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100 Clásicos de la Literatura

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Siguieron otras conocidas joyas del género declamatorio; después hubo un concurso de ortografía; la reducida clase de latín recitó meritoriamente. El número más importante del programa vino después: «Composiciones originales», por las señoritas. Cada una de éstas, a su vez, se adelantó hasta el borde del tablado, se despejó la garganta y leyó su trabajo, con premioso y aprensivo cuidado en cuanto a «expresión» y puntuación. Los temas eran los mismos que habían sido dilucidados en ocasiones análogas, antes que por ellas, por sus madres, sus abuelas a indudablemente por toda su estirpe, en la línea femenina hasta más allá de las Cruzadas. «La amistad» era uno, «Recuerdos del pasado», «La Religión en la Historia», «Las ventajas de la instrucción», «Comparación entre las formas de gobierno», «Melancolía», «Amor filial», «Anhelos del corazón», etcétera, etcétera.

Una característica que prevalecía en esas composiciones era una bien nutrida y mimada melancolía; otra, el pródigo despilfarro de «lenguaje escogido»; otra, una tendencia a traer arrastradas por las orejas frases y palabras de especial aprecio, hasta dejarlas mustias y deshechas de cansancio; y una conspicua peculiaridad, que les ponía el sello y las echaba a perder, era el inevitable a insoportable sermón que agitaba su desmedrada cola al final de todas y cada una de ellas. No importa cuál fuera el asunto, se hacía un desesperado esfuerzo para buscarle las vueltas y presentarlo de modo que pudiera parecer edificante a las almas morales y devotas. La insinceridad, que saltaba a los ojos, de tales sermones no fue suficiente para desterrar esa moda de las escuelas, y no lo es todavía; y quizá no lo sea mientras el mundo se tenga en pie. No hay ni una sola escuela en nuestro país en que las señoritas no se crean obligadas a rematar sus composiciones con un sermón; y se puede observar que el sermón de la muchacha más casquivana y menos religiosa de la escuela es siempre el más largo y el más inexorablemente pío. Pero basta de esto, porque las verdades acerca de nosotros mismos dejan siempre, mal sabor de boca, y volvamos a los exámenes. La primera composición leída fue una que tenía por título «¿Es eso, pues, la vida?» Quizá el lector pueda soportar un trozo:

En la senda de la vida, ¡con qué ardientes ilusiones la fantasía juvenil saborea de antimano los goces de las fiestas y mundanos placeres! La ardorosa imaginación se afana en pintar cuadros de color de rosa. Con los ojos de la fantasía, frívola esclava de la moda se ve a sí misma en medio de la deslumbrante concurrencia, siendo el centro de todas las miradas. Ve su figura grácil, envuelta, en níveas vestiduras, girando, entre las parejas del bade, ávidas de placeres: su paso es el más ligero; su faz, la más hermosa. El tiempo transcurre veloz en tan deliciosas fantasías, y llega la ansiada hora de penetrar en el olímpico mundo de sus ardientes ensueños. Todo aparece como un cuento de hadas ante sus hechizados ojos, y cada nueva escena le parece más bella. Pero en breve plazo descubre que bajo esa seductora apariencia todo es vanidad; la adulación, que antes encantaba su mente, ahora hiere sus oídos; el salon de baile ha perdido su pérfido encanto; y enferma y con el corazón destrozado, huye convencida de que los placeres terrenales no pueden satisfacer los anhelos del alma.

Y así seguía y seguía por el mismo camino. De cuando en cuando, durante la lectura, se alzaba un rumor de aprobación, acompañado de cuchicheos como «¡Qué encanto!» «¡Qué elocuente!» «¡Qué verdad dice!»; y cuando, al fin, terminó con un sermon singularmente aflictivo, los aplausos fueron entusiastas.

Después se levantó una muchacha enjuta y melancólica, con la interesante palidez nacida de pildoras y malas digestiones, y leyó un «Poema». Con dos estrofas bastará:

UNA DONCELLA DE MISURI SE DESPIDE DE ALABAMA

¡Adios, bella Alabama! ¡Qué amor mi pecho siente Hoy que, por breve plazo, te voy a abandonar! ¡Qué tristes pensamientos se agolpan en mi frente Y qué recuerdos hacen mi llanto desbordar! Porque he vagado a solas bajo tus enramadas,

al borde de tus ríos me he sentado a leer,

Y he escuchado, entre fiores, mumurar tus cascadas

Cuando Aurora tendía sus rayos por doquier

Pero no avergonzada de mi dolor te dejo,

Ni mis llorosos ojos de volver, hacia ti,

Pues no es de extraña tierra de la que ahora me alejo

Ni extraños los que pronto se apartarán de mí.

Porque mi hogar estaba en tu seno, Alabama,

Cuyos valles y torres de vista perderé.

Y si te abandonase sin dolor en el alma

Cual de bronce serían mi cabeza y mi «coeur ».

Había allí muy pocos que supieran lo que «coeur» significaba; no obstante, el poema produjo general satisfacción.

Apareció en seguida una señorita de morena tez, ojinegra y pelinegra, la cual permaneció silenciosa unos impresionantes momentos, asumió una expresión trágica, y empezó a leer con pausado tono:

UNA VISION

Lóbrega y tempestuosa era la noche. En el alto trono del firmamento no fulgía una sola estrella; pero el sordo retumbar del trueno vibraba constantemente en los oídos, mientras los cárdenos relámpagos hendían la nebulosa concavidad del cielo y parecían burlarse del poder ejercido sobre su terrible potencia por el ilustre Franklin. Hasta los bramadores vientos, abandonando sus místicas moradas, se lanzaron, rugiendo, por doquiera, como para aumentar con su ayuda el horror de la escena. En aquellos momentos de tinieblas, de espanto, mi espíritu suspiraba por hallar conmiseración en los humanos; pero en vez de ella,

«Mi amiga del alma, mi mentor, mi ayuda y mi guía, mi consuelo en las penas, y en mis gozos mi doble alegría», vino a mi lado. Movíase como uno de esos fiílgidos seres imaginados en los floridos senderos de un fantástico Edén por las almas románticas y juveniles. Tan leve era su paso, que no producía ningún ruido, y a no ser por el mágico escalofrío que producía su contacto se hubiera deslizado, como otras esquivas y rescatadas bellezas, ni advertida ni buscada. Una extraña tristeza se extendió sobre sus facciones, como heladas lágrimas en las vestiduras de diciembre, cuando me señaló los batalladores elementos a lo lejos y me invitó a que contemplase los dos seres que se aparecían...

Esta pesadilla ocupaba unas diez páginas manuscritas y acababa con un sermón tan destructivo de toda esperanza para los que no pertenecieran a la secta presbiteriana, que se llevó el primer premio. Esta composición fue considerada como el más meritorio trabajo de los leídos en la velada. El alcalde, al entregar el premio a la autora, hizo un caluroso discurso, en el cual dijo que era aquello «lo más elocuente que jamás había oído, y que el propio Daniel Webster hubiera estado orgulloso de que fuera suyo».

Después el maestro, ablandado ya casi hasta la campechanería, puso a un lado la butaca, volvió la espalda al auditorio y empezó a trazar un mapa de América, en el encerado, para los ejercicios de la clase de geografía. Pero aún tenía la mano insegura, a hizo de aquello un lamentable berenjenal; y un rumor de apagadas risas corrió por todo el público. Se dio cuenta de lo que pasaba, y se puso a enmendarlo. Pasó la esponja por algunas líneas, y las trazó de nuevo; pero le salieron aún más absurdas y dislocadas, y las risitas fueron en aumento. Puso ahora toda su atención y empeño en la tarea, resuelto a no dejarse achicar por aquel regocijo. Sentía que todas las miradas estaban fijas en él; creyó que había triunfado al fin, y sin embargo las risas seguían cada vez más nutridas y ruidosas. Y había razón para ello. En el techo, sobre la cabeza del maestro, había una trampa que daba a una buhardilla; por ella apareció un gato suspendido de una cuerda atada a su cuerpo. Tenía la cabeza envuelta en.un trapo, para que no maullase. Según iba bajando lentamente se curvó hacia arriba y arañó la cuerda; después se dobló hacia abajo, dando zarpazos en el aire intangible. El jolgorio crecía: ya estaba el gato tan sólo a media cuarta de la cabeza del absorto maestro. Siguió bajando, bajando, y hundió las uñas en la peluca, se asió a ella, furibundo, y de pronto tiraron de él hacia arriba, con el trofeo en las garras. ¡Qué fulgores lanzó la calva del maestro! Como que el hijo del pintor se la había dorado.

Con aquello acabó la reunión. Los chicos estaban vengados. Habían empezado las vacaciones.

CAPÍTULO XXII

Tom ingresó en la nueva Orden de los «Cadetes del Antialcoholismo», atraído por lo vistoso y decorativo de sus insignias y emblemas. Hizo promesa de no fumar, no masticar tabaco y no jurar en tanto que perteneciera a la Orden. Hizo en seguida un nuevo descubrimiento, a saber: que comprometerse a no hacer una cosa es el procedimiento más seguro para que se desee hacer precisamente aquello. Tom se sintió inmediatamente atormentado por el prurito de beber y jurar, y el deseo se hizo tan irresistible que sólo la esperanza de que se ofreciera ocasión para exhibirse luciendo la banda roja evitó que abandonase la Orden.

El «Día de la Independencia» se acercaba, pero dejó de pensar en eso, lo dejó de lado cuando aún no hacía cuarenta y ocho horas que arrastraba el grillete, y fijó todas sus esperanzas en el juez de paz, el viejísimo Grazer, que al parecer estaba enfermo de muerte, y al que se harían grandes funerales por lo encumbrado de su posición. Durante tres días Tom estuvo preocupadísimo con la enfermedad del juez, pidiendo a cada instante noticias de su estado. A veces subían tanto sus esperanzas, tan altas estaban, que llegaba a sacar las insignias y a entrenar frente al espejo. Pero el juez dio en conducirse con las más desanimadoras fluctuaciones. Al fin fue declarado fuera de peligro, y después, en franca convalecencia. Tom estaba indignado y además se sentía víctima de una ofensa personal. Presentó inmediatamente la dimisión, y aquella noche el juez tuvo una recaída y murió. Tom se juró que jamás se fiaría de un hombre como aquél.

 

El entierro fue estupendo. Los cadetes desfilaron con una pompa que parecía preparada intencionadamente para matar de envidia al dimisionario.

Tom había recobrado su libertad, en cambio, y eso ya era algo. Podía ya jurar y beber; pero, con gran sorpresa suya, notó que no tenía ganas de ninguna de las dos cosas. Sólo el hecho de que podía hacerlo le apagó el deseo y privó a aquellos placeres de todo encanto.

Empezó a darse cuenta también de que las vacaciones esperadas con tanto anhelo se deslizaban tediosamente entre sus manos.

Intentó escribir un diario; pero como no le ocurrió nada durante tres días, abandonó la idea.

Llegó al pueblo la primera orquesta de negros de la temporada, a hizo sensación. Tom y Joe Harper organizaron una banda de ejecutantes, y fueron felices durante un par de días.

Hasta el glorioso «Día de la Independencia» fue en parte un fiasco, pues llovió de firme; no hubo, por tanto, procesión cívica y el hombre más eminente del mundo -según se imaginabaTom-, mister Benton, un senador auténtico, de los Estados Unidos, resultó un abrumador desencanto, pues no tenía diez varas de estatura, ni siquiera andaba cerca.

Llegó un circo. Los muchachos jugaron a los títeres los tres días siguientes, en tiendas hechas de retazos de esteras viejas. Precio de entrada: tres alfileres los chicos y dos las chicas. Y después se olvidaron del circo.

Llegaron un frenólogo y un magnetizador, y se volvieron a marchar, dejando el pueblo más aburrido y soso que nunca.

Hubo algunas fiestas de chicos y chicas, pero fueron pocas y tan placenteras que sólo sirvieron para hacer los penosos intervalos entre ellas aún más penosos.

Becky Thatcher se había ido a su casa de Constantinopla, a pasar las vacaciones con sus padres, y así, pues, no le quedaba a la vida ni una faceta con brillo.

El espantable secreto del asesinato era una crónica agonía. Era un verdadero cáncer, por la persistencia y el sufrimiento.

Después llegó el sarampión.

Durante dos largas semanas estuvo Tom prisionero, muerto para el mundo y sus acontecimientos. Estaba muy malo; nada le interesaba. Cuando al fin pudo tenerse en pie y empezó a vagar, decaído y débil, por el pueblo, vio que una triste mudanza se había operado en todas las cosas y en todas las criaturas. Había habido un revival y todo el mundo se había «metido en religión». Tom recorrió el pueblo, esperando sin esperanza llegar a ver alguna bendita cara pecadora, pero en todas partes no encontró sino desengaños.

Halló a Joe Harper enfrascado estudiando la Biblia, volvió la espalda y se alejó del deconsolador espectáculo. Buscó a Ben Rogers, y lo encontró visitando a los pobres, con una cesta de folletos devotos.

Consiguió dar con Jim Hollis, el cual le invitó a considerar el precioso beneficio del sarampión como un aviso de la Providencia. Cada chico que encontraba añadía otra tonelada a su agobiadora pesadumbre; y cuando buscó al fin, desesperado, refugio en el seno de Huckleberry Finn y éste lo recibió con una cita bíblica, el corazón se le bajó a los talones, y fue arrastrándose hasta su casa y se metió en la cama, convencido de que él solo en el pueblo estaba perdido para siempre jamás.

Y aquella noche sobrevino una terrorífica tempestad con lluvia, truenos y espantables relámpagos. Se tapó la cabeza con la sábana y esperó, con horrenda ansiedad, su fin, pues no tenía la menor duda de que toda aquella tremolina era por él. Creía que había abusado de la divina benevolencia más allá de lo tolerable y que ése era el resultado. Debiera haberle parecido un despilfarro de pompa y municiones, como el de matar un mosquito con una batería de artillería; pero no veía ninguna incongruencia en que se montase una tempestad tan costosa como aquélla sin otro fin que el de soplar, arrancándolo todo del suelo, a un insecto como él.

Poco a poco la tempestad cedió y se fue extinguiendo sin conseguir su objeto. El primer impulso del muchacho fue de gratitud a inmediata enmienda; el segundo, esperar..., porque quizá no hubiera más tormentas.

Al siguiente día volvió el médico: Tom había recaído. Las tres semanas que permaneció acostado fueron como una eternidad. Cuando al fin volvió a la vida no sabía si agradecerlo, recordando la soledad en que se encontraba, sin amigos, abandonado de todos. Echó a andar indiferente y taciturno, calle abajo, y encontró a Jim Hollis actuando de juez ante un Jurado infantil que estaba juzgando a un gato, acusado de asesinato, en presencia de su víctima: un pájaro. Encontró a Joe Harper y Huck Finn retirados en una calleja comiéndose un melón robado. ¡Pobrecillos! Ellos también, como Tom, habían recaído.

CAPÍTULO XXIII

A1 fin sacudió el pueblo su somnoliento letargo, y lo hizo con gana. En el tribunal se iba a ver el proceso por asesinato. Aquello llegó a ser el tema único de todas las conversaciones. Tom no podía sustraerse a él.

Toda alusión al crimen le producía un escalofrío, porque su conciencia acusadora y su miedo le persuadían de que todas esas alusiones no eran sino anzuelos que se le tendían; no veía cómo se podía sospechar que él supiera algo acerca del asesinato; pero a pesar de eso no podía sentirse tranquilo en medio de esos comentarios y cabildeos. Vivía en un continuo estremecimiento. Se llevó a Huck a un lugar apartado, para hablar del asunto. Sería un alivio quitarse la mordaza por un rato, compartir su carga de cuidados con otro infortunado. Quería además estar seguro de que Huck no hubiera cometido alguna indiscreción.

-Huck, ¿has hablado con alguien de aquello?

-¿De cuál?

Ya sabes de qué.

-¡Ah! Por supuesto que no.

-¿Ni una palabra?

-Ni media; y si no, que me caiga aquí mismo. ¿Por qué lo preguntas?

-Pues porque tenía miedo.

-Vamos, Tom Sawyer; no estaríamos dos días vivos si eso se descubriera. Bien lo sabes tú.

Tom se sintió más tranquilo. Después de una pausa dijo:

-Huck, nadie conseguiría hacer que lo dijeras, ¿no es eso?

-¿Hacer que lo dijera? Si yo quisiera que aquel mestizo me ahogase, podían hacérmelo decir. No tendrían otro camino.

-Entonces, está bien. Me parece que estamos seguros mientras no abramos el pico. Pero vamos a jurar otra vez. Es más seguro.

-Conforme.

Y juraron de nuevo con grandes solemnidades.

-¿Qué es lo que dicen por ahí, Huck? Yo he oído la mar de cosas.

-¿Decir? Pues nada más que de Muff Potter, Muff Potter y Muff Potter todo el tiempo. Me hace estar siempre en un trasudor; así que quiero ir a esconderme por ahí.

-Pues lo mismo me pasa a mí. Me parece que a ése le dan pasaporte. ¿No te da lástima de él algunas veces?

-Casi siempre..., casi siempre. El no vale para nada; pero tampoco hizo mal nunca a nadie. No hacía más que pescar un poco para coger dinero y emborracharse... y ganduleaba mucho de aquí para allá; pero, ¡Señor! todos ganduleamos...; al menos, muchos de nosotros: predicadores y gente así. Pero tenía cosas de bueno: me dio una vez medio pez, aunque no había bastante para dos; y muchas veces, pues como si me echase una mano cuándo yo no estaba de suerte.

-Pues a mí me componía las cometas, Huck, y me ataba los anzuelos a la tanza. ¡Si pudiéramos sacarlo de allí!

-¡Ca! No podemos sacarlo, Tom; y, además, le volverían a echar mano en seguida.

-Sí, lo cogerían. Pero no puedo aguantarlos al oírles hablar de él como del demonio, cuando no fue él quien hizo... aquello.

-Lo mismo me pasa, Tom, cuando les oigo decir que es el mayor criminal de esta tierra y que por qué no lo habrían ahorcado antes.

-Sí, siempre están diciendo eso. Yo les he oído que si le dejasen libre lo lincharían.

-Ya lo creo que sí.

Los dos tuvieron una larga conversación, pero les sirvió de escaso provecho. Al atardecer se encontraron dando vueltas en la vecindad de la solitaria cárcel, acaso con una vaga esperanza de que algo pudiera ocurrir que resolviera sus dificultades. Pero nada sucedió: no parecía que hubiera ángeles ni hadas que se interesasen por aquel desventurado cautivo.

Los muchachos, como otras veces habían hecho, se acercaron a la reja de la celda y dieron a Potter tabaco y cerillas. Estaba en la planta baja y no tenía guardián.

Ante su gratitud por los regalos, siempre les remordía a ambos la conciencia, pero esta vez más dolorosamente que nunca. Se sintieron traicioneros y cobardes hasta el último grado cuando Potter les dijo:

-Habéis sido muy buenos conmigo, hijos; mejores que ningún otro del pueblo. Y no lo olvido, no.

Muchas veces me digo a mí mismo, digo: «Yo les arreglaba las cometas y sus cosas a todos los chicos y les enseñaba los buenos sitios para pescar, y era amigo de ellos, y ahora ninguno se acuerda del pobre Muff, que está en apuros, más que Tom y Huck. No, ellos no me olvidan -digo yo-, y yo no me olvido de ellos.»

Bien, muchachos; yo hice aquello porque estaba loco y borracho entonces; y sólo así lo puedo comprender, y ahora me van a colgar por ello, y está bien que así sea. Está bien, y es lo mejor además, según espero. No vamos a hablar de eso; no quiero que os pongáis tristes, porque sois amigos míos. Pero lo que quiero deciros es que no os emborrachéis, y así no os veréis aquí. Echaos un poco a un lado para que os vea mejor.

Es un alivio ver caras de amigos cuando se está en este paso, y nadie viene por aquí más que vosotros.

Caras de buenos amigos..., de buenos amigos. Subíos uno en la espalda del otro para que pueda tocarlas.

Así está bien. Dame la mano; la tuya cabe por la reja, pero la mía no. Son manos bien chicas, pero han ayudado mucho a Muff Potter y más le ayudarían si pudiesen.

Tom llegó a su casa tristísimo y sus sueños de aquella noche fueron una sucesión de horrores. El próximo día y al siguiente rondó por las cercanías de la sala del tribunal, atraído por un irresistible impulso de entrar, pero conteniéndose para permanecer fuera. A Huck le ocurría lo mismo. Se esquivaban mutuamente con gran cuidado. Uno y otro se alejaban de cuando en cuando, pero la misma trágica fascinación los obligaba a volver en seguida. Tom aguzaba el oído cuando algún ocioso salía fuera de la sala; pero invariablemente oía malas noticias: el cerco se iba estrechando más y más, implacable, en torno del pobre Potter. Al cabo del segundo día la conversación del pueblo era que la declaración de Joe el Indio se mantenía en pie a inconmovible y que no cabía la menor duda sobre cuál sería el veredicto del jurado.

Tom se retiró muy tarde aquella noche y entró a acostarse por la ventana. Tenía una terrible excitación y pasaron muchas horas antes de que se durmiera. Todo el pueblo acudió a la siguiente mañana a la casa del tribunal, porque era aquél el día decisivo. Ambos sexos estaban representados por igual en el compacto auditorio. Después de una larga espera entró el Jurado y ocupó sus puestos; poco después, Potter, pálido y huraño, tímido a inerte, fue introducido, sujeto con cadenas; y sentado donde todos los ojos curiosos pudieran contemplarle; no menos conspicuo aparecía Joe el Indio, impasible como siempre. Hubo otra espera, y llegó el juez, y el sheriff declaró abierta la sesión. Siguieron los acostumbrados cuchicheos entre los abogados y el manejo y reunión de papeles. Esos detalles y las tardanzas y pausas que los acompañaban iban formando una atmósfera de preparativos y expectación, tan impresionante como fascinadora.

Se llamó a un testigo, el cual declaró que había encontrado a Muff Potter lavándose en el arroyo en las primeras horas de la madrugada, el día en que el crimen fue descubierto, y que inmediatamente se alejó esquivándose. Después de algunas preguntas, el fiscal dijo:

-Puede interrogarle la defensa.

E1 acusado levantó los ojos, pero los volvió a bajar cuando su defensor dijo:

-No tengo nada que preguntarle.

El testigo que compareció después declaró acerca de haberse encontrado la navaja al lado del cadáver. El fiscal dijo:

-Puede interrogarle la defensa.

-Nada tengo que preguntarle.

Un tercer testigo juró que había visto a menudo la navaja en posesión de Muff Potter.

El abogado defensor también se abstuvo de interrogarle.

En todos los rostros del público empezó a traslucirse el enojo. ¿Se proponía aquel abogado tirar por la ventana la vida de su cliente sin hacer un esfuerzo por salvarle?

 

Varios testigos declararon sobre la acusadora actitud observada por Potter cuando lo llevaron al lugar del crimen. Todos abandonaron el estrado sin ser examinados por la defensa.

Todos los detalles, abrumadores para el acusado, de lo ocurrido en el cementerio en aquella mañana, que todos recordaban tan bien, fueron relatados ante el tribunal por testigos fidedignos; pero ninguno de ellos fue interrogado por el abogado de Potter. El asombro y el disgusto del público se tradujo en fuertes murmullos, que provocaron una reprimenda del juez. El fiscal dijo entonces:

-Bajo el juramento de ciudadanos cuya mera palabra está por encima de toda sospecha, hemos probado, sin que haya posibilidad de duda, que el autor de este horrendo crimen es el desgraciado prisionero que está en ese banco. No tengo nada que añadir a la acusación.

El pobre Potter exhaló un sollozo, se tapó la cara con las manos y balanceaba su cuerpo atrás y adelante, mientras un angustioso silencio prevalecía en la sala. Muchos hombres estaban conmovidos y la compasión de las mujeres se exteriorizaba en lágrimas. El abogado defensor se levantó y dijo:

-En mis primeras indicaciones, al abrirse este juicio, dejé entrever mi propósito de probar que mi defendido había realizado ese acto sangriento bajo la influencia ciega a irresponsable de un delirio producido por el alcohol. Mi intención es ahora otra; no he de alegar esa circunstancia. (Dirigiéndose al alguacil.) Que comparezca Thomas Sawyer.

La perplejidad y el asombro se pintó en todas las caras, sin exceptuar la de Potter. Todas las miradas, curiosas a interrogadoras, se fijaron en Tom cuando se levantó y fue a ocupar su puesto, en la plataforma.

Parecía fuera de sí, pues estaba atrozmente asustado. Se le tomó juramento. -Thomas Sawyer, ¿dónde estabas el 17 de junio a eso de las doce de la noche?

Tom echó una mirada a la férrea cara de Joe el Indio y se le trabó la lengua. Todos tendían ansiosamente el oído, pero las palabras se negaban a salir. Pasados unos momentos, sin embargo, el muchacho recuperó algo de sus fuerzas y logró poner la suficiente en su voz para que una parte de la concurrencia llegase a oír:

-En el cementerio.

-Un poco más alto. No tengas miedo. Dices que estabas.. -En el cementerio.

Una desdeñosa sonrisa se dibujó en los labios de Joe el Indio.

-¿Estabas en algún sitio próximo a la sepultura de Williams?

-Sí, señor.

-Habla un poquito más fuerte. ¿A qué distancia estabas?

-Tan cerca como estoy de usted.

-¿Dónde?

-Detrás de los olmos que hay junto a la sepultura. Por Joe el Indio pasó un imperceptible sobresalto. -¿Estaba alguien contigo?

-Sí, señor. Fui allí con...

-Espera..., espera un momento. No te ocupes ahora de cómo se llamaba tu acompañante. En el momento oportuno comparecerá también. ¿Llevasteis allí alguna cosa? Tom vaciló y parecía abochornado.

-Dilo, muchacho..., y no tengas escrúpulos. La verdad es siempre digna de respeto. ¿Qué llevabas al cementerio?

-Nada más que un..., un... gato muerto.

Se oyeron contenidas risas, a las que el tribunal se apresuró a poner término.

-Presentaré a su tiempo el esqueleto del gato. Ahora, muchacho, dinos todo lo que ocurrió; dilo a tu manera, no te calles nada, y no tengas miedo.

Tom comenzó, vacilante al principio, pero a medida que se iba adentrando en el tema las palabras fluyeron con mayor soltura. A los pocos instantes no se oyó sino la voz del testigo y todos los ojos estaban clavados en él. Con las bocas entreabiertas y la respiración contenida, el auditorio estaba pendiente de sus palabras, sin darse cuenta del transcurso del tiempo, arrebatado por la trágica fascinación del relato. La tensión de las emociones reprimidas llegó a su punto culminante cuando el muchacho dijo: «Y cuando el doctor enarboló el tablón y Muff Potter cayó al suelo, Joe el Indio saltó con la navaja y...»

¡Zas! Veloz como una centella, el mestizo se lanzó hacia una ventana, se abrió paso por entre los que le detenían y desapareció.

CAPÍTULO XXIV

Una vez más volvía Tom a ser un héroe ilustre, mimado de los viejos, envidiado de los jóvenes. Hasta recibió su nombre la inmortalidad de la letra de imprenta, pues el periódico de la localidad magnificó su hazaña. Había quien auguraba que llegaría a ser Presidente si se libraba de que lo ahorcasen.

Como sucede siempre, el mundo, tornadizo e ilógico, estrujó a Muff Potter contra su pecho y lo halagó y festejó con la misma prodigalidad con que antes lo había maltratado. Pero tal conducta es, al fin y al cabo, digna de elogio; no hay, por consiguiente, que meterse a poner faltas.

Aquellos fueron días de esplendor y ventura para Tom; pero las noches eran intervalos de horror; Joe el Indio turbaba todos sus sueños, y siempre con algo de fatídico en su mirada. No había tentación que le hiciera asomar la nariz fuera de casa en cuanto oscurecía. El pobre Huck estaba en el mismo predicamento de angustia y pánico, pues Tom había contado todo al abogado la noche antes del día de la declaración, y temía que su participación en el asunto llegara a saberse, aunque la fuga de Joe el Indio le había evitado a él el tormento de dar testimonio ante el tribunal. El cuitado había conseguido que el abogado le prometiese guardar el secreto; pero ¿qué adelantaba con eso? Desde que los escrúpulos de conciencia de Tom le arrastraron de noche a casa del defensor y arrancaron la tremenda historia de unos labios sellados por los más macabros y formidables juramentos, la confianza de Huck en el género humano se había casi evaporado. Cada día la gratitud de Potter hacía alegrarse a Tom de haber hablado; pero cada noche se arrepentía de no haber seguido con la lengua queda. La mitad del tiempo temía que jamás se llegase a capturar a Joe el Indio, y la otra mitad temía que llegasen a echarle mano. Estaba seguro de que no volvería ya a respirar tranquilo hasta que aquel hombre muriera y él viese el cadáver.

Se habían ofrecido recompensas por la captura, se había rebuscado por todo el país; pero Joe el Indio no aparecía. Una de esas omniscientes y pasmosas maravillas, un detective, vino de San Luis; olisqueó por todas partes, sacudió la cabeza, meditó cejijunto, y consiguió uno de esos asombrosos éxitos que los miembros de tal profesión acostumbran a alcanzar. Quiere esto decir que «descubrió una pista». Pero no es posible ahorcar a una pista por asesinato, y así es que cuando el detective acabó la tarea y se fue a su casa Tom se sintió exactamente tan inseguro como antes.

Los días se fueron deslizando perezosamente y cada uno iba dejando detrás, un poco aligerado, el peso de esas preocupaciones.

CAPÍTULO XXV

Llega un momento en la vida de todo muchacho rectamente constituido en que siente un devorador deseo de ir a cualquier parte y excavar en busca de tesoros. Un día, repentinamente, le entró a Tom ese deseo. Se echó a la calle para buscar a Joe Harper, pero fracasó en su empeño. Después trató de encontrar a Ben Rogers: se había ido de pesca. Entonces se topó con Huck Finn, el de las Manos Rojas. Huck serviría para el caso. Tom se lo llevó a un lugar apartado y le explicó el asunto confidencialmente. Huck estaba presto.

Huck estaba siempre presto para echar una mano en cualquier empresa que ofreciese entretenimiento sin exigir capital, pues tenía una abrumadora superabundancia de esa clase de tiempo que no es oro.

-¿En dónde hemos de cavar?

-¡Bah!, en cualquier parte.

-¿Qué?, los hay por todos lados.

-No, no los hay Están escondidos en los sitios más raros...; unas veces, en islas; otras, en cofres carcomidos, debajo de la punta de una rama de un árbol muy viejo, justo donde su sombra cae a media noche; pero la mayor parte, en el suelo de casas encantadas.