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100 Clásicos de la Literatura

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Necesito deciros el gozo que me causa ver tantas caritas alegres y limpias reunidas en un lugar como éste, aprendiendo a hacer buenas obras y a ser buenos...

Y siguió por la senda adelante. No hay para qué relatar el resto de la oración. Era de un modelo que no cambia, y por eso nos es familiar a todos.

El último tercio del discurso se malogró en parte por haberse reanudado las pendencias y otros escarceos entre algunos de los chicos más traviesos, y por inquietudes y murmullos que se extendían cada vez más llegando su oleaje hasta las bases de aisladas a inconmovible rocas, como Sid y Mary. Pero todo ruido cesó de repente al extinguirse la voz de mister Walters, y el término del discurso fue recibido con una silenciosa explosión de gratitud.

Buena parte de los cuchicheos había sido originada por un acontecimiento más o menos raro: la entrada de visitantes. Eran éstos el abogado Thatcher, acompañado por un anciano decrépito, un gallardo y personudo caballero de pelo gris, entrado en años, y una señora solemne, que era, sin duda, la esposa de aquél. La señora llevaba una niña de la mano. Tom había estado intranquilo y lleno de angustias y aflicciones, y aun de remordimientos; no podía cruzar su mirada con la de Amy Lawrence ni soportar las que ésta le dirigía. Pero cuando vio a la niña recién llegada el alma se le inundó de dicha. Un instante después estaba «presumiendo» a toda máquina: puñadas a los otros chicos, tirones de pelos, contorsiones con la cara, en una palabra: empleando todas las artes de seducción que pudieran fascinar a la niña y conseguir su aplauso. Su loca alegría no tenía más que una mácula: el recuerdo de su humillación en el jardín del ser angélico, y ese recuerdo, escrito en la arena, iba siendo barrido rápidamente por las oleadas de felicidad que en aquel instante pasaban sobre él. Se dio a los visitantes el más encumbrado asiento de honor, y tan pronto como mister Walters terminó su discurso los presentó a la escuela. El caballero del pelo gris resultó ser un prodigioso personaje, nada menos que el juez del condado; sin duda el ser más augusto en que los niños habían puesto nunca sus ojos. Y pensaban de qué sustancia estaría formado, y hubieran deseado oírle rugir y hasta tenían un poco de miedo de que lo hiciera. Había venido desde Constantinopla, a doce millas de distancia, y, por consiguiente, había viajado y había visto mundo; aquellos mismos ojos habían contemplado la Casa de Justicia del condado, de la que se decía que tenía el techo de cinc. El temeroso pasmo que inspiraban estas reflexiones se atestiguaba por el solemne silencio y por las filas de ojos abiertos en redondo. Aquél era el gran juez Thatcher, hermano del abogado de la localidad. Jeff Thatcher se adelantó en seguida para mostrarse familiar con el gran hombre y excitar la envidia de la escuela. Música celestial hubiera sido para sus oídos escuchar los comentarios.

-¡Mírale, Jim! Se va arriba con ellos. ¡Mira, mira!, va a darle la mano. ¡Ya se la da! ¡Lo que darías tú por ser Jeff?

Mister Walters se puso «a presumir» con toda suerte de bullicios y actividades oficialescas, dando órdenes, emitiendo juicios y disparando instrucciones aquí y allá y hacia todas partes donde podía encontrar un blanco. El bibliotecario «presumió» corriendo de acá para allá con brazadas de libros, y con toda la baraúnda y aspavientos en que se deleita la autoridadinsecto. Las señoritas instructoras «presumieron» inclinándose melosamente sobre escolares a los que acababan de tirar de las orejas, levantando deditos amenazadores delante de los muchachos malos y dando amorosas palmaditas a los buenos. Los caballeretes instructores «presumían» prodigando regañinas y otras pequeñas muestras de incansable celo por la disciplina, y unos y otros tenían grandes quehaceres en la librería, que los obligaban a ir y venir incesantemente y, al parecer, con gran agobio y molestia. Las niñas «presumían» de mil distintos modos, y los chicuelos «presumían» con tal diligencia que los proyectiles de papel y rumor de reyertas llenaban el aire. Y cerniéndose sobre todo ello, el grande hombre seguía sentado, irradiaba una majestuosa sonrisa judicial sobre toda la concurrencia y se calentaba al sol de su propia grandeza, pues estaba «presumiendo» también. Sólo una cosa faltaba para hacer el gozo de mister Walters completo, y era la ocasión de dar el premio de la Biblia y exhibir un fenómeno. Algunos escolares tenían vales amarillos, pero ninguno tenía los necesarios: ya había él investigado entre las estrellas de mayor magnitud. Hubiera dado todo lo del mundo, en aquel momento, porque le hubieran restituido, con la mente recompuesta, aquel muchacho alemán.

Y entonces, cuando había muerto toda esperanza, Tom Sawyer se adelantó con nueve vales amarillos, nueve vales rojos y diez azules, y solicitó una Biblia. Fue un rayo cayendo de un cielo despejado. Walters no esperaba una petición semejante, de tal persona, en los próximos diez años. Pero no había que darle vueltas: allí estaban los vales y eran moneda legal. Tom fue elevado en el acto al sitio que ocupaban el juez y los demás elegidos, y la gran noticia fue proclamada desde el estrado. Era la más pasmosa sorpresa de la década; y tan honda sensación produjo, que levantó al héroe nuevo hasta la altura misma del héroe judicial.

Todos los chicos estaban muertos de envidia; pero los que sufrían más agudos tormentos eran los que se daban cuenta, demasiado tarde, de que ellos mismos habían contribuido a aquella odiosa apoteosis por ceder sus vales a Tom a cambio de las riquezas que había amontonado vendiendo permisos para enjalbegar.

Sentían desprecio de sí mismos por haber sido víctimas de un astuto defraudador, de una embaucadora serpiente escondida en la hierba.

El premio fue entregado aTom con toda la efusión que el superintendente, dando a la bomba, consiguió hacer subir hasta la superficie en aquel momento; pero le faltaba algo del genuino surtidor espontáneo, pues el pobre hombre se daba cuenta, instintivamente, de que había allí un misterio que quizá no podría resistir fácilmente la luz. Era simplemente absurdo pensar que aquel muchacho tenía almacenadas en su granero dos mil gavillas de sabiduría bíblica, cuando una docena bastarían, sin duda, para forzar y distender su capacidad. Amy Lawrence estaba orgullosa y contenta, y trató de hacérselo ver a Tom; pero no había modo de que la mirase. No, no adivinaba la causa; después se turbó un poco; en seguida la asaltó una vaga sospecha, y se disipó, y tornó a surgir. Vigiló atenta; una furtiva mirada fue una revelación, y entonces se le encogió el corazón, y experimentó celos y rabia, y brotaron las lágrimas, y sintió aborrecimiento por todos, y más que por nadie, por Tom.

El cual fue presentado al juez; pero tenía la lengua paralizada, respiraba con dificultad y le palpitaba el corazón; en parte, por la imponente grandeza de aquel hombre, pero sobre todo, porque era el padre de ella.

Hubiera querido postrarse ante él y adorarlo, si hubieran estado a oscuras. El juez le puso la mano sobre la cabeza y le dijo que era un hombrecito de provecho, y le preguntó cómo se llamaba. El chico tartamudeó, abrió la boca, y lo echó fuera:

-Tom.

-No, Tom, no...; es....

-Thomas.

-Eso es. Ya pensé yo que debía de faltar algo. Bien está. Pero algo te llamarás además de eso, y me lo vas a decir, ¿no es verdad?

-Dile a este caballero tu apellido, Thomas -dijo Walters-; y dile además «señor». No olvides las buenas maneras.

-Thomas Sawyer, señor.

-¡Muy bien! Así hacen los chicos buenos. ¡Buen muchacho! ¡Un hombrecito de provecho! Dos mil versículos son muchos, muchísimos. Y nunca te arrepentirás del trabajo que te costó aprenderlos, pues el saber es lo que más vale en el mundo; él es el que hace los grandes hombres y los hombres buenos;.tú serás algún día un hombre grande y virtuoso, Thomas, y entonces mirarás hacia atrás y has de decir: «Todo se debo a las ventajas de la inapreciable escuela dominical, en mi niñez; todo se lo debo a mis queridos profesores, que me enseñaron a estudiar; todo se lo debo al buen superintendente, que me alentó y se interesó por mí y me regaló una magnífica y lujosa Biblia para mí solo: ¡todo lo debo a haber sido bien educado!» Eso dirás, Thomas, y por todo el oro del mundo no darías esos dos mil versículos. No, no los darías. Y ahora ¿querrás decirnos a esta señora y a mí algo de lo que sabes? Ya sé que nos lo dirás, porque a nosotros nos enorgullecen los niños estudiosos. Seguramente sabes los nombres de los doce discípulos.

¿No quieres decirnos cómo se llamaban los dos primeros que fueron elegidos?

Tom se estaba tirando de un botón, con aire borreguil. Se ruborizó y bajó los ojos: Mister Walters empezó a trasudar, diciéndose a sí mismo: «No es posible que el muchacho contestase a la menor pregunta... ¡En qué hora se le ha ocurrido al juez examinarlo.» Sin embargo, se creyó obligado a intervenir, y dijo:

-Contesta a este señor, Thomas. No tengas miedo.

Tom continuó mudo.

-Me lo va a decir a mí -dijo la señora-. Los nombres de los primeros discípulos fueron...

-¡David y Goliat!

Dejemos caer un velo compasivo sobre el resto de la escena.

CAPÍTULO V

A eso de las diez y media la campana de la iglesita empezó a tañer con voz cascada, y la gente fue acudiendo para el sermón matinal. Los niños de la escuela dominical se distribuyeron por toda la iglesia, sentándose junto a sus padres, para estar bajo su vigilancia. Llegó tía Polly, y Tom, Sid y Mary se sentaron a su lado. Tom fue colocado del lado de la nave para que estuviera todo lo lejos posible de la ventana abierta y de las seductoras perspectivas del campo en un día de verano. La multitud iba llenando la iglesia: el administrador de Correos, un viejecito venido a menos y que había conocido tiempos mejores, el alcalde y su mujer -pues tenían allí alcalde, entre las cosas necesarias-; el juez de paz. Después entró la viuda de Douglas, guapa, elegante, cuarentona, generosa, de excelente corazón y rica, cuya casa en el monte era el único palacio de los alrededores, y ella la persona más hospitalaria y desprendida para dar fiestas de las que San Petersburgo se podía envanecer; el encorvado y venerable comandante Ward y su esposa; el abogado Riverson, nueva notabilidad en el pueblo. Entró después la más famosa belleza local, seguida de una escolta de juveniles tenorios vestidos de dril y muy peripuestos; siguieron todos los horteras del pueblo, en corporación, pues habían estado en el vestíbulo chupando los puños de sus bastones y formando un muro circular de caras bobas, sonrientes, acicaladas y admirativas, hasta que la última muchacha cruzó bajo sus baterías; y detrás de todos, el niño modelo, Willie Mufferson, acompañando a su madre con tan exquisito cuidado como si fuera de cristal de Bohemia. Siempre llevaba a su madre a la iglesia, y era el encanto de todas las matronas. Todos los muchachos le aborrecían: a tal punto era bueno; y además, porque a cada uno se lo habían «echado en cara» mil veces. La punta del blanquísimo pañuelo le colgaba del bolsillo como por casualidad. Tom no tenía pañuelo, y consideraba a todos los chicos que lo usaban como unos cursis.

 

Reunidos ya todos los fieles, tocó una vez más la campana para estimular a los rezagados y remolones, y se hizo un solemne silencio en toda la iglesia, sólo interrumpido por las risitas contenidas y los cuchicheos del coro, allá en la galería. El coro siempre se reía y cuchicheaba durante él servicio religioso. Hubo una vez un coro de iglesia que no era mal educado, pero se me ha olvidado en dónde. Ya hace de ello muchísimos años y apenas puedo recordar nada sobre el caso, pero creo que debió de ser en el extranjero.

El pastor indicó el himno que se iba a cantar, y lo leyó deleitándose en ello, en un raro estilo, pero muy admirado en aquella parte del país. La voz comenzaba en un tono medio, y se iba alzando, alzando, hasta llegar a un cierto punto; allí recalcaba con recio énfasis la palabra que quedaba en la cúspide, y se hundía de pronto como desde un trampolín:

¿He de llegar yo a los cielos pisando nardos y rosas

Mientras otros van luchando entre mares borrascosas?

Se le tenía por un pasmoso lector. En las «fiestas de sociedad» que se celebraban en la iglesia, se le pedía siempre que leyese versos; y cuando estaba en la faena, las señoras levantaban las manos y las dejaban caer desmayadamente en la falda, y cerraban los ojos y sacudían las cabezas, como diciendo: «Es indecible; es demasiado hermoso: ¡demasiado hermoso para este mísero mundo!»

Después del himno, el reverendo mister Sprague se trocó a sí mismo en un tablón de anuncios y empezó a leer avisos de mítines y de reuniones y cosas diversas, de tal modo que parecía que la lista iba a estirarse hasta el día del juicio: extraordinaria costumbre que aún se conserva en América, hasta en las mismas ciudades, aun en esta edad de abundantes periódicos. Ocurre a menudo que cuanto menos justificada está una costumbre tradicional, más trabajo cuesta desarraigarla.

Y después el pastor oró. Fue una plegaria de las buenas, generosa y detalladora: pidió por la iglesia y por los hijos de la iglesia; por las demás iglesias del pueblo; por el propio pueblo; por el condado, por el Estado, por los funcionarios del Estado; por los Estados Unidos; por las iglesias de los Estados Unidos; por el Congreso; por el Presidente; por los empleados del Gobierno; por los pobres navegantes, en tribulación en el proceloso mar; por los millones de oprimidos que gimen bajo el talón de las monarquías europeas y de los déspotas orientales; por los que tienen ojos y no ven y oídos y no oyen; por los idólatras en las lejanas islas del mar; y acabó con una súplica de que las palabras que iba a pronunciar fueran recibidas con agrado y fervor y cayeran como semilla en tierra fértil, dando abundosa cosecha de bienes. Amén.

Hubo un movimiento general, rumor de faldas, y la congregación, que había permanecido en pie, se sentó. El muchacho cuyos hechos se relatan en este libro no saboreó la plegaria: no hizo más que soportarla, si es que llegó a tanto. Mientras duró, estuvo inquieto; llevó cuenta de los detalles, inconscientemente -pues no escuchaba, pero se sabía el terreno de antiguo y la senda que de ordinario seguía el cura por él-, y cuando se injertaba en la oración la menor añadidura, su oído la descubría y todo su ser se rebelaba con ello. Consideraba las adiciones como trampas y picardías. Hacia la mitad del rezo se posó una mosca en el respaldo del banco que estaba sentado delante del suyo, y le torturó el espíritu frotándose con toda calma las patitas delanteras; abrazándose con ellas la cabeza y cepillándola con tal vigor que parecía que estaba a punto de arrancarla del cuerpo, dejando ver el tenue hilito del pescuezo; restregándose las alas con las patas de atrás y amoldándolas al cuerpo como si fueran los faldones de un chaquet puliéndose y acicalándose con tanta tranquilidad como si se diese cuenta de que estaba perfectamente segura. Y así era en verdad, pues aunque Tom sentía en las manos una irresistible comezón de atraparla, no se atrevía: creía de todo corazón que sería instantáneamente aniquilado si hacía tal cosa en plena oración. Pero al llegar la última frase empezó a ahuecar la mano y a adelantarla con cautela, y en el mismo instante de decirse el «Amén» la mosca era un prisionero de guerra. La tía le vio y le obligó a soltarla.

El pastor citó el texto sobre el que iba a versar el sermón, y prosiguió con monótono zumbido de moscardón, a lo largo de una homilía tan apelmazada que a poco muchos fieles empezaron a dar cabezadas: y sin embargo, en «el sermón» se trataba de infinito fuego y llamas sulfurosas y se dejaban reducidos los electos y predestinados a un grupo tan escaso que casi no valía la pena salvarlos. Tom contó las páginas del sermón; al salir de la iglesia siempre sabía cuántas habían sido, pero casi nunca sabía nada más acerca del discurso. Sin embargo, esta vez hubo un momento en que llegó a interesarse de veras. El pastor trazó un cuadro solemne y emocionante de la reunión de todas las almas de este mundo en el milenio, cuando el león y el cordero yacerían juntos y un niño pequeño los conduciría. Pero lo patético, lo ejemplar, la moraleja del gran espectáculo pasaron inadvertidos para el rapaz: sólo pensó en el conspicuo papel del protagonista y en lo que se luciría a los ojos de todas las naciones; se le iluminó la faz con tal pensamiento, y se dijo a sí mismo todo lo que daría por poder ser él aquel niño, si el león estaba domado.

Después volvió a caer en abrumador sufrimiento cuando el sermón siguió su curso. Se acordó de pronto de que tenía un tesoro, y lo sacó. Era un voluminoso insecto negro, una especie de escarabajo con formidables mandíbulas: un «pillizquero», según él lo llamaba. Estaba encerrado en una caja de pistones.

Lo primero que hizo el escarabajo fue cogerlo de un dedo. Siguió un instintivo papirotazo; el escarabajo cayó dando tumbos en medio de la nave, y se quedó panza arriba, y el dedo herido fue, no menos rápido, a la boca de su dueño. El animalito se quedó allí, forcejeando inútilmente con las patas, incapaz de dar la vuelta. Tom no apartaba de él la mirada, con ansia de cogerlo, pero estaba a salvo, lejos de su alcance.

Otras personas, aburridas del sermón, encontraron alivio en el escarabajo y también se quedaron mirándolo. En aquel momento un perro de lanas, errante, llegó con aire desocupado, amodorrado con la pesadez y el calor de la canícula, fatigado de la cautividad, suspirando por un cambio de sensaciones. Descubrió el escarabajo; el rabo colgante se irguió y se cimbreó en el aire. Examinó la presa; dio una vuelta en derredor; la olfateó desde una prudente distancia; volvió a dar otra vuelta en torno; se envalentonó y la olió de más cerca; después enseñó los dientes y le tiró una dentellada tímida, sin dar en el blanco; le tiró otra embestida, y después otra; la cosa empezó a divertirle; se tendió sobre el estómago, con el escarabajo entre las zarpas, y continuó sus experimentos; empezó a sentirse cansado, y después, indiferente y distraído, comenzó a dar cabezadas de sueño, y poco a poco el hocico fue bajando y tocó a su enemigo, el cual lo agarró en el acto.

Hubo un aullido estridente, una violenta sacudida de la cabeza del perro, y el escarabajo fue a caer un par de varas más adelante, y aterrizó como la otra vez, de espaldas. Los espectadores vecinos se agitaron con un suave regocijo interior; varias caras se ocultaron tras los abanicos y pañuelos, y Tom estaba en la cúspide de la felicidad. El perro parecía desconcertado, y probablemente lo estaba; pero tenía además resentimiento en el corazón y sed de venganza. Se fue, pues, al escarabajo, y de nuevo emprendió contra él un cauteloso ataque, dando saltos en su dirección desde todos los puntos del compás, cayendo con las manos a menos de una pulgada del bicho, tirándole dentelladas cada vez más cercanas y sacudiendo la cabeza hasta que las orejas le abofeteaban. Pero se cansó, una vez más, al poco rato; trató de solazarse con una mosca, pero no halló consuelo; siguió a una hormiga, dando vueltas con la nariz pegada al suelo, y también de eso se cansó en seguida; bostezó, suspiró, se olvidó por completo del escarabajo... ¡y se sentó encima de él! Se oyó entonces un desgarrador alarido de agonía, y el perro salió disparado por la nave adelante; los aullidos se precipitaban, y el perro también; cruzó la iglesia frente al altar, y volvió, raudo, por la otra nave; cruzó frente a las puertas; sus clamores llenaban la iglesia entera; sus angustias crecían al compás de su velocidad, hasta que ya no era más que un lanoso cometa, lanzado en su órbita con el relampagueo y la velocidad de la luz. Al fin, el enloquecido mártir se desvió de su trayectoria y saltó al regazo de su dueño; éste lo echó por la ventana, y el alarido de pena fue haciéndose más débil por momentos y murió en la distancia.

Para entonces toda la concurrencia tenía las caras enrojecidas y se atosigaba con reprimida risa, y el sermón se había atascado, sin poder seguir adelante. Se reanudó en seguida, pero avanzó claudicante y a empellones, porque se había acabado toda posibilidad de producir impresión, pues los más graves pensamientos eran constantemente recibidos con alguna ahogada explosión de profano regocijo, a cubierto del respaldo de algún banco lejano, como si el pobre párroco hubiese dicho alguna gracia excesivamente salpimentada. Y todos sintieron como un alivio cuando el trance llegó a su fin y el cura echó la bendición. Tom fue a casa contentísimo, pensando que había un cierto agrado en el servicio religioso cuando se intercalaba en él una miaja de variedad. Sólo había una nube en su dicha: se avenía a que el perro jugase con el «pillizquero», pero no consideraba decente y recto que se lo hubiese llevado consigo.

CAPÍTULO VI

La mañana del lunes encontró a Tom Sawyer afligido. Las mañanas de los lunes le hallaban siempre así, porque eran el comienzo de otra semana de lento sufrir en la escuela. Su primer pensamiento en esos días era lamentar que se hubiera interpuesto un día festivo, pues eso hacía más odiosa la vuelta a la esclavitud y al grillete.

Tom se quedó pensando. Se le ocurrió que ojalá estuviese enfermo: así se quedaría en casa sin ir a la escuela. Había una vaga posibilidad. Pasó revista a su organismo. No aparecía enfermedad alguna, y lo examinó de nuevo. Esta vez creyó que podía barruntar ciertos síntomas de cólico, y comenzó a alentarlos con grandes esperanzas. Pero se fueron debilitando y desaparecieron a poco. Volvió a reflexionar. De pronto hizo un descubrimiento: se le movía un diente. Era una circunstancia feliz; y estaba a punto de empezar a quejarse, «para dar la alarma», como él decía, cuando se le ocurrió que si acudía ante el tribunal con aquel argumento su tía se lo arrancaría, y eso le iba a doler. Decidió, pues, dejar el diente en reserva por entonces, y buscar por otro lado. Nada se ofreció por el momento; pero después se acordó de haber oído al médico hablar de una cierta cosa que tuvo un paciente en cama dos o tres semanas y le puso en peligro de perder un dedo. Sacó de entre las sábanas un pie, en el que tenía un dedo malo, y procedió a inspeccionarlo: pero se encontró con que no conocía los síntomas de la enfermedad. Le pareció, sin embargo, que valía la pena intentarlo, y rompió a sollozar con gran energía. Pero Sid continuó dormido, sin darse cuenta.

 

Tom sollozó con más brío, y se le figuró que empezaba a sentir dolor en el dedo enfermo. Ningún efecto en Sid.

Tom estaba ya jadeante de tanto esfuerzo. Se tomó un descanso, se proveyó de aire hasta inflarse, y consiguió lanzar una serie de quejidos admirables. Sid seguía roncando.

Tom estaba indignado. Le sacudió, gritándole: «¡Sid, Sid!» Este método dio resultado, y Tom comenzó a sollozar de nuevo. Sid bostezó, se desperezó, después se incorporó sobre un codo, dando un relincho, y se quedó mirando fijamente a Tom. El cual siguió sollozando. -¡Tom! ¡Oye, Tom! -le gritó Sid.

No obtuvo respuesta.

-¡Tom! ¡Oye! ¿Qué te pasa? -y se acercó a él, sacudiéndole y mirándole la cara, ansiosamente.

-¡No, Sid, no! -gimoteó Tom-. ¡No me toques! -¿Qué te pasa? Voy a llamar a la tía.

-No; no importa. Ya se me pasará. No llames a nadie.

-Sí; tengo que llamarla. No llores así, Tom, que me da miedo. ¿Cuánto tiempo hace que estás así?

-Horas. ¡Ay! No me muevas, Sid, que me matas.

-¿Por qué no me llamaste antes? ¡No,Tom, no! ¡No te quejes así, que me pones la carne de gallina! ¿Qué es lo que te pasa?

-Todo te lo perdono, Sid (Quejido.) Todo lo que me has hecho. Cuando me muera...

-¡Tom! ¡Que no te mueres! ¿Verdad? ¡No, no! Acaso...

-Perdono a todos, Sid. Díselo. (Quejido.) Y, Sid, le das mi falleba y mi gato tuerto a esa niña nueva que ha venido al pueblo, y le dices...

Pero Sid, asiendo de sus ropas, se había ido. Tom estaba sufriendo ahora de veras -con tan buena voluntad estaba trabajando su imaginación-, y así sus gemidos habían llegado a adquirir un tono genuino.

Sid bajó volando las escaleras y gritó: -¡Tía Polly, corra! ¡Tom se está muriendo! -¿Muriendo?

-¡Sí, tía...! ¡De prisa, de prisa! -¡Pamplinas! No lo creo.

Pero corrió escaleras arriba, sin embargo, con Sid y Mary a la zaga. Y había palidecido además, y le temblaban los labios. Cuando llegó al lado de la cama, dijo sin aliento: -¡Tom! ¿Qué es lo que te pasa?

-¡Ay tía, estoy ..!

-¿Qué tienes? ¿Qué es lo que tienes? -¡Ay tía, tengo el dedo del pie irritado!

La anciana se dejó caer en una silla y rió un poco, lloró otro poco, y después hizo ambas cosas a un tiempo. Esto la tranquilizó, y dijo:

-Tom, ¡qué rato me has dado! Ahora, basta de esas tonterías, y a levantarse a escape.

Los gemidos cesaron y el dolor desapareció del dedo. El muchacho se quedó corrido, y añadió:

-Tía Polly, parecía que estaba irritado, y me hacía tanto daño que no me importaba nada lo del diente.

-¿El diente? ¿Qué es lo que le pasa al diente?

-Tengo uno que se menea y me duele una barbaridad.

-Calla, calla; no empieces la murga otra vez. Abre la boca. Bueno, pues se te menea; pero por eso no te has de morir. Mary, tráeme un hilo de seda y un tizón encendido del fogón.

-¡Por Dios, tía! ¡No me lo saques, que ya no me duele! ¡Que no me mueva de aquí si es mentira! ¡No me lo saques, tía! Que no es que quiera quedarme en casa y no ir a la escuela.

-¡Ah!, ¿de veras? ¿De modo que toda esta trapatiesta ha sido por no ir a la escuela y marcharse a pescar, eh? ¡Tom, Tom, tanto como yo te quiero, y tú tratando de matarme a disgustos con tus bribonadas!

Para entonces ya estaban prestos los instrumentos de cirugía dental. La anciana sujetó el diente con un nudo corredizo y ató el otro extremo del hilo a un poste de la cama. Cogió después el tizón hecho ascua, y de pronto lo arrimó a la cara de Tom casi hasta tocarle. El diente quedó balanceándose en el hilo, colgado del poste.

Pero todas las penas tienen sus compensaciones. Camino de la escuela, después del desayuno, Tom causó la envidia de cuantos chicos le encontraron porque la mella le permitía escupir de un modo nuevo y admirable. Fue reuniendo un cortejo de rapaces interesados en aquella habilidad, y uno de ellos, que se había cortado un dedo y había sido hasta aquel momento un centro de fascinante atracción, se encontró de pronto sin un solo adherente, y desnudo de su gloria. Sintió encogérsele el corazón y dijo, con fingido desdén, que era cosa de nada escupir como Tom; pero otro chico le contestó: «¡Están verdes!», y él se alejó solitario, como un héroe olvidado.

Poco después se encontró Tom con el paria infantil de aquellos contornos, Huckleberry Finn, hijo del borracho del pueblo. Huckleberry era cordialmente aborrecido y temido por todas las madres, porque era holgazán, y desobediente, y ordinario, y malo..., y porque los hijos de todas ellas lo admiraban tanto y se deleitaban en su velada compañía y sentían no atreverse a ser como él. Tom se parecía a todos los muchachos decentes en que envidiaba a Huckleberry su no disimulada condición de abandonado y en que había recibido órdenes terminantes de no jugar con él. Por eso jugaba con él en cuanto tenía ocasión. Huckleberry andaba siempre vestido con los desechos de gente adulta, y su ropa parecía estar en una perenne floración de jirones, toda llena de flecos y colgajos. El sombrero era una vasta ruina con media ala de menos; la chaqueta, cuando la tenía, le llegaba cerca de los talones; un solo tirante le sujetaba los calzones, cuyo fondillo le colgaba muy abajo, como una bolsa vacía, y eran tan largos que sus bordes deshilachados se arrastraban por el barro cuando no se los remangaba. Huckleberry iba y venía según su santa voluntad.

Dormía en los quicios de las puertas en el buen tiempo, y si llovía, en bocoyes vacíos; no tenía que ir a la escuela o a la iglesia y no reconocía amo ni señor ni tenía que obedecer a nadie; podía ir a nadar o de pesca cuando le venía la gana y estarse todo el tiempo que se le antojaba; nadie le impedía andar a cachetes; podía trasnochar cuanto quería; era el primero en ir descalzo en primavera y el último en ponerse zapatos en otoño; no tenía que lavarse nunca ni ponerse ropa limpia; sabía jurar prodigiosamente. En una palabra: todo lo que hace la vida apetecible y deleitosa lo tenía aquel muchacho. Así lo pensaban todos los chicos, acosados, cohibidos, decentes, de San Petersburgo. Tom saludó al romántico proscrito.

-¡Hola, Huckleberry!

-¡Hola, tú! Mira a ver si te gusta.

-¿Qué es lo que tienes?

-Un gato muerto.

-Déjame verlo, Huck. ¡Mira qué tieso está! ¿Dónde lo encontraste? -Se lo cambié a un chico.

-¿Qué diste por él?

-Un vale azul y una vejiga que me dieron en el matadero. -¿Y de dónde sacaste el vale azul?

-Se lo cambié a Ben Rogers hace dos semanas por un bastón. -Dime: ¿para qué sirven los gatos muertos, Huck?

-¿Servir? Para curar verrugas.

-¡No! ¿Es de veras? Yo sé una cosa que es mejor. -¿A que no? Di lo que es.

-Pues agua de yesca.

-¡Agua de yesca! No daría yo un pito por agua de yesca. -¿Que no? ¿Has hecho la prueba?

Yo no. Pero Bob Tanner la hizo. -¿Quién te lo ha dicho?

-Pues él se lo dijo a Jeff Thatcher, y Jeff se lo dijo a Johnny Baker, y Johnny a Jim Hollis, y Jim a Ren

Rogers, y Ben se lo dijo a un negro, y el negro me lo dijo a mí. ¡Conque ahí tienes!

-Bueno, ¿y qué hay con eso? Todos mienten. Por lo menos, todos, a no ser el negro: a ése no lo conozco, pero no he conocido a un negro que no mienta. Y dime, ¿cómo lo hizo Bob Tanner?

-Pues fue y metió la mano en un tronco podrido donde había agua de lluvia.

-¿Por el día? -Por el día.