Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Huckleberry y Tom se quedaron mudos y boquiabiertos, mientras el desalmado mentiroso iba soltando serenamente su declaración y esperaban a cada momento que se abriría el cielo y Dios dejaría caer un rayo sobre aquella cabeza, admirándose de ver cómo se retrasaba el golpe. Y cuando hubo terminado y, sin embargo, continuó vivo y entero, su vacilante impulso de romper el juramento y salvar la mísera vida del prisionero se disipó por completo, porque claramente se veía que el infame se había vendido a Satán, y sería fatal entrometerse en cosas pertenecientes a un ser tan poderoso y formidable.

-¿Por qué no te has ido? ¿Para qué necesitabas volver aquí? -preguntó alguien.

-No lo pude remediar..., no lo pude remediar -gimoteó Potter-. Quería escapar, pero parecía que no podía ir a ninguna parte más que aquí.

Joe el Indio repitió su declaración con la misma impasibilidad pocos minutos después, al verificarse la encuesta bajo juramento; y los dos chicos, viendo que los rayos seguían aún sin aparecer, se afirmaron en la creencia de que Joe se había vendido al demonio. Se había convertido para ellos en el objeto más horrendo a interesante que habían visto jamás, y no podían apartar de su cara los fascinados ojos. Resolvieron en su interior vigilarle de noche, con la esperanza de que quizá lograsen atisbar alguna vez a su diabólico dueño y señor.

Joe ayudó a levantar el cuerpo de la víctima y a cargarlo en un carro; y se cuchicheó entre la estremecida multitud... ¡que la herida había sangrado un poco! Los dos muchachos pensaron que aquella feliz circunstancia encaminaría las sospechas hacia donde debían ir; pero sufrieron un desengaño, pues varios de los presentes hicieron notar «que ese Joe estaba a menos de una vara cuando Muff Potter cometió el crimen».

El terrible secreto y el torcedor de la conciencia perturbaron el sueño de Tom por más de una sernana; y una mañana, durante el desayuno, dijo Sid:

-Das tantas vueltas en la cama y hablas tanto mientras duermes, que me tienes despierto la mitad de la noche.

Tom palideció y bajó los ojos.

-Mala señal es ésa -dijo gravemente tía Polly-. ¿Qué traes en las mientes, Tom?

-Nada. Nada, que yo sepa... -pero la mano le temblaba de tal manera que vertió el café.

-¡Y hablas unas cosas! -continuó Sid-. Anoche decías: «¡Es sangre, es sangre!, ¡eso es!» Y lo dijiste la mar de veces. Y también decías: « ¡No me atormentéis así..., ya lo diré!» ¿Dirás qué? ¿Qué es lo que ibas a decir?

El mundo daba vueltas ante Tom. No es posible saber lo que hubiera pasado; pero, felizmente, en la cara de tía Polly se disipó la preocupación, y sin saberlo vino en ayuda de su sobrino.

-¡Chitón! -dijo-. Es ese crimen tan atroz. También yo sueño con él casi todas las noches. A veces sueño que soy yo la que lo cometió.

Mary dijo que a ella le pasaba lo mismo. Sid parecía satisfecho. Tom desapareció de la presencia de su tía con toda la rapidez que era posible sin hacerla sospechosa, y desde entonces, y durante una semana, se estuvo quejando de dolor de muelas, y por las noches se ataba las mandíbulas con un pañuelo. Nunca llegó a saber que Sid permanecía de noche en acecho, que solía soltarle el vendaje y que, apoyado en un codo, escuchaba largos ratos, y después volvía a colocarle el pañuelo en su sitio. Las angustias mentales de Tom se fueron desvaneciendo poco a poco, y el dolor de muelas se le hizo molesto y lo dejó de lado. Si llegó Sid, en efecto, a deducir algo de los murmullos incoherentes de Tom, se lo guardó para él. Le parecía a Tom que sus compañeros de escuela no iban a acabar nunca de celebrar «encuestas» con gatos muertos, manteniendo así vivas sus cuitas y preocupaciones. Sid observó que Tom no hacía nunca de coroner en ninguna de esas investigaciones, aunque era hábito suyo ponerse al frente de toda nueva empresa; también notó que nunca actuaba como testigo..., y eso era sospechoso; y tampoco echó en saco roto la circunstancia de que Tom mostraba una decidida aversión a esas encuestas y las huía siempre que le era posible. Sid se maravillaba, pero nada dijo. Sin embargo, hasta las encuestas pasaron de moda al fin, y cesaron de atormentar la cargada conciencia de Tom.

Todos los días, o al menos un día sí y otro no, durante aquella temporada de angustia, Tom, siempre alerta para aprovechar las ocasiones, iba hasta la ventanita enrejada de la cárcel y daba a hurtadillas al asesino cuantos regalos podía proporcionarse. La cárcel era una mísera covacha de ladrillo que estaba en un fangal, al extremo del pueblo, y no tenía nadie que la guardase; verdad es que casi nunca estaba ocupada.

Aquellas dádivas contribuían grandemente a aligerar la conciencia de Tom. La gente del pueblo tenía muchas ganas de emplumar a Joe el Indio y sacarlo a la vergüenza, por violador de sepulturas; pero tan temible era su fama, que nadie quería tomar la iniciativa y se desistió de ello. Había él tenido muy buen cuidado de empezar sus dos declaraciones con el relato de la pelea, sin confesar el robo del cadáver que le precedió, y por eso se consideró lo más prudente no llevar el caso al tribunal por el momento.

CAPÍTULO XII

Una de las razones por las cuales el pensamiento de Tom se había ido apartando de sus ocultas cuitas era porque había encontrado un nuevo y grave tema en que interesarse. Becky Thatcher había dejado de acudir a la escuela. Tom había batallado con su amor propio por unos días y trató de «mandarla a paseo» mentalmente; pero fue en vano. Sin darse cuenta de ello, se encontró rondando su casa por las noches y presa de honda tristeza. Estaba enferma. ¡Y si se muriese! La idea era para enloquecer. No sentía ya interés alguno por la guerra, y ni siquiera por la piratería. La vida había perdido su encanto y no quedaba en ella más que aridez. Guardó en un rincón el aro y la raqueta: ya no encontraba goce en ellos. La tía estaba preocupada; empezó a probar toda clase de medicinas en el muchacho. Era una de esas personas que tienen la chifladura de los específicos y de todos los métodos flamantes para fomentar la salud o recomponerla.

Era una inveterada experimentadora en ese ramo. En cuanto aparecía alguna cosa nueva, ardía en deseos de ponerla a prueba, no en sí misma, porque ella nunca estaba enferma, sino en cualquier persona que tuviera a mano. Estaba suscrita a todas las publicaciones de «Salud» y fraudes frenológicos, y la solemne ignorancia de que estaban henchidas era como oxígeno para sus pulmones. Todas las monsergas que en ellas leía acerca de la ventilación, y el modo de acostarse y el de levantarse, y qué se debe comer, y qué se debe beber, y cuánto ejercicio hay que hacer, y en qué estado de ánimo hay que vivir, y qué ropas debe uno ponerse, eran para ella el evangelio; y no notaba nunca que sus periódicos salutíferos del mes corriente habitualmente echaban por tierra todo lo que habían recomendado el mes anterior. Su sencillez y su buena fe la hacían una víctima segura. Reunía todos sus periódicos y sus medicamentos charlatanescos, y así, armada contra la muerte, iba de un lado para otro en su cabalgadura espectral, metafóricamente hablando, y llevaba «el infierno tras ella». Pero jamás se le ocurrió la idea de que no era ella un ángel consolador y un bálsamo de Gilead, disfrazado, para sus vecinos dolientes.

El tratamiento de agua era a la sazón cosa nueva, y el estado de debilidad de Tom fue para la tía un don de la Providencia. Sacaba al muchacho al rayar el día, le ponía en pie bajo el cobertizo de la leña y lo ahogaba con un diluvio de agua fría; le restregaba con una toalla como una lima, y como una lima lo dejaba; lo enrollaba después en una sábana mojada y lo metía bajo mantas, haciéndole sudar hasta dejarle el alma limpia, y «las manchas que tenía en ella le salían por los poros», como decía Tom.

Sin embargo, y a pesar de todo, estaba el muchacho cada vez más taciturno y pálido y decaído. La tía añadió baños calientes, baños de asiento, duchas y zambullidas. El muchacho siguió tan triste como un féretro. Comenzó entonces a ayudar al agua con gachas ligeras como alimento, y sinapismos. Calculó la cabida del muchacho como la de un barril, y todos los días lo llenaba hasta el borde con panaceas de curandero.

Tom se había hecho ya para entonces insensible a las persecuciones. Esta fase llenó a la anciana de consternación. Había que acabar con aquella «indiferencia» a toda costa. Oyó hablar entonces por primera vez del «matadolores». Encargó en el acto una buena remesa. Lo probó y se quedó extasiada. Era simplemente fuego en forma líquida. Abandonó el tratamiento de agua y todo lo demás y puso toda su fe en el «matadolores». Administró a Tom una cucharadita llena y le observó con profunda ansiedad para ver el resultado. Al instante se calmaron todas sus aprensiones y recobró la paz del alma: la «indiferencia» se hizo añicos y desapareció al punto. El chico no podía haber mostrado más intenso y desaforado interés si le hubiera puesto una hoguera debajo.

Tom sintió que era ya hora de despertar: aquella vida podía ser todo lo romántica que convenía a su estado de ánimo, pero iba teniendo muy poco de sentimentalismo y era excesiva y perturbadoramente variada. Meditó, pues, diversos planes para buscar alivio, y finalmente dio en fingir que le gustaba el «matadolores». Lo pedía tan a menudo que llegó a hacerse insoportable, y la tía acabó por decirle que tomase él mismo lo que tuviera en gana y no la marease más. Si hubiese sido Sid no hubiera ella tenido ninguna suspicacia que alterase su gozo; pero como se trataba de Tom, vigiló la botella clandestinamente.

Se convenció así de que, en efecto, el medicamento disminuía; pero no se le ocurrió pensar que el chico estaba devolviendo la salud, con él, a una resquebrajadura que había en el piso de la sala.

 

Un día estaba Tom en el acto de administrar la dosis a la grieta, cuando el gato amarillo de su tía llegó ronroneando, con los ojos ávidos fijos en la cucharilla y mendigando para que le diesen un poco. Tom dijo:

-No lo pidas, a menos que lo necesites, Perico.

Pero Perico dejó ver que lo necesitaba.

-Más te vale estar bien seguro.

Perico estaba seguro.

-Pues tú lo has pedido, voy a dártelo, para que no creas que es tacañería; pero si luego ves que no te gusta no debes echar la culpa a nadie más que a ti.

Perico asintió: así es que Tom le hizo abrir la boca y le vertió dentro el «matadolores». Perico saltó un par de veces en el aire, exhaló en seguida un salvaje grito de guerra y se lanzó a dar vueltas y vueltas por el cuarto, chocando contra los muebles, volcando tiestos y causando general estrago. Después se irguió sobre las patas traseras y danzó alrededor, en un frenesí de deleite, con la cabeza caída sobre el hombro y proclamando a voces su desaforada dicha. Marchó en seguida, disparado, por toda la casa, esparciendo el caos y la desolación en su camino. La tía Polly entró a tiempo de verle ejecutar unos dobles saltos mortales, lanzar un formidable ¡hurra! final, y salir volando por la ventana llevándose con él lo que quedaba de los tiestos. La anciana, se quedó petrificada por el asombro, mirando por encima de los lentes; Tom, tendido en el suelo, descoyuntado de risa.

-Tom, ¿qué es lo que le pasa a ese gato?

-No lo sé, tía -balbuceó el muchacho.

-Nunca he visto cosa igual. ¿Qué le habrá hecho ponerse de ese modo?

-De veras que no lo sé, tía; los gatos siempre se ponen de ese modo cuando lo están pasando bien.

-¿Se ponen así? ¿No es cierto?

Había algo en el tono de esta pregunta que escamó a Tom.

-Sí, tía. Vamos, me parece a mí.

-¿Te parece?

-Sí, señora.

La anciana estaba agachada, y Tom la observaba con interés, avivado por cierta ansiedad. Cuando ádivinó por «donde iba» ya era demasiado tarde. El mango de la cucharilla delatora se veía por debajo de las faldas de la cama. Tom parpadeó y bajó los ojos. La tía Polly lo levantó del suelo por el acostumbrado agarradero, la oreja, y le dio un fuerte papirotazo en la cabeza con el dedal.

-Y ahora, dígame usted: ¿Por qué ha tratado a ese pobre animal de esa manera?

-Lo hice de pura lástima..., porque no tiene tías.

-¡Porque no tiene tías! ¡Simple! ¿Qué tiene que ver con eso?

-La mar. ¡Porque si hubiera tenido una tía, le hubiera quemado vivo ella misma! Le hubiera asado las entrañas hasta que las echase fuera, sin darle más lástima que si fuera un ser humano.

La tía Polly sintió de pronto la angustia del remordimiento. Eso para poner la cosa bajo una nueva luz: lo que era crueldad para un gato, podia también ser crueldad para un chico. Comenzó a enternecerse; sentía pena. Se le humedecieron los ojos; puso la mano sobre la cabeza de Tom y dijo dulcemente:

-Ha sido con la mejor intención, Tom. Y además, hijo, te ha hecho bien.

Tom levantó los ojos y la miró a la cara con un imperceptible guiño de malicia asomando a través de su gravedad:

Ya sé que lo hiciste con la mejor intención, tía, y lo mismo me ha pasado a mí con Perico. También a él le ha hecho bien: no le he visto nunca dar vueltas con tanta soltura.

-¡Anda, vete de aquí antes de que me hagas enfadar de nuevo! Y trata de ver si puedes ser bueno por una vez, y no necesitas tomar ya más medicina.

Tom llegó a la escuela antes de la hora. Se había notado que ese hecho, tan desusado, se venía repitiendo de algún tiempo atrás. Y aquel día, como también, en los anteriores, se quedó por los alrededores de la puerta del patio, en vez de jugar con sus compañeros. Estaba malo, según decía, y su aspecto lo confirmaba.

Aparentó que estaba mirando en todas direcciones menos en la que realmente miraba: carretera abajo. A poco aparecio a la vista Jeff Thatcher, y a Tom se le iluminó el semblante; miró un momento y apartó la vista compungido. Cuando Jeff Thatcher llegó, Tom se le acercó y fue llevando hábilmente la conversación para darle motivo de decir algo a Becky; pero el atolondrado rapaz no vio el cebo. Tom siguió en acecho, lleno de esperanza cada vez que una falda revoloteaba a lo lejos, y odiando a su propietaria cuando veía que no era la que esperaba. Al fin cesaron de aparecer faldas, y cayó en desconsolada murria. Entró en la escuela vacía y se sentó a sufrir. Una falda más penetró por la puerta del patio, y el corazón le pegó un salto. Un instante después estaba Tom fuera y lanzado a la palestra como un indio bravo: rugiendo, riéndose, persiguiendo a los chicos, saltando la valla a riesgo de perniquebrarse, dando volteretas, quedándose en equilibrio con la cabeza en el suelo, y en suma, haciendo todas las heroicidades que podía concebir, y sin dejar ni un momento, disimuladamente, de observar si Becky le veía. Pero no parecía que ella se diese cuenta; no miró ni una sola vez. ¿Era posible que no hubiera notado que estaba él allí? Trasladó el campo de sus hazañas a la inmediata vecindad de la niña: llegó lanzando el grito de guerra de los indios, arrebató a un chico la gorra y la tiró al tejado de la escuela, atropelló por entre un grupo de muchachos, tumbándolos cada uno por su lado, se dejó caer de bruces delante de Becky, casi haciéndola vacilar. Y ella volvió la espalda, con la nariz respingada, y Tom le oyó decir: «¡Puff Algunos se tienen por muy graciosos...; ¡siempre presumiendo!»

Sintió Tom que le ardían las mejillas. Se puso en pie y se escurrió fuera, abochornado y abatido.

CAPÍTULO XIII

Tom se decidió entonces. Estaba desesperado y sombrío. Era un chico, se decía, abandonado de todos y a quien nadie quería: cuando supieran al extremo a que le habían llevado, tal vez lo deplorarían. Había tratado de ser bueno y obrar derechamente, pero no le dejaban. Puesto que lo único que querían era deshacerse de él, que fuera así. Sí, le habían forzado al fin: llevaría una vida de crímenes. No le quedaba otro camino.

Para entonces ya se había alejado del pueblo, y el tañido de la campana de la escuela, que llamaba a la clase de la tarde, sonó débilmente en su oído. Sollozó pensando que ya no volvería a oír aquel toque familiar nunca jamás. No tenía él la culpa; pero puesto que se le lanzaba a la fuerza en el ancho mundo, tenía que someterse...; aunque los perdonaba. Entonces los sollozos se hicieron más acongojados y frecuentes.

Precisamente en aquel instante se encontró a su amigo del alma Joe Harper, torva la mirada y, sin duda alguna, alimentando en su pecho alguna grande y tenebrosa resolución. Era evidente que se juntaban allí «dos almas, pero un solo pensamiento». Tom, limpiándose las lágrimas con la manga, empezó a balbucear algo acerca de una resolución de escapar a los malos tratos y falta de cariño en su casa, lanzándose a errar por el mundo, para nunca volver, y acabó expresando la esperanza de que Joe no le olvidaría.

Pero pronto se traslució que ésta era la misma súplica que Joe iba a hacer en aquel momento a Tom. Le había azotado su madre por haber goloseado una cierta crema que jamás había entrado en su boca y cuya existencia ignoraba. Claramente se veía que su madre estaba cansada de él, y que quería que se fuera; y si ella lo quería así, no le quedaba otro remedio que sucumbir.

Mientras seguían su paso condoliéndose, hicieron un nuevo pacto de ayudarse mutuamente y ser hemanos y no separarse hasta que la muerte los librase de sus cuitas. Después empezaron a trazar sus planes. Joe se inclinaba a ser anacoreta y vivir de mendrugos en una remota cueva, y morir, con el tiempo, de frío, privaciones y penas; pero después de oír a Tom reconoció que había ventajas notorias en una vida consagrada al crimen y se avino a ser pirata.

Tres millas aguas abajo de San Petersburgo, en un sitio donde el Misisipí tenía más de una milla de ancho, había una isla larga, angosta y cubierta de bosque con una barra muy somera en la punta más cercana y que parecía excelente para base de operaciones. No estaba habitada; se hallaba del lado de allá del río, frente a una densa selva casi desierta. Eligieron, pues, aquel lugar, que se llamaba Isla de Jackson.

Qniénes iban a ser las víctimas de sus piraterías, era un punto en el que no pararon mientes. Después se dedicaron a la caza de Huckleberry Finn, el cual se les unió, desde luego, pues todas las profesiones eran iguales para él: le era indiferente. Luego se separaron, conviniendo en volver a reunirse en un paraje solitario, en la orilla del río, dos millas más arriba del pueblo, a la hora favorita, esto es, a medianoche.

Había allí una pequeña balsa de troncos que se proponían apresar. Todos ellos traerían anzuelos y tanzas y las provisiones que pudieron robar, de un modo tenebroso y secreto, como convenía a gentes fuera de la ley; y aquella misma tarde todos se proporcionaron el delicioso placer de esparcir la noticia de que muy pronto todo el pueblo iba a oír «algo gordo». Y a todos los que recibieran esa vaga confidencia se les previno que debían «no decir nada y aguardar».

A eso de medianoche llegó Tom con un jamón cocido y otros pocos víveres, y se detuvo en un pequeño acantilado cubierto de espesa vegetación, que dominaba el lugar de la cita. El cielo estaba estrellado y la noche tranquila. El grandioso río susurraba como un océano en calma. Tom escuchó un momento, pero ningún ruido turbaba la quietud. Dio un largo y agudo silbido. Otro silbido se oyó debajo del acantilado.

Tom silbó dos veces más, y la señal fue contestada del mismo modo. Después se oyó una voz sigilosa:

-¿Quién vive?

-¡Tom Sawyer el Tenebroso Vengador de la América Española! ¿Quién sois vosotros?

-Huck Finn el Manos Rojas, y Joe Horper el Terror de los Mares. (Tom les había provisto de esos títulos, sacados de su literatura favorita.)

-Bien está; decid la contraseña.

Dos voces broncas y apagadas murmuraron, en el misterio de la noche, la misma palabra espeluznante:

¡SANGRE!

Entonces Tom dejó deslizarse el jamón, por el acantilado abajo y siguió él detrás, dejando en la aspereza del camino algo de ropa y de su propia piel. Había una cómoda senda a lo largo de la orilla y bajo el acantilado, pero le faltaba la ventaja de la dificultad y el peligro, tan apreciables para un pirata.

El Terror de los Mares había traído una hoja de tocino y llegó aspeado bajo su pesadumbre. Finn el de las Manos Rojas había hurtado una cazuela y buena cantidad de hoja de tabaco a medio curar y había aportado además algunas mazorcas para hacer con ellas pipas. Pero ninguno de los piratas fumaba o masticaba tabaco más que él. El Tenebroso Vengador dijo que no era posible lanzarse a las aventuras sin llevar fuego.

Era una idea previsora: en aquel tiempo apenas se conocían los fósforos. Vieron un rescoldo en una gran almadía, cien varas río arriba, y fueron sigilosamente allí y se apoderaron de unos tizones. Hicieron de ello una imponente aventura, murmurando «¡chist!» a cada paso y parándose de repente con un dedo en los labios, llevando las manos en imaginarias empuñaduras de dagas y dando órdenes, en voz temerosa y baja, de «si el enemigo» se movía, hundírselas «hasta las cachas», porque «los muertos no hablan». Sabían de sobra que los tripulantes de la almadía estaban en el pueblo abasteciéndose, o de zambra y bureo; pero eso no era bastante motivo para que no hicieran la cosa a estilo piratesco.

Poco después desatracaban la balsa, bajo el mando de Tom, con Huck en el remo de popa y Joe en el de proa. Tom iba erguido en mitad de la embarcación, con los brazos cruzados y la frente sombría, y daba las órdenes con bronca a imperiosa voz.

-¡Cíñete al viento!... ¡No guiñar, no guiñar!... ¡Una cuarta a barlovento!...

Como los chicos no cesaban de empujar la balsa hacia el centro de la corriente, era cosa entendida que esas órdenes se daban sólo por el buen parecer y sin que significasen absolutamente nada.

-¿Qué aparejo lleva?

-Gavias, juanetes y foque.

-¡Larga las monterillas! ¡Que suban seis de vosotros a las crucetas!... ¡Templa las escotas!...

¡Todo a babor! ¡Firme!

La balsa traspasó la fuerza de la corriente, y los muchachos enfilaron hacia la isla, manteniendo la dirección con los remos. En los tres cuartos de hora siguientes apenas hablaron palabra. La balsa estaba pasando por delante del lejano pueblo. Dos o tres lucecillas parpadeantes señalaban el sitio donde yacía, durmiendo plácidamente, más allá de la vasta extensión de agua tachonada de reflejos de estrellas, sin sospechar el tremendo acontecimiento que se preparaba. El Tenebroso Vengador permanecía aún con los brazos cruzados, dirigiendo una «última mirada» a la escena de sus pasados placeres y de sus recientes desdichas, y sintiendo que «ella» no pudiera verle en aquel momento, perdido en el proceloso mar, afrontando el peligro y la muerte con impávido corazón y caminando hacia su perdición con una amarga sonrisa en los labios. Poco le costaba a su imaginación trasladar la Isla de Jackson más allá de la vista del pueblo; así es que lanzó su «última mirada» con ánimo a la vez desesperado y satisfecho. Los otros piratas también estaban dirigiendo «últimas miradas» y tan largas fueron que estuvieron a punto de dejar que la corriente arrastrase la balsa fuera del rumbo de la isla. Pero notaron el peligro a tiempo y se esforzaron en evitarlo.

 

Hacia las dos de la mañana la embarcación varó en la barra, a doscientas varas de la punta de la isla, y sus tripulantes estuvieron vadeando entre la balsa y la isla hasta que desembarcaron su cargamento. Entre los pertrechos había una vela decrépita, y la tendieron sobre un cobijo, entre los matorrales, para resguardar las provisiones. Ellos pensaban dormir al aire libre cuando hiciera buen tiempo, como correspondía a gente aventurera.

Hicieron una hoguera al arrimo de un tronco caído a poca distancia de donde comenzaban las densas umbrías del bosque; guisaron tocino en la sartén, para cenar, y gastaron la mitad de la harina de maíz que habían llevado. Les parecía cosa grande estar allí de orgía, sin trabas, en la selva virgen de una isla desierta a inexplorada, lejos de toda humana morada, y se prometían que no volverían nunca a la civilización. Las llamas se alzaron iluminando sus caras, y arrojaban su fulgor rojizo sobre las columnatas del templo de árboles del bosque y sobre el coruscante follaje y los festones de las plantas trepadoras. Cuando desapareció la última sabrosa lonja de tocino y devoraron la ración de borona, se tendieron sobre la hierba, rebosantes de felicidad. Fácil hubiera sido buscar sitio más fresco, pero no se querían privar de un detalle tan romántico como la abrasadora fogata del campamento.

-¿No es esto cosa rica? -dijo Joe.

-De primera -contestó Tom.

-¿Qué dirían los chicos si nos viesen?

-¿Decir? Se morirían de ganas de estar aquí. ¿Eh, Huck?

-Puede que sí -dijo Huckleberry-; a mí, al menos, me va bien, no necesito cosa mejor. Casi nunca tengo lo que necesito de comer..., y además, aquí no pueden venir y darle a uno de patadas y no dejarle en paz.

-Es la vida que a mí me gusta -prosiguió Tom-: no hay que levantarse de la cama temprano, no hay que ir a la escuela, ni que lavarse, ni todas esas malditas boberías. Ya ves, Joe, un pirata no tiene nada que hacer cuando está en tierra; pero un anacoreta tiene que rezar una atrocidad y no tiene ni una diversion, porque siempre está solo.

-Es verdad -dijo Joe-, pero no había pensado bastante en ello, ¿sabes? Quiero mucho más ser un pirata, ahora que ya he hecho la prueba.

-Tal vez -dijo Tom- a la gente no le da mucho por los anacoretas en estos tiempos, como pasaba en los antiguos; pero un pirata es siempre muy bien mirado. Y los anacoretas tienen que dormir siempre en los sitios más duros que pueden encontrar, y se ponen arpillera y cenizas en la cabeza, y se mojan si llueve, y...

-¿Para qué se ponen arpilleras y ceniza en la cabeza? -preguntó Huck-

-No sé. Pero tienen que hacerlo. Los anacoretas siempre hacen eso. Tú tendrías que hacerlo si lo fueras.

-¡Un cuerno haría yo! -dijo Huck. -Pues ¿qué ibas a hacer?

-No sé; pero eso no.

-Pues tendrías que hacerlo, Huck. ¿Cómo te ibas a arreglar si no? -Pues no lo aguantaría. Me escaparía.

-¿Escaparte? ¿Vaya una porquería de anacoreta que ibas a ser tú! ¡Sería una vergüenza!

Manos Rojas no contestó por estar en más gustosa ocupación. Había acabado de agujerear una mazorca, y, clavando en ella un tallo hueco para servir de boquilla, la llenó de tabaco y apretó un ascua contra la carga, lanzando al aire una nube de humo fragante. Estaba en la cúspide del solaz voluptuoso. Los otros piratas envidiaban aquel vicio majestuoso y resolvieron en su interior adquirirlo en seguida. Huck preguntó:

-¿Qué es lo que tienen que hacer los piratas?

-Pues pasarlo en grande...; apresar barcos y quemarlos, y coger el dinero y enterrarlo en unos sitios espantosos, en su isla; y matar a todos los que van en los barcos...: les hacen «pasear la tabla».

Y se llevan.las mujeres a la isla-dijo Joe-; no matan a las mujeres.

-No -asintió Tom-; no las matan: son demasiado nobles. Y las mujeres son siempre preciosísimas, además.

-¡Y que no llevan trajes de lujo!... ¡Ca! Todos de plata y oro y diamantes -añadió Joe con entusiasmo.

-¿Quién? -dijo Huck.

-Pues los piratas.

Huck echó un vistazo lastimero a su indumento.

-Me parece que yo no estoy vestido propiamente para un pirata -dijo, con patético desconsuelo en la voz-; pero no tengo más que esto.

Pero los otros le dijeron que los trajes lujosos lloverían a montones en cuanto empezasen sus aventuras.

Le dieron a entender que sus míseros pingos bastarían para el comienzo, aunque era costumbre que los piratas opulentos debutasen con un guardarropa adecuado.

Poco a poco fue cesando la conversación y se iban cerrando los ojos de los solitarios. La pipa se escurrió de entre los dedos de Manos Rojas y se quedó dormido con el sueño del que tiene la conciencia ligera y el cuerpo cansado. El Terror de los Mares y el Tenebroso Vengador de la América Española no se durmieron tan fácilmente. Recitaron sus oraciones mentalmente y tumbados, puesto que no había allí nadie que los obligase a decirlas en voz alta y de rodillas; verdad es que estuvieron tentados a no rezar, pero tuvieron miedo de ir tan lejos como todo eso, por si llamaban sobre ellos un especial y repentino rayo del cielo. Poco después se cernían sobre el borde mismo del sueño, pero sobrevino un intruso que no les dejó caer en él: era la conciencia. Empezaron a sentir un vago temor de que se habían portado muy mal escapando de sus casas; y después, se acordaron de los comestibles robados, y entonces comenzaron verdaderas torturas.

Trataron de acallarlas recordando a sus conciencias que habían robado antes golosinas y manzanas docenas de veces; pero la conciencia no se aplacaba con tales sutilezas. Les parecía que, con todo, no había medio de saltar sobre el hecho inconmovible de que apoderarse de golosinas no era más que «tomar», mientras que llevarse jamón y tocinos y cosas por el estilo era, simple y sencillamente, «robar» y había contra eso un mandamiento en la Biblia. Por esó resolvieron en su fuero interno que, mientras permaneciesen en el oficio, sus piraterías no volverían a envilecerse con el crimen del robo. Con esto la conciencia les concedió una tregua, y aquellos raros a inconsecuentes piratas se quedaron pacíficamente dormidos.

CAPÍTULO XIV

Cuando Tom despertó a la mañana siguiente se preguntó dónde estaba. Se incorporó, frotándose los ojos, y se dio cuenta al fin. Era el alba gris y fresca, y producían una deliciosa sensación de paz y reposo la serena calma en que todo yacía y el silencio de los bosques. No se movía una hoja; ningún ruido osaba perturbar el gran recogimiento meditativo de la Naturaleza. Gotas de rocío temblaban en el follaje y en la hierba. Una capa de ceniza cubría el fuego y una tenue espiral de humo azulado se alzaba, recta, en el aire.