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100 Clásicos de la Literatura

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Enseguida fueron llamados los testigos para probar los riesgos que Brian había corrido en el incendio y la toma del castillo por libertar a Rebeca de los tiros y de las llamas; las declaraciones fueron tan exageradas como debía de esperarse de unos hombres groseros e ignorantes, en quienes hace grande impresión todo lo extraordinario, y cuya vanidad se hallaba al mismo tiempo lisonjeada por la satisfacción que daban sus dichos al personaje principal de aquel solemne acto. Pintaron como portentosos los esfuerzos del caballero templario en aquel crítico lance; su celo en defensa de la judía, como digno de los héroes antiguos; su sumisión a todo lo que ella decía, como absolutamente inexplicable en un sujeto de tan elevado carácter y tan altiva índole.

Después fue examinado el preceptor de Templestowe acerca de la entrada de Brian en el preceptorio. Alberto de Malvoisin procuró astutamente justificar a su amigo ocultando todas las circunstancias que podían hacer más odioso su delito; pero en su declaración se echaba de ver que atribuía la fogosa pasión de Bois-Guilbert a un extravío mental que sólo podía proceder de causa sobrenatural y diabólica. Lanzó profundos suspiros y se dio de golpes en los pechos al confesar que había tenido la flaqueza de admitir a la judía en los muros del preceptorio.

—Sírvame de defensa lo que he dicho anteriormente al muy reverendo padre Gran Maestre. ... sabe que, aunque mi conducta fue irregular, mis motivos fueron justos y loables. Con la mayor alegría me someteré a la penitencia que se digne imponerme.

—¡Bien has dicho! —respondió el Gran Maestre—. Tu intención fue buena, puesto que sólo aspirabas a detener a tu hermano en el borde del precipicio; pero tu conducta fue errada, como la del que detiene al caballo desbocado, no por el freno, sino por los estribos; de lo que resulta que él mismo se expone a morir sin conseguir el fin que se proponía. Tres veces a la semana se permite al templario comer carne, pero tú te abstendrás durante los siete días. Seis semanas es el término que señalo a esta penitencia, y quedarás absuelto.

El Preceptor, con aire de hipócrita sumisión, hizo una profunda reverencia y volvió a ocupar su puesto.

—Bueno sería, hermanos —dijo el Gran Maestre— que tomásemos algunos informes acerca de la vida anterior de esta mujer; porque si resulta que es una de las iniciadas en las artes mágicas y sobrenaturales podremos más fácilmente averiguar la causa del descarrío de nuestro hermano.

Herman de Goodalricke era uno de los preceptores que asistían al juicio; los otros eran Conrado, Malvoisin y el mismo Brian de Bois Guilbert. Hermán era un veterano, cuyo rostro estaba notablemente desfigurado por heridas de cimitarra turca, y gozaba de gran preponderancia en la Orden. Se levantó e hizo una gran reverencia al Gran Maestre, el cual le concedió licencia para hablar.

—Quisiera saber, reverendo padre, cómo responde a tan espantosos cargos nuestro valiente hermano Brian de Bois-Guilbert, y bajo qué aspecto consideraba él mismo sus relaciones con esa judía.

—Brian de Bois Guilbert —dijo el Gran Maestre—, ya oyes las preguntas que quiere hacerte este venerable Preceptor, hermano nuestro. Te mando que le respondas.

Brian volvió la cabeza hacia el Gran Maestre, pero sin desplegar los labios.

—¡Brian, habla, yo te conjuro! —dijo el Gran Maestre.

Brian hizo cuanto pudo por contener la indignación y el desprecio que todo aquello le inspiraba.

—No acostumbro a responder a cargos infundados. Si alguien ataca mi honor, sabré defenderlo con mi brazo y con la espada que tantas veces he esgrimido en defensa del Temple.

—Te perdono, hermano Brian —dijo el Gran Maestre—. Esa jactancia, esa vanagloria que ostentas en presencia de tu superior es una nueva tentación del enemigo. Digo que te perdono porque considero que no es Bois-Guilbert quien habla, sino el espíritu maligno que se ha apoderado de su alma.

Inflamarónse de cólera las mejillas de Brian al oír estas expresiones; más no se dignó darles respuesta.

—Y puesto —continuó Beaumanoir— que la pregunta del muy reverendo preceptor ha quedado imperfectamente satisfecha, procedamos adelante, hermanos míos, y con los auxilios de nuestro fundador procuremos descubrir este misterio de iniquidad. Comparezcan a mi vista los que han sido testigos de la vida y de las operaciones de esa mujer.

Al decir esto se notó alguna confusión en el auditorio. El Gran Maestre preguntó la causa, y supo que se hallaba entre los espectadores un hombre que había estado impedido y gafo por espacio de muchos años, a quien la judía había restituido la salud con el uso de un bálsamo milagroso.

El pobre campesino sajón fue presentado al tribunal, y todo su aspecto indicaba el terror que le producía la idea de los grandes castigos que iban a imponerle por haber recibido la salud de manos de una israelita. Conservaba aún grandes reliquias de la parálisis, como se echaba de ver en las dos muletas que le sostenían. Manifestó gran repugnancia a dar su declaración, y no la dio sin verter muchas lágrimas: resultando de ella que dos años antes, hallándose en York trabajando en su oficio de carpintero por cuenta de Isaac, se vio de pronto acometido de una dolencia que le privó del uso de sus miembros; que había permanecido largo tiempo en aquella penosa situación, hasta que Rebeca le aplicó varios remedios; y que el que más había contribuido a su alivio era un bálsamo fortificante, cuyo olor era fuerte y aromático. Además, dijo que Rebeca le había dado una pequeña vasija de aquella preciosa medicina y una pieza de oro para restituirse a su casa paterna, que no distaba de Templestowe.

—Y con permiso de vuestra paternidad —dijo el sajón—, no creo que la doncella tuviera intención de hacerme el menor daño, aunque ha tenido la desgracia de nacer judía.

—¡Silencio, villano y retírate! —dijo el Gran Maestre—. ¡Propio es de brutos irracionales como tú fiarse de brujerías y estar al salario de esos infieles! ¿Tienes ese ungüento de que hablas?

El pobre sajón metió su trémula mano en el bolsillo y sacó de él una cala de plomo en que había grabados algunos caracteres hebreos, lo que, según el voto unánime de la asamblea, era una prueba segura de que el Diablo se había metido a, boticario. Beaumanoir tomó la caja en las manos; y como era muy versado en casi todas las lenguas orientales, leyó con facilidad el epígrafe, que decía: El león de la tribu de Judá ha vencido.

—¿No hay algún médico en la audiencia que pueda descubrir los ingredientes de que se compone esa droga? —preguntó:

Dos personas que se daban el título de médicos comparecieron inmediatamente a este llamamiento del Maestre. El uno era herrador veterinario, y el otro, barbero. Ambos examinaron con mil aspavientos y visajes el bálsamo, y declararon que no conocían los simples de que se había formado, salvo que olía mucho a mirra y alcanfor, los cuales, en su opinión, eran medicinas orientales. Pero animados por el odio común de los físicos ignorantes a todos los que saben más que ellos, indicaron que, puesto que aquella composición no estaba a sus alcances, debía de ser obra de la farmacopea del Averno; añadiendo que aunque no eran nigromantes, poseían todos los ramos del arte que profesaban, en cuanto las leyes se lo permitían. Terminado el informe de estos profundos e imparciales doctores, el sajón pidió que le devolvieran su medicina, que le había producido tan saludables efectos; mas el Gran Maestre le preguntó con un gesto terrible:

—¿Cómo te llamas, villano?

—¡Higg, hijo de Snell! —contestó el de las muletas.

—Higg, hijo de Snell —repuso Beaumanoir—, más vale pasar toda la vida impedido en la cama que aceptar la salud de manos impías; ¡más vale despojar a los infieles de lo que poseen con la fuerza de las armas, que recibir de ellos dones y aun salarios! ¡Anda, y vive prevenido!

—¡Ah! —dijo el sajón—. La lección viene tarde, puesto que soy un hombre inútil; pero dos hermanos míos que sirven al rico rabino Natán Ben Samuel sabrán que vuestra reverencia dice que más vale robarle que servirle fielmente.

—¡Echad fuera a ese bellaco! —dijo Beaumanoir, que no estaba preparado a refutar esta aplicación práctica de sus consejos.

Higg, hijo de Snell, se retiró; pero interesado en la suerte de su bienhechora, se ocultó entre la muchedumbre y aguardó a que se pronunciara la sentencia, a pesar del terror que le inspiraban el gesto furibundo y la voz amenazadora del Gran Maestre.

Tales eran los trámites que se habían seguido en la causa, cuando Beaumanoir mandó a la judía que se descubriese. Abriendo entonces por primera vez los labios respondió sumisamente, pero con dignidad, que las hijas de su pueblo no se descubrían cuando estaban solas en una reunión de extranjeros. La suavidad de su voz excitó en la audiencia un movimiento de interés y de compasión. Pero Beaumanoir que se jactaba de saber comprimir todos los sentimientos naturales opuestos en su entender al cumplimiento de su obligación, repitió con tono severo el mismo mandato. Los guardias iban a arrancar el velo a la judía, y ésta se dirigió al Gran Maestre y le dijo:

—No por el amor de vuestras hijas, porque ya sé que no las tenéis; pero por el amor de vuestra madre y hermanas, y por el honor de su sexo, no permitáis que pongan esos hombres las manos en una pobre doncella indefensa. Os obedeceré —añadió con una expresión de paciencia y de amargura que casi suavizó el corazón del mismo Beaumanoir—. Vosotros sois los ancianos de vuestro pueblo, y, por consiguiente, los defensores del inocente y del oprimido.

Se quitó el velo, y miró a sus jueces con rubor, pero con dignidad. Su extraordinaria belleza excitó un murmullo de admiración; y las miradas que se echaban unos a otros los caballeros jóvenes daban a entender que la justificación de Brian consistía más bien en las gracias de la acusada que en sus sortilegios. Pero Higg, el hijo de Snell, no pudo resistir a la impresión que hizo en él la vista de la que le había restituido la salud.

 

—¡Dejadme salir —decía a los guardias de las puertas—; dejadme salir, que yo he tenido parte en su pérdida, y no puedo fijar los ojos en ella!

—¡Silencio, buen hombre! —exclamó Rebeca al oír estas palabras—. No puedes hacerme daño, puesto que no has dicho más que la verdad, ni salvarme con tus quejas y lamentaciones. Silencio; retírate, y piensa en tu seguridad.

Aún no habían sido oídas las deposiciones de los dos partidarios de Frente de buey a quienes Malvoisin había dado de antemano las instrucciones necesarias. Aunque eran hombres toscos y endurecidos en la vida militar, dieron muestras de vacilar en su propósito cuando vieron la juventud y hermosura de aquella desventurada; pero una seña expresiva del preceptor de Templestowe les hizo volver en sí. Dieron su declaración con una independencia que hubiera sido sospechosa a jueces de otro temple, refiriendo circunstancias comunes y naturales en sí mismas, pero capaces de inspirar dudas y recelos al tribunal y al auditorio, tanto por los exagerados pormenores, como por los siniestros comentarios que les añadían. Los hechos de que dieron cuenta eran indiferentes y comunes, o físicamente imposibles; mas unos y otros tenían que causar grande impresión en una época en que tan profundamente arraigadas estaban la ignorancia y el fanatismo. De los primeros resultaba que Rebeca había murmurado algunas palabras en una lengua extraña y desconocida; que había entonado cantos tan singulares y patéticos, que resonaban de un modo extraordinario en los oídos y agitaban el corazón; que hablaba a solas y alzaba los ojos, como si aguardase respuesta de un sitio elevado; que la forma de su ropaje no era semejante a la que usaban las mujeres en aquel país y aquel tiempo; que en sus sortijas se veían símbolos cabalísticos, y que el bordado de su velo representaba figuras y caracteres desconocidos.

Estas trivialidades tan inocentes y tan sencillas fueron admitidas como pruebas, o a lo menos como graves indicios de las ciencias sobrenaturales que se atribuían a la acusada.

Mas a esto se agregaron testimonios nada equívocos que aunque increíbles, hallaron asenso en el concurso o a lo menos en la mayor parte de las personas que lo componían. Uno de los soldados dijo que la había visto curar a uno de los heridos del castillo de "Frente de buey".

Lo primero que hizo (tal era la relación del testigo) fue trazar algunas figuras con la mano y pronunciar sobre la herida algunas palabras misteriosas que nadie pudo entender: al instante se desprendió la flecha por sí sola, se estancó la sangre, se cerró la herida, y el paciente, que poco antes se hallaba en el artículo de la muerte, echó a andar por las murallas, ayudo al testigo a manejar una máquina que servía para arrojar piedras a los sitiadores.

Esta historia se fundaba, probablemente, en la asistencia que Rebeca había dado a Ivanhoe durante la estancia de este en el castillo de "Frente de buey". La deposición de aquel hombre era tan absolutamente irrebatible, cuanto que para darle mayor apoyo saco y presento al tribunal y al auditorio la misma flecha que tan milagrosamente se había desprendido del cuerpo del soldado. Pesaba una onza, y por tanto nadie pudo dudar de tan maravilloso suceso. Su compañero había visto desde una tronera inmediata la escena entre el templario y Rebeca cuando esta iba a precipitarse de lo alto de la torre. Para no quedarse atrás en punto a ponderación, el testigo refirió que la judía se lanzó en efecto del parapeto de la torre y tomando la forma de un cisne blanquísimo voló tres veces alrededor del castillo, después de lo cual apareció de nuevo sobre el parapeto en su forma natural.

Menos de la mitad de esta portentosa relación hubiera bastado para condenar a una vieja pobre y fea, aunque no hubiera sido judía. Pero esta última circunstancia unida a tan formidable testimonio, debía de ser fatal a Rebeca; y lo fue, en efecto, a pesar de su exquisita belleza y de su juventud.

El Gran Maestre recogió los votos de los preceptores y caballeros, y pregunto a Rebeca con voz pausada y majestuosa si tenía algo que alegar contra la sentencia que iba a imponerle.

—Tan solo implorar vuestra compasión —dijo la amable judía, trémula y conmovida—; aunque creo que es débil argumento, y no dudo que será infructuoso. Tampoco me servirá probar que la cura de los enfermos y heridos de otra nación no puede ser desagradable a los ojos del Padre Universal. No me cansare en demostrar que muchos de los hechos que esos hombres (¡Dios los perdone!) han relatado son enteramente imposibles y absurdos, y digo que no rebatiré esta acusación, porque veo que le habéis dado entero crédito. ¿De qué me serviría decir que mi traje, mi idioma y mis usos son los de todo mi pueblo? Quisiera decir de mi patria; pero no hay patria para mí ni para mis desgraciados compañeros. No me justificare a expensas de mi opresor, que está oyendo todas esas patrañas y ficciones en actitud más propia de victima que de tirano. Dios juzgara entre Brian y Rebeca. Lo que si aseguro es que antes sufriría mil muertes, las más horrorosas que podáis imaginar, que dar oídos a las solicitaciones de ese hombre perverso; solicitaciones dirigidas a una mujer abandonada de todo el mundo, cautiva suya y privada de toda defensa. Pero es vuestro compañero, y una sola palabra que pronuncie pesa más en la balanza de vuestra justicia que las protestas más solemnes de una desventurada judía. Estoy lejos de querer acusarle de los delitos que se me imputan; pero apelare a su honor y a su conciencia. Di, Brian de Bois.

—Guilbert: ¿ no son falsas esas acusaciones? ¿No son tan quiméricas y calumniosas como terribles y fatales?

A estas palabras de la judía siguió un silencio universal y profundo. Todas las miradas se fijaron en Bois-Guilbert, el cual permaneció inmóvil y callado.

—Habla —continuo la judía—: si eres cristiano, si eres hombre, habla. Te lo ruego por el hábito que vistes, por el nombre que has heredado, por la Orden de Caballería que has recibido, por el honor de tu madre, por la tumba en que reposan los huesos de tu padre. Di si son falsas o verdaderas esas acusaciones.

—Respóndele, hermano—exclamo el Gran Maestre—, si te lo permite el enemigo que te domina.

En efecto; Bois-Guilbert estaba agitadísimo y trémulo a impulso de las pasiones que lidiaban en su corazón. Solo pudo pronunciar, mirando a Rebeca y con voz ahogada:

—¡Papel!, el papel!

—¿Lo veis? —dijo Beaumanoir—. Ese papel de que había es, sin duda, el pacto diabólico en virtud del cual está condenado al silencio.

Pero Rebeca interpreto de otra manera la exclamación que el Gran Maestre había arrancado a su opresor, y aprovechándose de la atención con que todo el concurso le miraba, echo la vista sobre el papel que le habían entregado de un modo tan misterioso y leyó estas palabras escritas en lengua arábiga: Pide un campeón. Mientras todos los espectadores se ocupaban en comentar de diversos modos la extraña cuanto inesperada respuesta del templario, Rebeca hizo mil pedazos el papel, sin que nadie te observara. Cuando ceso el rumor ocasionado por aquel incidente, el Gran Maestre volvió a tomar la palabra.

—Rebeca, de ningún provecho te sirve el testimonio de este caballero, puesto que esta poseído por el espíritu de las tinieblas. ¿Tienes algo más que decir?

—Sólo puede quedarme una esperanza de vida —dijo la judía—, y lo que voy a proponer es conforme a vuestras leyes y a vuestros usos. Mi vida ha sido miserable, sobre todo la última parte de ella; pero yo debo conservar en cuanto mesa posible el don de mi Creador, y aprovecharme de todos los medios de defensa que su bondad me facilita. Niego los cargos que se me hacen, sostengo mi inocencia, declaro falsa y calumniosa la acusación; pero pido y reclamo el privilegio de juicio de Dios, y compareceré en él por medio de un campeón.

—¿Y quién —objetó Beaumanoir— enristrará la lanza en defensa de una judía?

—Dios me suscitará defensor —replicó Rebeca—. En la noble Inglaterra, en esta tierra libre, generosa y benéfica donde hay tantos que exponen la vida por el honor, no faltará quien quiera exponerla por la justicia. Basta por ahora que yo reclame al derecho que no puede serme negado: aquí está tú prenda.

Al decir esto tomó un guante, y lo arrojó delante del Gran Maestre con un ademán sencillo y majestuoso que excitó generalmente la admiración y la sorpresa.

La conducta de Rebeca durante el proceso interesó viva. mente a todos los que lo habían presenciado, y hasta al mismo Lucas de Beaumanoir. Su índole no era naturalmente cruel ni severa; pero con pasiones frías y con una idea exaltada de sus deberes, su corazón se había endurecido lentamente a fuerza de combates y del hábito de ejercer un poder sin límites. Ablandóse notablemente la aspereza de su fisonomía al considerar aquella hermosa criatura, sola, desamparada, y que, sin embargo, se había defendido con tanto valor y firmeza. Dos veces se levantó como para preservarse de aquellos impulsos de ternura tan impropios de un corazón que en semejantes circunstancias solía revestirse de la dureza de la roca.

—Mujer —dijo—, grande es tu desacato si la compasión que me inspiras es efecto de las artes que ejerces. Pero más bien quiero atribuirlo al sentimiento natural que debe producir la consideración de que sea vaso de perdición una persona tan favorecida por el Hacedor Supremo. Arrepiéntete, hija mía, confiesa el delito que has cometido de pacto diabólico y nigromancia, abandona los errores de tu secta, abraza este santo emblema que tengo en las manos, y serás feliz ahora y siempre. En el asilo de algún claustro religioso podrás consagrarse a la oración y a la penitencia, al arrepentimiento y a la ciencia del verdadero Dios. Sigue mis consejos y vivirás. ¿Qué razón tienes para morir por la ley de Moisés?

—Es la ley de mis padres—observó Rebeca—; fue dada del monte Sinaí entre truenos y relámpagos, entre fuego y nubes.

—Venga el capellán del preceptorio—ordenó Beaumanoir—, y haga ver a esa obstinada infiel...

—Perdonad que os interrumpa —insinuó Rebeca— Yo no argüir por mi religión; pero puedo morir por ella. Respondedme a la demanda que he hecho de un campeón.

—¡Dadme el guante de esa mujer! —dijo Beaumanoir—. Prenda es ésta —añadió, considerando la delicadeza de su tejido y la pequeñez de la forma—, prenda es ésta demasiado leve para negocio de tanta gravedad. Rebeca, tu causa, comparada con la de nuestra Orden que es la que tú desafías, es como este guante frágil y delicado comparado con nuestros guanteletes de acero, que tan poderosas armas empuñan y a ratitos valientes enemigos confunden y aterran.

—Pon mi inocencia en la balanza —replicó Rebeca—, y el guante de seda pesará más que todos los guanteletes de un ejército entero.

—¿Con que persistes en negar tu culpa y en pedir el juicio por combate?

—Persisto, noble señor —respondió Rebeca.

—Hágase, pues, en nombre de Dios —mandó el Gran Maestre—, y declárese su justicia en favor de la razón y de la verdad.

—¡Así sea! —respondieron los preceptores.

—¡Así sea! —respondieron todos los oyentes.

—Hermanos —dijo Beaumanoir—, bien os consta que hubiéramos podido negar a esa mujer el privilegio que demanda; pero aunque incrédula judía, es extranjera y está indefensa. No permita Dios que yo la prive de la benéfica protección de nuestras leyes. Además, que somos caballeros y soldados, a la par que eclesiásticos y religiosos, y sería denuesto de nuestra fama rehusar el combate que se nos ofrece. Ahora se presenta una cuestión que debo someter a vuestro juicio. Rebeca, hija de Isaac de York, en virtud de muchas circunstancias sospechosas parece culpable ante vuestros ojos por haber ejercitado artes ilícitas y diabólicas en la persona de un noble caballero de nuestra Orden; se ofrece a probar su inocencia por medio del combate, cono nuestras leyes se lo permiten. ¿A quién deberemos entregar, según vuestra opinión, la prenda de batalla? ¿Quién será el campeón de la Orden de los templarios en este duelo?

—Este cargo —observó el preceptor de Goodalricke— atañe de derecho a Brian de Bois-Guilbert. Además, que él es el único que puede saber la verdad en esta materia.

—¿Y si nuestro hermano Bois-Guilbert —repuso el Gran Maestre— se halla sometido al influjo maligno de sus sortilegios? Digo esto por vía de precaución; porque si no fuera por tan extraordinaria ocurrencia, a nadie podría confiarse tan dignamente la defensa de nuestra Orden como a ese valiente y acreditado hermano no hay pacto, ni ensalmo, ni brujería que baste a encadenar el brazo de un guerrero que pelea en el juicio de Dios. La prueba del combate, como todas las que se ejecutan en semejantes casos, no es más que el medio de conocer la sentencia de la Sabiduría Divina, en materias contenciosas que la débil razón del hombre no es parte a decidir; y la Sabiduría Divina no depende de las diabluras de una mujer supersticiosa.

 

—Tienes razón —contestó Lucas de Beaumanoir—. Alberto de Malvoisin, entrega la prenda del reto a Brian de Bois-Guilbert. —Y dirigiendo la palabra a éste—: Hermano —agregó— en virtud de la autoridad que ejerzo, aunque indignamente, en nuestra Orden, os mando tomar las armas en este duelo, recomendándoos que peleéis con valor y confianza, y no dudéis que con el favor de Dios triunfará la buena causa. Y tú, Rebeca, ten entendido que el duelo se verificará dentro de tres días, y para entonces debe estar apercibido tu campeón.

—Es harto breve ese término —objetó Rebeca— para que una extranjera pueda encontrar un guerrero de religión contraria a la suya que quiera exponer vida y honor en su defensa.

—No podemos ampliarlo dijo el Gran Maestre el duelo ha de verificarse en nuestra presencia, y negocios de la mayor importancia nos obligan a salir de aquí dentro de pocos días.

—¡Hágase la voluntad de Dios! —respondió la judía—. Mi confianza está en Él, pues lo mismo salva en siglos que en instantes.

—Bien has dicho mujer —continuó el Gran Maestre Quédanos por designar el sitio del combate y quizás de la ejecución. ¿Dónde está el preceptor de esta casa?

Alberto de Malvoisin, que aún tenía en las manos el guante de Rebeca, estaba a la sazón hablando con calor y en voz baja con Brian de Bois-Guilbert.

—¡Qué! —preguntó Lucas de Beaumanoir—. ¿No quiere aceptar la prenda del reto?

—La acepta, reverendo padre —dijo Malvoisin ocultando el guante en la túnica—; y por lo que hace al sitio del combate, paréceme que podría disponerse el campo de San Jorge que pertenece a este preceptorio, y sirve comúnmente para los ejercicios militares de sus individuos.

—Está bien —contestó el Gran Maestre—. Rebeca, allí deberá presentarse tu campeón. Si así no lo efectúa, o si el que se presente en tu nombre es vencido en el juicio de Dios, morirás de muerte conforme a tu sentencia. Regístrese nuestro fallo, y léase en alta voz para que nadie pueda alegar ignorancia.

Uno de los que hacían las funciones de secretario del Capítulo escribió La sentencia en un grueso volumen que contenía las actas de las reuniones solemnes de los caballeros templarios del preceptorio de Templestowe. Terminada esta operación, el otro secretario leyó en público la sentencia, que, traducida fielmente de la lengua normando-francesa, dice así: "La judía Rebeca, hija de Isaac de York, es acusada de sortilegios, seducción y otras artes criminales y perversas, ejecutadas con un caballero de la Orden del Temple; y niega los cargos hechos en la causa, y dice que las deposiciones de los testigos que le acusan son falsas y calumniosas, y que no siéndole posible presentarse en persona al combate que reclama, mediante el privilegio del juicio de Dios, comparecerá en su nombre y defensa un caballero campeón, el cual peleará bien y lealmente, según las reglas de la Caballería, con armas legales y permitidas y a su costa y riesgo. Y, por tanto, ha dado la prenda correspondiente, la cual ha sido entregada al noble señor y caballero Brian de Bois-Guilbert, de la orden del Temple, nombrado para este duelo por superior autoridad caballero campeón en defensa de la dicha Orden, y de su misma persona, como ofendida y agraviada por las malas artes de la apelante. En vista de todo lo cual, el muy reverendo padre y poderoso señor Lucas, Marqués de Beaumanoir, concede a la apelante el privilegio del combate en Juicio de Dios, que reclama, y la facultad de comparecer en él por medio de un campeón; y señala para este acto el día tercero después de la fecha, y el cercado llamado de San Jorge, lindero con los muros de este preceptorio de Templestowe. Y el dicho Gran Maestre manda y requiere que la apelante comparezca por medio de campeón, so pena de ser condenada a la muerte que merece como convicta de sortilegio y nigromancia, y también al demandado que comparezca por sí mismo, so pena de ser tenido por malsín cobarde y mal caballero; y el Noble Señor y muy Reverendo Padre manda que el combate se verifique en su presencia y en los términos legales y acostumbrados en semejantes ocasiones. Dios ayude y proteja la buena causa.»

—Amén —dijo el Gran Maestre y repitió el concurso.

Rebeca no desplegó los labios: alzó los ojos al cielo, cruzó los brazos y en esta actitud se mantuvo algunos minutos. Después pidió con gran modestia al Gran Maestre que se le permitiera escribir a sus amigos a fin de enterarles de lo que pasaba, y de que le proporcionasen algún campeón, según los términos de la sentencia.

El Gran Maestre, no pudiendo negarse a petición tan justa y tan legal. le permitió nombrar un mensajero, el cual podría entrar y salir de la prisión hasta el día del combate.

—¿Hay alguna persona en este concurso —preguntó Rebeca— que en bien de la buena causa, o por el precio que pida, quiera encargarse de llevar una carta?

Nadie respondió a esta pregunta, porque cada cual temía que el Gran Maestre le sospechase de judaísmo si manifestaba el menor interés en defensa de la acusada. Ni aun la esperanza de una buena recompensa pudo disipar este temor.

Después de haber aguardado con ansiosa inquietud que alguien se ofreciese a servirla, Rebeca exclamó:

—¿Será posible? ¿No habrá en esta tierra de nobleza y generosidad quien se interese en la suerte de una doncella ¡nocente y perseguida? ¿Se me negará lo que se concede al peor de los criminales?

Higg, hijo de Snell, alzó entonces la voz.

—Estoy privado —dijo— del libre uso de mis miembros; pero a ella debo la salud, poca o mucha, de que gozo. Yo llevaré la carta —continuó, dirigiéndose a Rebeca—, y haré cuanto puede hacer un cojo. ¡Ojalá tuviera alas para reparar el daño ocasionado con mi lengua! ¡Lejos estaba yo de creer que cuando hablaba de su caridad estaba preparando su ruina!

—Dios —respondió Rebeca— es el que dispone de nuestra suerte. Él puede redimir mi cautividad por los medios más humildes; y para llevar este mensaje tan bueno es el caracol corno el águila. Busca a Isaac de York, y aquí tienes para hombres y caballos. Entrégale este billete. Yo no sé si me inspira el espíritu de Dios, pero confío en no morir de resultas de esta causa, y que no faltará quien tome a su cargo mi defensa, ¡Adiós; de ti depende mi muerte o mi vida!

El sajón tomó el billete que contenía algunas líneas para el hebreo. Muchos de los presentes quisieron disuadirle de su propósito; pero el hijo de Snell estaba resuelto a servir a su bienhechora. Le había dado la salud del cuerpo, y el buen hombre quería servir de instrumento para salvarla.

—Mi vecino Buthan —decía— me prestará su yegua, y estaré en York en menos que canta un gallo.

Más no tuvo necesidad de ir tan lejos, porque a un cuarto de milla del preceptorio de Templestowe encontró dos hombres a caballo, que conoció ser de la nación hebrea, por su traje y por sus gorras amarillas. Se acercó a ellos, y distinguió a su antiguo amo Isaac de York. El otro era el rabino Ben Samuel. Los dos se encaminaban al preceptorio, por tener ya noticia de que el Gran Maestre había convocado el Capítulo para la causa de una judía.