionó un momento y añadió: -Pero ¿qué va a decir mamá?

-¿Cómo va a saberlo?

La niña rumió un rato la idea y dijo vacilante:

-Me parece que no está bien... pero...

-Pero... ¡nada! Tu madre no lo ha de saber, y así, ¿dónde está el mal? Lo que ella quiere es que estés en lugar seguro, y apuesto a que te hubiera dicho que fueses allí si se le llega a ocurrir. De seguro que sí.

La generosa hospitalidad de la viuda era un cebo tentador. Y ello y las persuasiones de Tom ganaron la batalla. Se decidió, pues, a no decir nada a nadie en cuanto al programa nocturno.

Después se le ocurrió a Tom que quizá Huck pudiera ir aquella noche y hacer la señal. Esta idea le quitó gran parse del entusiasmo por su proyecto. Pero, con todo, no se avenía a renunciar a los placeres de la mansión de la viuda. ¿Y por qué había de renunciar? -pensaba-. Si aquella noche no hubo señal, ¿era más probable que la hubiera la noche siguiente? El placer cierto que le aguardaba le atraía más que el incierto tesoro; y, como niño que era, decidió dejarse llevar por su inclinación y no volver a pensar en el cajón de dinero en todo el resto del día.

Tres millas más abajo de la población la barcaza se detuvo a la entrada de una frondosa ensenada y echó las amarras. La multitud saltó a tierra, y en un momento las lejanías del bosque y los altos peñascales resonaron por todas partes con gritos y risas. Todos los diversos procedimientos de llegar a la sofocación y al cansancio se pusieron en práctica, y después los expedicionarios fueron regresando poco a poco al punto de reunión, armados de fieros apetitos, y comenzó la destrucción y aniquilamiento de los gustosos alimentos. Después del banquete hubo un rato de charla y refrescante descanso bajo los corpulentos y desparramados robles. Al fin, alguien gritó:

-¿Quién quiere venir a la cueva?

Todos estaban dispuestos. Se buscaron paquetes de bujías y en seguida todo el mundo se puso en marcha monte arriba. La boca de la cueva estaba en la ladera, y era una abertura en forma de A. La recia puerta de roble estaba abierta. Dentro había una pequeña cavidad, fría como una cámara frigorífica, construida por la Naturaleza con sólidos muros de roca caliza que rezumaba humedad, como un sudor frío. Era romántico y misterioso estar allí en la profundidad sombría y ver allá fuera el verde valle resplandeciente de sol. Pero lo impresionante de la situación se disipó pronto y el alboroto se reanudó en seguida. En el momento en que cualquiera encendía una vela todos se lanzaban sobre él, se tramaba una viva escaramuza de ataque y defensa, hasta que la bujía rodaba por el suelo o quedaba apagada de un soplo, entre grandes risas y nuevas repeticiones de la escena. Pero todo acaba, y al fin la procesión empezó a subir la abrupta cuesta de la galería principal, y la vacilante hilera de luces permitía entrever los ingentes muros de roca casi hasta el punto en que se juntaban a veinte metros de altura. Esta galería principal no tenía más de tres o cuatro metros de ancho. A cada pocos pasos otras altas resquebrajaduras, aun más angostas, se abrían por ambos lados, pues la Cueva de MacDougal no era sino un vasto laberinto de retorcidas galerías que se separaban unas de otras, se volvían a encontrar y no conducían a parte alguna. Se decía que podía uno vagar días y noches por la intrincada red de grietas y fisuras sin llegar nunca al término de la cueva, y que se podía bajar y bajar a las profundidades de la tierra y por todas partes era lo mismo: un laberinto debajo del otro y todos ellos sin fin ni término. Nadie se sabía la caverna. Era cosa imposible. La mayor parte de los muchachos conocía sólo un trozo, y no acostumbraba a aventurarse mucho más allá de la parte conocida. Tom Sawyer sabía tanto como cualquier otro.

La comitiva avanzó por la galería principal como tres cuartos de milla, y después grupos y parejas fueron metiéndose por las cavernas laterales, correteando por las tétricas galerías para sorprenderse unos a otros en las encrucijadas donde aquéllas se unían. Unos grupos podían eludir la persecución de los otros durante más de media hora sin salir del terreno conocido.

Poco a poco, un grupo tras otro, fueron llegando a la boca de la cueva, sin aliento; cansados de reír, cubiertos de la cabeza a los pies de goterones de esperma, manchados de barro y encantados de lo que se habían divertido. Se quedaban todos sorprendidos de no haberse dado cuenta del transcurso del tiempo y de que ya la noche se viniera encima. Hacía media hora que la campana del barco los estaba llamando; pero, aquel final de las aventuras del día les parecía también novelesco y romántico y, por consiguiente, satisfactorio. Cuando el vapor, con su jovial y ruidoso cargamento, avanzó en la corriente, a nadie importaba un ardite por el tiempo perdido, a no ser al capitán de la embarcación.

Huck estaba ya en acecho cuando las luces del vapor se deslizaron, relampagueantes, frente al muelle. No oyó ruido alguno a bordo porque la gente joven estaba ya muy formal y apaciguada, como ocurre siempre a quien está medio muerto de cansancio. Se preguntaba qué barco sería aquél y por qué no atracaba en el muelle, y con esto no volvió a acordarse más de él y puso toda su atención en sus asuntos. La noche se estaba poniendo anubarrada y oscura. Dieron las diez, y cesó el ruido de vehículos; luces dispersas empezaron a hacer guiños en la oscuridad, los transeúntes rezagados desaparecieron, la población se entregó al sueño y dejó al pequeño vigilante a solas con el silencio y los fantasmas. Sonaron las once y se apagaron las luces de las tabernas, y entonces la oscuridad lo invadió todo. Huck esperó un largo rato, que le pareció interminable y tedioso, pero no ocurrió nada. Su fe se debilitaba. ¿Serviría de algo? ¿Sería realmente de alguna utilidad? ¿Por qué no desistir y marcharse a acostar?

Oyó un ruido. En un instante fue todo atención. La puerta de la calleja se abrió suavemente. Se puso de un salto en el rincón del almacén de ladrillos. Un momento después dos hombres pasaron ante él rozándole, y uno de ellos parecía llevar algo bajo el brazo. ¡Debíá de ser aquella caja! Así, pues, se llevaban el tesoro.

¿Por qué llamar entonces a Tom? Sería insensato: los dos hombres desaparecerían con la caja para no volverlos a ver jamás. No; se iba a pegar a sus talones y seguirlos; confiaba en la oscuridad para no ser descubierto. Así arguyendo consigo mismo, Huck saltó de su escondrijo y se deslizó tras ellos como un gato, con los pies desnudos, dejándoles la delantera precisa para no perderlos de vista.

Siguieron un trecho subiendo por la calle frontera al río y torcieron a la izquierda por una calle transversal. Avanzaron por allí en línea recta, hasta llegar a la senda que conducía al monte Cardiff, y tomaron por ella. Pasaron por la antigua casa del galés, a mitad de la subida del monte, y sin vacilar siguieron cuesta arriba. «Bien está -pensó Huck-, van a enterrarla en la cantera abandonada». Continuaron hasta la cumbre; se metieron por el estrecho sendero entre los matorrales, y al punto se desvanecieron en las sombras. Huck se apresuró y acortó la distancia, pues ahora ya no podrían verle. Trotó durante un rato; después moderó el paso, temiendo que se iba acercando demasiado; siguió andando un trecho y se detuvo. Escuchó, no se oía ruido alguno, y sólo creía oír los latidos de su propio corazón. El graznido de una lechuza llegó hasta él desde el otro lado de la colina... ¡Mal agüero!...; pero no se oían pasos. ¡Cielos!, ¿estaría todo perdido? Estaba a punto de lanzarse a correr cuando oyó un carraspeo a dos pasos de él. El corazón se le subió a la garganta, pero se lo volvió a tragar, y se quedó allí, tiritando como si media docena de intermitentes le hubieran atacado a un tiempo, y tan débil, que creyó que se iba a desplomar en el suelo.

Conocía bien el sitio: sabía que estaba a cinco pasos del portillo que conducía a la finca de la viuda de Douglas. «Muy bien -pensó-, que lo entierren aquí; no ha de ser difícil encontrarlo.»

Una voz le interrumpió, apenas audible: la de Joe el Indio.

-¡Maldita mujer! Quizás tenga visitas... Hay luces, tan tarde como es.

-Yo no las veo.

Esta segunda voz era la del desconocido, el forastero de la casa de los duendes. Un escalofrío corrió por todo el cuerpo de Huck. ¡Ésta era, pues, la empresa de venganza! Su primera idea fue huir; después se acordó de que la viuda había sido buena con él más de una vez, y acaso aquellos hombres iban a matarla.

¡Si se atreviera a prevenirla! Pero bien sabía que no habría de atreverse: podían venir y atraparlo. Todo ello y mucho más pasó por su pensamiento en el instante que medió entre las palabras del forastero y la respuesta de Joe el Indio.

-Porque tienes las matas delante. Ven por aquí y lo verás. ¿Ves?

-Sí. Parece que hay gente con ella. Más vale dejarlo.

-¡Dejarlo, y precisamente cuando me voy para siempre de esta tierra! ¡Dejarlo, y acaso no se presente nunca otra ocasión! Ya te he dicho, y lo repito, que no me importa su bolsa: puedes quedarte con ella. Pero me trató mal su marido, me trató mal muchas veces, y, sobre todo, él fue el juez de paz que me condenó por vagabundo. Y no es eso todo; no es ni siquiera la milésima parte. Me hizó azotar, ¡azotar delante de la cárcel como a un negro, con todo el pueblo mirándome! ¡Azotado!, ¿entiendes? Se fue sin pagármelo, porque se murió. Pero cobraré en ella.

-No, no la mates. No hagas eso.

-¡Matar! ¿Quién habla de matar? Le mataría a él si le tuviera a mano; pero no a ella. Cuando quiere uno vengarse de una mujer no se la mata, ¡bah!, se le estropea la cara. No hay más que desgarrarle las narices y cortarle las orejas como a una verraca!

-¡Por Dios! ¡Eso es...!

-Guárdate tu parecer. Es lo más seguro para ti. Pienso atarla a la cama. Si se desangra y se muere, eso no es cuenta mía: no he de llorar por ello. Amigo mío, me has de ayudar en esto, que es negocio mío, y para eso estás aquí: quizá no pudiera manejarme yo solo. Si te echas atrás, te mato, ¿lo entiendes? Y si tengo que matarte a ti, la mataré a ella también, y me figuro que entonces nadie ha de saber quién lo hizo.

-Bueno: si se ha de hacer, vamos a ello. Cuanto antes, mejor...; estoy todo temblando.

-¿Hacerlo ahora y habiendo gente allí? Anda con ojo que voy a sospechar de ti, ¿sabes? No; vamos a esperar a que se apaguen las luces. No hay prisa.

Huck comprendió que iba a seguir un silencio aun más medroso que cien criminales coloquios: así es que contuvo el aliento y dio un paso hacia atrás, plantando primero un pie cuidadosa y firmemente, y después manteniéndose en precario equilibrio sobre el otro y estando a punto de caer a la derecha o la izquierda.

Retrocedió otro paso con el mismo minucioso cuidado y no menos riesgo; después, otro y otro, y .. ¡una rama crujió bajo el pie! Se quedó sin respirar y escuchó. No se oía nada: la quietud era absoluta; su gratitud a la suerte, infinita. Después volvió sobre sus pasos entre los muros de matorrales: dio la vuelta con las mismas precauciones que si fuera una embarcación, y anduvo ya más ligero, aunque no con menos cuidado.

No se sentía seguro hasta que llegó a la cantera, y allí apretó los talones y echó a correr. Fue volando cuesta abajo hasta la casa del galés. Aporreó la puerta, y a poco las cabezas del viejo y de sus dos muchachotes aparecieron en diferentes ventanas.

-¿Qué escándalo es ése? ¿Quién llama? ¿Qué quiere?

-¡Ábranme, de prisa! Ya lo diré todo.

-¿Quién es usted?

-Huckleberry Finn... ¡De prisa, ábranme!

-¡Huckleberry Finn! No es nombre que haga abrir muchas puertas, me parece. Pero abridle la puerta, muchachos, y veamos qué es lo que le pasa.

-¡Por Dios, no digan que lo he dicho yo! -fueron sus primeras palabras cuando se vio dentro-. No lo digan, por Dios, porque me matarán, de seguro; pero la viuda ha sido a veces buena conmigo y quiero decirlo; lo diré si me prometen que no dirán nunca que fui yo.

-Apuesto a que algo de peso tiene que decir, o no se pondría así. Fuera con ello, muchacho, que aquí nadie ha de decir nada.

Tres minutos después el viejo y sus dos hijos, bien armados, estaban en lo alto del monte, y penetraban en el sendero de los matorrales, con las armas preparadas. Huck los acompafió hasta allí, se agazapó tras un peñasco y se puso a escuchar. Hubo un postrado y anheloso silencio; después, de pronto, una detonación de arma de fuego y un grito. Huck no esperó a saber detalles. Pegó un salto y echó a correr monte abajo como una liebre.

 

CAPÍTULO XXX

Antes del primer barrunto del alba, en la madrugada del domingo, Huck subió a tientas por el monte, y llamó suavemente a la puerta del galés. Todos los de la casa estaban durmiendo, pero era un sueño que pendía de un hilo, a causa de los emocionantes sucesos de aquella noche. Desde una de las ventanas gritó una voz:

-¿Quién es?

Huck, con medroso y cohibido tono, respondió:

-Hágame el favor de abrir. Soy Huck Finn.

-De noche o de día siempre tendrás esta puerta abierta, muchacho. Y bienvenido.

Eran estas palabras inusitadas para los oídos del chico vagabundo. No se acordaba de que la frase final hubiera sido pronunciada nunca tratándose de él.

La puerta se abrió en seguida. Le ofrecieron asiento y el viejo y sus hijos se vistieron a toda prisa.

-Bueno, muchacho; espero que estarás bien y que tendrás buen apetito, porque el desayuno estará a punto tan pronto como asome el sol, y será de lo bueno; tranquilízate en cuanto a eso. Yo y los chicos esperábamos que hubieras venido a dormir aquí.

-Estaba muy asustado -dijo Huck- y eché a correr. Me largué en cuanto oí las pistolas, y no paré en tres millas. He venido ahora porque quería enterarme de lo ocurrido, ¿sabe usted?; y he venido antes que sea de día porque no quería tropezarme con aquellos condenados, aunque estuviesen muertos.

-Bien, hijo, bien; tienes cara de haber pasado mala noche; pero ahí tienes una cama para echarte después de desayunar. No, no están muertos, muchacho, y bien que lo sentimos. Ya ves, sabíamos bien dónde podíamos echarles mano, por lo que tú nos dijiste; así es que nos fuimos acercando de puntillas hasta menos de cinco varas de donde estaban. El sendero se hallaba oscuro como una cueva. Y justamente en aquel momento sentí que iba a estornudar. ¡Suerte perra! Traté de contenerme, pero no sirvió de nada: tenía que venir, y cuando estornudé se oyó moverse a los canallas para salir del sendero; yo grité: «¡Fuego muchachos!», y disparé contra el sitio donde se oyó el ruido. Lo mismo hicieron los chicos. Pero escaparon como exhalaciones aquellos bandidos, y nosotros tras ellos a través del bosque. No creo que le hiciéramos nada. Cada uno de ellos soltó un tiro al escapar, pero las balas pasaron zumbando sin hacernos daño. En cuanto dejamos de oír sus pasos, abandonamos la caza y bajamos a despertar a los policías. Juntaron una cuadrilla y se fueron a vigilar la orilla del río, y tan pronto como amanezca va a dar una batida el sheriff por el bosque, y mis hijos van a ir con él y su gente. Lástima que no sepamos las señas de esos bribones: eso ayudaría mucho. Pero me figuro que tú no podrías ver en la oscuridad la pinta que tenían, ¿no es eso?

-Sí, sí; los vi abajo en el pueblo y los seguí.

-¡Magnífico! Dime cómo son; dímelo muchacho.

-Uno de ellos es el viejo mudo español que ha andado por aquí una o dos veces, el otro es uno de mala traza, destrozado...

-¡Basta, muchacho, basta!, ¡los conocemos! Nos encontramos con ellos un día en el bosque, por detrás de la finca de la viuda, y se alejaron con disimulo. ¡Andando, muchachos, a contárselo al sheriff!...; ya desayunaréis mañana.

Los hijos del galés se fueron en seguida. Cuando salían de la habitación, Huck se puso en pie y exclamó:

-¡Por favor, no digan a nadie que yo di el soplo! ¡Por favor!

-Muy bien, si tú no quieres, Huck; pero a ti se te debía el agradecimiento por lo que has hecho.

-¡No, no! No digan nada.

Después de irse sus hijos el anciano galés dijo:

-Esos no dirán nada, ni yo tampoco. Pero ¿por qué no quieres que se sepa!

Huck no se extendió en sus explicaciones más allá de decir que sabía demasiadas cosas de uno de aquellos hombres y que por nada del mundo quería que llegase a su noticia que él, Huck, sabía algo en contra suya, pues lo mataría por ello, sin la menor duda.

El viejo prometió una vez más guardar secreto, y añadió:

-¿Cómo se te ocurrió seguirlos? ¿Parecían sospechosos?

Huck permaneció callado mientras fraguaba una respuesta con la debida cautela. Después dijo:

-Pues verá usted: yo soy una especie de chico malo; al menos, todo el mundo lo dice, y no tengo nada que responder. Y algunas veces ocurre que no puedo dormir a gusto por ponerme a pensar en ello y como tratando de seguir por mejor camino. Y eso me pasó anoche. No podia dormir y subía por la calle, dándole vueltas al asunto, y cuando llegaba a aquel almacén de ladrillos junto a la Posada de Templanza me recosté de espaldas a la pared para pensar otro rato. Bueno; pues en aquel momento llegan esos dos prójimos y pasan a mi lado con una cosa bajo el brazo, y yo pensé que la habrían robado. El uno iba fumando y el otro le pidió fuego; así es que se pararon delante de mí, y la lumbre de los cigarros les alumbró las caras, y vi que el alto era el español sordomudo, por la barba blanca y el parche en el ojo, y el otro era un fascineroso roto lleno de jirones.

-¿Y pudiste ver los jirones con la lumbre de los cigarros?

Esto azoró a Huck por un momento. Después respondió:

-Bueno, no sé; pero me parece que lo vi.

-Después ellos echarían a andar, y tú...

-Sí; los seguí. Eso es: quería ver lo que traían entre manos, pues marchaban con tanto recelo. Los seguí hasta el portillo de la finca de la viuda, y me quedé en lo oscuro, y oí al de los harapos interceder por la viuda, y el español juraba que le había de cortar la cara, lo mismo que le dije a usted y a sus dos...

-¿Cómo? ¡El mudo dijo todo eso!

Huck había dado otro irremediable tropezón. Hacía cuanto podia para impedir que el viejo tuviera el menor barrunto de quién pudiera ser el español, y parecía que su lengua tenía empeño en crearle dificultades a pesar de todos sus esfuerzos. Intentó por diversos medios salir del atolladero, pero el anciano no le quitaba ojo, y se embarulló cads vez más.

-Muchacho -dijo el galés-, no tengas miedo de mí; por nada del mundo te haría el menor daño. No; yo te protegeré..., he de protegerte. Ese español no es sordomudo; se te ha escapado sin querer, y ya no puedes enmendarlo. Tú sabes algo de ese español y no quieres sacarlo a colación. Pues confía en mí: dime lo que es, y fíate de mí: no he de hacerte traición.

Huck miró un momento los ojos sinceros y honrados del viejo, y después se inclinó y murmuró en su oído:

-No es español..., ¡es Joe el Indio!

El galés casi saltó de la silla.

-Ahora se explica todo -dijo-. Cuando hablaste de lo de abrir las narices y despuntar orejas creí que todo eso lo habías puesto de tu cosecha, para adorno, porque los blancos no toman ese género de venganzas.

¡Pero un indio...! Eso ya es cosa distinta.

Mientras despachaban el desayuno siguió la conversación, y el galés dijo que lo último que hicieron él y sus hijos aquella noche antes de acostarse fue coger un farol y examinar el portillo y sus cercanías para descubrir manchas de sangre. No encontraron ninguna; pero sí cogieron un abultado lío.

-¿De qué? -gritó Huck.

Un rayo no hubiera salido con más sorprendente rapidez que esa pregunta de los dos pálidos labios de Huck. Tenía los ojos fijos fuera de las órbitas, y no respiraba... esperando la respuesta. El galés se sobresaltó, le miró también fijamente durante uno, dos, tres..., diez segundos, y entonces replicó:

-Herramientas de las que usan los ladrones. Pero ¿qué es lo que te pasa?

Huck se reclinó en el respaldo, jadeante, pero, profunda, indeciblemente gozoso. El galés le miró grave, con curiosidad, y al fin le dijo: