Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Nos veremos —dijo el de lo negro— en el castillo de Coningsburgh, puesto que tu padre va a celebrar en él las exequias de su noble pariente Athelstane. Allí veré a tu parentela y nos conoceremos unos a otros. No faltes a esta cita, y yo me encargo de reconciliarte con Cedric.

Dicho esto se despidió afectuosamente de Wilfrido, el cual manifestó los más vivos deseos de acompañarle; mas el caballero no quiso dar oídos a semejante proposición.

—Pasa aquí el día de hoy; y aun Dios sabe si tendrás mañana bastantes fuerzas para ponerte en camino. No quiero tener más guía que el honrado Wamba, el cual sabe hacer el cuerdo y el loco según se presenta la ocasión.

—Y yo te acompañaré de mil amores —dijo el bufón—; pero no quisiera faltar al convite del día del entierro, porque si todo no está en orden, es capaz el muerto de salir de la tumba y armar una pelotera con el cocinero y el mayordomo; y cierto que sería cosa de ver. En todo caso, señor caballero, tu valor me servirá de padrino si Cedric desaprueba esta romería.

—Y si tu ingenio no basta a justificarte, ¿de qué servirá mi valor?

—El ingenio —dijo el bufón— puede mucho. Es un truhan astuto que sabe aprovecharse del flanco del enemigo y ponerse a sotavento cuando más fuerte soplan sus pasiones. Pero el valor es una calavera aturdida que parte por medio y hace astillas cuanto se le presenta. Navega contra viento y marea, y siempre va adelante. Por tanto, más seguro es confiar en tu valor que en mi ingenio.

—Señor Caballero del Candado —dijo Wilfredo— ya que no permites que se te dé nombre, no sé si te acomoda un guía tan inquieto y parlanchín; pero, a lo menos, no hay cazador que sepa mejor que él todas las veredas y atajos de estas selvas y matorrales. Por lo demás, motivos tienes para saber que es más fiel que el oro.

—Condúzcame él —dijo el caballero— por el camino más corto y más seguro, y diga, si quiere, cuantas locuras se le presenten a la imaginación. ¡Adiós, buen Wilfrido; cuida de tu salud y no te pongas en camino hasta mañana!

Dicho esto presentó la mano a Wilfrido, el cual se la besó respetuosamente; se despidió del Prior, montó a caballo, y empezó a caminar siguiendo los pasos del bufón. Ivanhoe estuvo mirándolos hasta que desaparecieron en las sombras del bosque.

Pero poco después del toque de maitines mandó llamar al Prior. El anciano acudió inmediatamente y le preguntó por el estado de su salud.

—Mucho mejor —respondió Wilfrido— de lo que hubiera podido espera ¿O la herida no es tan considerable como lo daba a entender la gran efusión de sangre, o ese bálsamo ha hecho en mí un efecto prodigioso? Se me figura que puedo armarme sin inconveniente; y creed que me alegro, porque están pasándome por la imaginación cosas que me hacen insoportables la inacción y el reposo.

—¡No permitan los santos del cielo —dijo el prior— que el hijo de Cedric salga de este convento sin estar perfectamente curado! Sería deshonra de nuestra profesión.

—Ni yo quisiera tampoco, reverendo padre— dijo Ivanhoe— dejar la hospitalidad que tan generosamente me habéis ofrecido, si no me sintiera capaz de soportar la jornada y si no me creyera obligado a emprenderla.

—¿Y qué motivos podéis tener —dijo el prior— para tan repentina marcha?

—¿No has sentido nunca —dijo Wilfrido— vagos presentimientos de una calamidad próxima y sin causa conocida? ¿No has tenido nunca obscurecido el espíritu, a manera de los campos cuando las nubes les anuncian la cercanía de la tempestad? ¿Y no crees que son dignos de atención semejantes impulsos, como avisos celestes de peligro que nos amenaza?

—No puedo negar —dijo el prior— que se han visto grandes ejemplos de esos testimonios de la protección divina; pero siempre tienen un fin visiblemente útil y saludable. Mas tú estás herido y no puedes defender a tu amigo en caso de verse atacado.

—Prior —dijo Ivanhoe—, te engañas. Todavía tengo suficiente fuerza en los puños para ajustar la cuenta a todo el que me provoque; pero aunque así no fuera, no sólo puede uno servir a su amigo con el vigor de sus brazos. Sabido es el odio que los sajones tienen a los normandos; ¿y quién sabe adónde puede llevarlos la exasperación que ha producido la muerte de Athelstane, y más cuando ha hecho su efecto el vino que va a distribuirse en el castillo después de las exequias? La ocasión en que ese hombre va a presentarse en medio de gentes que detestan a los de su raza es en extremo peligrosa, y yo estoy resuelto a evitarle toda especie de mal o a sufrirlo con él. Proporcióname un caballo cuyo paso sea más suave que el del mío.

—Te daré mi yegua —dijo el prior—, e irás en ella como en un colchón de plumas. ¡Es mucho animal Malkin! ¡En tu vida has montado bestia más noble ni más segura!

—Pues bien, reverendo padre —dijo Ivanhoe—; manda aparejar a Malkin, y di a Gurth que me prepare las armas.

—¡Eso no, amigo! —dijo el Prior—. Malkin es tan pacífica como su amo, y no sufrirá que la montes con todo ese aparato de peto y espaldar. No consiente encima más peso que aquel a que está acostumbrada. El otro día, al despedirme del abad de San Canuto, me prestó un tomo de Fructus temporum; pero Malkin no quiso moverse de la puerta hasta que devolví aquel grueso volumen y quedé sin otro equipaje que el Breviario.

—No creáis —dijo Wilfrido— que le molestará mi peso; y si quiere habérselas conmigo difícil será que salga con la suya.

Ivanhoe pronunció estas últimas palabras mientras Gurth le calzaba un par de espuelas doradas capaz de convencer al caballo más rebelde de que el mejor partido que podía abrazar era someterse a la voluntad del jinete.

Arrepentido el Prior de su corte oferta al ver las puntas enormes de las espuelas de Ivanhoe, le dijo algo confuso y apesadumbrado:

—Buen caballero, Malkin no está acostumbrada a sufrir hierro en los ijares. Mejor fuera enviar por el caballo capón del proveedor del convento, que puede estar aquí dentro de una hora y es mucho más manso y tratable pues que está hecho a traer cargas de leña y nunca prueba grano.

—Os doy gracias —dijo Ivanhoe—; pero vuestra primera oferta me acomoda mucho más. Malkin está ya a la puerta, según estoy viendo desde aquí, y no quiero hacerle ese desaire. Gurth llevará mi armadura, y no tengáis recelo, que la yegua volverá a vuestro poder sin menoscabo.

Ivanhoe bajó la escalera más aprisa de lo que podía esperarse en su situación, y montó en la yegua, deseando verse libre de las instancias del Prior. El buen viejo se mantuvo a su lado hasta el último momento, ora ponderando el mérito de Malkin ora recomendando a Ivanhoe que la cuidase y la tratara con blandura.

—Está en los quince años —decía riéndose de su propio chiste—, que es edad tan peligrosa para yeguas como para doncellas.

Ivanhoe, que tenía otras cosas en qué pensar que la yegua del Prior, no prestó gran atención a sus consejos y prevenciones; y dispuesto a marchar, y mandando a su escudero (que éste era el título que Gurth se daba) que no se separase de su lado echó a andar por el mismo camino que había tomado el caballero Negro mientras el Prior se mantenía a la puerta del convento mirándole de hito en hito exclamando:

—¡Dios mío, qué aprisa caminan estos caballeros! Mucho siento haber puesto en sus manos al pobre animalito porque si queda inservible, ¿qué ha de ser de mí con este reumatismo que Dios me ha dado? Sin embargo, yo estoy pronto a emplear mis pobres y débiles miembros en defensa de la causa de Inglaterra, y bueno es que Malkin emplee los suyos en la misma. Quizás si ganan los nuestros se acordarán de este convento, que bien lo necesita, o a lo menos enviarán un buen caballo de regalo al Prior. Si así no lo hicieren, porque los grandes suelen olvidar los favores de los pequeños, me servirá de recompensa la satisfacción de haber cumplido con mi deber. ¡Pero ya es hora de mandar tocar a refectorio para el almuerzo!

El Prior pasó, en efecto, al refectorio, donde estaban sirviendo ya a la comunidad el bacalao y la cerveza que ordinariamente le servía de desayuno. Sentóse a la testera, y pronunció algunas palabras sobre los grandes beneficios que podrían resultar al convento de cierto servicio importante que acababa de hacer a persona de alto bordo y que en otra época hubiera hecho gran ruido en el mundo.

Entretanto el caballero Negro y su guía atravesaban alegres y contentos los laberintos del bosque, cuando éste dijo: —ya hace rato que estoy viendo relumbrar un morrión entre aquellos árboles de enfrente. Si fueran hombres de bien, vendrían por el camino; pero aquella maleza es muy frecuentada de ladrones.

—¡Voto a tantos —dijo el caballero—, que tienes razón!

Y ya era tiempo de apercibirse, porque apenas había pronunciado estas palabras, cuando se dispararon del sitio sospechoso tres flechas que fueron a dar en su yelmo; y una de ellas le hubiera atravesado las sienes, a no haberla rechazado el filo de la visera. Las otras dos dieron en la gola y en el escudo que el paladín llevaba colgado al cuello.

—¡Gracias al armero! —dijo sin alterarse el del Candado—. ¡A ellos, amigo Wamba!

Y al decir esto se dirigieron a todo escape al punto de la emboscada. Saliéronles al encuentro seis hombres armados, con lanza en ristre, y también a carrera tendida. Las tres primeras lanzas que le atacaron se hicieron astillas, como si hubieran dado contra una torre de bronce. Los ojos del caballero despedían centellas a través de las barras de la visera. Alzóse sobre los estribos con noble altivez, y exclamó:

—¿Qué significa esto, camaradas?

A lo cual los desconocidos respondieron sacando las espadas, acometiéndole todos a un tiempo, y gritando:

—¡Muera el tirano!

—¡San Jorge! ¡San Eduardo! —exclamó el caballero derribando un hombre a cada invocación—. ¡Traidores sois, que no bandidos!

 

Aunque desesperados y resueltos, los acometedores tuvieron algún miedo de un brazo que a cada golpe despachaba un enemigo. Ya iba el terror a decidir la victoria cuando un caballero armado de azul que hasta entonces había permanecido detrás de los otros, apretó espuelas y dirigiendo la lanza, no al jinete, sino al caballo, hirió mortalmente al noble animal.

—¡Traidor, cobarde! —exclamó el del Candado cayendo al suelo con el generoso compañero de sus hazañas.

En aquel momento Wamba tocó el cuerno: no había podido hacerlo antes, por no haberle dado tiempo tan repentino ataque. Este incidente hizo retroceder a los asesinos, y Wamba, aunque tan mal armado como ya hemos visto, corrió hacia el caballero, y le ayudó a ponerse en pie.

—¡Cobardes! —dijo entonces el de las armas azules, que parecía el caudillo de los otros—. ¿Huis del sonido de un cuerno tocado por un bufón?

Animados por estas palabras, los desconocidos volvieron a atacar con nuevo furor al caballero, el cual, apoyada la espalda contra una encina, se defendía valerosamente con su espada. El de lo azul, que había tomado otra lanza, aprovechando el momento en que su enemigo se hallaba en los mayores apuros, corrió hacia él con el designio de clavarle al árbol de un lanzazo; mas el bufón supo frustrar su intento. Valiéndose de toda su ligereza y presencia de ánimo, Wamba, en quien no habían reparado los asesinos, que tenían toda la atención fija en el caballero, cortó la carrera al caudillo y tiró una terrible estocada al caballo, el cual dio en tierra con el jinete. Sin embargo, la situación del caballero del Candado era cada instante más crítica y peligrosa porque se las había con hombres armados de punta en blanco, y ya empezaba a cansarle la necesidad de parar continuamente los golpes que en todas direcciones le asestaban; pero de pronto cayó uno atravesado por una flecha, y Enseguida se presentó una cuadrilla de monteros capitaneados por Locksley y por el ermitaño. Presentarse estos valientes y dejar muertos o mal heridos a todos los contrarios fue obra de un momento. El caballero de las negras armas dio gracias a sus libertadores con majestuosa dignidad, que hasta entonces no habían reparado en su continente, el cual parecía más bien el de un soldado intrépido que el de una persona de alto nacimiento.

—Lo que más importa —dijo—, aun antes que mostraros mi gratitud, es averiguar quiénes son estos enemigos encubiertos. Wamba, abre la visera de ese de lo azul, que parece ser el capitán de esos villanos.

El bufón se acercó al instante al jefe de los asesinos, que entumido por el golpe y embarazado pon el peso del caballo herido, no podía huir ni hacer la menor resistencia.

—¡Vamos, valiente guerrero —díjole Wamba—; vuestro escudero he sido, y ahora seré vuestro armero! Os he ayudado a desmontar, y ahora os despojaré de vuestra armadura.

Dicho esto arrancó y tiró por el suelo con no mucha blandura ni cortesía el yelmo del de lo azul, y el caballero del Candado reconoció a Waldemar de Fitzurse, a quien seguramente no esperaba ver en aquella ocasión.

—¡Waldemar! —dijo con espanto el caballero—. ¿Con tus canas y con tus altos empleos? ¿Quién ha podido excitarte a tan loco designio?

—Ricardo —dijo el cautivo alzando la vista al soberano—, no conoces a los hombres si ignoras adónde pueden conducir a cada hijo de Adán la ambición y el deseo de venganza.

—¿Venganza?—dijo el caballero Negro—. ¿Qué daño te he hecho, y por qué deseas vengarte de mí?

—Despreciaste la mano de mi hija, y nunca podrá olvidar esta afrenta un noble normando, tan ilustre como tú.

—¡Tu hija! Cierto que no aguardaba tanta enemistad por tan leve motivo. Amigos —dijo a los monteros—, retiraos algunos pasos que quiero hablarle a solas. Waldemar Fitzurse, dime la verdad: confiesa quién te ha instigado a este desacato.

—El hijo de tu padre —respondió Fitzurse—, que castiga de este modo lo que tú hiciste con el que te dio la vida.

Los ojos de Ricardo centelleaban de indignación; mas ésta cedió muy en breve a impulsos de su bondad natural. Púsose la mano en la frente, y permaneció algún rato contemplando al vencido barón en cuyo rostro luchaba el orgullo con la vergüenza.

—¿No me pides la vida? —dijo el Rey.

—Sería inútil —respondió Fitzurse—, puesto que está en las garras del león.

—El león —dijo Ricardo— no ensangrienta sus uñas en bestias rendidas. Vive; pero sal dentro de tres días de Inglaterra: ve a ocultar tu infamia en tu castillo de Normandía, y guárdate de dar a entender la parte que ha tenido mi hermano en esta villanía. Si te detienes un momento después del término concedido, mueres; si pronuncias una palabra que manche el honor de mi familia, ni el templo de Dios ha de preservarte de mis iras. ¡Por San Jorge, que has de estar colgado de tus almenas hasta que los cuervos hayan dado fin de ti! Locksley, proporciona a este hombre uno de los caballos de sus cómplices, desármale y déjale ir en paz.

—Ya veo —respondió el bandido— que estoy hablando con uno a quien no puedo ni debo desobedecer; pero soy de opinión de ahorrar a ese villano el trabajo de hacer una larga jornada.

—Tienes un corazón inglés —dijo el caballero—, y él me ha dicho que debes someterte a mis mandatos. Yo soy Ricardo de Inglaterra.

A estas palabras, pronunciadas con majestad digna de un monarca y de los elevados sentimientos de Corazón de León, los monteros se arrodillaron a un tiempo, reconociéndole por su soberano y pidiéndole el perdón de sus delitos.

—¡Alzaos, amigos! —dijo Ricardo con la mayor afabilidad.

Notábase ya en su rostro la expresión habitual de buen humor y franqueza; había desaparecido toda señal de resentimiento, y sólo en las sonrosadas mejillas se veían algunas huellas de los esfuerzos hechos durante tan desesperado conflicto.

—¡Alzaos, amigos! —repitió—. Vuestros excesos y descarríos no valen tanto como el leal servicio que habéis hecho a mi causa en el castillo de "Frente de buey" y el socorro que habéis dado este día a vuestro soberano. Alzaos, y sed buenos vasallos de ahora en adelante. Y tú, valiente Locksley...

—No me deis ese nombre —dijo el capitán—, sino el mío verdadero, que quizás la fama habrá llevado a vuestros oídos. Yo soy Robin Hood, del bosque de Sherwood.

—¡Rey de los bandidos y príncipe de la gente de bronce! —exclamó el Rey—. ¿Quién no habrá oído la fama de tus proezas, puesto que han llegado a Palestina? ¡Pero nada temas! El velo del olvido cubrirá todo lo que ha pasado en mi ausencia y durante las revueltas a que ella ha dado lugar.

—Bien dice la copla —exclamó Wamba— interrumpiendo al Rey, aunque no con su acostumbrada petulancia:

Faltó Zapirón, y al punto arman gresca los ratones.

—¡Qué! ¿Estás aquí, Wamba? —dijo el Rey—. Como hace tanto tiempo que no oigo tu voz, creí que habías tomado las afufas.

—¿Cuándo se separó la locura del valor? —dijo Wamba—. Aquí está el trofeo de mi espada —añadió señalando al caballo de Fitzurse—; ¡y ojalá estuviera el buen animal lleno de vida y de salud, con tal que el amo ocupara su lugar! Estas son todas mis hazañas, porque el gabán no resiste a los golpes como un peto de acero. Mas si no te he igualado en el manejo de la espada, no podrás negar que sé manejar el cuerno diestramente.

—¡Y muy a propósito! —dijo el Monarca—. ¡No olvidaré tus buenos servicios!

—¡Confiteor!— dijo entonces una voz trémula y compungida—. ¡Confiteor, que es todo el latín de que me acuerdo! ¡Confieso mi delito, y pido la absolución antes de subir al palo!

Ricardo volvió la vista y descubrió al ermitaño, que estaba de rodillas, y había tirado al suelo el garrote el cual no había estado ocioso durante la acción. Hacía cuanto podía por dar a sus facciones la expresión de la contrición más profunda: tenía clavados los ojos en el Cielo, e inclinadas hacia abajo las extremidades de los labios como los cordones de una bolsa, según la comparación de Wamba; pero en medio de este aparato de santidad, bien se echaba de ver su natural desfachatez y truhanería. En una palabra, su aspecto era más bien el de un astuto hipócrita que el de un verdadero arrepentido.

—¿Por qué tanto abatimiento? —dijo Ricardo—. ¿Temes que llegue a oídos de tu diocesano la fama de las virtudes que ejercitas en tu ermita y del modo que tienes de servir a San Dustán? ¡No tengas miedo; Ricardo sabe guardar los secretos que se sellan con el jarro!

—No, benigno soberano —respondió el anacoreta (el cual es muy conocido en las historias con el nombre de hermano Tuck, y fue compañero y amigo de Robin Hood)—. No temo al báculo, sino al cetro. ¿Cómo no he de temblar si considero que mi sacrílego puño ha osado tocar al ungido del Señor?

—Ya se me había olvidado —dijo Ricardo—, aunque es cierto que estuvieron zumbándome los oídos todo el día. Pero si el golpe fue bien dado, que digan todos los presentes si no fue bien devuelto. Y en cuanto a penitencia, si he de decir lo que siento, mejor sería para ti que entraras a servir en los monteros de mi guardia custodiando mi persona, como hasta ahora has custodiado la de San Dustán.

—Señor —dijo Tuck—. Perdone vuestra alteza si no acepto su favor. San Dustán y yo nos avenimos perfectamente. Gran honor sería sin duda para mí vestir el uniforme de los monteros de vuestra guardia más si me entretengo acaso en consolar a una viuda o en tirar cuatro tiros en la selva, ¿qué de injurias no lloverán sobre mí?

—¡Ya entiendo! —respondió el monarca—. Si quieres continuar tu vida penitente en mi coto de Warncliffe, no te faltarán venados y diversión. Licencia te doy de matar tres cada otoño. Si matas treinta en lugar de tres, no reñiremos por eso.

—Vuestra alteza crea —dijo el ermitaño— que sabré multiplicar los dones de su generosidad.

—No lo dudo, hermano —dijo el Rey—; y como la carne de venado es comida dura, mi bodeguero tendrá orden de darte cada año una bota de vino seco, un pellejo de malvasía y tres barriles de cerveza de la mejor. Si eso no basta para apagarte la sed, ven a la corte y hazte amigo del mayordomo.

—¿Y para San Dustán?—dijo Tuck.

—No chanceemos con las cosas santas —dijo el Rey—, no sea que Dios se ofenda de ver que pensamos más en nuestras locuras que en su servicio.

El anacoreta, temeroso de abusar de la paciencia del Rey con sus jocosidades y burlas, riesgo a que se exponen los que conversan con poderosos, hizo una profunda reverencia y se retiró.

Al mismo tiempo entraron en escena dos nuevos personajes.

XXXII

Eran Wilfrido de Ivanhoe, montado en la yegua del prior de Botolph y Gurth, en el caballo de batalla de su amo. No puede describirse la sorpresa del caballero al ver la armadura del Rey salpicada de sangre y los muertos y despojos que cubrían el campo de batalla. Ni extrañó menos ver a Ricardo circundado de bandidos y ladrones, que no son por cierto la escolta más segura para un monarca perseguido. No sabía si dirigirle la palabra como a un caballero errante o como a su señor y monarca legítimo. Ricardo conoció su perplejidad.

—Nada temas, Wilfrido —dijo el Rey—; háblame como a Ricardo de Plantagenet. Estoy rodeado de verdaderos ingleses, a quienes quizás el estado de la nación ha hecho cometer algunos pecados veniales que ya están perdonados.

—Sir Wilfrido de Ivanhoe —dijo el jefe de los bandidos— de nada serviría lo que yo dijera después de lo que habéis oído; séame lícito sin embargo, añadir que, aunque hemos sufrido mucho y estamos privados de la protección de las leyes, el rey de Inglaterra no tiene vasallos más leales que los que en este instante le rodean.

—No lo dudo, puesto que tú los mandas —dijo Wilfrido de Ivanhoe—. ¿Pero qué significan estas señales de discordia y de muerte? ¿Qué significan esos cadáveres y esas manchas de sangre en la armadura de mi príncipe?

—La traición, amigo Ivanhoe —dijo el Monarca— acaba de hacer una de las suyas; pero ha recibido la pena que merecía, gracias al celo y a la fidelidad de estos valientes. ¡Pero ahora caigo —añadió sonriéndose— en que tú también eres traidor y desobediente a las órdenes de tu monarca! ¿No te mandé permanecer en el convento de Botolph hasta que estuviera curada tu herida?

—Lo está, señor —dijo Ivanhoe—; y lo que tengo es como arañazo de gato travieso. Pero ¿será posible que deis tanta inquietud a los que os aman y sirven exponiendo vuestra vida en estas correrías y aventuras, como si no fuera más preciosa que la de un caballero errante sin más dominios ni fama que los que la lanza y la espada le proporcionen?

 

—Ricardo de Plantagenet no ambiciona más gloria ni más imperios que los que con su espada y su lanza sepa adquirir; y en más alto precio tiene llevar a cabo una aventura con La fuerza de su brazo que ganar una batalla a la cabeza de cien mil hombres armados.

—Pero señor—dijo Ivanhoe—, la disolución y la guerra civil amenazan a vuestro reino. ¿Qué será de vuestros vasallos si perecéis en uno de esos peligros que continuamente estáis arrostrando? No hace mucho que os habéis visto expuesto a perder la vida en la soledad de un bosque.

—¡Mi reino y mis vasallos! —dijo el Rey—. Sabe que ninguno de ellos tiene más juicio que yo. Por ejemplo, mi fiel servidor Wilfrido de Ivanhoe acaba de faltar a mis preceptos, y ahora me predica porque no he seguido los suyos. Pero por esta vez, te perdono. Ya te he dicho en el convento que debo permanecer oculto para dar tiempo a que los nobles que se han mantenido fieles a mi causa reúnan sus fuerzas y se aperciban a la defensa de mis derechos. Ricardo no debe presentarse a la nación inglesa si no es a la cabeza de un ejército numeroso que baste a frustrar los planes de sus enemigos sin necesidad de desenvainar el acero. Estoteville y Bohun necesitan todavía veinticuatro horas antes de poder presentarse delante de York. Aún no recibí noticias de los progresos que hacen Salisbury, Beauchamp y Multon. Tengo que contar con Londres, y de esto se ha encargado el Canciller. Mi aparición repentina me expondría a peligros mayores que los que puedo vencer con mi espada y con mi lanza, aun cuando vinieran en mi socorro Robin con su arco, Tuck con su garrote y Wamba con su cuerno.

Ivanhoe se inclinó respetuosamente y no quiso persistir en sus reconvenciones; sabía que era invencible la afición del Rey a los peligros y aventuras caballerescas, aunque conocía cuán imperdonable era semejante arrojo en el jefe del Estado. Así pues lanzó un suspiro y no rompió el silencio; mientras Ricardo, satisfecho de haber puesto término a sus objeciones, si bien no podía menos de reconocer su justicia, entró en conversación con Robin Hood.

—Rey de los monteros —le dijo con la mayor afabilidad el Monarca—, ¿no tienes un pedazo de carne que ofrecer a otra testa coronada? Porque esos desalmados me cogieron en ayunas, y las estocadas me han abierto el apetito.

—Sería pecado engañar a vuestra alteza —respondió el bandido—; nuestra despensa se halla suficientemente provista de...

—¿De venado? —dijo Ricardo—. Como un Rey no puede estar todo el día en el monte matando la caza que han de servirle a la mesa, bueno es que haya quien se la tenga muerta y guisada.

—Si vuestra alteza se digna honrar con su presencia uno de nuestros puntos de reunión, no faltará carne de venado; y aun quizás le ofreceremos un buen trago de cerveza y otro de vino seco.

Robin se puso en camino, seguido por el alegre Monarca, más satisfecho con el encuentro de aquel célebre bandido que si estuviera presidiendo un banquete real a la cabeza de los nobles y pares de Inglaterra.

La novedad tenía grandes atractivos para el corazón de Ricardo, y mucho más después de haber vencido y arrostrado peligros y contratiempos. Aquel monarca realizaba el ideal de los caballeros andantes, héroes de tantas novelas y romances. La gloria personal adquirida por su intrepidez y valor le era mucho más grata que la que hubiera podido granjearse por medio de una política sabia y juiciosa. Su reinado fue como uno de esos brillantes y rápidos meteoros que cruzan la inmensidad de los cielos esparciendo portentosas ráfagas de luz, y que al instante se confunden en la obscuridad del espacio. Sus proezas sirvieron de texto inagotable a los trovadores de su siglo, sin proporcionar a su reino ninguno de aquellos beneficios que la Historia perpetúa en sus anales para ejemplo de la posteridad.

En la ocasión presente, sin embargo, sirvió mucho a Ricardo su espíritu arrojado y caballeresco, porque le granjeó el afecto de aquellos hombres indómitos y emprendedores, entre los cuales se mostró franco, alegre y bondadoso. El valor era a sus ojos la primera de las virtudes, y apreciaba a todo el que lo poseía, cualesquiera que fuesen su clase y condición.

Se sentó el rey de Inglaterra debajo de una frondosa encina al rústico banquete que le habían preparado aquellos hombres, poco antes perseguidos por las leyes de su reino, y que a la sazón componían toda su corte y toda su guardia.

A medida que daba vueltas el jarro, los bandidos empezaron a perder el terror que al principio les había inspirado la presencia de su Soberano. Hubo chanzas y canciones, y mientras cada cual refería sus hazañas, todos olvidaban que éstas eran otras tantas infracciones de las leyes, cuyo protector natural estaba oyéndolos. El Monarca reía y chanceaba como ellos prescindiendo de su dignidad y poniéndose al nivel de sus huéspedes. Robin Hood, sin embargo, que era hombre de sana razón, temía que ocurriese algún disgusto y que se turbara la buena armonía que hasta entonces había reinado en el banquete.

Aumentaron sus recelos cuando observó la inquietud de Wilfrido de Ivanhoe. Llamó aparte al Barón, y le dijo:

—Gran honor es para nosotros la presencia de nuestro Soberano; pero los negocios de su reino son muy urgentes, y es lástima que pierda un tiempo tan precioso.

—Tienes razón, Robin —dijo Ivanhoe—; y sabe además que los que se familiarizan con la majestad, aun cuando ésta olvide lo que vale, juegan con un león que saca las garras y destroza cuando menos se piensa.

—Habéis dado en la verdadera causa de mis recelos: esos hombres son ásperos de suyo y violentos por hábito, y el Rey, aunque de buen humor, suele tener sus arranques. La menor cosa puede dar motivo a que se le ofenda, y Dios sabe adónde llegarían las consecuencias. Tiempo es de separarnos.

—Procura tú hacerlo con maña y delicadeza —dijo Ivanhoe—, porque yo he dicho algunas indirectas y todas han sido inútiles.

—Señor —dijo Robin Hood a Ricardo—, voy a exponerme al enojo de vuestra alteza; pero, ¡por San Cristóbal que es por su bien, y que he de hacerlo aunque nunca me perdone! Bernardo —dijo luego llamando aparte a un montero—, corre a esas malezas de la izquierda sin que te observe ninguno de los presentes y toca el cuerno a la manera de los normandos: si te detienes un instante, te parto por medio.

Bernardo se separó con el mayor disimulo de la concurrencia, y obedeció exactamente las órdenes de su capitán. Aquel inesperado sonido dejó suspensos a todos los asistentes.

—Ese es el toque de Malvoisin —dijo el molinero apoderándose del arco.

El ermitaño dejó caer el jarro y empuñó el garrote. Wamba suspendió sus carcajadas y echó mano de la espada y del broquel. Todos los demás se pusieron en pie y tomaron las armas.

Hombres de vida tan precaria y borrascosa pasan sin alterarse de la alegría del banquete al peligro de la batalla.

Para Ricardo esta transición era un recreo. Pidió el yelmo y las piezas principales de la armadura, y mientras Gurth se Las ajustaba, mandó expresamente a Wilfrido de Ivanhoe, so pena de su perpetuo enojo, que no tomase parte en el encuentro.

—Hartas veces has peleado por mí —le dijo el Monarca—; ahora serás espectador, y verás cómo sabe pelear Ricardo por su vasallo y por su amigo.

Entretanto Robin Hood había enviado algunos monteros en diferentes direcciones como para reconocer al enemigo, y cuando vio que todos estaban en pie y separados, y el Rey completamente armado y dispuesto a marchar, se echó a sus pies y le pidió perdón.