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100 Clásicos de la Literatura

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—Puede ser así —dijo el labrador—; pero lo cierto es que el tal, que como iba diciendo vino a visitar un sacristán de San Edmundo, es el que mata la mitad de los venados que se roban en esos cotos; hombre que gusta más del jarro que de la campanilla, y más de una lonja de jamón que del Breviario. Por lo demás, es un buen hombre (mis palabras no le ofendan), capaz de manejar el palo como el mejor montero de estos alrededores.

—Tus últimas palabras —dijo el trovador— te han libertado de tener dos costillas hundidas. Al cuento, y dejémonos de floreos.

—Pues, como digo —continuó Dionisio—, cuando enterraron a Athelstane de Coningsburgh en el convento de San Edmundo...

—¡Qué le habían de enterrar —dijo el otro— si yo le vi en cuerpo y alma caminar hacia su castillo!

—Busca quien te dé más noticias —gruñó el viejo—, cansado de tan repetidas interrupciones. Pero cedió a las instancias de su compañero y del trovador, y volvió a tomar el hilo de su historia.

—Los dos santos varones, ya que este reverendo padre no quiere que se les dé otro título, estaban piadosamente ocupados en vaciar una bota de cerveza, cuando oyeron cadenas y gemidos y vieron entrar por la puerta el alma en pena de Atheistane, que les dijo con voz terrible y echando fuego por los ojos: ¡En nombre de Dios!

—¡No dijo tal cosa! —repuso el fraile.

—¡Tuck de Barrabás! —dijo el músico llamando aparte al ermitaño—. ¿Cómo quieres que componga el romance si a cada paso estás quitando a ese hombre las palabras de la boca?

—Dígote, Allan-a-Dale— contestó Tuck—, que yo vi con mis ojos a Athelstane de Coningsburgh, como estoy viéndote a ti. Estaba amortajado y apestaba a difunto. Una arroba de vino seco no bastará a borrarle de mi memoria.

—¡Qué ganas tienes de chancearte! —dijo Allan-a-Dale.

—Por más señas —continuó Tuck—, que le di un garrotazo capaz de derribar a un toro de ocho años; pero el mismo efecto le hizo en el cuerpo que si hubiera sido de humo.

—¡Por San Huberto —interrumpió el arpista—, que es cosa maravillosa y digna de ponerse en romance!

—¡Si yo lo canto —dijo el fraile—, que me ahorquen de una encina! ¿Quieres que se aparezca el muerto y me dé otro susto como el pasado? ¡No, hijo mío; esas son chanzas pesadas!

Al decir esto, la poderosa campana de la iglesia de San Miguel de Templestowe, venerable edificio situado en una aldea inmediata al preceptorio, interrumpió su conversación. Uno a uno llegaron a sus oídos aquellos repiques majestuosos dejando apenas tiempo a que uno se desvaneciese en los ecos distantes cuando el bronce conmovía de nuevo los aires. Era la señal del principio de la ceremonia. Los espectadores quedaron suspensos y ansiosos, y todas las miradas se fijaron en la puerta del preceptorio aguardando la salida del Gran Maestre, de la judía y de su campeón.

Echaron el puente levadizo, abrióse la puerta y se presentó un caballero con el gran guion de la Orden, precedido por seis trompetas y seguido por los preceptores, que marchaban dos a dos, y a quienes precedía el Gran Maestre, montado en un soberbio caballo enjaezado con la mayor sencillez.

Detrás iba Brian de Bois-Guilbert, brillantemente armado de punta en blanco. Dos escuderos llevaban su escudo, su lanza y su espada. Aunque el pomposo plumero del morrión le ocultaba parte del rostro, bien se echaba de ver en sus facciones alteradas y descompuestas que el orgullo y la irresolución luchaban obstinadamente en su alma. La palidez de su rostro indicaba que había pasado muchas noches sin gozar de sueño ni de reposo; mas, sin embargo, manejaba el caballo con la destreza y gracia propias de la mejor lanza del Temple. Su continente era, como siempre, noble y majestuoso; pero el que le observaba con atención leía en sus ojos sentimientos y pasiones en que no queremos fijarnos.

A los dos lados del campeón de los templarios iban Conrado de Mont-Fichet y Alberto de Malvoisin, que hacían de padrinos en el duelo, y que vestían el traje de paz o manto blanco de la Orden. Seguíanles los caballeros compañeros y una gran comitiva de pajes y escuderos que aspiraban a los mismos grados.

Detrás de estos neófitos marchaba una guardia de alabarderos, entre cuyas aceradas puntas se divisaba el pálido rostro de Rebeca. Su aspecto denotaba aflicción, pero no abatimiento. La habían despojado de todos sus adornos, por miedo de que hubiese entre ellos algún talismán u otra prenda diabólica dada por el enemigo de las almas para privarla de la facultad de confesar sus pecados, aun en medio de las agonías y de los horrores de la muerte.

En lugar de su vistoso y espléndido traje oriental, llevaba uno de grosera tela blanca y de sencillísima forma; pero tan irresistible era la expresión del valor y resignación que se leía en sus miradas que, aun en aquel tosco atavío y sin otra gala que las largas trenzas de sus negros cabellos, inspiró la más tierna compasión a cuantos la veían. Hasta los hombres más empedernidos deploraban su muerte, lamentando que criatura tan favorecida por la Providencia hubiese caído en las redes del ángel de las tinieblas y fuera destinada a ser vaso de reprobación.

Seguían a la víctima todos los dependientes del preceptorio, que marchaban en buen orden con los brazos cruzados y la vista en el suelo.

Subió la procesión a la altura próxima a la escena del combate; entró en el palenque; dio una vuelta por él de derecha a izquierda y concluida, hizo alto. El Gran Maestre y todos los que le acompañaban, excepto el campeón y los dos padrinos, desmontaron de sus caballos, y éstos salieron inmediatamente de las barreras, conducidos por los pajes que con este objeto les seguían.

Una desgraciada Rebeca pasó en medio de la guardia a un banquillo cubierto de negro y próximo al sitio de la ejecución. Al echar una ojeada a los horrorosos preparativos de la muerte que le estaba destinada, tan espantosa por los agudos tormentos que debían acompañarla se estremeció, cerró los ojos, y el movimiento de sus labios denotó que sus primeros pensamientos en tan amargo trance se dirigían al Padre de las misericordias. Abrió sin embargo los ojos después de algunos instantes, miró atentamente a la pira como para familiarizarse con su aspecto, y volvió sin afectación la cabeza a otro lado.

Entretanto el Gran Maestre ocupó su sitio; y cuando todos los individuos de la Orden se acomodaron en los que correspondían a sus grados y dignidades, las trompetas anunciaron la apertura solemne del juicio. Malvoisin entonces, como padrino del campeón, tomó el guante de la judía y lo arrojó a los pies del Gran Maestre.

—Valeroso señor y reverendo padre —dijo—, aquí está el buen caballero Brian de Bois-Guilbert, preceptor de la Orden del Temple, que al aceptar la prenda de batalla que presento a los pies de vuestra reverencia se ha obligado a hacer su deber en el combate de este día y a mantener que la mujer judía llamada Rebeca merece la sentencia pronunciada contra ella por el Capítulo de esta santa orden del Temple, condenándola como hechicera. Aquí está, vuelvo a decir, el caballero campeón de la Orden para pelear como tal y como hombre de honor, si tal es vuestra noble y santa voluntad.

—¿Ha hecho juramento —preguntó el Gran Maestre— de ser justa y honrosa la causa que defiende? Traed el cáliz y la patena.

—Señor y muy reverendo padre —dijo Malvoisin—, nuestro hermano, que está presente, ha jurado ya la verdad de su acusación en manos del buen caballero Conrado de Mont-Fichet, y no puede celebrarse de otro modo esta formalidad, en vista de que la parte contraria no puede jurar por ser infiel. El astuto Alberto había imaginado este subterfugio por estar convencido de la gran dificultad o, por mejor decir, de la imposibilidad absoluta de reducir a Bois-Guilbert a pronunciar delante de aquel vasto concurso un juramento tan contrario a sus sentimientos y opiniones. El Gran Maestre quedó satisfecho, y Malvoisin libre de aquella verdadera dificultad. Beaumanoir mandó entonces a los heraldos que hicieran su deber. Tocáronse de nuevo las trompetas, y un heraldo, presentándose en medio del campo de batalla, proclamó el duelo en los siguientes términos:

—¡Oíd, oíd, oíd! Aquí está el buen caballero sir Brian de Bois-Guilbert, pronto y apercibido a pelear cuerpo a cuerpo con todo caballero de sangre ilustre que salga a la defensa de la judía Rebeca, en virtud de la facultad que se le ha concedido de presentarse por medio de otra persona en este juicio de Dios en que debe ser juzgada; y al caballero que salga al duelo como campeón de la dicha Rebeca, el reverendo y valeroso Gran Maestre de la muy santa Orden de los templarios, que está aquí presente, concede campo libre e igual partición de sol y aire, y todos los demás requisitos de un combate legal.

Volvieron a sonar las trompetas, y siguieron algunos minutos de suspensión y silencio.

—Ningún campeón se presenta por la apelante —dijo el Gran Maestre—. Heraldo, pregunta a la judía Rebeca si aguarda que se presente algún caballero que tome las armas en su defensa.

El heraldo se encaminó hacia la judía, y Bois-Guilbert, volviendo de pronto las riendas de su caballo, a despecho de Las amonestaciones de sus dos padrinos, se dirigió al mismo punto, y llegó a él casi al mismo tiempo que el heraldo.

—¿Es esto conforme a las reglas del combate judicial? —preguntó Alberto de Malvoisin al Gran Maestre.

—Sí, hermano —respondió Lucas de Beaumanoir—, porque en esta apelación al juicio de Dios no debemos impedir que las partes comuniquen entre sí, a fin de no dificultar ninguno de los medios que puedan conducirnos al descubrimiento de la verdad y de la justicia.

Entretanto el heraldo habló a Rebeca en estos términos:

—Doncella, el honorable y reverendo Gran Maestre te pregunta si estás advertida de algún campeón que sostenga tu parte en la pelea, o si reconoces la justicia de la sentencia y te sometes a la pena que te impone.

 

—Di al Gran Maestre —respondió Rebeca— que persisto en declarar mi inocencia; y protesto y debo protestar contra el fallo pronunciado, so pena de ser homicida de mí misma. Dile además que le pido y requiero me conceda todo el término que las formalidades del juicio permitan, a ver si Dios que socorre al hombre en las últimas extremidades, me suscita un libertador; y si ese término pasa, hágase su santa voluntad.

El heraldo se retiró a llevar esta respuesta al Gran Maestre.

—¡No permita Dios —dijo Lucas de Beaumanoir— que falte yo a la justicia, aunque sea judío o pagano quien la demande! Hasta que Las sombras sean arrojadas de Poniente a Levante, aguardaremos a ver si se presenta algún campeón en favor de esta cuitada.

El heraldo comunicó la resolución del gran Maestre a Rebeca, la cual inclinó respetuosamente la cabeza, cruzó los brazos y miró a los cielos, como si esperase de su bondad el favor que ya no podía aguardar de los hombres. Durante este terrible intervalo llegó a sus oídos la voz de Bois-Guilbert. Aunque apenas podía entender sus palabras, aquel sonido le hizo más impresión que si fuera el de un trueno espantoso.

—¿Me oyes, Rebeca? —le dijo el templario.

—¡Nada tienes que decirme, hombre cruel y empedernido! —respondió la desgraciada.

—Dime si entiendes mis palabras —dijo Brian—, porque yo mismo no me entiendo. Apenas sé dónde estoy ni con qué objeto me han traído aquí. Esas barreras, ese asiento enlutado, esos haces de leña, ¿qué significan? ¡Ah, ya sé, ya conozco la triste realidad! Pero ¿es realidad o ilusión? ¡Ilusión tenebrosa que espanta mi fantasía y no convence mi razón!

—Mi razón y mi fantasía —contestó Rebeca— no son parte a desvanecer la realidad de mi suerte. Esos haces de leña van a consumir mi existencia terrena; van a abrirme un tránsito doloroso, pero breve, a la eternidad.

—¡Óyeme, Rebeca! —continuó con extraño anhelo. Más esperanzas de vida y libertad puedes tener que las que esos insensatos se figuran. Monta en la grupa de mi caballo, de mi valiente Zamor, que nunca abandona a su jinete. Despojo es del soldán de Trebizonda, a quien vencí en singular combate. ¡Monta, digo; y dentro de pocas horas te burlarás de esos encarnizados perseguidores; un nuevo mundo de placeres se abrirá a tu vista, y a mí, nueva carrera de ambición y fama! ¡Pronuncien contra mí sus anatemas; y los desprecio! ¡Borren el nombre de Bois-Guilbert del catálogo de los suyos; yo borraré con sangre de ellos cualquiera mancha que osen echar en mi escudo!

—¡Huye de mí, tentador! —dijo Rebeca—. Tus ofertas no bastan a conmover mi resolución, aun estando como estoy al borde del sepulcro. Me veo rodeada de enemigos; pero tú eres el peor y el más implacable. ¡Apártate en nombre de Dios!

Alberto de Malvoisin, a quien inquietaba sobremanera esta conversación, la interrumpió acercándose a su amigo.

—¿Ha confesado su culpa —le preguntó—, o está resuelta a negarla?

—Está resuelta —respondió enfáticamente Bois-Guilbert.

—Pues, entonces —dijo Malvoisin—, debes volver a tu puesto y esperar a tu enemigo, si es que alguno se presenta. El término señalado se aproxima. Brian de Bois-Guilbert, tú eres la esperanza de la Orden del Temple, y pronto peras su caudillo.

Dijo estas palabras con tono suave y amistoso; pero al mismo tiempo echo mano al freno del caballo de su amigo, como para guiarle al puesto que debía ocupar.

—¡Villano, falso amigo! —exclamo Bois-Guilbert— ¿Como te atreves a apoderarte de la brida de mi caballo?

Y enseguida, arrancándose de las manos de su compañero echo a correr hacia el lado opuesto del palenque.

—Todavía —dijo Alberto a Conrado— hay brío en su corazón. ¡Lástima es que lo emplee tan desacordadamente!

Ya hacía dos horas que los jueces aguardaban en vano al campeón de Rebeca.

—¿Quien ha de querer esgrimir la espada en favor de una judía? —dijo Tuck a su amigo el cantor—. Sin embargo, ¡por las barbas de mi padre, es lástima que tan joven y tan hermosa vaya a perecer en las llamas sin haber quien de un golpe en su favor! ¡Aunque fuera diez veces bruja, con tal que tuviera algo de cristiano en su cuerpo, por Dios santo que el templario y yo nos veríamos las caras! ¡Y yo le aseguro que un garrotazo descargado por mí en su gorra de acero había de quitarle las ganas de llevar el asunto adelante!

La opinión general de los espectadores era, en efecto, que ningún cristiano se decidiría a montar a caballo por una hechicera judía. Los templarios, excitados por Malvoisin, hablaban ya entre sí de dar por finada la causa y de pasar a la ejecución de la sentencia cuando se vio venir un caballero a todo escape por la llanura inmediata al campo de batalla.

—¡Un campeón, un campeón! —gritaron a un mismo tiempo todos los espectadores.

Y a despecho de la preocupación general y de los errores que dominaban en aquella época de tinieblas, la presencia del desconocido excito los aplausos de la muchedumbre. Sin embargo, pronto perdieron toda esperanza los que se interesaban en la suerte de Rebeca. El caballo del forastero que sin duda había hecho una larga jornada parecía fatigadísimo, y el jinete, sea por cansancio, por debilidad o por ambas cosas juntas, apenas podía mantenerse sobre la silla.

A las preguntas de los heraldos acerca de su nombre y clase y del objeto que allí le llevaba, el caballero respondió con firmeza y prontitud:

—Soy un noble y buen caballero que vengo a sostener con la lanza y con la espada la justa causa de Rebeca, hija de Isaac de York, contra la sentencia pronunciada en su juicio, la que declaro falsa e inicua, y a desafiar a sir Brian de Bois-Guilbert como traidor, homicida y embustero. Y lo probare en este campo de batalla con mis armas y con la ayuda de Dios, de la Virgen y de San Jorge el buen caballero.

—El forastero debe probar ante todo —dijo Malvoisin —que ha sido armado caballero y que es de noble linaje. Los campeones del Temple no pelean con desconocidos.

—Mi nombre —replico el caballero izando la visera— es más noble y mi linaje más puro que el tuyo, Malvoisin. Yo soy Wilfrido de Ivanhoe.

—¡No seré yo quien pelee contigo! —observo Brian demudado y trémulo—. Cúrate las heridas, toma mejor caballo, y puede ser que recibas una lección de mi mano por esa pueril fanfarronada.

—Bien podías tener presente—dijo Ivanhoe— que dos veces has cedido al impulso de mi lanza. ¡Orgulloso templario, acuérdate del torneo de San Juan de Acre; acuérdate del paso de armas de Ashhy; acuérdate de tu insensata jactancia en el salón de Cedric, cuando diste tu cadena de oro contra mi relicario en prenda de que pelearías con Ivanhoe y que recobrarías el honor de que te despojo su brazo! ¡Por aquel bendito relicario, por la santa reliquia que contiene, juro que te declararé cobarde en todas las cortes de Europa, en todos los preceptorios de tu Orden, si no tomas las armas inmediatamente!

Bois-Guilbert volvió la vista hacia Rebeca con todas las señales de la irresolución; después echó una mirada feroz a Ivanhoe, y exclamo:

—¡Perro sajón, toma la lanza y prepárate a la muerte que te has acarreado!

—Gran Maestre —preguntó Ivanhoe—, ¿me concedéis el campo?

—No puedo negarlo—dijo Lucas de Beaumanoir—, con tal de que la acusada te acepte por campeón. Duéleme, sin embargo, que vengas a este combate con tan mala salud y con tan pocas fuerzas. Siempre has sido enemigo de nuestra Orden; mas no quisiera que pelearas con desventaja.

—Así he de pelear —insistió Ivanhoe—, y no de otro modo. Es el juicio de Dios. A su santa guardia me encomiendo. Rebeca —dijo después de haberse aproximado a la judía —¿me aceptas por tu campeón?

—Te acepto —contestó con turbación que el miedo de la muerte no le había ocasionado—. Te acepto por el campeón que los Cielos me han enviado. ¡Pero no! ¡Tus heridas están abiertas! ¡No te expongas al furor de ese malvado! ¿Has de perecer tú también?

Ivanhoe no oyó estas últimas palabras, porque ya estaba en su puesto, visera calada y lanza en ristre. Brian de Bois-Guilbert hizo lo mismo y su escudero observó al tiempo de darle el escudo que su rostro, aunque se había mantenido pálido como el de un cadáver durante todas las agitaciones del día, se encendió extraordinariamente en aquel momento crítico.

El heraldo entonces, viendo a los dos combatientes en sus puestos respectivos, pronunció tres veces en alta voz: ¡Faites votre devoir, preux chevaliers! Después del tercer grito se acercó a las barreras, y pregonó que ninguno se atreviese, so pena de la vida, a interrumpir el combate de obra ni de palabra. El Gran Maestre, que tenía en la mano el guante de Rebeca, prenda del desafío, lo arrojó al campo de batalla y pronunció las palabras: ¡Laissez aller!

Sonaron las trompetas, y los dos adalides partieron uno contra otro a carrera tendida. El caballo de Ivanhoe y su jinete cayeron al suelo, como todos temían, ante la formidable lanza y el vigoroso trotero del templario; pero aunque la lanza del primero no hizo más que tocar el broquel del segundo, Bois Guilbert, con asombro general de los concurrentes, después de haber titubeado en la silla perdió los estribos y cayó del caballo.

Ivanhoe, desembarazándose del suyo, se puso inmediatamente en pie con designio de reparar su mala suerte con la espada; pero su antagonista no se levantó. Wilfrido, plantándole el pie en el pecho y colocando la punta de la espada en la garganta, le gritó.

—¡Ríndete, o mueres!

Bois-Guilhert no dio respuesta alguna.

—¡No le mates, señor caballero! —dijo Beaumanoir—.¡Esta sin confesión; ten piedad de su alma! ¡Le damos por vencido; tuya es la victoria!

El Gran Maestre bajó al campo, y mandó descubrir al campeón vencido. Sus ojos estaban cerrados, sus mejillas encendidas. Mientras todos le observaban con espanto, abrió los ojos; pero estaban helados y fijos. La palidez de la muerte se esparció al instante por su rostro. No le había tocado la lanza de su enemigo: murió víctima de la violencia de sus pasiones.

—¡Este es el juicio de Dios! —exclamó Lucas de Beaumanoir alzando los ojos al Cielo—. ¡Fiat voluntas tua!

Cuando pasaron los primeros momentos de sorpresa y de agitación que este inesperado suceso había producido, Wilfrido de Ivanhoe preguntó al Gran Maestre, como juez de campo, si había cumplido bien y legalmente su deber en el combate.

—Bien y legalmente lo has hecho —respondió Lucas de Beaumanoir—. Declaro a la doncella absuelta y libre. Las armas y el cuerpo del caballero vencido quedan al arbitrio del vencedor.

—No le despojaré de sus armas —dijo Wilfrido de Ivanhoe—, ni privaré de sepultura a quien tantas veces se expuso en defensa de la cristiandad. La mano de Dios le ha vencido, no mi lanza. Lo único que exijo es que sean privadas sus exequias, puesto que en esta ocasión peleó por una causa injusta; y en cuanto a la doncella...

Interrumpió la voz del caballero el estrépito de gran número de caballos los cuales se aproximaban con tanta rapidez que hacían temblar la Tierra.

XXXV

En efecto; no tardó en presentarse en el campo de batalla el caballero Negro capitaneando una gran cuadrilla de guerreros y caballeros en completa armadura.

—¡Vengo tarde! —dijo el de lo negro mirando a todas partes—. Venía a tomar posesión de la persona de Bois-Guilbert y a excusarle el trabajo de morir por ahora. ¿Es regular, sir Wilfrido, que os metáis en aventuras cuando apenas podéis sosteneros a caballo?

—El Cielo, señor, —repuso Ivanhoe—, lo ha dispuesto así, señalando su justicia con la muerte de este hombre; ni aun siquiera era digno de vuestro enojo.

—¡Dios tenga piedad de su alma! —exclamó el Rey mirando atentamente el cadáver—. Era valiente, y ha muerto vestido de acero, como mueren los hombres de pro. Pero no perdamos el tiempo. ¡Bohun, haz tu oficio!

Al mandato del Rey salió de su comitiva un caballero, y poniendo la mano en el hombro de Malvoisin, le dijo:

—Alberto de Malvoisin, date preso como reo de alta traición.

El Gran Maestre había mirado con suma extrañeza la repentina aparición de aquella gente armada. Entonces rompió el silencio.

—¿Quién se atreve —dijo— a prender a un caballero del Temple dentro de la jurisdicción de su preceptorio y delante del Gran Maestre de la Orden? ¿Por mandato de quien se comete ese atentado?

 

—Yo me apodero de su persona —replico el caballero—, yo, Enrique Bohun, conde de Essex, lord Gran Condestable de Inglaterra.

—Y quien lo ha mandado —dijo el Rey alzándose la visera— es Ricardo de Plantagenet, que está presente. ¡Conrado Mont-Fichet, válgate no haber nacido en mis Estados! ¡Y tú, Malvoisin, morirás antes de una semana con tú hermano Felipe!

—¡Protesto contra esa violencia! —grito Lucas de Beaumanoir—. Es en vano, orgulloso templario —dijo el Rey—. Alza los ojos a los muros de tú preceptorio y veras tremolando en ellos el estandarte real de Inglaterra. Ten prudencia, y no hagas una resistencia infructuosa. Estas en la boca del león.

—¡Apelare a la cristiandad —insistió el Gran Maestre— contra esa usurpación de los privilegios de mi Orden!

—Haz lo que quieras —dijo el Rey—; pero no hables de usurpación por ahora, si no quieres pasarlo mal. Disuelve tú Capitulo y retírate con tú comitiva al primer preceptorio que encuentres, si acaso hay alguno que no haya sido teatro de traidoras conspiraciones contra el rey de Inglaterra. O si quieres quedarte en casa, gozaras de mi hospitalidad y presenciaras mi justicia.

—¿Ser huésped donde he sido amo? —replico el templario—. ¡Nunca! ¡Hermanos, entonad el salmo Quare fremuerunt gentes! ¡Caballeros, escuderos, dependientes de la santa Orden de los caballeros del Temple, preparaos a seguir la bandera de Bausean!

El Gran Maestre habló con una dignidad que sorprendió a Ricardo y excitó las esperanzas y el valor de los templarios. Todos acudieron cerca de su persona como las ovejas al perro que las guarda cuando oyen el aullido del lobo. Mas no imitaron la timidez del rebaño indefenso: sus gestos y miradas indicaban los deseos que tenían de venir a las manos con un enemigo a quien, sin embargo, no osaban provocar de otro modo. Formaron en breve un espeso bosque de lanzas en que sobresalían los mantos blancos de los caballeros por entre el negro conjunto de sus subalternos, como los bordes de una nube tenebrosa cuando reflejan los rayos del sol. La muchedumbre, que desde el principio de esta escena había alzado el grito contra los templarios, miró con algún terror aquel formidable cuerpo de guerreros experimentados, a quienes había insultado tan temerariamente. El tropel enmudeció y se retiró a cierta distancia.

Cuando el conde de Essex los vio formados con tanto orden y en tan considerable número, apretó espuelas al caballo y corrió por todas partes dando las órdenes que creyó necesarias a fin de evitar una sorpresa. Ricardo, solo, como si se complaciera en el peligro que había provocado, se adelantó hacia los templarios, gritándoles:

—¿Qué es eso, señores templarios? ¿No hay uno entre vosotros que quiera romper una lanza con Ricardo de Inglaterra? ¡En poco tenéis a vuestras damas si rehusáis pelear conmigo por su honor!

El Gran Maestre se separó de los suyos, salió al encuentro a Ricardo y le dijo:

—Los hermanos del temple no pelean por tan profanos motivos. En mi presencia no peleará contigo ninguno de mis súbditos. Los príncipes de Europa decidirán entre tú y yo, y ellos te harán saber si conviene a un monarca cristiano adoptar la causa por la cual has querido pronunciarte. Nos retiramos sin ofender a nadie, si no somos ofendidos. A tu honor confío las armas y otros efectos que dejamos en el preceptorio, y a tu conciencia el encargo de responder del escándalo a la cristiandad.

Al decir esto, y sin esperar contestación, el Gran Maestre dio la orden de marchar, y las trompetas tocaron una marcha oriental, que era la señal de ataque de que usaban ordinariamente los templarios. Cambiaron la formación de línea en columna y se pusieron en movimiento con suma lentitud, como si dieran a entender que se retiraban sólo por obedecer a su superior y no por temor de sus enemigos.

—¡Por la Virgen nuestra señora —dijo Ricardo—, que es lástima que esos templarios no sean tan leales como disciplinados y valientes!

El concurso, a guisa de gozque tímido y cauteloso que sólo ladra cuando se aleja el objeto de su terror, prorrumpió en denuestos e injurias apenas había vuelto la espalda el aguerrido escuadrón.

Durante el alboroto a que dio lugar la retirada de los templarios, Rebeca no oyó ni vio nada de lo que ocurría. Estaba aprisionada en los brazos de su padre, aturdida y enajenada por efecto de las violentas sensaciones que había experimentado en tan rápida mudanza de circunstancias. Las palabras de Isaac la hicieron volver en sí.

—¡Vamos, hija mía, —le decía el viejo—, tesoro restituido; vamos a echarnos a los pies de ese valiente joven!

—¡No, no! —respondió su hija—. ¡No tengo bastantes fuerzas para hablarle en este momento! Quizás diría más. ¡No, padre mío; alejémonos cuanto antes de este horroroso sitio!

—Pero, hija mía —replicó Isaac—, ¿hemos de salir de aquí sin manifestar nuestra gratitud al que ha expuesto su vida por salvar la tuya, siendo hija de un pueblo extraño? Ese servicio merece algún agradecimiento.

—Merece todo el agradecimiento que puede caber en el corazón humano: merece más todavía; pero ahora me es imposible. ¡Padre mío, ten piedad de la hija de tu amor!

—¿Qué dirán de nosotros? —observó Isaac—. ¡Dirán que somos unos perros ingratos!

—¡En presencia de Ricardo! —exclamó Rebeca.

—Tienes razón —dijo Isaac—, y eres más prudente que tu padre, ¡Vámonos, vámonos pronto! Ricardo está falto de dinero; ¡como que viene de Palestina, y aun dicen que ha sufrido un penoso cautiverio! No le faltarán pretextos para arrancarme hasta el último maravedí si sabe mis negocios con su hermano Juan. ¡Salgamos de aquí cuanto antes!

Isaac y Rebeca salieron inmediatamente del palenque, y en las acémilas que el hebreo tenía preparadas pasaron a casa del rabino Nathán.

La judía, cuya suerte había sido objeto del interés general en los diferentes sucesos de aquel día, pudo retirarse sin que nadie lo echase de ver, porque la atención de todos los espectadores se había fijado en la llegada repentina y el belicoso acompañamiento del caballero de las negras armas. Reconocido ya por el pueblo, oyéronse por todas partes ruidosas aclamaciones.

—¡Viva Ricardo de Inglaterra, Corazón de León! ¡Mueran los usurpadores templarios!

—A pesar de todas estas demostraciones de afecto y lealtad —dijo Ivanhoe al conde de Essex—, bien ha hecho el Rey en venir en tu compañía y en la de tus fieles y valientes partidarios.

El Conde se sonrió, como si conviniera en la observación de Wilfrido; sin embargo, no quiso confesar que fueran justos sus recelos.

—Conociendo tan a fondo a nuestro señor —le respondió—, ¿le juzgas capaz de tomar esas precauciones? La casualidad ha querido que cuando me dirigía a York por tener noticias del armamento del príncipe Juan encontrase a Ricardo solo como un caballero andante; y creo que su intención era acometer esta aventura de la judía del templario.

—¿Y qué noticias tenemos de York? —pregunto Ivanhoe—. ¿Crees tú, noble conde, que nos resistirán los traidores?

—Como la nieve resiste al fuego —respondió Essex—. Ya se están dispersando como bandada de aviones. ¿Sabes quién ha venido en posta a traernos la noticia? El mismo príncipe Juan.

—¡Felón, desagradecido, insolente traidor! —exclamó Wilfrido—. ¿No le mandó echar Ricardo una cadena de veinte arrobas?

—No, por cierto —dijo el Conde—. Lo mismo le recibió que si le hubiera dado cita para correr liebres.

—¿Y no hubo más? —preguntó Ivanhoe—. No parece sino que Ricardo convida a los rebeldes con su clemencia.

—Como el hombre —respondió Essex— convida a la muerte cuando pelea teniendo abiertas sus heridas.

—Ya te entiendo, señor conde—dijo Ivanhoe—; pero yo no expongo más que mi vida, y Ricardo expone la seguridad de su reino.