Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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-¿Y quién los esconde?

-Pues los bandidos, por supuesto. ¿Qniénes creías que iban a ser? ¿Superintendentes de escuelas dominicales?

-No sé. Si fuera mío el dinero no lo escondería. Me lo gastaría para pasarlo en grande.

-Lo mismo haría yo; pero a los ladrones no les da por ahí: siempre lo esconden y allí lo dejan.

-¿Y no vuelven más a buscarlo?

-No; creen que van a volver, pero casi siempre se les olvidan las señales, o se mueren. De todos modos, allí se queda mucho tiempo, y se pone roñoso; y después alguno se encuentra un papel amarillento donde dice cómo se han de encontrar las señales..., un papel que hay que estar descifrando casi una semana porque casi todo son signos y jeroglíficos.

-Jero... qué?

Jeroglíficos...: dibujos y cosas, ¿sabes?, que parece que no quieren decir nada. -¿Tienes tú algún papel de esos, Tom?

-No.

-Pues entonces ¿cómo vas a encontrar las señales?

-No necesito señales. Siempre lo entierran debajo del piso de casas con duendes, o en una isla, o debajo de un árbol seco que tenga una rama que sobresalga. Bueno, pues ya hemos rebuscado un poco por la Isla de Jackson, y podemos hacer la prueba otra vez; y ahí tenemos aquella casa vieja encantada junto al arroyo de la destilería, y la mar de árboles con ramas secas..., ¡carretadas de ellos! -¿Y está debajo de todos?

-¡Qué cosas dices! No.

-Pues entonces, ¿cómo saber a cuál te has de tirar? -Pues a todos ellos.

-¡Pero eso lleva todo el verano!

-Bueno, ¿y qué más da? Supónte que te encuentras un caldero de cobre con cien dólares dentro, todos enmohecidos, o un arca podrida llena de diamantes. ¿Y entonces? A Huck le relampaguearon los ojos.

-Eso es cosa rica, ¡de primera! Que me den los cien dólares y no necesito diamantes.

-Muy bien. Pero ten por cierto que yo no voy a tirar los diamantes. Los hay que valen hasta veinte dólares cada uno. Casi no hay ninguno, escasamente, que no valga cerca de un dólar.

-¡No! ¿Es de veras?

-Ya lo creo: cualquiera te lo puede decir. ¿Nunca has visto ninguno, Huck? -No, que yo me acuerde.

-Los reyes los tienen a espuertas. -No conozco a ningún rey, Tom.

-Me figuro que no. Pero si tú fueras a Europa verías manadas de ellos brincando por todas partes.

-¿De veras brincan?

-¿Brincar?... ¡Eres un mastuerzo! ¡No! -¿Y entonces por qué lo dices?

-¡Narices! Quiero decir que los verías... sin brincar, por supuesto: ¿para qué necesitaban brincar? Lo que quiero que comprendas es que los verías esparcidos por todas partes, ¿sabes?, así como si no fuera cosa especial. Como aquel Ricardo el de la joroba. -Ricardo... ¿Cómo se llamaba de apellido?

-No tenía más nombre que ése. Los reyes no tienen más que el nombre de pila.

-¿No?

-No lo tienen.

-Pues, mira si eso les gusta, Tom, bien está; pero yo no quiero ser un rey y tener nada más el nombre de pila, como si fuera un negro. Pero dime, ¿dónde vamos a cavar primero?

-Pues no lo sé. Supónte que nos enredamos primero en aquel árbol viejo que hay en la cuesta al otro lado del arroyo de la destilería.

-Conforme.

Así, pues, se agenciaron un pico inválido y una pala, y emprendieron su primera caminata de tres millas.

Llegaron sofocados y jadeantes, y se tumbaron a la sombra de un olmo vecino, para descansar y fumarse una pipa.

-Esto me gusta -dijo Tom. Y a mí también.

-Dime, Huck, si encontramos un tesoro aquí, ¿qué vas a hacer con lo que te toque?

-Pues comer pasteles todos los días y beberme un vaso de gaseosa, y además ir a todos los circos que pasen por aquí.

-Bien; ¿y no vas a ahorrar algo? -¿Ahorrar? ¿Para qué?

-Para tener algo de qué vivir con el tiempo.

-¡Bah!, eso no sirve de nada. Papá volvería al pueblo el mejor día y le echaría las uñas, si yo no andaba listo. Y ya verías lo que tardaba en liquidarlo. ¿Qué vas a hacer tú con lo tuyo, Tom?

-Me voy a comprar otro tambor, y una espada de verdad, y una corbata colorada, y me voy a casar.

-¡Casarte! -Eso es.

-Tom, tú..., tú has perdido la chaveta.

-Espera y verás.

-Pues es la cosa más tonta que puedes hacer, Tom. Mira a papá y a mi madre. ¿Pegarse?...

¡Nunca hacían otra cosa! Me acuerdo muy bien.

-Eso no quiere decir nada. La novia con quien voy a casarme no es de las que se pegan.

-A mí me parece que todas son iguales, Tom. Todas le tratan a uno a patadas. Más vale que lo pienses antes. Es lo mejor que puedes hacer. ¿Y cómo se llama la chica?

-No es una chica..., es una niña.

-Es lo mismo, se me figura. Unos dicen chica, otros dicen niña... y todos puede que tengan razón. Pero ¿cómo se llama?

-Ya te lo diré más adelante; ahora no.

-Bueno, pues déjalo. Lo único que hay es que si te casas me voy a quedar más solo que nunca.

-No, no te quedarás; te vendrás a vivir conmigo. Ahora, a levantarnos y vamos a cavar.

Trabajaron y sudaron durante media hora. Ningún resultado. Siguieron trabajando media hora más. Sin resultado todavía. Huck dijo:

-¿Lo entierran siempre así de hondo?

-A veces, pero no siempre. Generalmente, no. Me parece que no hemos acertado con el sitio.

Escogieron otro y empezaron de nuevo. Trabajaban con menos brío, pero la obra progresaba. Cavaron largo rato en silencio. Al fin Huck se apoyó en la pala, se enjugó el sudor de la frente con la manga y dijo:

-¿Dónde vas a cavar primero después de que hayamos sacado éste?

-Puede que la emprendamos con el árbol que está allá en el monte de Cardiff, detrás de la casa de la viuda.

-Me parece que ése debe de ser de los buenos. Pero ¿no nos lo quitará la viuda, Tom? Está en su terreno.

-¡Quitárnoslo ella! Puede ser que quiera hacer la prueba. Quien encuentra uno de esos tesoros escondidos, él es el dueño. No importa de quién sea el terreno.

Aquello era tranquilizador. Prosiguieron el trabajo. Pasado un rato dijo Huck:

-¡Maldita sea! Debemos de estar otra vez en mal sitio. ¿Qué te parece?

-Es de lo más raro, Huck. No lo entiendo. Algunas veces andan en ello brujas. Puede que en eso consista.

-¡Quiá! Las brujas no tienen poder cuando es de día.

-Sí, es verdad. No había pensado en ello. ¡Ah, ya sé en qué está la cosa! ¡Qué idiotas somos! Hay que saber dónde cae la sombra de la rama a media noche ¡y allí es donde hay que cavar!

-¡Maldita sea! Hemos desperdiciado todo este trabajo para nada. Pues ahora no tenemos más remedio que venir de noche, y esto está la mar de lejos. ¿Puedes salir?

-Saldré. Tenemos que hacerlo esta noche, porque si alguien ve estos hoyos en seguida sabrá lo que hay aquí y se echará sobre ello.

-Bueno; yo iré por donde tu casa y maullaré.

-Convenido, vamos a esconder la herramienta entre las matas.

Los chicos estaban allí a la hora convenida. Se sentaron a esperar, en la oscuridad. Era un paraje solitario y una hora que la tradición había hecho solemne. Los espíritus cuchicheaban en las inquietas hojas, los fantasmas acechaban en los rincones lóbregos, el ronco aullido de un can se oía a lo lejos y una lechuza le contestaba con un graznido sepulcral. Los dos estaban intimidados por aquella solemnidad y hablaban poco. Cuando juzgaron que serían las doce, señalaron dónde caía la sombra trazada por la luna y empezaron a cavar. Las esperanzas crecían. Su interés era cada vez más intenso, y su laboriosidad no le iba a la zaga. El hoyo se hacía más y más profundo; pero cada vez que les daba el corazón un vuelco al sentir que el pico tropezaba en algo, sólo era para sufrir un nuevo desengaño: no era sino una piedra o una raíz.

-Es inútil -dijo Tom al fin-, Huck, nos hemos equivocado otra vez.

-Pues no podemos equivocarnos. Señalemos la sombra justo donde estaba.

-Ya lo sé, pero hay otra cosa.

-¿Cuál?

-Que no hicimos más que figurarnos la hora. Puede ser que fuera demasiado temprano o demasiado tarde.

Huck dejó caer la pala.

-¡Eso es! -dijo-. Ahí está el inconveniente. Tenemos que desistir de éste. Nunca podremos saber la hora justa y, además, es cosa de mucho miedo a esta hora de la noche, con brujas y aparecidos rondando por ahí, de esa manera. Todo el tiempo me está pareciendo que tengo alguien detrás de mí, y no me atrevo a volver la cabeza porque puede ser que haya otro delante, aguardando la ocasión. Tengo la carne de gallina desde que estoy aquí.

-También a mí me pasa lo mismo, Huck. Casi siempre meten dentro un difunto cuando entierran un tesoro debajo de un árbol, para que esté allí guardándolo.

-¡Cristo!

-Sí que lo hacen. Siempre lo oí decir.

Tom, a mí no me gusta andar haciendo tonterías donde hay gente muerta. Aunque uno no quiera, se mete en enredos con ellos; tenlo por seguro.

-A mí tampoco me gusta hurgarlos. Figúrate que hubiera aquí uno y sacase la calavera y nos dijera algo.

-¡Cállate, Tom! Es terrible.

-Sí que lo es. Yo no estoy nada tranquilo.

-Oye, Tom, vamos a dejar esto y a probar en cualquier otro sitio.

-Mejor será.

-¿En cuál?

-En la casa encantada.

-¡Que la ahorquen! No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos. Los muertos puede ser que hablen, pero no se aparecen por detrás con un sudario cuando está uno descuidado, y de pronto sacan la cabeza por encima del hombro de uno y rechinan los dientes como los fantasmas saben hacerlo. Yo no puedo aguantar eso, Tom; ni nadie podría.

 

-Sí, pero los fantasmas no andan por ahí más que de noche; no nos han de impedir que cavemos allí por el día.

-Está bien. Pero tú sabes de sobra que la gente no se acerca a la casa encantada ni de noche ni de día.

-Eso es, más que nada, porque no les gusta ir donde han matado a uno. Pero nunca se ha visto nada de noche por fuera de aquella casa: sólo alguna luz azul que sale por la ventana; no fantasmas de los corrientes.

-Bueno, pues si tú ves una de esas luces azules que anda de aquí para allá, puedes apostar a que hay un fantasma justamente detrás de ella. Eso la razón misma lo dice. Porque tú sabes que nadie más que los fantasmas las usan.

-Claro que sí. Pero, de todos modos, no se menean de día y ¿para qué vamos a tener miedo?

-Pues la emprenderemos con la casa encantada si tú lo dices; pero me parece que corremos peligro.

Para entonces ya habían comenzado a bajar la cuesta. Allá abajo, en medio del valle, iluminado por la luna, estaba la casa encantada, completamente aisiada, desaparecidas las cercas de mucho tiempo atrás, con las puertas casi obstruidas por la bravía vegetación, la chimenea en ruinas, hundida una punta del tejado.

Los muchachos se quedaron mirándola, casi con el temor de ver pasar una luz azulada por detrás de la ventana. Después, hablando en voz queda, como convenía a la hora y aquellos lugares, echaron a andar, torciendo hacia la derecha para dejar la casa a respetuosa distancia, y se dirigieron al pueblo, cortando a través de los bosques que embellecían el otro lado del monte Cardiff.

CAPÍTULO XXVI

Serían las doce del siguiente día cuando los dos amigos llegaron al árbol muerto: iban en busca de sus herramientas. Tom sentía gran impaciencia por ir a la casa encantada; Huck la sentía también, aunque en grado prudencial, pero de pronto dijo: -Oye, Tom, ¿sabes qué día es hoy?

Tom repasó mentalmente los días de la semana y levantó de repente los ojos alarmados.

-¡Anda!, no se me había ocurrido pensar en eso.

-Tampoco a mí; pero me vino de golpe la idea de que era viernes.

-¡Qué fastidio! Todo cuidado es poco, Huck. Acaso hayamos escapado de buena por no habernos metido en esto en un viernes.

-¡Acaso!... Seguro que sí. Puede ser que haya días de buena suerte, ¡pero lo que es los viernes...!

-¡Todo el mundo sabe eso! No creas que has sido tú el primero que lo ha descubierto.

-¿He dicho yo que era el primero? Y no es sólo que sea viernes, sino que además anoche tuve un mal sueño: soñé con ratas.

-¡No! Señal de apuros. ¿Reñían?

-No.

-Eso es bueno, Huck. Cuando no riñen es sólo señal de que anda rondando un apuro. No hay más que andar listo y librarse de él. Vamos a dejar eso por hoy, y jugaremos. ¿Sabes jugar a Robin Hood?

-No; ¿quién es Robin Hood?

-Pues era uno de los más grandes hombres que hubo en Inglaterra... y el mejor. Era un bandido.

-¡Qué gusto! ¡Ojalá lo fuera yo! ¿A quién robaba?

-Unicamente a los sberiff y obispos y a los ricos y reyes y gente así. Nunca se metía con los pobres. Los quería mucho. Siempre iba a partes iguales con ellos, hasta el último centavo.

-Bueno, pues debía de ser un hombre con toda la barba.

-Ya lo creo. Era la persona más noble que ha habido nunca. Podía a todos los hombres de Inglaterra con una mano atada atrás; y cogía su arco de tejo y atravesaba una moneda de diez centavos, sin marrar una vez, a milla y media de distancia.

-¿Qué es un arco de tejo?

-No lo sé. Es una especie de arco, por supuesto. Y si daba a la moneda nada más que en el borde, se tiraba al suelo y lloraba, echando maldiciones. Jugaremos a Robin Hood; es muy divertido. Yo te enseñaré.

-Conforme.

Jugaron, pues, a Robin Hood toda la tarde, echando de vez en cuando una ansiosa mirada a la casa de los duendes y hablando de los proyectos para el día siguiente y de lo que allí pudiera ocurrirles. Al ponerse el sol emprendieron el regreso por entre las largas sombras de los árboles y pronto desaparecieron bajo las frondosidades del monte Cardiff

El sábado, poco después de mediodía, estaban otra vez junto al árbol seco. Echaron una pipa, charlando a la sombra, y después cavaron un poco en el último hoyo, no con grandes esperanzas y tan sólo porque Tom dijo que había muchos casos en que algunos habían desistido de hallar un tesoro cuando ya estaban a dos dedos de él, y después otro había pasado por allí y lo había sacado con un solo golpe de pala. La cosa falló esta vez, sin embargo; así es que los muchachos se echaron al hombro las herramientas y se fueron, con la convicción de que no habían bromeado con la suerte, sino que habían llenado todos los requisitos y ordenanzas pertinentes al oficio de cazadores de tesoros.

Cuando llegaron a la casa encantada había algo tan fatídico y medroso en el silencio de muerte que allí reinaba bajo el sol abrasador, y algo tan desalentador en la soledad y desolación de aquel lugar, que por un instante tuvieron miedo de aventurarse dentro. Después, se deslizaron hacia la puerta y atisbaron, temblando, el interior. Vieron una habitación en cuyo piso, sin pavimento, crecía la hierba y con los muros sin revocar; una chimenea destrozada, las ventanas sin cierres y una escalera ruinosa; y por todas partes telas de araña colgantes y desgarradas. Entraron de puntillas, latiéndoles el corazón, hablando en voz baja, alerta el oído para atrapar el más leve ruido y con los músculos tensos y preparados para la huida.

A poco la familiaridad aminoró sus temores y pudieron examinar minuciosamente el lugar en que estaban, sorprendidos y admirados de su propia audacia. En seguida quisieron echar una mirada al piso de arriba. Subir era cortarse la retirada, pero se azuzaron el uno al otro y eso no podía tener más que un resultado: tiraron las herramientas en un rincón y subieron. Allí había las mismas señales de abandono y ruina. En un rincón encontraron un camaranchón que prometía misterioso; pero la promesa fue un fraude: nada había allí. Estaban ya rehechos y envalentonados. Se disponían a bajar y ponerse al trabajo cuando...

-¡Chist! -dijo Tom.

-¿Qué? ¡Ay Dios! ¡Corramos!

-Estáte quieto, Huck. No te muevas. Vienen derechos hacia la puerta.

Se tendieron en el suelo, con los ojos pegados a los resquicios de las tarimas, y esperaron en una agonía de espanto.

-Se han parado... No, vienen... Ahí están. No hables, Huck. ¡Dios, quién se viera lejos!

Dos hombres entraron. Cada uno de los chicos se dijo a sí mismo:

-Ahí está el viejo español sordomudo que ha andado una o dos veces por el pueblo estos días; al otro no lo he visto nunca.

«El otro» era un ser haraposo y sucio y de no muy atrayente fisonomía. El español estaba envuelto en un sarape; tenía unas barbas blancas y aborrascadas, largas greñas, blancas también, que le salían por debajo del ancho sombrero, y llevaba anteojos verdes. Cuando entraron, «el otro» iba hablando en voz baja. Se sentaron en el suelo, de cara a la puerta y de espaldas al muro, y el que llevaba la palabra continuó hablando. Poco a poco sus ademanes se hicieron menos cautelosos y más audibles sus palabras.

-No -dijo-. Lo he pensado bien y no me gusta. Es peligroso. ¡Peligroso! -refunfuñó el español «sordomudo», con gran sorpresa de los muchachos-. ¡Gallina!

Su voz dejó a aquéllos atónitos y estremecidos. ¡Era Joe el Indio! Hubo un largo silencio; después dijo Joe:

-No es más peligroso que el golpe de allá arriba, y nada nos vino de él.

-Eso es diferente. Tan lejos río arriba y sin ninguna otra casa cerca. Nunca se podría saber que lo habíamos intentado si nos fallaba.

-Bueno; ¿y qué cosa hay de más peligro que venir aquí de día? Cualquiera que nos viese sospecharía.

-Ya lo sé. Pero no había ningún otro sitio tan a la mano después de aquel golpe idiota. Yo quiero irme de esta conejera. Quise irme ayer pero de nada servía tratar de asomar fuera la oreja con aquellos condenados chicos jugando allí en lo alto, frente por frente.

Los «condenados chicos» se estremecieron de nuevo al oír esto, y pensaron en la suerte que habían tenido el día antes en acordarse de que era viernes y dejarlo para el siguiente. ¡Cómo se dolían de no haberlo dejado para otro año! Los dos hombres sacaron algo de comer y almorzaron. Después de una larga y silenciosa meditación dijo Joe el Indio:

-Óyeme, muchacho: tú te vuelves río arriba a tu tierra. Esperas allí hasta que oigas de mí. Yo voy a arriesgarme a caer por el pueblo nada más que otra vez, para echar una mirada por allí. Daremos el golpe «peligroso» después de que yo haya atisbado un poco y vea que las cosas se presentan bien. Después, ¡a Texas! Haremos el camino juntos.

Aquello parecía aceptable. Después los dos empezaron a bostezar, y Joe dijo:

-Estoy muerto de sueño. A ti te toca vigilar.

Se acurrucó entre las hierbas y a poco empezó a roncar. Su compañero le hurgó para que guardase silencio. Después el centinela comenzó a dar cabezadas, bajando la cabeza cada vez más, y a poco rato los dos roncaban a la par.

Los muchachos respiraron satisfechos.

-¡Ahora es la nuestra! -murmuró Tom-. ¡Vámonos!

-No puedo -respondió Huck-: me caería muerto si se despertasen.

Tom insistía; Huck no se determinaba. Al fin Tom se levantó, lentamente y con gran cuidado, y echó a andar solo. Pero al primer paso hizo dar tal crujido al desvencijado pavimento, que volvió a tenderse en el suelo anonadado de espanto. No osó repetir el intento. Allí se quedaron contando los interminables momentos, hasta parecerles que el tiempo ya no corría y que la eternidad iba envejeciendo; y después notaron con placer que al fin se estaba poniendo el sol.

En aquel momento cesó uno de los ronquidos. Joe el Indio se sentó, miró alrededor y dirigió una aviesa sonrisa a su camarada, el cual tenía colgando la cabeza entre las rodillas. Le empujó con el pie, diciéndole:

-¡Vamos! ¡Vaya un vigilante que estás hecho! Pero no importa; nada ha ocurrido.

-¡Diablo! ¿Me he dormido?

-Unas miajas. Ya es tiempo de ponerse en marcha, compadre. ¿Qué vamos a hacer con lo poco de pasta que nos queda?

-No sé qué te diga; me parece que dejarla aquí como siempre hemos hecho. De nada sirve que nos lo llevemos hasta que salgamos hacia el Sur. Seiscientos cincuenta dólares en plata pesan un poco para llevarlos.

-Bueno; está bien...; no importa volver otra vez por aquí.

-No; pero habrá que venir de noche, como hacíamos antes. Es mejor.

-Sí, pero mira: puede pasar mucho tiempo antes de que se presente una buena ocasión para este golpe; pueden ocurrir accidentes, porque el sitio no es muy bueno. Vamos a enterrarlo de verdad y a enterrarlo hondo.

-¡Buena idea! -dijo el compinche; y atravesando la habitación de rodillas, levantó una de las losas del fogón y sacó un talego del que salia un grato tintineo. Extrajo de él veinte o treinta dólares para él y otros tantos para Joe, y entregó el talego a éste, que estaba arrodillado en un rincón, haciendo un agujero en el suelo con su cuchillo.

En un instante olvidaron los muchachos todos sus temores y angustias. Con ávidos ojos seguían hasta los menores movimientos. ¡Qué suerte! ¡No era posible imaginar aquello! Seiscientos dólares era dinero sobrado para hacer ricos a media docena de chicos. Aquello era la casa de tesoros bajo los mejores auspicios: ya no habría enojosas incertidumbres sobre dónde había que cavar. Se hacían guiños a indicaciones con la cabeza: elocuentes signos fáciles de interpretar porque no significaban más que esto:

«Dime, ¿no estás contento de estar aquí?»

El cuchillo de Joe tropezó con algo.

-¡Hola! -dijo aquél.

-¿Qué es eso? -preguntó su compañero.

-Una tabla medio podrida... No; es una caja. Echa una mano y veremos para qué está aquí. No hace falta: le he hecho un boquete.

Metió por él la mano y la sacó en seguida.

-¡Cristo! ¡Es dinero!

Ambos examinaron el puñado de monedas. Eran de oro. Tan sobreexcitados como ellos estaban los dos rapaces allá arriba, y no menos contados. El compañero de Joe dijo:

-Esto lo arreglaremos a escape. Aquí hay un pico viejo entre la broza, en el rincón, al otro lado de la chimenea. Acabo de verlo.

Fue corriendo y volvió con el pico y la gala de los muchachos. Joe el Indio cogió el pico, lo examinó minuciosamente, sacudió la cabeza, murmuró algo entre dientes y comenzó a usarlo.

 

En un momento desenterró la caja. No era muy grande y estaba reforzada con herrajes, y había sido muy recia antes de que el lento pasar de los años la averiase. Los dos hombres contemplaron el tesoro con beatífico silencio.

-Compadre, aquí hay miles de dólares -dijo Joe el Indio.

-Siempre se dijo que los de la cuadrilla de Murrel anduvieron por aquí un verano -observó el desconocido.

-Ya lo sé -dijo Joe-, y esto tiene traza de ser cosa de ellos. -Ahora ya no necesitarás dar aquel golpe.

El mestizo frunció el ceño.

-Tú no me conoces -dijo-. Por lo menos no sabes nada del caso. No se trata sólo de un robo: es una venganza -y un maligno fulgor brilló en sus ojos-. Necesitaré que me ayudes. Cuando esté hecho..., entonces, a Texas. Vete a tu casa con tu parienta, y tus chicos, y estáte preparado para cuando yo diga.

-Bueno, si tú lo dices. ¿Qué haremos con esto? ¿Volverlo a enterrar?

-Sí. (Gran júbilo en el piso de arriba.) No, ¡de ningún modo!, ¡no! (Profundo desencanto en lo alto.) Ya no me acordaba. Ese pico tiene pegada tierra fresca. (Terror en los muchachos.) ¿Qué hacían aquí esa pala y ese pico? ¿Quién los trajo aquí... y dónde se ha ido el que los trajo? ¡Qniá! ¿Enterrarlo aquí y que vuelvan y vean el piso removido? No en mis días. Lo llevaremos a mi cobijo.

. -¡Claro que sí! Podíamos haberlo pensado antes. ¿Piensas que al número uno?

-No, al número dos, debajo de la cruz. El otro sitio no es bueno..., demasiado conocido. -Muy bien. Ya está casi lo bastante oscuro para irnos.

Joe el Indio fue de ventana en ventana atisbando cautelosamente. Después dijo: -¿Quién podrá haber traído aquí esas herramientas? ¿Te parece que puedan estar arriba?

Los muchachos se quedaron sin aliento.. Joe el Indio puso la mano sobre el cuchillo, se detuvo un momento, indeciso, y después dio media vuelta y se dirigió a la escalera. Los chicos se acordaron del camaranchón, pero estaban sin fuerzas, desfallecidos. Los pasos crujientes se acercaban por la escalera... La insufrible angustia de la situación despertó sus energías muertas, y estaban ya a punto de lanzarse hacia el cuartucho, cuando se oyó un chasquido y el derrumbamiento de maderas podridas, y Joe el Indio se desplomó, entre las ruinas de la escalera. Se incorporó, echando juramentos, y su compañero le dijo.

-¿De qué sirve todo eso? Si hay alguien y está allá arriba, que siga ahí, ¿qué nos importa? Si quiere bajar y buscar camorra, ¿quién se lo impide? Dentro de quince minutos es de noche..., y que nos sigan si les apetece; no hay inconveniente. Pienso yo que quienquiera que trajo estas cosas aquí nos echó la vista y nos tomó por trasgos o demonios, o algo por el estilo. Apuesto a que aún no ha acabado de correr.

Joe refunfuñó un rato, después convino con su amigo en que lo poco que todavía queda de claridad debía aprovecharse en preparar las cosas para la marcha. Poco después se deslizaron fuera de la casa, en la oscuridad, cada vez más densa, del crepúsculo, y se encaminaron hacia el río con su preciosa caja.

Tom y Huck se levantaron desfallecidos, pero enormemente tranquilizados, y los siguieron con la vista a través de los resquicios por entre los troncos que formaban el muro. ¿Seguirlos? No estaban para ello. Se contentaron con descender otra vez a tierra firme, sin romperse ningún hueso, y tomaron la senda que llevaba al pueblo por encima del monte. Hablaron poco; estaban harto ocupados en aborrecerse a sí mismos, en maldecir la mala suerte que les había hecho llevar allí el pico y la pala. A no ser por eso, jamás hubiera sospechado Joe. Allí habría escondido el oro y la plata hasta que, satisfecha su «venganza», volviera a recogerlos, y entonces hubiera sufrido el desencanto de encontrarse con que el dinero había volado. ¡Qué mala suerte haber dejado allí las herramientas! Resolvieron estar en acecho para cuando el falso español volviera al pueblo buscando la ocasión para realizar sus propósitos de venganza, y seguirle hasta el «número dos», fuera aquello lo que fuera. Después se le ocurrió a Tom una siniestra idea:

-¿Venganza? -dijo-. ¿Y si fuera de nosotros, Huck?

-¡No digas eso! -exclamó Huck, a punto de desmayarse.

Discutieron el asunto, y para cuando llegaron al pueblo se habían puesto de acuerdo en creer que Joe pudiera referirse a algún otro, o al menos que sólo se refería a Tom, puesto que él era el único que había declarado.

¡Menguado consuelo era para Tom verse solo en el peligro! Estar en compañía hubiera sido una positiva mejora, pensó.

CAPÍTULO XXVII

La aventura de aquel día obsesionó a Tom durante la noche, perturbando sus sueños. Cuatro veces tuvo en las manos el rico tesoro y cuatro veces se evaporó entre sus dedos al abandonarle el sueño y despertar a la realidad de su desgracia. Cuando, despabilado ya, en las primeras horas de la madrugada recordaba los incidentes del magno suceso le parecían extrañamente amortiguados y lejanos, como si hubieran ocurrido en otro mundo o en un pasado remoto. Pensó entonces que acaso la gran aventura no fuera sino un sueño.

Había un decisivo argumento en favor de esa idea, a saber: que la cantidad de dinero que había visto era demasiado cuantiosa para tener existencia real. Jamás habían visto sus ojos cincuenta dólares juntos, y, como todos los chicos de su edad y de su condición, se imaginaba que todas las alusiones a «cientos» y a «miles» no eran sino fantásticos modos de expresión y que no existían tales sumas en el mundo. Nunca había sospechado, ni por un instante, que cantidad tan considerable como cien dólares pudiera hallarse en dinero contante en posesión de nadie. Si se hubieran analizado sus ideas sobre tesoros escondidos se habría visto que consistían éstos en un puño de monedas reales y una fanega de otras vagas, maravillosas, impalpables.

Pero los incidentes de su aventura fueron apareciendo con mayor relieve y más relucientes y claros a fuerza de frotarlos pensando en ellos; y así se fue inclinando a la opinión de que quizá aquello no fuera un sueño, después de todo. Había que acabar con aquella incertidumbre. Tomaría un bocado y se iría en busca de Huck.

El cual estaba sentado en la borda de una chalana, abstraído, chapoteando los pies en el agua, sumido en una intensa melancolía. Tom decidió dejar que Huck llevase la conversación hacia el tema. Si así no lo hacía, señal de que todo ello no era más que un sueño.

-¡Hola, Huck!

-¡Hola, tú!

Un minuto de silencio.

-Tom, si hubiéramos dejado las condenadas herramientas en el árbol seco habríamos cogido el dinero.

¡Maldita sea!

-¡Pues entonces no es sueño! ¡No es un sueño! Casi casi quisiera que lo fuese. ¡Que me maten si no lo digo de veras!

¿Qué es lo que no es un sueño? -Lo de ayer. Casi creía que lo era.

-¡Sueño! ¡Si no se llega a romper la escalera ya hubieras visto si era sueño! Hartas pesadillas he tenido toda la noche con aquel maldito español del parche corriendo tras de mí... ¡Así lo ahorquen! -No, ahorcarlo no... ¡encontrarlo! ¡Descubrir el dinero!

-Tom, no hemos de dar con él. Una ocasión como ésa de dar con un tesoro sólo se le presenta a uno una vez, y ésa la hemos perdido. ¡El temblor que me iba a entrar si volviera a ver a ese hombre!

-A mí lo mismo; pero, con todo, quisiera verlo, y seguir tras él hasta dar con su «número dos».

-Número dos, eso es. He estado pensando en ello; pero no caigo en lo que pueda ser... ¿Qué crees tú que será?

-No lo sé. Es cosa demasiado oculta. Dime, Huck, ¿será el número de una casa?

-¡Eso es!... No, Tom, no es eso. Si lo fuera no sería en esta población de pito. Aquí no tienen número las casas.

-Es verdad. Déjame pensar un poco. Ya está: es el número de un cuarto... en una posada: ¿qué te parece?

-¡Ahí está el clavo! Sólo hay dos posadas aquí. Vamos a averiguarlo en seguida.

-Estáte aquí, Huck, hasta que yo vuelva.

Tom se alejó al punto. No gustaba de que le vieran en compañía de Huck en sitios públicos. Tardó media hora en volver. Había averiguado que en la mejor posada, el número dos estaba ocupado por un abogado joven. En la más modesta el número dos era un misterio. El hijo del posadero dijo que aquel cuarto estaba siempre cerrado y nunca había visto entrar ni salir a nadie, a no ser de noche; no sabía la razón de que así fuera; le había picado a veces la curiosidad, pero flojamente; había sacado el mejor partido del misterio solazándose con la idea de que el cuarto estaba «encantado»; había visto luz en él la noche antes.