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100 Clásicos de la Literatura

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-¡Así pasó, así pasó! Ni era la primera vez. Y después...

Después la madre de Joe lloró también, y dijo que lo mismo era su hijo, y que ojalá no le hubiera azotado por comerse la crema, cuando ella misma la había tirado.

-¡Tom! ¡El Espíritu había descendido sobre ti! ¡Estabas profetizando! Eso es lo que hacías. ¡Dios me valga! ¡Sigue,Tom!

-Entonces Sid dijo, dijo...

Yo creo que no dije nada -indicó Sid. -Sí, algo dijiste, Sid -dijo Mary.

-¡Cerrad el pico y que hable Tom! ¿Qué es lo que dijo Sid?

-Dijo que esperaba que lo pasase mejor donde estaba; pero que si yo hubiese sido mejor.. -¿Lo oís? ¡Fueron sus propias palabras!

-Y usted le hizo que se callase.

-¡Asimismo fue! ¡Debió de haber un ángel por aquí! ¡Aquí había un ángel por alguna parte!

-Y la señora Harper contó que Joe la había asustado con un petardo, y usted contó lo de Perico y el «matadolores».

Tan cierto como es de día.

-Después se habló de dragar el río para buscarnos y de que los funerales serían el domingo; y usted y ella se abrazaron y lloraron y después se marchó.

-Asimismo pasó. Así precisamente, tan cierto como estoy sentada en esta silla. Tom, no podrías contarlo mejor aunque lo hubieses visto. ¿Y después qué pasó?

-Después me pareció que rezaba usted por mí... y creía que la estaba viendo y que oía todo lo que decía.

Y se metió usted en la cama, y yo fui y cogí un pedazo de corteza y escribí en ella: «No estamos muertos; no estamos más que haciendo de piratas», y lo puse en la mesa junto al candelero; y parecía usted tan buena allí, dormida, que me incliné y le di un beso.

-¿De veras, Tom, de veras? ¡Todo te lo perdono por eso! -y estrechó a Tom en un apretadísimo abrazo que le hizo sentirse el más culpable de los villanos.

-Fue una buena acción, aunque es verdad que fue solamente... en sueños -balbuceó Sid, en un monólogo apenas audible.

-¡Cállate, Sid! Uno hace en sueños justamente lo que haría estando despierto. Aquí tienes una manzana como no hay otra, que estaba guardando para ti si es que llegaba a encontrarte... Y ahora vete a la escuela.

Doy gracias a Dios bendito, Padre común de todos, porque me has sido devuelto, porque es paciente y misericordioso con los que tienen fe en Él y guardan sus mandamientos, aunque soy bien indigna de sus bondades; pero si únicamente los dignos recibieran su gracia y su ayuda en las adversidades, pocos serían los que disfrutarían aquí abajo o llegarían a entrar en la paz del Señor en la plenitud de los tiempos.

¡Andando, Sid, Mary, Tom!... ¡Ya estáis en marcha! Quitaos de en medio, que ya me habéis mareado bastante.

Los niños se fueron a la escuela y la anciana a visitar a la señora Harper y aniquilar su escéptico positivismo con el maravilloso sueño deTom. Sid fue lo bastante listo para callarse el pensamiento que tenía en las mientes al salir de casa. Era éste:

-Bastante flojito... Un sueño tan largo como ése, y sin una sola equivocación en todo él.

¡En qué héroe se había convertido Tom! Ya no iba dando saltos y corvetas, sino que avanzaba con majestuoso y digno continente, como correspondía a un pirata que sentía las miradas del público fijas en él.

Y la verdad es que lo estaban: trataba de fingir que no notaba esas miradas a oía los comentarios de su paso; pero eran néctar y ambrosía para él. Llevaba a la zaga un enjambre de chicos más pequeños, tan orgullosos de ser vistos en su compañía o tolerados por él como si Tom hubiese sido el tamborilero a la cabeza de una procesión o el elefante entrando en el pueblo al frente de una colección de fieras.

Los muchachos de su edad fingían que no se habían enterado de su ausencia; pero se consumían, sin embargo, de envidia. Hubieran dado todo lo del mundo por tener aquella piel curtida y tostada por el sol y aquella deslumbrante notoriedad; y Tom no se hubiera desprendido de ellas ni siquiera por un circo.

En la escuela los chicos asediaron de tal manera a Tom y Joe, y era tal la admiración con que los contemplaban, que no tardaron los dos héroes en ponerse insoportables de puro tiesos a hinchados.

Empezaron a relatar sus aventuras a los insaciables oyentes...; pero no hicieron más que empezar, pues no era cosa a la que fácilmente se pudiera poner remate, con imaginaciones como las suyas para suministrar materiales. Y, por último, cuando sacaron las pipas y se pasearon serenamente lanzando bocanadas de humo, alcanzaron el más alto pináculo de la gloria.

Tom decidió que ya no necesitaba de Becky Thatcher. Con la gloria le bastaba. Ahóra que había llegado a la celebridad, acaso quisiera ella hacer las paces. Pues que lo pretendiera: ya vería que él podía ser tan indiferente como el que más. En aquel momento llegó ella. Tom hizo como que no la veía y se unió a un grupo de chicos y chicas y empezó a charlar. Vio que ella saltaba y corría de aquí para allá, encendida la cara y brillantes los ojos, muy ocupada al parecer en perseguir a sus compañeras y riéndose locamente cuando atrapaba alguna; pero Tom notó que todas las capturadas las hacía cerca de él y que miraba con el rabillo del ojo en su dirección. Halagaba aquello cuanta maligna vanidad había en él, y así, en vez de conquistarle no hizo más que ponerle más despectivo y que con más cuidado evitase dejar ver que sabía que ella andaba por allí. A poco dejó Becky de loquear y erró indecisa por el patio, suspirando y lanzando hacia Tom furtivas y ansiosas ojeadas. Observó que Tom hablaba más con Amy Lawrence que con ningún otro. Sintió aguda pena y se puso azorada y nerviosa. Trató de marcharse, pero los pies no la obedecían y, a pesar suyo, la llevaron hacia el grupo. Con fingida animación dijo a una niña que estaba al lado de Tom:

-¡Hola, Mary, pícara! ¿Por qué no fuiste a la escuela dominical? -Sí fui; ¿no me viste?

-¡Pues no te vi!; ¿dónde estabas?

-En la clase de la señorita Peters, donde siempre voy.

-¿De veras? ¡Pues no te vi! Quería hablarte de la merienda campestre. -¡Qué bien! ¿Quién la va a dar?

-Mamá me va a dejar que yo la dé. -¡Qué alegría! ¿Y dejará que yo vaya?

-Pues sí. La merienda es por mí, y mamá permitirá que vayan los que yo quiera; y quiero que vayas tú.

-Eso está muy bien; ¿y cuándo va a ser? -Pronto. Puede ser que para las vacaciones.

-¡Cómo nos vamos a divertir! ¿Y vas a llevar a todas las chicas y chicos?

-Sí, a todos los que son amigos míos... o que quieran serlo -y echó a Tom una mirada rápida y furtiva; pero él siguió charlando con Amy sobre la terrible tormenta de la isla y de cómo un rayo hendió el gran sicomoro «en astillas» mientras él estaba «en pie a menos de una vara del árbol». -¿Iré yo? -dijo Gracie Miller.

-Sí.

-¿Y yo? -preguntó Sally Rogers.

-Sí.

-¿Y también yo? -preguntó Amy Harper. ¿Y Joe?

-Sí.

Y así siguieron, con palmoteos de alegría, hasta que todos los del grupo habían pedido que se los convidase, menos Tom y Amy. Tom dio, desdeñoso la vuelta, y se alejó con Amy, sin interrumpir su coloquio. A Becky le temblaron los labios y las lágrimas le asomaron a los ojos; pero lo disimuló con una forzada alegría y siguió charlando; pero ya la merienda había perdido su encanto, y todo lo demás, también; se alejó en cuando pudo a un lugar apartado para darse «un buen atracón de llorar», según la expresión de su sexo. Después se fue a sentar sombría, herida en su amor propio, hasta que tocó la campana. Se irguió encolerizada, con un vengativo fulgor en los ojos; dio una sacudida a las trenzas, y se dijo que ya sabía lo que iba a hacer.

Durante el recreo Tom siguió coqueteando con Amy jubiloso y satisfecho. No cesó de andar de un lado para otro para encontrarse con Becky y hacerla sufrir a su sabor. Al fin consiguió verla; pero el termómetro de su alegría bajó de pronto a cero. Estaba sentada confortablemente en un banquito detrás de la escuela, viendo un libro de estampas con Alfredo Temple; y tan absorta estaba la pareja y tan juntas ambas cabezas, inclinadas sobre el libro, que no parecían darse cuenta de que existía el resto del mundo. Los celos abrasaron a Tom como fuego líquido que corriese por sus venas. Abominaba de sí mismo por haber desperdiciado la ocasión que Becky le había ofrecido para que se reconciliasen. Se llamó idiota y cuantos insultos encontró a mano. Sentía pujos de llorar, de pura rabia. Amy seguía charlando alegremente mientras paseaban, porque estaba loca de contento; pero Tom había perdido el uso de la lengua. No oía lo que Amy le estaba diciendo, y cuando se callaba, esperando una respuesta, no podía él más que balbucear un asentimiento que casi nunca venía a pelo. Procuró pasar una y otra vez por detrás de la escuela, para saciarse los ojos en el tedioso espectáculo; no podía remediarlo. Y le enloquecía ver, o creer que veía que Becky ni por un momento había llegado a sospechar que él estaba allí, en el mundo de los vivos. Pero ella veía, sin embargo; y sabía además que estaba venciendo en la contienda, y gozaba en verle sufrir como ella había sufrido. El gozoso cotorreo de Amy se hizo inaguantable. Tom dejó caer indirectas sobre cosas que tenía que hacer, cosas que no podían aguardar, y el tiempo volaba. Pero en vano: la muchacha no cerraba el pico. Tom pensaba: «¡Maldita sea! ¿Cómo me voy a librar de ella?» Al fin, las cosas que tenía que hacer no pudieron esperar más. Ella dijo cándidamente, que «andaría por allí» al acabarse la escuela. Y él se fue disparado y lleno de rencor contra ella.

-¡Cualquier otro que fuera...! -pensaba, rechinando los dientes-. ¡Cualquiera otro de todos los del pueblo, menos ese gomoso de San Luis, que presume de elegante y de aristócrata! Pero está bien. ¡Yo te zurré el primer día que pisaste este pueblo y te he de pegar otra vez! ¡Espera un poco que te pille en la calle! Te voy a coger y ..

 

Y realizó todos los actor y movimientos requeridos para dar una formidable somanta a un muchacho imaginario, soltando puñetazos al aire, sin olvidar los puntapiés y acogotamientos.

-¿Qué? ¿Ya tienes bastante? ¿No puedes más, eh? Pues con eso aprenderás para otra vez.

Y así el vapuleo ilusorio se acabó a su completa satisfacción.

Tom volvió a su casa a mediodía. Su conciencia no podia ya soportar por más tiempo el gozo y la gratitud de Amy, y sus celos tampoco podían soportar ya más la vista del otro dolor. Becky prosiguió la contemplación de las estampas; pero como los minutos pasaban lentamente y Tom no volvió a aparecer para someterlo a nuevos tormentor, su triunfo empezó a nublarse y ella a sentir mortal aburrimiento. Se puso seria y distraída, y después, taciturna. Dos o tres veces aguzó el oído, pero no era más que una falsa alarma. Tom no aparecía. Al fin se sentó del todo desconsolada y arrepentida de haver llevado las cosas a tal extremo. El pobre Alfredo, viendo que se le iba de entre las manos sin saber por qué, seguía exclamando: «¡Aquí hay una preciosa! ¡Mira ésta!», pero ella acabó de perder la paciencia y le dijo:

«¡Vaya, no me fastidies! ¡No me gustan!»; y rompió en lágrimas, se levantó, y se fue de allí.

Alfredo la alcanzó y se puso a su lado, dispuesto a consolarla, cuando ella le dijo:

-¡Vete de aquí y déjame en paz! ¡No te puedo ver!

El muchacho se quedó parado, preguntándose qué es lo que podia haber hecho, pues Becky le había dicho que se estaría viendo las estampas durante todo el asueto de mediodía; y ella siguió su camino llorando. Después Alfredo entró, meditabundo, en la escuela desierta. Estaba humillado y furioso.

Fácilmente rastreó la verdad: Becky había hecho de él un instrumento para desahogar su despecho contra un rival. Tal pensamiento no contribuía a disminuir su aborrecimiento hacia Tom. Buscaba el medio de vengarse sin mucho riesgo para su persona. Sus ojos tropezaron con la gramática de su rival. Abrió el libro por la página donde estaba la lección para aquella tarde y la embadurnó de tints. En aquel momento Becky se asomó a una ventana, detrás de él, vio la maniobra y siguió su camino sin ser vista. La niña se volvió a su casa con la idea de buscar a Tom y contarle lo ocurrido: él se lo agradecería y con eso habían de acabar us mutuas penas. Antes de llegar a medio camino ya había, sin embargo, mudado de parecer. Recordó la conducta de Tom al hablar ella de la merienda, y enrojeció de vergüenza. Y resolvió dejar que le azotasen por el estropicio de la gramática, y aborrecerlo eternamente, de añadidura.

CAPÍTULO XIX

Tom llegó a su casa de negrísimo humor, y las primeras palabras de su tía le hicieron ver que había traído sus penas a un mercado ya abastecido, donde tendrían poca salida:

-Tom, me están dando ganas de desollarte vivo.

-¿Pues, qué he hecho, tía?

-Pues has hecho de sobra. Me voy, ¡pobre de mí!, a ver a Sereny Harper, como una vieja boba que soy, figurándome que le iba a hacer creer todas aquellas simplezas de tus sueños, cuando me encuentro con que ya había descubierto, por su Joe, que tú habías estado aquí y que habías escuchado todo lo que dijimos aquella noche. Tom ¡no sé en lo que puede venir a parar un chico capaz de hacer una cosa parecida! Me pongo mala de pensar que hayas podido dejarme ir a casa de Sereny Harper y ponerme en ridículo, y no decir palabra.

Éste era un nuevo aspecto de la cuestión. Su agudeza de por la mañana le había parecido antes una broma ingeniosa y saladísima. Ahora sólo le parecía una estúpida villanía. Dejó caer la cabeza y por un momento no supo qué decir.

-Tiíta -dijo por fin-, quisiera no haberlo hecho, pero no pensé...

-¡Diablo de chico! ¡No piensas nunca! No piensas nunca en nada como no sea en tu propio egoísmo.

Pudiste pensar en venir hasta aquí desde la isla de Jackson para reírte de nuestros apuros, y no se te ocurrió no ponerme en berlina con una mentira como la del sueño; pero tú nunca piensas en tener lástima de nosotros ni en evitarnos penas.

-Tía, ya sé que fue una maldad, pero lo hice sin intención; te juro que sí. No vine aquí a burlarme aquella noche.

-¿Pues a qué venías entonces?

-Era para decirle que no se apurase por nosotros, porque no nos habíamos ahogado.

-¡Tom, Tom! ¡Qué contenta estaría si pudiera creer que eras capaz de tener un pensamiento tan bueno como ése!; pero bien sabes tú que no lo has tenido ...; bien lo sabes. -De veras que sí, tía. Que no me mueva de aquí si no lo tuve.

-No mientas, Tom, no mientas. Con eso no haces más que agravarlo.

-No es mentira, tía, es la pura verdad. Quería que usted no estuviera pasando malos ratos; para eso sólo vine aquí.

-No sé lo que daría por creerlo: eso compensaría por un sinfín de pecados, Tom. Casi me alegraría de que hubieses hecho la diablura de escaparte; pero no es creíble, porque ¿cómo fue que no lo dijiste, criatura?

-Pues mire, tía: cuando empezaron a hablar de los funerales me vino la idea de volver allí y escondernos en la iglesia, y, no sé cómo, no pude resistir la tentación, y no quise echarla a perder. De modo que me volví a meter la corteza en el bolsillo y no abrí el pico. -¿Qué corteza?

-Una corteza donde había escrito diciendo que nos habíamos hecho piratas. ¡Ojalá se hubiera usted despertado cuando la besé!, lo digo de veras.

El severo ceño de la tía se dulcificó y un súbito enternecimiento apareció en sus ojos. -¿Me besaste, Tom?

-Pues sí, la besé.

-¡Estás seguro, Tom?

-Sí, tía, sí. Seguro.

-¿Por qué me besaste?

-Porque la quiero tanto, y estaba usted allí llorando, y yo lo sentía mucho.

-¡Pues bésame otra vez, Tom!..., y ya estás marchándote a la escuela; y no me muelas más.

En cuanto él se fue corrió ella a una alacena y sacó los restos de la chaqueta con que Tom se había lanzado a la piratería. Pero se detuvo de pronto, con ella en la mano, y se dijo a sí misma:

-No, no me atrevo. ¡Pobrecito! Me figuro que ha mentido..., pero es una santa mentira, porque ¡me consuela tanto! Espero que el Señor..., sé que el Señor se la perdonará, porque la ha dicho de puro buen corazón. Pero no quiero descubrir que ha sido mentira y no quiero mirar.

Volvió a guardar la chaqueta, y se quedó allí, musitando un momento. Dos veces alargó la mano, para volver a coger la prenda, y las dos veces se contuvo. Una vez más repitió el intento, y se reconfortó con esta reflexión: «Es una mentira buena..., es una mentira buena..., no ha de causar pesadumbre». Registró el bolsillo de la chaqueta. Un momento después estaba leyendo, a través de las lágrimas, lo que Tom había escrito en la corteza, y se decía:

-¡Le perdonaría ahora al chico aunque hubiera cometido un millón de pecados!

CAPÍTULO XX

Había algo en el ademán y en la expresión de tía Polly cuando besó a Tom que dejó los espíritus de éste limpios de melancolía y le tornó de nuevo feliz y contento. Se fue hacia la escuela, y tuvo la suerte de encontrarse a Becky en el camino. Su humor del momento determinaba siempre sus actos. Sin un instante de vacilación corrió a ella y le dijo:

-Me he portado suciamente esta mañana, Becky. Nunca, nunca lo volveré a hacer mientras viva. ¿Vamos a echar pelillos a la mar?

La niña se detuvo y le miró, desdeñosa, cara a cára.

-Le agradeceré a usted que se quite de mi presencia, señor Thomas Sawyer. En mi vida volveré a hablarle.

Echó atrás la cabeza y siguió adelante. Tom se quedó tan estupefacto que no tuvo ni siquiera la presencia de ánimo para decirle: «¡Y a mí qué me importa!», hasta que el instante oportuno había ya pasado. Así es que nada dijo, pero temblaba de rabia. Entró en el patio de la escuela. Querría que Becky hubiera sido un muchacho, imaginándose la tunda que le daría si así fuera. A poco se encontró con ella, y al pasar le dijo una indirecta mortificante. Ella le soltó otra, y la brecha del odio que los separaba se hizo un abismo. Le parecía a Becky, en el acaloramiento de su rencor, que no llegaba nunca la hora de empezar la clase: tan impaciente estaba de ver a Tom azotado por el menoscabo de la gramática. Si alguna remota idea le quedaba de acusar a Alfredo Temple, la injuria de Tom la había desvanecido por completo.

No sabía la pobrecilla que pronto ella misma se iba a encontrar en apuros. El maestro míster Dobbins había alcanzado la edad madura con una ambición no satisfecha. El deseo de su vida habia sido llegar a hacerse doctor; pero la pobreza le había condenado a no pasar de maestro de la escuela del pueblo. Todos los días sacaba de su pupitre un libro misterioso y se absorbía en su lectura cuando las tareas de la clase se lo permitían. Guardaba aquel libro bajo llave. No había un solo chicuelo en la escuela que no pereciese de ganas de echarle una ojeada, pero nunca se les presentó ocasión. Cada chico y cada chica tenía su propia hipótesis acerca de la naturaleza de aquel libro; pero no había dos que coincidieran, y no había manera de llegar a la verdad del caso. Ocurrió que al pasar Becky junto al pupitre, que estaba inmediato a la puerta, vio que la llave estaba en la cerradura. Era un instante único. Echó una rápida mirada en derredor: estaba sola, y en un momento tenía el libro en las manos. El título, en la primera página, nada le dijo: «Anatomía, por el profesor Fulánez»; así es que pasó más hojas y se encontró con un lindo frontispicio en colores en el que aparecía una figura humana. En aquel momento una sombra cubrió la página, y Tom Sawyer entró en la sala y tuvo un atisbo de la estampa. Becky arrebató el libro para cerrarlo, y tuvo la mala suerte de rasgar la página hasta la mitad. Metió el volumen en el pupitre, dio la vuelta a la llave y rompió a llorar de enojo y vergüenza.

-Tom Sawyer, eres un indecente en venir a espiar lo que una hace y a averiguar lo que está mirando.

-¿Cómo podía yo saber que estabas viendo eso?

-Vergüenza te debía dar, porque bien sabes que vas a acusarme. ¡Qué haré, Dios mío, qué haré! ¡Me van a pegar y nunca me habían pegado en la escuela!

Después dio una patada en el suelo y dijo:

-¡Pues sé todo lo innoble que quieras! Yo sé una cosa que va a pasar. ¡Te aborrezco! ¡Te odio! -y salió de la clase, con una nueva explosión de llanto.

Tom se quedó inmóvil, un tanto perplejo por aquella arremetida.

-¡Qué raras y qué tontas son las chicas! -se dijo-. ¡Que no la han zurrado nunca en la escuela!... ¡Bah!, ¿qué es una zurra? Chica había de ser: son todas tan delicaditas y tan miedosas... Por supuesto, que no voy a decir nada de esta tonta a Dobbins, porque hay otros medios de que me las pague que no son tan sucios.

¿Qué pasará? Dobbins va a preguntar quién le ha roto el libro. Nadie va a contestar. Entonces hará lo que hace siempre: preguntar a una por una, y cuando llega a la que lo ha hecho lo sabe sin que se lo diga. A las chicas se les conoce en la cara. Después le pegará. Becky se ha metido en un mal paso y no le veo salida.

Tom reflexionó un rato, y luego añadió: «Pues le está bien. A ella le gustaría verme a mí en el mismo aprieto: pues que se aguante.»

Tom fue a reunirse con sus bulliciosos compañeros. Poco después llegó el maestro, y empezó la clase.

Tom no puso gran atención en el estudio. Cada vez que miraba al lado de la sala donde estaban las niñas, la cara de Becky le turbaba. Acordándose de todo lo ocurrido, no quería compadecerse de ella, y sin embargo, no podía remediarlo. No podía alegrarse sino con una alegría falsa. Ocurrió a poco el descubrimiento del estropicio en la gramática, y los pensamientos de Tom tuvieron harto en qué ocuparse con sus propias cuitas durante un rato. Becky volvió en sí de su letargo de angustia y mostró gran interés en tal acontecimiento. Esperaba que Tom no podría salir del apuro sólo con negar que él hubiera vertido la tinta, y tenía razón. La negativa no hizo más que agravar la falta. Becky suponía que iba a gozar con ello, y quiso conventerse de que se alegraba; pero descubrió que no estaba segura de que así era. Cuando llegó lo peor, sintió un vivo impulso de levantarse y acusar a Alfredo, pero se contuvo haciendo un esfuerzo, y dijo para sí: «Él me va a acusar de haber roto la estampa. Estoy segura. No diré ni palabra, ni para salvarle la vida.»

Tom recibió la azotaina y se volvió a su asiento sin gran tribulación, pues pensó que no era difícil que él mismo, sin darse cuenta, hubiera vertido la tinta al hacer alguna cabriola. Había negado por pura fórmula y porque era costumbre, y había persistido en la negativa por cuestión de principio.

 

Transcurrió toda una hora. El maestro daba cabezadas en su trono; el monótono rumor del estudio incitaba al sueño. Después míster Dobbins se irguió en su asiento, bostezó, abrió el pupitre y alargó la mano hacia el libro, pero parecía indeciso entre cogerlo o dejarlo. La mayor parte de los discípulos levantaron la mirada lánguidamente; pero dos de entre ellos seguían los movimientos del maestro con los ojos fijos, sin pestañear. Míster Dobbins se quedó un rato palpando el libro, distraído, y por fin lo sacó y se acomodó en la silla para leer.

Tom lanzó una mirada a Becky. Había visto una vez un conejo perseguido y acorralado, frente al cañón de una escopeta, que tenía idéntico aspecto. Instantáneamente olvidó su querella. ¡Pronto!, ¡había que hacer algo y que hacerlo en un relámpago! Pero la misma inminencia del peligro paralizaba su inventiva. ¡Bravo!

¡Tenía una inspiración! Lanzarse de un salto, coger el libro y huir por la puerta como un rayo...; pero su resolución titubeó por un breve instante, y la oportunidad había pasado: el maestro abrió el libro. ¡Si la perdida ocasión pudiera volver! Pero ya no había remedio para Becky, pensó. Un momento después el maestro se irguió amenazador. Todos los ojos se bajaron ante su mirada: había algo en ella que hasta al más inocente sobrecogía. Hubo un momentáneo silencio; el maestro estaba acumulando su cólera. Después habló:

-¿Quién ha rasgado este libro?

Profundo silencio. Se hubiera oído volar una mosca. La inquietud continuaba: el maestro examinaba cara por cara, buscando indicios de culpabilidad.

-Benjamín Rogers, ¿has rasgado tú este libro?

Una negativa. Otra pausa.

Joseph Harper, ¿has sido tú?

Otra negativa. El nerviosismo de Tom se iba haciendo más y más violenta bajo la lenta tortura de aquel procedimiento. El maestro recorrió con la mirada las filas de los muchachos, meditó un momento, y se volvió hacia las niñas.

-¿Amy Lawrence?

Un sacudimiento de cabeza.

-¿Gracia Miller?

La misma señal.

-Susana Harper, ¿has sido tú?

Otra negativa. La niña inmediata era Becky. La excitación y lo irremediable del caso hacía temblar a Tom de la cabeza a los pies.

-Rebeca Thatcher.. (Tom la miró: estaba lúcida de terror), ¿has sido tú?...; no, mírame a la cara... (La niña levantó las manos suplicantes.) ¿Has sido tú la que has rasgado el libro?

Una idea relampagueó en el cerebro de Tom. Se pusó en pie y gritó:

-¡He sido yo!

Toda la clase se le quedó mirando, atónita ante tamaña locura. Tom permaneció un momento inmóvil, recuperando el uso de sus dispersas facultades; y cuando se adelantó a recibir el castigo, la sorpresa, la gratitud, la adoración que leyó en los ojos de la pobre Becky le parecieron paga bastante para cien palizas.

Enardecido por la gloria de su propio acto sufrió sin una queja el más despiadado vapuleo que el propio míster Dobbins jamás había administrado; y también recibió con indiferencia la cruel noticia de que tendría que permanecer allí dos horas con él a la puerta hasta el término de su cautividad y sin lamentar el aburrimiento de la espera.

Tom se fue aquella noche a la cama madurando planes de venganza contra Alfredo Temple, pues, avergonzada y contrita, Becky le había contado todo, sin olvidar su propia traición; pero la sed de venganza tuvo que dejar el paso a más gratos pensamientos, y se durmió al fin con las últimas palabras de Becky sonándole confusamente en el oído:

-Tom, ¿cómo podrás ser tan noble?

CAPÍTULO XXI

Las vacaciones se acercaban. El maestro, siempre severo, se hizo más irascible y tiránico que nunca, pues tenía gran empeño en que la clase hiciera un lucido papel el día de los exámenes. La vara y la palmeta rara vez estaban ociosas, al menos entre los discípulos más pequeños. Sólo los muchachos espigados y las señoritas de dieciocho a veinte escaparon a los vapuleos. Los que administraba míster Dobbins eran en extremo vigorosos, pues aunque tenía, bajo la peluca, el cráneo mondo y coruscante, todavía era joven y no mostraba el menor síntoma de debilidad muscular. A medida que el gran día se acercaba todo el despotismo que tenía dentro salió a la superficie: parecía que gozaba, con maligno y rencoroso placer, en castigar las ás pequeñas faltas. De aquí que los rapaces más pequeños pasasen los días en el terror y el tormento y las noches ideando venganzas. No desperdiciaban ocasión de hacer al maestro una mala pasada. Pero él les sacaba siempre ventaja. El castigo que seguía a cada propósito de venganza realizado era tan arrollador a impotente que los chicos se retiraban siempre de la palestra derrotados y maltrechos. Al fin se juntaron para conspirar y dieron con un plan que prometía una deslumbrante victoria. Tomaron juramento al chico del pintor-decorador, le confiaron el proyecto y le pidieron su ayuda. Tenía él hartas razones para prestarla con júbilo, pues el maestro se hospedaba en su casa y había dado al chico infinitos motivos para aborrecerle. La mujer del maestro se disponía a pasar unos días con una familia en el campo, y no habría inconvenientes para realizar el plan. El maestro se apercibía siempre para las grandes ocasiones poniéndose a medios pelos, y el hijo del pintor prometió que cuando el dómine llegase al estado preciso, en la tarde del día de los exámenes, él «arreglaría» la cosa mientras el otro dormitaba en la silla, y después harían que lo despertasen con el tiempo justo para que saliera precipitadamente hacia la escuela.

En la madurez de los tiempos llegó la interesante ocasión. A las ocho de la noche la escuela estaba brillantemente iluminada y adornada con guirnaldas y festones de follaje y de flores. El maestro estaba entronizado en su poltrona, con el encerado detrás de él. Parecía un tanto suavizado y blando. Tres filas de bancos a cada lado de él y seis enfrente estaban ocupados por los dignatarios de la población y por los padres de los escolares. A la izquierda, detrás de los invitados, había una espaciosa plataforma provisional, en la cual estaban sentados los alumnos que iban a tomar parte en los ejercicios: filas de párvulos relavados y emperifollados hasta un grado de intolerable embarazo y malestar: filas de bigardones encogidos y zafios; nevados bancos de niñas y señoritas vestidas de blanco linón y muselina y muy preocupadas de sus brazos desnudos, de las alhajas de sus abuelas, de sus cintas azules y rojas y de las flores que llevaban en el pelo; y todo el resto de la escuela estaba ocupado por los escolares que no tomaban parte en el acto.

Los ejercicios comenzaron. Un chico diminuto se levantó y, hurañamente, recitó lo de «no podían ustedes esperar que un niño de mi coma edad hablase en público», etc., etc., acompañándose con los ademanes trabajosos, exactos y espasmódicos que hubiera empleado una máquina, suponiendo que la máquina estuviese un tanto desarreglada. Pero salió del trance sano y salvo, aunque atrozmente asustado, y se ganó un aplauso general cuando hizo su reverencia manufacturada y se retiró.

Una niña ruborizada tartamudeó «María tuvo un corderito», etc., hizo una cortesía que inspiraba compasión, recibió su recompensa de aplausos y se sentó enrojecida y contenta.

Tom Sawyer avanzó con presuntuosa confianza y se lanzó en el inextinguible discurso «O libertad o muerte» con briosa furia y frenética gesticulación, y se atascó a la mitad. Un terrible pánico le sobrecogió de pronto, las piernas le flaquearon y le faltaba la respiración. Verdad es que tenía la manifiesta simpatía del auditorio..., pero también su silencio, que era aún peor que la simpatía. El maestro frunció el ceño, y esto colmó el desastre. Aún luchó un rato, y después se retiró, completamente derrotado. Surgió un débil aplauso, pero murió al nacer.