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100 Clásicos de la Literatura

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—Hermano Ben Samuel —suspiró Isaac—, mi alma está inquieta, y no sé por qué. Estas acusaciones de nigromancia sirven para perseguirnos y hacernos odiosos.

—Ten ánimo, hermano —le respondió el rabino—; tú tienes con qué comprar el favor de esas gentes. El dinero es el que domeña los ánimos de esos hombres crueles. Pero ¿quién es ese de las muletas que se dirige hacia nosotros? Parece que quiere hablarnos. Amigo —continuó el físico, hablando con Higg de Snell—, no te rehúso los socorros de mi arte; pero yo no curo a vagabundos que viven de pedir limosna por los caminos. Si estás paralítico de las piernas ¿por qué no trabajas con las manos? No todos pueden ser pastores, ni correos, ni soldados: mil ocupaciones hay que no necesitan el uso de los pies.

El rabino interrumpió su arenga viendo que Isaac, después de haber leído apresuradamente el billete que cogió de manos del cojo, cayó de la mula abajo como si le hubiera privado de la vida un rayo del Cielo.

El rabino desmontó con gran inquietud y precipitación, y aplicó a su compañero los remedios que creyó oportunos. Ya había sacado la lanceta del estuche y se disponía a ejecutar una obra maestra de flebotomía, cuando Isaac recobró el uso de los sentidos. Lo primero que hizo fue arrojar la gorra al suelo y cubrirse de polvo las canas. El médico al principio atribuyó aquella acción a la turbación ocasionada por el desmayo o a un ataque repentino de delirio, y continuando en su propósito disponía lo necesario para la operación; mas pronto le desengañó el desventurado anciano.

—¡Hija de mi dolor! —exclamó—. ¡Bien podrías llamarte Benoni en lugar de Rebeca! ¿Por qué me obliga tu muerte a maldecir la fe de mi pueblo? ¿Por qué no bajo contigo al sepulcro?

—Hermano —interrogó con la mayor sorpresa el rabino Ben Samuel—, ¿eres padre en Israel y te atreves a pronunciar esas palabras? ¿Ha muerto tu hija, la sabia y hermosa Rebeca?

—¡Vive —dijo Isaac—; pero vive como Daniel, llamado Balthashazzar, cuando estaba en la cueva de los leones! ¡Es cautiva, y será víctima de la crueldad! ¡Era la corona de palmas de mi frente, y ahora va a perecer! ¡Hija de mi amor! ¡Consuelo de mi vejez! ¡Oh Rebeca! ¡Hija de Raquel! ¡Ya se acercan las tinieblas de la noche eterna en que vas a sumergirte!

—¡Vuelve a leer esa carta —observó el rabino—; quizás hallarás aluna esperanza de salvación!

—¡Léela tú, hermano Ben Samuel —respondió Isaac—, porque mis ojos están hechos dos fuentes de lágrimas!

El médico leyó en lengua hebrea el contenido de la carta, que decía así:

"A Isaac, hijo de Adonikam, a quien los cristianos llaman Isaac de York: paz y las bendiciones multiplicadas de la promisión. Padre, estoy condenada a morir por un delito cuya naturaleza ignoro; a saber: por magia o nigromancia. Si encuentras un hombre fuerte y aguerrido que quiera enristrar lanza y esgrimir espada a mi favor, según las leyes y usos de los nazarenos, y presentarse en el preceptorio de los templarios dentro de tercero día, quizás nuestro padre Dios le dará vigor para defender a la inocente y a la desamparada. Si no puede ser así, lloren por mí las vírgenes de mi pueblo, como ciervo herido por el cazador y flor cortada por la hoz del jardinero. Mira pues, lo que puedes hacer para rescatarme de esta tribulación. Quizás se movería a compasión de mi suerte el guerrero nazareno que tú y yo conocemos: Wilfrido, hijo de Cedric, que los gentiles llaman Ivanhoe; mas puede ser que a esta hora no le sea dado todavía soportar el peso de la armadura. Sin embargo, escríbele o hazle saber lo que pasa, porque goza de mucho favor y estima entre la gente de su pueblo, y si se acuerda de que fue nuestro compañero en la cautividad, acaso encontrará otro guerrero que quiera tomar armas en mi defensa. Y en todo caso, le dirás al mismo Wilfrido, hijo de Cedric, que, muerta o viva, soy inocente del crimen que se me imputa. Y si es la voluntad de Dios que seas privado de tu hija, no te detengas en esta tierra de sangre y de crueldad, sino ve a Córdoba donde tu hermano vive seguro bajo el amparo del trono sarraceno, porque menos crueles son los moros con la raza de Jacob que los nazarenos de Inglaterra».

Isaac escuchó con toda la atención posible la carta que el rabino Ben Samuel había leído, y después se entregó a todos los extremos de su dolor, desgarrándose los vestidos, cubriéndose de polvo la cabeza a guisa de los orientales, y exclamó con la más amarga aflicción:

—¡Hija mía, carne de mis carnes y hueso de mis huesos!

—¡Cobra ánimo, Isaac —replicó el rabino—, que de nada aprovecha la desesperación! Date prisa, y busca a ese Wilfrido, hijo de Cedric. Quizás te dará consejo y apoyo, porque el joven goza de la privanza y del favor de Ricardo, a quien los nazarenos llaman Corazón de León, y todo el mundo dice que ya ha vuelto de sus romerías. Puede ser que consiga del rey una carta con su sello mandando a esos hombres sanguinarios que se abstengan de proceder adelante en su inhumano designio.

—Sí —afirmó Isaac—; voy a buscarle sin pérdida de tiempo, porque es un buen mancebo y se compadece del destierro de los hijos de Jacob. Pero está herido y no puede usar la armadura, ¿y quién otro osará encargarse de la defensa de la hija de Sión?

—Hablas —objetó el rabino— como si no conocieras a esas gentes. Con el oro comprarás su valor como compras tu seguridad. No desmayes ni te detengas, que yo también me emplearé en tu bien, pues sería pecado dejarte abandonado en tamaña calamidad. Voy a la ciudad de York, donde hay reunidos ahora con motivo de las presentes revueltas muchos guerreros y soldados, y no dudo que encontraré uno que quiera pelear por tu hija. El oro es el Dios de esta nación, y por el oro empeñará la vida, como empeña las alhajas y haciendas.

Supongo que no tendrá inconveniente en cumplir el contrato que yo celebre en tu nombre.

—No lo dudes, hermano —afirmó Isaac de York—; y el Cielo quiera darme socorro en esta aflicción. Sin embargo, no prometas lo que te pidan, desde luego, porque ya sabes que esta maldita gente pide por arrobas, y luego, si es preciso, toma por adarmes. Pero haz lo que quieras, porque yo no sé lo que digo con esta atroz pesadumbre. ¿Y de qué me servirían todos los tesoros del mundo si he de perder a la joya de mi familia y de mi pueblo?

—¡Adiós —dijo el rabino—, y suceda todo a medida de tus deseos!

Los dos amigos se abrazaron tiernamente y se separaron, tomando distintos caminos. El cojo Higg estuvo algún tiempo contemplándolos.

—¡Estos perros judíos! —decía Higg, hijo de Snell—. ¡El mismo caso hacen de mí que si fuera un esclavo o un montón de estiércol! ¿Qué les hubiera costado echarme en la gorra algunos besantes? ¿Ni qué obligación tenía yo de traer y llevar recados, exponiéndome a otro hechizo como el del templario, según todos me han dicho? Es verdad que la doncella me dio una pieza de oro; pero... ¡ya veremos! Ítem más, que la gente del lugar dirá que soy correo de judíos, y me quedaré con el apodo. ¿Si me habrá echado la judía algún sortilegio, o como se llame? Pero con todos los que se le acercan sucede lo mismo, y, no obstante, creo que daría la tienda y las herramientas por salvarle la vida.

XXX

Al anochecer del día en que se había celebrado el juicio, si así puede llamarse, de Rebeca, se oyeron algunos golpes pausados a la puerta de su prisión. No por eso interrumpió la doncella las oraciones de la tarde que su religión prescribía, volvieron a sonar los golpes cautelosos que antes había oído a la puerta.

—Entra —respondió—, si eres amigo; y si eres enemigo, ¿por qué llamas?

—Soy yo —dijo entrando en el aposento Brian de Bois-Guilbert—, amigo o enemigo, según quieras tú misma, y según resulte de esta entrevista.

Asustada al ver a aquel hombre, a cuya licenciosa pasión atribuía Rebeca, y con sobrados motivos, todos los infortunios que la rodeaban, la infeliz doncella dio algunos pasos atrás no aparentando miedo, sino recelo y precaución, y se retiró al lado opuesto de la pieza, resuelta a huir en cuanto se lo permitieran las circunstancias, y en todo caso a oponer una resistencia inflexible a la osadía de su perseguidor. Púsose en actitud firme y decidida, no como quien provoca el ataque, sino como quien está dispuesto a recibir al enemigo apercibido a la resistencia más desesperada.

—No tienes razón para temerme, Rebeca —afirmó el Templario— o a lo menos, no la tienes para temerme ahora.

—Ni ahora ni nunca —respondió la hebrea, aunque la agitación con que respiraba desmentía en parte el heroísmo de su resolución—. Confío en quien es más fuerte que tú. ¡No, no creas que te temo!

—Haces bien —siguió el Templario con gravedad y compostura—. Ni creas que puedo entregarme en la ocasión presente a los frenéticos ímpetus de mi pasión. A poca distancia de aquí hay una guardia, que seguramente no hará caso de mis mandatos. Es la que ha de conducirte al patíbulo; mas no por eso permitiría que se te hiciera el menor daño, ni aun respetaría mi carácter si a tanto llegase mi locura, que así puedo llamarla.

—¡Gracias al cielo —dijo Rebeca—, la muerte es lo que menos temo en medio de tantas aflicciones!

—Sí —repuso el templario—; la idea de la muerte ni espanta al ánimo valeroso cuando viene pronto y sin rodeos Un tajo, una estocada, son cosas despreciables para mí. Tú puedes precipitarte de una torre y aguardar tranquila el golpe del puñal; pero ¿qué es eso comparado con la deshonra, con la infamia, con un nombre envilecido? Oye atentamente lo que voy a decirte. Quizás mis ideas sobre el honor no sean menos exaltadas que las tuyas; lo cierto es que sabré morir antes que desmentirlas.

—¡Hombre infeliz! —exclamó Rebeca—. ¡Morir en defensa de unos principios que odias en lo íntimo de tu corazón! Enajenas un tesoro a cambio de una paja; mas no creas que yo pienso del mismo modo. Tu resolución fluctuará en las mudables y agitadas olas de las opiniones humanas: la mía se apoya en la roca de los siglos.

 

—De poco te aprovechan esas ideas y propósitos —dijo Brian de Bois-Guilbert—. La muerte que te aguarda no es suave ni pronta, como la que desea el desgraciado, como la que prefiere la desesperación; sino lenta, amarguísima, prolongada por los tormentos, cual corresponde al crimen que los hombres te atribuyen.

—¿Y a quién se la debo —dijo Rebeca—, sino al que me condujo a esta odiosa mansión para satisfacer un deseo vil y brutal, y ahora, por motivos que no comprendo, está exagerando la suerte que él mismo me ha preparado?

—No creas —dijo Bois-Guilbert— que yo soy el autor de tu desgracia. Yo te hubiera servido de escudo contra ella, del mismo modo y con tanto celo como cuando expuse la vida y recibí los tiros que amenazaban la tuya.

—Si tu objeto hubiera sido la protección de una mujer indefensa e inocente —dijo Rebeca—, yo hubiera sabido mostrarte mi gratitud; pero puesto que tantas veces me has echado en cara ese patrocinio, debo decirte que en nada estimo la vida comprada al precio que has querido exigirme por ella.

—¡Basta de jactancia! —dijo el templario—. ¡Hartas pesadumbres me abruman en este momento, y no necesito que las aumentes con tus reconvenciones!

—¿Qué es, pues, lo que intentas? —dijo Rebeca—. Dilo, y sea pronto. Si vienes a contemplar las desgracias y miserias que me has ocasionado, complácete en ellas y déjame en paz. El tránsito del tiempo a la eternidad es corto, pero terrible, y yo no tengo sobrado espacio para prepararme a él.

—Conozco —dijo el templario— que no cesarás de atribuirme tus desventuras, que de todo mi corazón hubiera querido evitarte.

—Señor caballero —dijo Rebeca—, no es esta ocasión de quejas; pero lo cierto es que mi muerte se debe a tu desordenada pasión.

—¡Te engañas, te engañas! —dijo Brian con grandes muestras de impaciencia—. Me imputas lo que no he podido prever ni evitar. ¿Quién había de pensar en la inesperada venida del Gran Maestre, a quien algunos rasgos de valor han elevado al puesto que ocupa?

—Y, sin embargo —dijo Rebeca—, tomas asiento entre mis jueces, y aunque sabes que soy inocente, apruebas con tu silencio mi sentencia; y si no me engaño, vas a empuñar las armas para defender mi culpa y asegurar mi pérdida.

—¡Ten paciencia! —dijo Brian—. Nadie mejor que el judío sabe contemporizar con la suerte y navegar a todos vientos.

—¡Malhaya la hora —dijo la hebrea— en que la casa de Israel aprendió esa ciencia de envilecimiento y de ignominia! Pero la adversidad dobla el corazón, como el fuego dobla los metales más duros. ¿Y qué ha de hacer el que no tiene suelo, ni patria, ni hogar? ¿Qué ha de hacer el que ha sido arrojado de la mansión paterna, sino someterse al extranjero a cuya merced se impone? Sin duda, nuestros pecados y los de nuestros padres nos han acarreado la maldición que hoy nos oprime; pero tú, que te jactas de tu libertad y del lustre de tu cuna, ¡cuánto más vil no es tu humillación, puesto que cedes a las preocupaciones ajenas, obrando contra lo que tu convicción te dicta?

—Amargas son tus acusaciones —dijo Brian—; mas yo no vengo a reñir ni a disputar. Sabe que Bois-Guilbert no cede a hombre alguno, aunque las circunstancias le obliguen a veces a diferir la ejecución de sus planes. Su resolución es como el arroyo de la montaña, que puede rodear al descender de una peña, pero que, por más estorbos que encuentre, va a parar al Océano. ¿De quién piensas que procedía aquel papel en que se te aconsejaba que pidieses campeón, si no es de Brian de Bois-Guilbert? ¿De quién podrías esperar tanto interés y tan saludable consejo?

—Para suspender un momento una muerte inevitable— dijo Rebeca—. ¿Es eso todo lo que podías hacer por mí, después de haberme sumido en el abismo de mi perdición?

—No —dijo el templario—, no es eso todo lo que me propongo hacer. Si no hubiera sido por la intervención del Gri Maestre y de Goodalrike, que se jacta de pensar y sentir según Las reglas ordinarias de la humanidad, el oficio de campeón defensor correspondía, no a un preceptor, sino a un compañero de la Orden. En este caso, yo mismo (tal era mi propósito) me hubiera presentado en el palenque al primer sonido de la trompeta, disfrazado como un caballero errante que va a cara de aventuras y a probar con el primero que se presenta la fuerza de su espada y de su lanza. Y entonces, aunque Beaumanoir hubiera escogido dos, tres, cuatro caballeros de los más valientes de la Orden, yo te aseguro que nada hubiera tenido que temer; entonces hubiera sido declarada tu inocencia, y quedaría a cargo de tu gratitud el galardón de tanto riesgo y de tanto sacrificio.

—Os estáis vanagloriando —dijo Rebeca— de lo que hubierais hecho a no haber tenido por más conveniente obrar de otro modo. Habéis recibido mi guante, y mi campeón, si una criatura tan desgraciada puede encontrar quien la defienda, tendrá que lidiar con vos cuerpo a cuerpo. ¡Aun os atrevéis a llamaros mi protector y mi amigo!

—Y lo seré —respondió el templario—, pero observa el riesgo, o, por mejor decir, la certeza del deshonor que me aguarda, y no extrañes que estipule algunas condiciones antes de exponer lo que siempre he apreciado más que la vida.

—Habla —dijo Rebeca—, que no te entiendo.

—Te hablaré —dijo el templario— con la misma franqueza que el penitente al confesor. Si no me presento en el combate, como se me ha mandado, pierdo para siempre la fama y La dignidad que ocupo, cosas que son para nosotros como el aliento que respiramos, pierdo la estimación de mis hermanos y las esperanzas, bien fundadas, de subir a la suprema autoridad que hoy ocupa Lucas de Beaumanoir. Tal será mi suerte si no salgo armado a combatir por tu causa. ¡Maldito sea el preceptor que me armó este lazo, y maldito Alberto de Malvoisin, que me impidió arrojar tu guante al rostro de aquellas gentes que dan oídos a una acusación tan absurda contra una criatura tan perfecta como tú!

—De poco sirven ahora los cumplimientos y las lisonjas —dijo la judía—. Tú has escogido entre la sangre de una inocente y tu vanidad y tus esperanzas mundanas. ¿De qué sirve hablar sobre lo que no tiene remedio? Has tomado tu partido.

—No lo he tomado aún —dijo el templario en tono más suave y acercándose a Rebeca—. Tú eres quien debes decidirme. Si me presento al combate, debo mantener la reputación que he sabido granjearme en la carrera de las armas; y en ese caso, tengas o no tengas campeón, mueres en la hoguera, porque hasta ahora no he cedido a nadie, salvo a Corazón de León y a su favorito Ivanhoe. Ivanhoe, como sabes, no se halla en estado de vestir armadura, Ricardo está preso en tierra extraña. No hay remedio: si salgo al palenque, mueres, aunque tus gracias exciten a algún joven de ánimo a tomar el campo en tu favor.

—¿A qué viene repetir lo mismo tantas veces? —dijo Rebeca.

—Sirve de mucho, porque conviene que consideres tu suerte bajo todos sus aspectos.

—Entonces —repuso la judía—, vuelve la medalla y veamos el reverso.

—Si no me presento al combate, me degradan, me deshonran, me acusan de magia y de sortilegio. El nombre ilustre que llevo, y que he sabido conservar, llegará a ser un dictado de vilipendio. Todo lo pierdo: fama, honor, esperanzas, ambición; y mi ambición, Rebeca, es como las montañas con que los gigantes quisieron escalar el Olimpo. Y, sin embargo, esta grandeza que sacrifico, esta fama a que renuncio, este poder que abandono, aun teniéndole casi seguro, no son nada a mis ojos si Rebeca se digna decir: ¡Brian, te doy mi corazón!

—No pienses en esas locuras, señor caballero —dijo Rebeca—. Acude al Regente y al príncipe Juan, los cuales, si en algo aprecian la dignidad de la Corona de Inglaterra, no podrán permitir esa autoridad que el Gran Maestre se arroga. De ese modo podrás protegerme sin hacer sacrificios y sin tener pretextos que alegar para exigírmelos.

—Nada tengo que ver con ellos —dijo Brian—; a ti sola me dirijo, y en tus manos pongo tu suerte y la mía: la muerte es mi rival, y en caso de escoger, más valgo yo que ella.

—Yo no hago esa comparación —dijo Rebeca, temerosa de exasperar más al caballero, pero resuelta a no dar acogida a su pasión, y aun a no fingir que le daba—. Sé hombre y sé cristiano. Si eres noble y generoso, sálvame de esta horrible muerte sin exigir un galardón que convertiría tu heroísmo mi villanía.

—¡No! —dijo el templario, volviendo a su acostumbrada actitud de orgullo y altanería—. ¡No es tan fácil abusar de n credulidad! Si pierdo toda mi ventura, por ti la pierdo y contigo he de dividir la suerte que me aguarda. Mira, Rebeca —añadió suavizando la voz—: Inglaterra, Europa, no son el mundo entero. Regiones hay bastantes anchas para mi ambición: en ellas podremos vivir y ser felices. Iremos a Palestina; allí está Conrado de Monserrate, mi amigo íntimo. Allí sabe encontrar nuevos caminos al engrandecimiento. La Europa oirá los pasos del que ha arrojado de su seno. Los millones de cruzados que ella envía no pueden hacer tanto en defensa de Palestina, ni los sables de los ejércitos sarracenos pueden cimentar tan sólidamente su dominio en aquella tierra, objeto de tantos combates, como yo y algunos de mis hermanos que están unidos conmigo para todo cuanto exija yo de ellos. Serás reina; colocaré en aquellas tierras el trono que habré sabido conquistar para ti, y en lugar de ese bastón que tanto tiempo he deseado, empuñaré un cetro que hará temblar al mundo entero.

—Eso es soñar —dijo Rebeca—; pero aunque fueran realidades tus quimeras, no creas que bastarían a conmover mi resolución. No tengo en tan poco a la patria y a la religión que pueda mirar con aprecio al que rompe tan sagrados vínculos y sacude el yugo de una Orden a la cual le ligan sus juramentos, para satisfacer la pasión que le ha inspirado una extraña. No pongas precio a mi libertad; no vendas la protección; defiende al oprimido por caridad, no en vista de ventajas perecederas. Implora el amparo del trono de Inglaterra: Ricardo acogerá mi apelación contra esos hombres crueles.

—¡Eso no, Rebeca! —dijo el templario—. Si renuncio a mi Orden, por ti la renuncio. Si tu amor no me recompensa, a lo menos conservaré mi ambición; que lo contrario sería perderlo todo a un tiempo. ¡Humillarme ante Ricardo! ¡Pedir gracia a aquel modelo de soberbia y de orgullo! ¡No, Rebeca; jamás se humillará tanto la Orden de los templarios en mi persona! ¡Puedo salir de su seno, pero no cubrirla de ignominia!

—Pues Dios tenga piedad de mí —dijo Rebeca— ya que en los hombres no puedo hallarla.

—No, por cierto —dijo el templario—. Eres altiva, y has dado con quien no lo es menos que tú. Si llego a entrar en el palenque con la lanza en ristre, no hay consideración humana que, me impida hacer todo lo que puedo en semejantes casos: en el resultado. Sufrirás una muerte horrorosa, como el peor de los criminales; serás consumida por las llamas: ni un átomo quedará de esa estructura preciosa, dotada ahora de vida, de movimiento, de genio, de pasiones. ¡No; no hay mujer que pueda soportar la perspectiva de tan espantoso porvenir! ¡Rebeca, cederás a mis súplicas!

—Bois-Guilbert —respondió la judía— no conoces la índole de la mujer, o sólo has tratado con las que han perdido los nobles sentimientos con que nos ha distinguido la Naturaleza. Sabe, arrogante caballero, que no has ostentado tú tanto valor en las más encarnizadas batallas como el que posee una mujer resuelta a sufrir antes que sacrificar su afecto o su obligación. Soy mujer, y criada con la mayor blandura, y naturalmente temerosa del peligro. Nunca he visto de cerca la desgracia, y, por consiguiente, no sé sufrirla; pero cuando entremos en el campo de batalla, tú a pelear y yo a morir, mi corazón me dice que te excederé en valor, en firmeza y en resolución. ¡Adiós; no perdamos el tiempo en palabras vanas! El poco de que puedo disponer en la Tierra debe ser empleado de muy distinto modo. Voy a buscar al padre de las misericordias que no niega sus consuelos al que busca con sinceridad y candor.

—¡Separémonos—dijo el templario— y ojalá nunca nos hubiéramos visto, o a lo menos hubieras nacido noble y cristiana! ¡Por el Cielo santo, que cuando te contemplo y considero las circunstancias en que hemos de volver a vernos, quisiera haber nacido en tu desgraciado pueblo, y entender más bien de mercancías y de cequíes que de espadas y broqueles! Entonces estaría acostumbrado a doblar la cabeza ante los nobles y poderosos, y sólo serían terribles mis miradas para mis deudores. Sólo puedo formar semejantes deseos por estar más cerca de ti en la vida, y por evitar el golpe horrible que me prepara tu muerte.

 

—Hablas del judío según ahora estás contemplándole. El Cielo en su cólera le ha arrojado del suelo natal; pero su industria le ha abierto el camino del poder y de la riqueza, que han querido cerrarle las naciones. Lee la historia antigua del pueblo de Dios, y dime si aquellos en cuyo favor obró Jehová tantos prodigios entre las naciones eran una cuadrilla de míseros usureros. Y sabe que podemos contar muchos nombres, junto a los cuales los nobles que tanto orgullo os inspiran son lo mismo que el hisopo comparado con el cetro, nombres cuyo catálogo sube a los tiempos venturosos en que la presencie divina se mostró en un trono de querubines; nombres que derivan su esplendor, no de una raza terrena, sino de aquella voz formidable que congregó a nuestros padres para que fueran testigos de las visiones celestes. Tales fueron los príncipes de La casa de Jacob.

Encendiéronse las mejillas de Rebeca al referir las glorias de su pueblo; pero muy en breve se cubrieron de palidez al añadir dando un suspiro:

—Tales eran los príncipes de Jacob; pero no son así en el día. Han sido hollados como la hierba marchita, y mezclados con la arena del camino. Sin embargo, judíos hay que no se avergüenzan de tan alta genealogía, y de este número es la hija de Isaac, hijo de Adonikam. ¡Adiós! No te envidio tus sangrientos honores, no te envidio tu bárbaro origen de los paganos del norte; no te envidio esa fe que siempre está en tus labios y nunca en tu corazón ni en tus obras.

—¡Por Dios, que estoy verdaderamente hechizado! —dijo Brian—. ¡El Gran Maestre tiene razón: y la repugnancia con que me separo de ti parece obra de un poder sobrenatural! ¡Hermosa criatura! —dijo acercándose a la judía—. ¡Tan joven, tan linda, tan impávida en presencia de la muerte, y condenada a morir con infamia y en medio de horribles tormentos! ¿Quién no llorará tu suerte? Veinte años hace que no se asoman lágrimas a mis ojos, y ahora se humedecen al contemplarte. Pero debe ser: nada es capaz de salvar tu vida. Tú y yo somos ciegos instrumentos de alguna fatalidad irresistible que nos empuja y arrastra como a los barcos en la tormenta cuando las olas los sacuden y sepultan en el abismo de las aguas. Perdóname, y separémonos amigos. En vano he querido disuadirte de tu resolución, pero la mía es inapelable como los decretos del Destino.

—Así es —dijo Rebeca— cómo los hombres achacan al Destino lo que es efecto de sus indómitas pasiones. Yo te perdono, Bois-Guilbert, aunque eres el autor de mi muerte terrena. No puedo negar que hay gérmenes nobles en ese ánimo atrevido; pero es como el jardín del perezoso, en el cual las raíces se han apoderado del terreno desfigurando su belleza y ahogando las plantas útiles.

—Así soy como me has pintado —dijo el templario—: áspero, indómito y envanecido con la independencia y con la fuerza que me han hecho tan superior a esos necios casquivanos que me rodean. La guerra ha sido mi educación, y a ella debo la elevación de mis miras y la inflexible tenacidad que empleo en alcanzarlas. Tal es mi carácter, y tal será siempre. Lo probaré con hechos que causarán admiración al mundo. Pero ¿es cierto que me perdonas?

—Como la víctima al sacrificador —dijo Rebeca.

—¡Adiós! —dijo el templario; y salió del aposento.

El preceptor Alberto aguardaba con impaciencia en una pieza inmediata el regreso de Bois-Guilbert.

—Mucho has tardado —le dijo—, y te aseguro que ya estaba sobre ascuas. ¿Qué hubiera sido de nosotros si hubiera venido el Gran Maestre o su amigo Conrado? ¡Cara me hubiera costado mi condescendencia! Pero ¿qué tienes, hermano? ¿Qué significa ese ceño terrible? ¡Apenas puedes sostenerte!

—Estoy —respondió Brian— como el que sabe que va a morir dentro de una hora, y quizás peor, porque hay muchos van al cadalso como si fueran a mudar de ropa. ¡Malvoisin, esa muchacha me hace en realidad perder el juicio! Poco me faltó para ir a ver al Gran Maestre, abjurar de la Orden en sus barbas, y negarme a ejecutar la cruel obligación que me ha impuesto.

—¿Has perdido el seso? —dijo Malvoisin—. ¿Y qué sacarías de tamaño dislate? Perderte para siempre, sin salvar la vida de esa mujer, que es de tanto precio a tus ojos. Beaumanoir nombrará otro individuo de la Orden que tome las armas, y la judía perecerá como si tú hubieras hecho lo que se te ha mandado.

—¡Pues bien; saldré a su defensa —dijo Brian con resolución y orgullo—, y veremos si hay en la Orden quien resista al empuje de mi lanza! ¡La judía es inocente: yo seré su campeón!

—Pero has olvidado que no tienes tiempo ni oportunidad de poner en ejecución tan desatinado proyecto. Di a Beaumanoir que renuncias al voto de obediencia, y verás cuánto tarda en ponerte entre cuatro paredes. No habrán acabado de salir las palabras de tu boca, cuando te hallarás a cien pies debajo de tierra, en el calabozo del preceptorio.

—¡Huiré, amigo Malvoisim —dijo Brian de Bois Guilbert—; huiré a países remotos! ¡Ni una gota de sangre de esa hermosa criatura será derramada por mi intervención ni con mi consentimiento!

—No podrás huir —dijo el Preceptor—, porque ya tu conducta ha excitado sospechas, y te será imposible salir del recinto de estas murallas. Haz la prueba: preséntate a la puerta, manda que echen el puente, y verás lo que te responden. Ya veo que esta noticia te sorprende y agravia; pero ¿no es mucho mejor para ti que así sea? ¿Cuáles serían las consecuencias de tu fuga? La deshonra de tus armas, el envilecimiento de tu nombre y de tu familia, la pérdida de tu dignidad. ¿Dónde podrán ocultarse tus compañeros de armas cuando Brian de Bois-Guilbert, la mejor lanza de la Orden, sea proclamado infiel y cobarde en medio del escarnio y de las risas del populacho?

—Malvoisin, te doy las gracias —dijo Brian—; has tocado la cuerda más sensible de mi corazón. ¡Venga lo que viniere, el dictado de cobarde no se agregará jamás al nombre de Bois-Guilbert! ¡Ojalá se presentara al combate el mismo Ricardo o alguno de sus favoritos! ¡Lo peor es que nadie acudirá a defender a esa infeliz; nadie se expondrá a romper una lanza por la inocente abandonada!

—Mejor para ti si así sucede —dijo el Preceptor—. Si Rebeca no tiene campeón, no es culpa tuya, ni se te puede atribuir su muerte, sino al Gran Maestre.

—Si no hay campeón —dijo Bois-Guilbert—, todo el papel que tengo que representar es salir a caballo en medio del palenque; pero sin tener parte alguna en lo que se hará después. Me mantengo en lo dicho: me ha despreciado, me ha rechazado, me ha cubierto de dicterios. ¿Y por qué le he de sacrificar la opinión en que los otros me tienen? Alberto, acudiré al combate; no lo dudes.

Al decir esto salió del aposento, y Malvoisin le siguió para observarle de cerca y confirmarle en sus resoluciones. Interesábase en la suerte de su amigo, no sólo por lo que de él esperaba, sino por la recompensa que aguardaba en virtud de las promesas de Mont-Fichet si contribuía celosamente al proceso de Rebeca.

XXXI

Volvamos a tomar el hilo de las aventuras del caballero de La negra armadura, el cual, habiéndose separado del generoso bandido, se dirigió en derechura a un pobre convento de las inmediaciones, al que había sido trasladado Ivanhoe después de tomado el castillo por el fiel Gurth y el magnánimo Wamba. Es inútil por ahora entrar en pormenores de lo que pasó entre Wilfrido y su libertador: baste decir que después de una larga e interesante conversación el prior de San Botolph despachó mensajeros a diferentes puntos, y que al día siguiente el caballero negro se dispuso a continuar su marcha, sirviéndole el bufón de guía.