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100 Clásicos de la Literatura

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Joe y Huck dormían aún. Se oyó muy lejos en el bosque el canto de un pájaro; otro le contestó. Después se percibió el martilleo de un picamaderos. Poco a poco el gris indeciso del amanecer fue blanqueando, y al propio tiempo los sonidos se multiplicaban y la vida surgía. La maravilla de la Naturaleza sacudiendo el sueño y poniéndose al trabajo se mostró ante los ojos del muchacho meditabundo. Una diminuta oruga verde llegó arrastrándose sobre una hoja llena de rocío, levantando dos tercios de su cuerpo en el aire de tiempo en tiempo, y como olisqueando en derredor para luego proseguir su camino, porque estaba «midiendo», según dijo Tom; y cuando el gusano se dirigió hacia él espontáneamente, el muchacho siguió sentado, inmóvil como una estatua, con sus esperanzas en vilo o caídas según que el animalito siguiera viniendo hacia él o pareciera inclinado a irse a cualquier otro sitio; y cuando, al fin, la oruga reflexionó, durante un momento angustioso, con el cuerpo enarcado en el aire, y después bajó decididamente sobre una pierna de Tom y emprendió viaje por ella, el corazón le brincó de alegría porque aquello significaba que iba a recibir un traje nuevo: sin sombra de duda, un deslumbrante uniforme de pirata. Después apareció una procesión de hormigas, procedentes de ningún sitio particular, y se afanaron en sus varios trabajos; una de ellas pasó forcejeando virilmente con una araña muerta, cinco veces mayor que ella, en los brazos, y la arrastró verticalmente por un tronco arriba. Una monjita, con lindas motas oscuras, trepó la vertiginosa altura de una hierba, y Tom se inclinó sobre ella y le dijo:

Monjita, monjita, a tu casa vuela...

En tu casa hay fuego, tus hijos se queman; y la monjita levantó el vuelo y marchó a enterarse; lo cual no sorprendió al muchacho, porque sabía de antiguo cuán crédulo era aquel insecto en materia de incendios, y se había divertido más de una vez a costa de su simplicidad. Un escarabajo llegó después, empujando su pelota con enérgica tozudez, y Tom le tocó con el dedo para verle encoger las patas y hacerse el muerto. Los pájaros armaban ya una bulliciosa algarabía. Un pájaro-gato, el mismo de los bosques del Norte, se paró en un árbol, sobre la cabeza de Tom, y empezó a imitar el canto de todos sus vecinos con un loco entusiasmo; un «gayo» chillón se abatió como una llamarada azul y relampagueante y se detuvo sobre una rama, casi al alcance de Tom; torció la cabeza a uno y otro lado, y miró a los intrusos con ansiosa curiosidad. Una ardilla gris y un zorro-ardilla pasaron inquietos y veloces, sentándose de cuando en cuando a charlar y examinar a los muchachos, porque no habían visto nunca, probablemente, un ser humano y apenas sabían si temerle o no. Toda la naturaleza estaba para entonces despierta y activa; los rayos del sol se introducían como rectas lanzas por entre el tupido follaje y algunas mariposas llegaron revoloteando.

Tom despertó a los otros dos piratas, y los tres echaron a correr dando gritos y en un instante estaban en pelota, persiguiéndose y saltando unos sobre otros en el agua limpia y poco profunda de blanquísima arena.

No sintieron nostalgia alguna por el pueblo, que dormitaba a lo lejos, más allá de la majestuosa planicie líquida. Una corriente errabunda o una ligera crecida del río se había llevado la balsa; pero se congratulaban de ello, puesto que su pérdida era algo así como quemar el puente entre ellos y la civilización.

Volvieron al campamento frescos y vigorizados, locos de contentos y con un hambre rabiosa, y en seguida reanimaron el fuego y se levantaron las llamas de la hoguera. Huck descubrió un manantial de agua clara y fresca muy cerca de allí; hicieron vasos de «nickory»4 y vieron que el agua, con tal selvático procedimiento, podía reemplazar muy bien el café. Mientras Joe cortaba lonjas de tocino para el desayuno, Tom y Huck le dijeron que esperase un momento, se fueron a un recodo prometedor del río y echaron los aparejós de pesca. Al instante se colmaron sus esperanzas. Joe no había aún tenido tiempo para impacientarse cuando ya estaban los otros de vuelta y con un par de hermosas percas, un pez-gato y otros pescados peculiares del Misisipí, mantenimiento sobrado para toda una familia. Frieron los peces con el tocino, y se maravillaron de que nunca habían probado peces tan exquisitos. No sabían que el pescado de agua dulce es mejor cuanto antes pase del agua a la sartén; y tampoco reflexionaron en la calidad de la salsa en que entran el dormir al aire libre, el ejercicio, el baño y una buena proporción de hambre.

Después del desayuno se tendieron a la sombra, mientras Huck se regodeaba con una pipa, y después echaron a andar a través del bosque, en viaje de exploración. Vieron que la isla tenía tres millas de largo por un cuarto de anchura y que la orilla del río más cercana sólo estaba separada por un estrecho canal que apenas tenía doscientas varas de ancho. Tomaron un baño por hora, así es que era ya cerca de media tarde cuando regresaron al campamento. Tenían demasiado apetito para entretenerse con los peces, pero almorzaron espléndidamente con jamón, y después se volvieron a echar en la sombra para charlar. Pero no tardó la conversación en desanimarse y al cabo cesó por completo. La quietud, la soledad que transpiraban los bosques, la sensación de soledad, empezaron a gravitar sobre sus espíritus. Se quedaron pensativos. Una especie de vago a indefinido anhelo se apoderaba de ellos. A poco tomaba forma más precisa: era nostalgia de sus casas, en embrión. Hasta Huck el de las Manos Rojas se acordaba de sus quicios de puertas y de sus barricas vacías. Pero todos se avergonzaban de su debilidad y ninguno tenía arrestos para decir lo que pensaba.

Por algún tiempo habían notado, vagamente, un ruido extraño en la distancia, como a veces percibimos el tictac de un reloj sin darnos cuenta precisa de ello. Pero después el ruido misterioso se hizo más pronunciado y se impuso a la atención. Los muchachos se incorporaron mirándose unos a otros y se pusieron a escuchar. Hubo un prolongado silencio, profundo, no interrumpido: despues, un sordo y medroso trueno llegó al ras del agua, desde la lejanía. -¿Qué será? -dijo Joe, sin aliento.

-¿Qué será? -repitió Tom en voz baja.

-Eso no es un trueno -dijo Huck, alarmado-, porque el trueno...

-¡Chist! -dijo Tom-. Escucha. No habléis.

Escucharon un rato, que les pareció interminable, y después el mismo sordo fragor turbó el solemne silencio.

-¡Vamos a ver lo que es!

Se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia la orilla en dirección al pueblo. Apartaron las matas y arbustos y miraron a lo lejos, sobre el río. La barca de vapor estaba una milla más abajo del pueblo, dejándose arrastrar por la corriente. Su ancha cubierta parecía llena de gente. Había muchos botes bogando de aquí para allá o dejándose llevar por el río próximos a la barca; pero los muchachos no podían discernir qué hacían los que los tripulaban. En aquel momento una gran bocanada de humo blanco salió del costado de la barca, y según se iba esparciendo y elevándose como una perezosa nube el mismo sordo y retumbante ruido llegó a sus oídos.

-¡Ya sé lo que es! -exclamó Tom-. Uno que se ha ahogado.

-Eso es -dijo Huck-; eso mismo hicieron el verano pasado cuando se ahogó Bill Turner; tiran un cañonazo encima del río y eso hace salir a flote al cuerpo. Sí; y también echan hogazas de pan con azogue dentro, y las ponen sobre el agua, y van y donde hay algún ahogado se quedan paradas encima.

-Sí, ya he oído eso -dijo Joe-. ¿Qué será lo que hace al pan detenerse?

-A mí se me figura -dijo Tom- que no es tanto cosa del pan mismo como de lo que dicen al botarlo al agua.

-¡Pero si no le dicen nada! -replicó Huck-. Les he visto hacerlo, y no dicen palabra.

-Es raro -dijo Tom-. Puede ser que lo digan para sus adentros. Por supuesto que sí. A cualquiera se le ocurre.

Los otros dos convinieron en que no faltaba razón en lo que Tom decía, pues no se puede esperar que un pedazo de pan ignorante, no instruido ni aleccionado por un conjuro, se conduzca de manera muy inteligente cuando se le envía en misión de tanta importancia. -¡Lo que yo daría por estar ahora allí! -exclamó Joe.

Y yo también -dijo Huck-. Daría una mano por saber quién ha sido.

Continuaron escuchando sin apartar los ojos de allí. Una idea reveladora fulguró en la mente de Tom, y éste exclamó:

-¡Chicos! ¡Ya sé quién se ha ahogado! ¡Somos nosotros!

Se sintieron al instante héroes. Era una gloriosa apoteosis. Los echaban de menos, vestían de luto por ellos; se acongojaban todos y se vertían lágrimas por su causa; había remordimientos de conciencia por malos tratos infligidos a los pobres chicos a inútiles y tardíos arrepentimientos; y lo que valía más aún: eran la conversación de todo el pueblo y la envidia de todos los muchachos, al menos por aquella deslumbradora notoriedad. Cosa rica. Valía la pena ser pirata, después de todo.

Al oscurecer volvió el vapor a su ordinaria ocupación y los botes desaparecieron. Los piratas regresaron al campamento. Estaban locos de vanidad por su nueva grandeza y por la gloriosa conmoción que habían causado. Pescaron, cocinaron la cena y dieron cuenta de ella, y después se pusieron a adivinar lo que en el pueblo se estaría pensando de ellos y las cosas que se dirían; y las visiones que se forjaban de la angustia pública eran gratas y halagadoras para contemplarlas desde su punto de vista. Pero cuando quedaron envueltos en las tinieblas de la noche cesó poco a poco la charla, y permanecieron mirando el fuego, con el pensamiento vagando lejos de allí. El entusiasmo había desaparecido, y Tom y Joe no podían apartar de su mente la idea de ciertas personas que allá en sus casas no se estaban solazando con aquel gustoso juego tanto como ellos. Surgían recelos y aprensiones; se sentían intranquilos y descontentos; sin darse cuenta, dejaron escapar algún suspiro. Al fin Joe, tímidamente, les tendió un disimulado anzuelo para ver cómo los otros tomarían la idea de volver a la civilización... «no ahora precisamente, pero...»

 

Tom lo abrumó con sarcasmos. Huck, como aún no había soltado prenda, se puso del lado de Tom, y el vacilante se apresuró a dar explicaciones, y se dio por satisfecho con salir del mal paso con las menos manchas posibles, de casero y apocado, en su fama. La rebelión quedaba apaciguada por el momento.

Al cerrar la noche, Huck empezó a dar cabezadas y a roncar después; Joe le siguió. Tom permaneció echado de codos por algún tiempo, mirando fijamente a los otros dos. Al fin, se puso de rodillas en gran precaución y empezó a rebuscar por la hierba a la oscilante claridad que despedía la hoguera. Cogió y examinó varios trozos de la corteza enrollada, blanca y delgada del sicomoro, y escogió dos que al parecer le acomodaban. Después se agachó junto al fuego y con gran trabajo escribió algo en cada uno de ellos con su inseparable tejo. Uno lo enrolló y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta; el otro lo puso en la gorra de Joe, apartándola un poco de su dueño. Y también puso en la gorra ciertos tesoros muchachiles de inestimable valor, entre ellos un trozo de tiza, una pelota de goma, tres anzuelos y una canica de la especie conocida como «de cristal de verdá». Después siguió andando en puntillas, con gran cuidado, por entre los árboles, hasta que juzgó que no podría ser oído, y entonces echó a correr en dirección al banco de arena.

CAPÍTULO XV

Pocos minutos después Tom estaba metido en el agua somera de la barra, vadeando hacia la ribera de Illinois. Antes de que le llegase a la cintura ya estaba a la mitad del canal. La corriente no le permitía ya seguir andando, y se echó a nadar, seguro de sí mismo, las cien varas que aún le faltaban. Nadaba sesgando la corriente, aun si ésta le arrastraba más abajo de lo que él esperaba. Sin embargo, alcanzó la costa al fin, y se dejó llevar del agua por la orilla hasta que encontró un sitio bajo y salió a tierra. Se metió la mano en el bolsillo: allí seguía el trozo de corteza, y, tranquilo sobre este punto, se puso en marcha, a través de los bosques, con la ropa chorreando. Poco antes de las diez llegó a un lugar despejado, frente al pueblo, y vio la barca fondeada al abrigo de los árboles y del terraplén que formaba la orilla. Todo estaba tranquilo bajo las estrellas parpadeantes. Bajó gateando por la cuesta, ojo avizor; se deslizó en el agua, dio tres o cuatro brazadas y se encaramó al bote que hacía oficio de chinchorro, a popa de la barca. Se agazapó bajo las bancadas, y allí esperó, recobrando aliento. Poco después sonó la campana cascada y una voz dio la orden de desatracar. Transcurrieron unos momentos, y el bote se puso en marcha remolcado, con la proa alzándose sobre los remolinos de la estela que dejaba la barca: el viaje había empezado, y Tom pensaba satisfecho que era la última travesía de aquella noche. Al cabo de un cuarto de hora, que parecía eterno, las ruedas se pararon, y Tom se echó por la borda del bote al agua y nadó en la oscuridad hacia la-orilla, tomando tierra unas cincuenta varas más abajo, fuera de peligro de posibles encuentros. Fue corriendo por callejas poco frecuentadas, a instantes después llegó a la valla trasera de su casa. Salvó el obstáculo y trepó hasta la ventana de la salita, donde se veía luz. Allí estaban la tía Polly, Sid, Mary y la madre de Joe Harper reunidos en conciliábulo. Estaban sentados junto a la cama, la cual se interponía entre el grupo y la puerta.

Tom fue a la puerta y empezó a levantar suavemente la falleba; después empujó un poquito, y se produjo un chirrido; siguió empujando, con gran cuidado y temblando cada vez que los goznes chirriaban, hasta que vio que podría entrar de rodillas; a introduciendo primero la cabeza, siguió, poco a poco, con el resto de su persona.

-¿Por qué oscila tanto la vela? -dijo tía Polly (Tom se apresuró)-. Creo que está abierta esa puerta. Claro que sí. No acaban de pasar ahora cosas raras. Anda y ciérrala, Sid.

Tom desapareció bajo la cama en el momento preciso. Descansó un instante, respirando a sus anchas, y después se arrastró hasta casi tocar los pies de su tía.

-Pero, como iba diciendo -prosiguió ésta-, no era lo que se llama malo, sino enredador y travieso. Nada más que tarambana y atolondrado, sí, señor. No tenía más reflexión que pudiera tener un potro. Nunca lo hacía con mala idea, y no había otro de mejor corazón... -y empezó a llorar ruidosamente.

-Pues lo mismo le pasaba a mi Joe..., siempre dando guerra y dispuesto para una trastada, pero era lo menos egoísta y todo lo bondadoso que podía pedirse... ¡Y pensar, Dios mío, que le zurré por golosear la crema, sin acordarme de que yo misma la había tirado porque se avinagró! ¡Y ya no lo veré nunca, nunca, en este mundo, al pobrecito maltratado!

Y también ella se echó a llorar sin consuelo.

Yo espero que Tom lo pasará bien donde está -dijo Sid-; pero si hubiera sido algo mejor en algunas cosas...

-¡Sid!... (Tom sintió, aun sin verla, la relampagueante mirada de su tía). ¡Ni una palabra contra Tom, ahora que ya lo hemos perdido! Dios lo protegerá..., no tiene usted que preocuparse. ¡Ay, señora Harper!

¡No puedo olvidarlo! ¡No puedo resignarme! Era mi mayor consuelo, aunque me mataba a desazones.

-El Señor da y el Señor quita. ¡Alabado sea el nombre del Señor! ¡Pero es tan atroz..., tan atroz! No hace ni una semana que hizo estallar un petardo ante mi propia nariz y le di un bofetón que le tiré al suelo.

¡Cómo iba a figurarme entonces que pronto...! ¡Ay! Si lo volviera a hacer otra vez me lo comería a besos y le daría las gracias.

-Sí, sí; ya me hago cargo de su pena; ya sé lo que está usted pensando. Sin ir más lejos, ayer a mediodía fue mi Tom y rellenó al gato de «matadolores», y creí que el animalito iba a echar la casa al suelo. Y...

¡Dios me perdone!, le di un dedalazo al pobrecito..., que ya está en el otro mundo. Pero ya está descansando ahora de sus cuidados. Y las últimas palabras que de él oí fueron para reprocharme...

Pero aquel recuerdo era superior a sus fuerzas, y la anciana no pudo contenerse más. El propio Tom estaba ya haciendo pucheros..., más compadecido de sí mismo que de ningún otro. Oía llorar a Mary y balbucear de cuando en cuando una palabra bondadosa en su defensa. Empezó a tener una más alta idea de sí mismo de la que había tenido hasta entonces. Pero, con todo, estaba tan enternecido por el dolor de su tía, que ansiaba salir de su escondrijo y colmarla de alegría... y lo fantástico y teatral de la escena tenía además para él irresistible atracción; pero se contuvo y no se movió. Siguió escuchando, y coligió, de unas cosas y otras, que al principio se creyó que los muchachos se habían ahogado bañándose; después se había echado de menos la balsa; más tarde, unos chicos dijeron que los desaparecidos habían prometido que en el pueblo se iba «a oír algo gordo» muy pronto; los sabihondos del lugar «ataron los cabos sueltos» y decidieron que los chicos se habían ido en la balsa y aparecerían en seguida en el pueblo inmediato, río abajo; pero a eso de mediodía hallaron la balsa varada en la orilla, del lado de Misuri, y entonces se perdió toda esperanza: tenían que haberse ahogado, pues de no ser así el hambre los hubiera obligado a regresar a sus casas al oscurecer, si no antes. Se creía que la busca de los cadáveres no había dado fruto porque los chicos debieron de ahogarse en medio de la corriente, puesto que de otra suerte, y siendo los muchachos buenos nadadores, hubieran ganado la orilla. Era la noche del miércoles: si los cadáveres no aparecían para el domingo, no quedaba esperanza alguna, y los funerales se celebrarían aquella mañana. Tom sintió un escalofrío.

La señora de Harper dio sollozando las buenas noches e hizo ademán de irse. Por un mutuo impulso, las dos afligidas mujeres se echaron una en brazos de otra, hicieron un largo llanto consolador, y al fin se separaron. Tía Polly se enterneció más de lo que hubiera querido al dar las buenas noches a Sid y Mary. Sid gimoteó un poco, y Mary se marchó llorando a gritos.

La anciana se arrodilló y rezó por Tom con tal emoción y fervor y tan intenso amor en sus palabras y en su cascada y temblorosa voz, que ya estaba él bañado en lágrimas, antes de que ella hubiera acabado.

Tuvo que seguir quieto largo rato después de que la tía se metió en la cama, pues continuó lanzando suspiros y lastimeras quejas de cuando en cuando, agitándose inquieta y dando vueltas. Pero al fin se quedó tranquila, aunque dejaba escapar algún sollozo entre sueños. Tom salió entonces fuera, se incorporó lentamente al lado de la cama, cubrió con la mano la luz de la bujía y se quedó mirando a la durmiente.

Sentía honda compasión por ella. Sacó el rollo de corteza, y lo puso junto al candelero; pero alguna idea le asaltó, y se quedó suspenso, meditando. Después se le iluminó la cara como con un pensamiento feliz; volvió a guardar, apresuradamente, la corteza en el bolsillo; luego se inclinó y besó la marchita faz, y enseguida se salió sigilosamente del cuarto, cerrando la puerta tras él.

Siguió el camino de vuelta al embarcadero. No se veía a nadie por allí y entró sin empacho en la barca, porque sabía que no habían de molestarle, pues aunque quedaba en ella un guarda, tenía la inveterada costumbre de meterse en la cama y dormir como un santo de piedra. Desamarró el bote, que estaba a popa, se metió en él y remó con precaución arriba, Cuando llegó a una milla por encima del pueblo empezó a sesgar la corriente, trabajando con brío. Fue a parar exactamente al embarcadero, en la otra orilla, pues era empresa con la que estaba familiarizado. Tentado estuvo de capturar el bote, arguyendo que podía ser considerado como un barco y, por tanto, legítima presa para un pirata; pero sabía que se le buscaría por todas partes, y eso podía acabar en descubrimientos. Así, pues, saltó a tierra y penetró en el bosque, donde se sentó a descansar un largo rato, luchando consigo mismo para no dormirse, y después se echó a andar, fatigado de la larga caminata, hasta la isla. La noche tocaba a su término; ya era pleno día cuando llegó frente a la barra de la isla. Se tomó otro descanso hasta que el sol estuvo ya alto y doró el gran río con su esplendor, y entonces se echó a la corriente. Un poco después se detenía, chorreando, a un paso del campamento, y oyó decir a Joe:

-No; Tom cumplirá su palabra y volverá, Huck. Sabe que sería un deshonor para un pirata, y Tom es demasiado orgulloso para eso. Algo trae entre manos. ¿Qué podrá ser?

-Bueno; las cosas son ya nuestras, sea como sea, ¿no es verdad?

-Casi, casi; pero todavía no. Lo que ha escrito dice que son para nosotros si no ha vuelto para el desayuno.

-¡Y aquí está! -exclamó Tom, con gran efecto dramático, avanzando con aire majestuoso.

Un suculento desayuno de torreznos y pescado fue en un momento preparado, y mientras lo despachaban Tom relató (con adornos) sus aventuras. Cuando el cuento acabó, el terceto de héroes no cabía en sí de vanidad y orgullo. Después buscó Tom un rincón umbrío donde dormir a su sabor hasta mediodía, y los otros dos piratas se aprestaron para la pesca y las exploraciones.

CAPÍTULO XVI

Después de comer toda la cuadrilla se fue a la caza de huevos de tortuga en la barra. Iban de un lado a otro metiendo palitos en la arena, y cuando encontraban un sitio blando se ponían de rodillas y escarbaban con las manos. A veces sacaban cincuenta o sesenta de un solo agujero. Eran redonditos y blancos, un poco menores que una nuez. Tuvieron aquella noche una soberbia fritada de huevos y otra el viernes por la mañana. Después de desayunar corrieron a la barra, dando relinchos y cabriolas, persiguiéndose unos a otros y soltando prendas de ropa por el camino, hasta quedar desnudos; y entonces continuaron la algazara dentro del agua hasta un sitio donde la corriente impetuosa les hacía perder pie de cuando en cuando, aumentando con ello el jolgorio y los gritos. Se echaban unos a otros agua a la cara, acercándose con las cabezas vueltas para evitar la ducha, y se venían a las manos y forcejeaban hasta que el más fuerte chapuzaba a su adversario; y luego los tres juntos cayeron bajo el agua en un agitado revoltijo de piernas y brazos, y volvieron a salir, resoplando, jadeantes y sin aliento.

Cuando ya no podían más de puro cansancio, corrían a tenderse en la arena, seca y caliente, y se cubrían con ella, y a poco volvían otra vez al agua a repetir, una vez más, todo el programa. Después se les ocurrió que su piel desnuda imitaba bastante bien unas mallas de titiritero, a inmediatamente trazaron un redondel en la arena y jugaron al circo: un circo con tres payasos, pues ninguno quiso ceder a los demás posición de tanta importancia y brillo.

 

Más tarde sacaron las canicas y jugaron con ellas a todos los juegos conocidos, hasta que se hastiaron de la diversión. Joe y Huck se fueron otra vez a nadar, pero Tom no se atrevió porque, al echar los pantalones por el aire, había perdido la pulsera de escamas de serpiente de cascabel que llevaba en el tobillo. Cómo había podido librarse de un calambre tanto tiempo sin la protección de aquel misterioso talismán, era cosa que no comprendía. No se determinó a volver al agua hasta que lo encontró, y para entonces ya estaban los otros fatigados y con ganas de descansar. Poco a poco se desperdigaron, se pusieron melancólicos y miraban anhelosos, a través del ancho río, al sitio donde el pueblo sesteaba al sol. Tom se sorprendió a sí mismo escribiendo Becky en la arena con el dedo gordo del pie; lo borró y se indignó contra su propia debilidad. Pero, sin embargo, lo volvió a escribir de nuevo; no podía remediarlo. Lo borró una vez más, y para evitar la tentación fue a juntarse con los otros.

Pero los ánimos de Joe habían decaído a un punto en que ya no era posible levantarlos. Sentía la querencia de su casa y ya no podía soportar la pena de no volver a ella. Tenía las lágrimas prontas a brotar.

Huck también estaba melancólico. Tom se sentía desanimado, pero luchaba para no mostrarlo. Tenía guardado un secreto que aún no estaba dispuesto a revelar; pero si aquella desmoralización de sus secuaces no desaparecía pronto no tendría más remedio que descubrirlo. En tono amistoso y jovial les dijo:

-Apostaría a que ya ha habido piratas en esta isla. Tenemos que explorarla otra vez. Habrán escondido tesoros por aquí. ¿Qué os parecería si diésemos con un cofre carcomido todo lleno de oro y plata, eh?

Pero no despertó más que un desmayado entusiasmo, que se desvaneció sin respuesta. Tom probó otros medios de seducción, pero todos fallaron: era ingrata a inútil tarea. Joe estaba sentado, con fúnebre aspecto, hurgando la arena con un palo, y al fin dijo:

-Vamos, chicos, dejemos ya esto. Yo quiero irme a casa. Está esto tan solitario...

-No, Joe, no; ya te encontrarás mejor poco a poco -dijo Tom-. Piensa en lo que podemos pescar aquí.

-No me importa la pesca. Lo que quiero es ir a casa.

-Pero mira que no hay otro sitio como éste para nadar...

-No me gusta nadar. Por lo menos, parece como que no me gusta cuando no tengo a nadie que me diga que no lo haga. Me vuelvo a mi casa.

-¡Vaya un nene! Quieres ver a tu mamá, por supuesto.

-Sí, quiero ver a mi madre; y también tú querrías si la tuvieses. ¡El nene serás tú! -Y Joe hizo un puchero.

-Bueno, bueno; que se vuelva a casa el niño llorón con su mamá, ¿no es verdad, Huck? ¡Pobrecito, que quiere ver a su mamá! Pues que la vea... A ti te gusta estar aquí, ¿no es verdad, Huck? Nosotros nos quedaremos, ¿no es eso?

Huck dijo un «Sí...» por compromiso.

-No me vuelvo a juntar contigo mientras viva -dijo Joe levantándose-. ¡Ya está! -y se alejó enfurruñado y empezó a vestirse.

-¿Qué importa? -dijo Tom-. ¡Como si yo quisiera juntarme! Vuélvete a casa para que se rían de ti. ¡Vaya un pirata! Huck y yo no somos nenes lloricones. Aquí nos estamos, ¿verdad, Huck? Que se largue si quiere.

Podemos pasar sin él.

Pero Tom estaba, sin embargo, inquieto, y se alarmó al ver a Joe, que ceñudo, seguía vistiéndose.

También era poco tranquilizador ver a Huck, que miraba aquellos preparativos con envidia y guardaba un ominoso silencio. De pronto, Joe, sin dedir palabra, empezó a vadear hacia la ribera de Illinois, A Tom se le encogió el corazón. Miró a Huck. Huck no pudo sostener la mirada y bajó los ojos.

-También yo quiero irme, Tom -dijo-; se iba poniendo esto muy solitario, y ahora lo estará más.

Vámonos nosotros también.

-No quiero: podéis iros todos si os da la gana. Estoy resuelto a quedarme. -Tom, pues yo creo que es mejor que me vaya.

-Pues vete... ¿quién te lo impide?

Huck empezó a recoger sus pingos dispersos, y después dijo:

-Tom, más valiera que vinieras tú. Piénsalo bien. Te esperaremos cuando lleguemos a la orilla.

-Bueno; pues vais a esperar un rato largo.

Huck echó a andar apesadumbrado y Tom le siguió con la mirada, y sentía un irresistible deseo de echar a un lado su amor propio y marcharse con ellos. Tuvo una lucha final con su vanidad y después echó a comer tras su compañero gritando:

-¡Esperad! ¡Esperad! ¡Tengo que deciros una cosa!

Los otros se detuvieron aguardándole. Cuando los alcanzó comenzó a explicarles su secreto, y le escucharon de mala gana hasta que al fin vieron «dónde iba a parar», y lanzaron gritos de entusiasmo y dijeron que era una cosa «de primera» y que si antes se lo hubiera dicho no habrían pensado en irse. Tom dio una disculpa aceptable; pero el verdadero motivo de su tardanza había sido el terror de que ni siquiera el secreto tendría fuerza bastante para retenerlos a su lado mucho tiempo, y por eso lo había guardado como el último recurso para seducirlos.

Los chicos dieron la vuelta alegremente y tornaron a sus juegos con entusiasmo, hablando sin cesar del estupendo plan de Tom y admirados de su genial inventiva. Después de una gustosa comida de huevos y pescado Tom declaró su intención de aprender a fumar allí mismo. A Joe le sedujo la idea y añadió que a él también le gustaría probar. Así, pues, Huck fabricó las pipas y las cargó. Los dos novicios no habían fumado nunca más que cigarros hechos de hojas secas, los cuales, además de quemar la lengua, eran tenidos por cosa poco varonil.

Tendidos, y reclinándose sobre los codos, empezaron a fumar con brio y con no mucha confianza. El humo sabía mal y carraspeaban a menudo; pero Tom dijo:

-¡Bah! ¡Es cosa fácil! Si hubiera sabido que no era más que esto hubiera aprendido mucho antes.

-Igual me pasa a mí -dijo Joe-. Esto no es nada.

-Pues mira -prosiguió Tom-. Muchas veces he visto fumar a la gente, y decía: «¡Ojalá pudiera yo fumar!»; pero nunca se me ocurrió que podría. Eso es lo que me pasaba, ¿no es verdad, Huck? ¿No me lo has oído decir?

-La mar de veces -contestó Huck.

-Una vez lo dije junto al matadero, cuando estaban todos los chicos delante. ¿Te acuerdas, Huck?

-Eso fue el día que perdí la canica blanca... No, el día antes. -Podría estar fumando esta pipa todo el día -dijo Joe-. No me marea.

-Ni a mí tampoco -dijo Tom-; pero apuesto a que Jeff Thatcher no era capaz.

-¿Jeff Thatcher! ¡Ca! Con dos chupadas estaba rodando por el suelo. Que haga la prueba. ¡Lo que yo daría porque los chicos nos estuviesen viendo ahora!

-¡Y yo! Lo que tenéis que hacer es no decir nada, y un día, cuando estén todos juntos, me acerco y te digo: «Joe, ¿tienes tabaco? Voy a echar una pipa». Y tú dices, así como si no fuera nada: «Sí, tengo mi pipa vieja y además otra; pero el tabaco vale poco». Y yo te digo: «¡Bah!, ¡con tal de que sea fuerte...!» Y entonces sacas las pipas y las encendemos, tan frescos, y ¡habrá que verlos! -¡Qué bien va a estar! ¡Qué lástima que no pueda ser ahora mismo, Tom!