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100 Clásicos de la Literatura

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—¡En qué tiempos estamos, Conrado! —dijo el Maestre—. ¡Un prior de la Orden del Cister escribe a un soldado del Temple, y no encuentra mensajero más a propósito que un perro judío! ¡Dame esa carta!

Isaac desató temblando la cubierta del gorro armenio que usaba, en la cual, para mayor seguridad, había guardado la carta del Prior; y ya iba a acercarse al Maestre extendiendo el brazo y encorvando el cuerpo a fin de abreviarlo menos posible la distancia respetuosa en que se había colocado.

—¡Atrás, impío! —exclamó el Gran Maestre—. ¡Yo no loco a la gente de tu casta si no es con la punta de mi acero! ¡Conrado, toma ese papel y entrégamelo!

Beaumanoir examinó el sobrescrito, y empezó a desatar el hilo que lo aseguraba.

—Reverendo padre —dijo Conrado interrumpiéndole, aunque con ademán respetuoso—, ¿vais a romper el sello?

—¿Y por qué no? —dijo Beaumanoir—. ¿No está escrito en el capítulo cuarenta y dos De lectione literarum que ningún templario puede recibir cartas, aunque sea de su padre, sin permiso del Gran Maestre, ni leerlas sino en su presencia?

Beaumanoir leyó precipitadamente la carta de Aymer con grandes gestos de horror y de sorpresa; volvió a leerla más despacio, se la entregó a Conrado con una mano y dándole una palmada en el hombro con la otra.

—¡He aquí —le dijo— una correspondencia digna de dos cristianos! ¿Cuándo —añadió con voz pausada y alzando los ojos al Cielo—, cuándo vendrás con el bieldo a limpiar esta era de mies corrompida?

Mont-Fichet tomó la carta, e iba a leerla en voz baja.

—Léala en alto —dijo el Gran Maestre—; y tú, judío, escucha atentamente, que es cosa que te atañe.

Conrado leyó lo siguiente:

"Aymer, por la gracia de Dios prior de la casa cisterciense de Santa María de Jorvaulx, a sir Brian de Bois-Guilbert, caballero de la santa Orden del Temple. Salud: sabed, carísimo hermano, que nuestra presente condición no es de las más agradables, puesto que nos hallamos en manos de ciertos desalmados bandidos que han detenido nuestra persona y nos exigen rescate; y en esta situación hemos tenido noticia de la desgracia de Frente de buey y de vuestro escape con la judía. Nos hemos alegrado sinceramente de saber que estáis libres de todo peligro. Sin embargo, por lo que respecta a la hebrea, corren voces de que vuestro Gran Maestre viene de Normandía con el designio de ajustaros las cuentas; por tanto, habiéndome rogado el rico judío su padre Isaac de York que interceda en su favor, no he tenido inconveniente en hacerlo, aconsejándoos que se la restituyáis mediante un buen rescate, con el cual bien podréis proporcionaros cincuenta muchachas a menos riesgo, tocándome, como espero, una parte en vuestra primera francachela.

"Hasta que nos veamos, en mejores circunstancias que las presentes. Dado en esta caverna de ladrones, después de la madrugada. —Aviner, Pr. S.M. Jorvaulciense."

«Postscriptum—. Vuestra cadena de oro ha caído en manos de esta gente: ahora mismo estoy viéndola al cuello de un forajido, el cual con el precioso pito guarnecido de perlas se divierte en llamar a sus lebreles.»

—¿Qué dices a esto, Conrado? —dijo el Gran Maestre—. ¡Caverna de ladrones! ¡Qué mansión tan diga de un religioso! ¡No es extraño que la mano de Dios nos oprima ni que perdamos la Tierra Santa a palmos por el alfanje del agareno! ¿Y qué quiere decir esto de la judía?

Conrado conocía algo mejor que su superior aquel lenguaje; así que pudo explicarle el pasaje que tan oscuro le parecía, diciendo que eran alusiones a negocios de amor.

—Hay más en esto que lo que tú piensas, Conrado. Tu sencillez no alcanza a penetrar en este abismo de iniquidades. Esta Rebeca de York es discípula de la famosa Miriam, que tanto ruido ha hecho en el mundo: verás cómo el mismo judío lo confiesa—. Y volviéndose a Isaac—: ¿Conque tu hija— le preguntó— es prisionera de Brian de Bois-Guilbert?

—Sí, reverendo y valeroso señor —respondió Isaac—; y todo lo que puedo pagar con mi nobleza por su rescate.

—¡Basta! —dijo el Maestre—. Creo que esa hija tuya entiende algo de medicina.

—Sí, ilustre señor: caballeros y campesinos, escuderos y vasallos bendicen el don con que los Cielos se han dignado favorecerla. Muchos hay en estas cercanías que han recobrado la salud de sus manos, después de haberlos abandonado los médicos; pero Rebeca ha recibido la bendición de Jacob.

Beaumanoir se volvió a Mont-Fichet, y le dijo:

—Mira, hermano, los engaños del enemigo: observa cómo alucina y pierde a los hombres ofreciéndoles un breve espacio de vida en la Tierra y privándoles de la eterna ventura celestial. ¡Bien dice nuestra santa regla: acometamos al león, destruyamos al que todo lo destruye!

Y diciendo estas palabras blandía el báculo, símbolo de su dignidad, como si tuviese delante a un enemigo y fuese a batallar con él.

—Tu hija —añadió— hace sin duda esas curas prodigiosas por medio de palabras y ensalmos y otras prácticas cabalísticas.

—No, reverendo y bravo caballero —dijo Isaac—. Lo que más comúnmente emplea es un bálsamo de raras virtudes, cuyo secreto posee.

—¿Quién le descubrió ese secreto?

—Miriam, sabia matrona de nuestra tribu.

—¡Ah, falso judío! —exclamó el Gran Maestre—. ¿Miriam, la hechicera abominable, cuyos sortilegios llenaron el mundo de horror y escándalo? Pues bien; esa perversa murió en una hoguera, y sus cenizas fueron esparcidas a los vientos. ¡Quiera Dios que suceda lo mismo a la Orden de los templarios si la discípula no experimenta la suerte de la maestra! ¡Yo le enseñaré a usar encantos con los soldados del Temple! ¡Damián, echa a ese judío por la puerta de la fortaleza, y déjale muerto si vuelve o si hace la menor resistencia! Con su hija tomaremos las medidas que corresponden a nuestra dignidad.

El pobre Isaac fue arrojado del preceptorio: sus ofertas, sus súplicas fueron infructuosas. Volvió a casa del rabino a consultar con él sobre el partido que debía abrazar en tan terrible apuro. Hasta entonces sólo le había inspirado recelo el honor de Rebeca; mas ya se trataba de su vida. El Gran Maestre mandó llamar al preceptor de Templestowe.

Alberto Malvoisin, presidente, o según el lenguaje técnico de la Orden de los templarios, preceptor de la casa de Templestown, era hermano de Felipe de Malvoisin, de quien ya se ha hecho mención en esta historia, y, como aquél, barón, amigo íntimo y aliado de Brian de Bois-Guilbert.

Alberto sobresalía entre los hombres disolutos y perversos de aquella época; pero se diferenciaba de Brian en que sabía echar a sus vicios y a su ambición el velo de la hipocresía. Si no hubiera sido tan repentina la llegada del Gran Maestre, nada hubiera notado en Templestowe que no fuera conforme a la severidad primitiva del instituto; y aun a pesar del descubierto en que se halló a los ojos del rigurosísimo Beaumanoir, oyó con tanto respeto y contrición sus amonestaciones y se dio tanta prisa en reformar los desórdenes que dominaban en el preceptorio introduciendo las exterioridades del orden donde acababa de reinar el desarreglo, que Lucas de Beaumanoir empezó a mejorar la mala opinión que de él había formado al principio, y a creer que era hombre de sana moral y de buenos y nobles sentimientos.

Pero estas favorables ideas se disiparon en gran parte cuando el Gran Maestre llegó a entender que Alberto había hospedado en el preceptorio a una cautiva hebrea, la cual según todas las apariencias, había sido arrebatada de los brazos de su padre; así que cuando el Preceptor compareció ante el Gran Maestre, lo primero que éste hizo fue lanzarle una terrible mirada.

—En esta casa, dedicada a los altos fines de la Orden de los caballeros del Temple —dijo con tono severo Lucas de Beaumanoir,—se halla a la hora presente una mujer judía traída a su respetable recinto por uno de nuestros hermanos, y con vuestro consentimiento, señor preceptor.

Alberto quedó inmóvil y aterrado, porque la infeliz Rebeca había sido alojada en un ala secreta y remota del edificio y se habían tomado además todas las precauciones necesarias para apartarla de las miradas de los curiosos. Leyó en los ojos del Gran Maestre la ruina de Bois-Guilbert y la suya propia si no conseguía alejar la tempestad que los amenazaba.

—¿Por qué callas? —dijo Beaumanoir.

—¿Me es lícito justificarme? —preguntó el Preceptor con hipócrita humildad, aunque con el solo objeto de ganar tiempo, a fin de imaginar alguna respuesta que pudiese dar el colorido de la prudencia y de la regularidad a su conducta.

—Licencia tienes: habla —dijo el Gran Maestre—. Habla, y dime si tienes noticia de nuestro instituto.

—Seguramente, reverendo padre —respondió el Preceptor—. No he subido al alto puesto que ocupo en la Orden sin estar penetrado de tan importantes preceptos.

—Pues ¿cómo has permitido que profane y contamine estos sagrados muros una mujer, y mucho más siendo judía y hechicera?

—¿Una judía hechicera? —exclamó Alberto de Malvoisin—. ¡Dios nos libre!

—Sí, hermano; una judía hechicera. ¿Te atreves a negar que esa Rebeca es hija del usurero Isaac de York y discípula de la perversa y maldita Miriam?

—Vuestra sabiduría, reverendo padre —dijo el Preceptor —ha disipado las tinieblas de mi entendimiento. Extraño es, en efecto, que Bois-Guilbert esté tan prendado de la hermosura de esa mujer; mas no es extraño que yo haya procurado poner estorbos insuperables a esa pasión. Con este objeto la he recibido en esta casa; pues mi intención era evitar que hubiese el menor trato entre ellos dando a nuestro hermano el tiempo de volver en sí y de considerar el abismo en que iba a precipitarse.

—¿Ha pasado algo entre ellos —dijo el Gran Maestre— contrario a los votos que profesamos?

 

—¡Qué! ¿Bajo los techos del preceptorio? —exclamó Malvoisin—. ¡Dios nos ampare y defienda! No, reverendo padre: si he faltado en abrir las puertas a esa mujer, ha sido para evitar mayores males. La pasión de Bois-Guilbert me ha parecido efecto de locura más bien que de perversidad, y he creído que podría curarse más eficazmente por medio de la blandura que con reconvenciones y castigos. Mas puesto que tu sabiduría ha descubierto que la hebrea está iniciada en las artes diabólicas quizás deberemos atribuir a su influjo la desventura de nuestro hermano.

—¡No hay duda, no hay duda! —dijo Beaumanoi—. Observa, Conrado, cuán peligroso es ceder a los primeros halagos del enemigo. Nos complacemos en mirar a una mujer para satisfacer una vana curiosidad y para deleitarnos en esa flor engañosa que se llama hermosura: de esta criminal flaqueza se vale Satanás para completar con sus artes infernales la perdición que tuvo origen en la indiscreción y en la ociosidad. Puede ser que nuestro hermano merezca más compasión que castigo, y el apoyo del báculo más bien que el golpe de la vara. ¡Quiera Dios que podamos restituirle al seno de sus hermanos y al conocimiento de la verdad!

—Fuera lástima, por cierto —dijo Conrado Mont-Fichet— que la Orden perdiera una de sus mejores lanzas cuando más necesita el apoyo de todos sus hijos. Trescientos sarracenos han perecido a manos de Brian de Bois-Guilbert.

—Tienes razón —dijo el Gran Maestre—; procuremos deshacer el encanto de que es víctima ese desgraciado. El favor del Cielo romperá los lazos de esta Dalila, como Sansón rompió las cuerdas con que le habían atado los filisteos, y Brian quedará libre de sus cadenas, y volverá a verter a raudales la sangre de los infieles. Mas por lo que hace a esa maga aborrecible que se ha atrevido a ejercer sus hechizos con un soldado del Temple, la impía morirá.

—¿Y las leyes de Inglaterra? —dijo Malvoisin, el cual, aunque miraba con placer que la cólera de su superior hubiera tomado una dirección diferente de la que él temía, procuraba moderarla a fin de que no llegara al extremo.

—Las leyes de Inglaterra —dijo el Gran Maestre— permiten y mandan a cada uno juzgar y ejecutar justicia en los límites de su jurisdicción. El barón menos ilustre puede prender, sentenciar y condenar a una hechicera que ha delinquido en sus dominios. ¿Y no tendrá la misma facultad el Gran Maestre de los templarios en los muros de un preceptorio? ¡Sí: la juzgaremos, y pronunciaremos sentencia! La hechicera pagará con la vida, y el descarrío de Brian será perdonado. Dispón la sala del castillo para el juicio. Alberto Malvoisin hizo una reverencia y se retiró, no a dar las disposiciones que el Gran Maestre le había mandado, sino a buscar a Bois-Guilbert y a darle cuenta de todo lo que pasaba. No tardó en encontrarle pateando de rabia de resultas de los nuevos desaires que le había hecho La judía.

—¡Ingrata! —decía—. ¡Perversa, a quien en medio de las llamas y de la sangre salvé la vida arriesgando la mía propia!¡Te juro que por arrancarla de aquel peligro me detuve en el castillo de Frente de buey hasta que ya crujían las vigas sobre mi cabeza! Fui blanco de cien flechas, que golpeaban sobre mi armadura como el granizo en un techo de plomo, y sólo me serví de mi escudo para protegerla. Esto he hecho por ella; ¡y ahora la infame me maldice porque no la dejé perecer en el incendio! ¡Y no sólo no quiere darme la más pequeña señal de agradecimiento, si no ni aun la más remota esperanza de que llegue el día en que me trate con menos crueldad! ¡El Diablo se ha apoderado de su persona!

—¡El Diablo —dijo el Preceptor— se ha apoderado, según estoy viendo, de su persona y de la tuya! ¿Cuántas veces te he recomendado la precaución, ya que es inútil predicarte cautela? ¡Por las órdenes que tengo, creo que Lucas de Beaumanoir tiene razón cuando dice que esa doncella te ha trastornado con maleficios!

—¿Lucas de Beaumanoir? —dijo Brian de Boi-Guilbert—. ¿Esas son tus precauciones, Malvoisin? ¿Has permitido que ese hombre sepa que Rebeca está en el preceptorio?

—¿He podido estorbarlo acaso? —dijo Malvoisin—. Nada he omitido para que ese secreto quede entre los dos; pero nos han vendido, y sólo puede haber sido el Diablo. Sin embargo, no te azores: la cosa está mejor de lo que yo temí al principio, y tú no tienes nada que temer si renuncias a tu proyecto. Eres digno de piedad, según dice Beaumanoir; te han hechizado. Rebeca es nigromante, y como tal, debe morir.

—¡No morirá! —exclamó Bois-Guilbert-

—Ni tú ni yo podemos salvarla. Lucas ha jurado la muerte de la israelita y tú no ignoras sus deseos y su poder de ejecutar su intento.

—¿Creerán los siglos futuros que haya podido existir en el nuestro tan estúpida crueldad? —decía Brian de Bois-Guilbert paseándose agitadamente por la pieza.

—Crean —dijo el Preceptor— lo que les dé la gana; lo que yo creo es que en el siglo en que vivimos, de los ciento, los noventa y nueve responderán amén a la sentencia del Gran Maestre.

—¡No importa! —dijo Brian—. Alberto, tú eres mi amigo: deja escapar a la hermosa Rebeca, y yo la haré llevar a un sitio secreto y seguro.

—Aunque quisiera, no puedo —dijo el Preceptor—: la casa está llena de criados y asistentes del Gran Maestre y de templarios que están a su devoción. Si quieres que sea franco contigo, aunque supiera salir bien con la empresa no me atrevería a engolfarme en tantas honduras. ¡Harto me he comprometido por darte gusto! No estoy de humor de tener a cuestas una sentencia de degradación, ni de perder el preceptorio por los ojos negros de una judía. Si quieres guiarte por mi consejo, echa el halcón a otra parte. Piénsalo bien, Brian: tu dignidad actual, tu engrandecimiento futuro, todo depende de la opinión que goces en la Orden. Si te obstinas en retener a Rebeca, das ocasión a Beaumanoir para que te eche del Temple; y es hombre que no sabrá desperdiciarla. Tiene sobrado apego al báculo que su trémula mano empuña, y ya ha sospechado que aquel es el término de tus miras. Te arruinará cuando le ofrezcas el menor pretexto, y no es friolera esto, de proteger a una judía; ítem más, hechicera. Cédele en este asunto, puesto que no te queda otro arbitrio.

—Malvoisin —dijo Bois Guilbert—, alabo tu serenidad.

—Brian —respondió el Preceptor—, un amigo sereno y de sangre fría es el único que puede darte consejos saludables. No te canses en dar coces contra el aguijón: por más que hagas, no puedes salvar a Rebeca. Más te digo: te expones a perecer con ella. Échate a los pies del Gran Maestre...

—¡Echarme a sus pies! —exclamó con ojos iracundos el altivo e indómito templario—. ¡No, Alberto! ¡Iré a verle, y le diré en sus barbas...!

—Pues bien —continuó Malvoisin—; dile en sus barbas que estás loco de amor por la judía, y verás la prisa que se da en despacharla. Y tú, cogido con las manos en la masa, en un delito contrario a nuestro instituto, no puedes contar con el socorro de tus hermanos: abandonando todas las quimeras de poder y de ambición tendrás que alistarte como un lancero mercenario y tomar parte en las revueltas de Flandes y Borgoña.

—¡Dices bien, Malvoisin! —respondió Brian después de haber reflexionado algunos momentos—. No quiero que Beaumanoir se ría de mí; y por lo que hace a Rebeca, la tengo por indigna de que yo exponga mi vida: y mi honor en bien suyo. Debo abandonarla y dejarla seguir su suerte.

—No te arrepentirás de esa resolución. Las mujeres son juguetes que nos divierten en los ratos perdidos: el negocio principal de la vida es la ambición. ¡Perezcan mil veces todas Las hermosas antes que tú vuelvas el pie atrás en la brillante carrera que has emprendido! Adiós, que no conviene prolongar esta conversación. Voy a preparar todo lo necesario para el juicio.

—¡Qué! ¿Tan pronto? —dijo Bois-Guilbert.

—Sí —respondió el Preceptor—; el juicio va deprisa, y ya está pronunciada la sentencia de antemano.

—¡Rebeca! —dijo Bois-Guilbert cuando quedó solo—. ¡Qué cara me cuestas! ¿Por qué no me es dado abandonarte a tu suerte, como este frío hipócrita me aconseja? Haré un esfuerzo por salvarte; pero, ¡ay de ti si continúas ingrata a mis beneficios! ¡Mi venganza será entonces igual a y mi amor! ¡Bois-Guilbert no arriesga el honor y la vida para tener en galardón injurias y desprecios!

Apenas hubo dado el Preceptor las órdenes necesarias, cuando Conrado Mont-Fichet fue a notificarle que el Gran Maestre había decidido proceder al juicio sin pérdida de tiempo.

—¿Qué delirios son éstos? —dijo Alberto de Malvoisin—. Toda Europa está llena de físicos hebreos; y por cierto que nadie atribuye sus curas portentosas al arte mágico ni a los sortilegios.

—El Gran Maestre —respondió Conrado— piensa de otro modo; y, Alberto, hablemos claro: hechicera o no, más vale que esta judía perezca que ver la Orden dividida por disensiones y bandos o privada de un guerrero como Brian. Ya sabes que su reputación es grande, y que la merece; mas de nada le serviría si el Gran Maestre le creyera cómplice, y no víctima de la hebrea. Aunque pereciera con ella todo el pueblo de Israel, mejor es eso que no perder nosotros un miembro útil, y con él la fama de nuestra gran familia.

—Hasta ahora he estado batallando con él y persuadiéndole que la abandone —dijo Malvoisin—; pero seamos justos: ¿hay motivos suficientes para condenar a esa infeliz como hechicera? ¿Qué dirá el Gran Maestre cuando vea que la acusación carece de pruebas?

—No carecerá —dijo Conrado—: sobrarán pruebas irresistibles para condenarla.

—Pero ¿no se nos da tiempo para preparar la máquina? —respondió Malvoisin.

—Prepárala lo más aprisa que puedas —dijo Conrad— y te saldrá la cuenta. Templestowe es un pobre preceptorio: el de la casa de Dios tiene rentas dobles y otras muchas ventajas. Encárgate de disponer los pormenores del proceso, y ya sabes que yo puedo mucho con Beaumanoir. ¿Quieres ser preceptor de la casa de Dios en el fértil condado de Kent? ¿Qué dices?

—Entre los que han venido con Brian —dijo Malvoisin— hay dos hombres que me son muy conocidos, porque estuvieron mucho tiempo al servicio de mi hermano Felipe, y de él pasaron al de Frente de buey. Puede ser que ellos sepan algo acerca de Rebeca.

—Búscalos inmediatamente —dijo Conrado de MontFichet—, y si algunos besantes pueden refrescarles la memoria, no te pares en eso.

—Despáchate, que el juicio ha de empezar a las doce. Nunca he visto a Lucas tan apresurado desde que condenó al relapso Hamet Alfagi.

La sonora campana del castillo había acabado de dar la señal de mediodía, cuando Rebeca oyó pasos en la escalera secreta del aposento que le habían destinado. El ruido indicaba la llegada de muchas personas, y esta circunstancia le causó alegría, porque más temía las visitas privadas del feroz y apasionado Bois-Guilbert que todos los otros males que pudieran sobrevenirle. Las puertas del aposento se abrieron, y entraron Conrado, el Preceptor y cuatro alabarderos vestidos de negro.

—¡Hija de una raza maldita —dijo Alberto de Malvoisin—, levántate y síguenos!

—¿Adónde —dijo Rebeca—, y para qué?

—¡Mujer—dijo Conrado—, no te toca preguntar, sino obedecer! Sabe, sin embargo, que vas a ser presentada ante el tribunal del Gran Maestre de nuestra Orden, para responder a los cargos que se te hagan.

—¡Bendito sea el Dios de Abraham! —dijo Rebeca cruzando las manos—. El nombre de juez es para mí como el de protector. ¡De buena gana te sigo! Permíteme tan sólo que me cubra con el velo.

Rebeca bajó pausadamente la escalera y atravesó una larga galería, al fin de la cual por una puerta entró en el salón principal del preceptorio, donde Lucas de Beaumanoir había reunido el tribunal de que era presidente nato como Gran Maestre de la Orden de los templarios.

La parte inferior de aquel vasto salón estaba llena de escuderos y gente de los alrededores, que con gran dificultad hicieron calle a Rebeca, la cual se presentó en medio de los dos preceptores y seguida por los cuatro alabarderos... éstos la condujeron al sitio que le estaba destinado. Al pasar por la muchedumbre con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sintió que le habían puesto un papel en la mano; mas ella continuó, sin examinar su contenido. La idea de tener en aquel concurso alguna persona que se interesaba en su suerte le dio algún aliento. Alzando los ojos echó una mirada al sitio en que se hallaba, y cierto que le causó gran extrañeza la escena que procuraremos describir en el capítulo siguiente.

XXIX

El tribunal para el proceso de la inocente y desgraciada Rebeca había sido instalado en la plataforma que, como hemos dicho anteriormente, llenaba el testero de los salones de las casas de aquella época, y servía tan sólo para los dueños de la mansión y personas distinguidas.

 

Enfrente de la acusada se alzaba el dosel del Gran Maestre, el cual estaba vestido con el ropaje de gala de la Orden y tenía en la mano el báculo místico, símbolo de su autoridad. A sus pies había una mesa, y a ella dos secretarios que tenían el encargo de poner por escrito todos los procedimientos de la causa. Las túnicas negras de estos dos clérigos, su cabeza desnuda y sus miradas graves y humildes, contrastaban con el aparato guerrero de los caballeros templarios que asistían al juicio, ora como miembros del preceptorio, ora como individuos de la comitiva de Lucas de Beaumanoir. Había cuatro preceptores en la audiencia y ocupaban sitios inferiores al del Gran Maestre y algo más elevados que el piso inferior. Los bancos de los caballeros estaban al pie del tribunal y a la misma distancia de los preceptores que Estos del Gran Maestre. Detrás de ellos, pero en la misma plataforma se habían colocado los escuderos con ropajes blancos, diferentes en hechura de los que usaban los otros individuos del Temple. Todo el concurso presentaba el aspecto de una gravedad majestuosa. En el rostro de los caballeros se notaba el aire militar correspondiente a su profesión unido a la severidad y al recogimiento propio de unos hombres consagrados al servicio de Dios: esta última circunstancia era indispensable en presencia de un jefe como Beaumanoir.

En los otros puntos de la sala había guardias armados con partesanas y otras muchas gentes, atraídas por la curiosidad y por el deseo de ver a una judía hechicera y al Gran Maestre de los templarios. La mayor parte de aquellos espectadores eran dependientes de la Orden, como lo denotaban sus negros ropajes. Pero no se había negado la entrada a los habitantes de los pueblos y campos circunvecinos, porque Lucas de Beaumanoir tenía particular satisfacción en dar la mayor publicidad al edificante espectáculo de la administración de la justicia.

Inflamáronse sus grandes ojos azules al considerar aquel aparato, como si le envaneciera el papel que iba a representar y la superioridad que le daban su puesto y su mérito. Abrióse La sesión con un salmo, que él mismo entonó con voz suave, pero más firme y segura de lo que correspondía a su edad. Era el mismo que los templarios cantaban antes de atacar al enemigo, y que Beaumanoir juzgó más oportuno en aquella ocasión.

Aquellos ecos majestuosos, repetidos por cien voces acostumbradas a entonar los loores al Altísimo, subieron a las bóvedas del salón y se esparcieron entre sus arcos con un ruido semejante al que produce una remota cascada.

Cuando cesaron los cantos, el Gran Maestre echó otra mirada en torno del concurso y observó que uno de los asientos de los preceptores estaba vacío. Brian de Bois-Guilbert, que debía ocuparlo, se había colocado en la extremidad de uno de los bancos destinados a los caballeros. Ocultábase en parte el rostro con un pliegue de su manto, y con la otra mano empuñaba la espada, divirtiéndose a veces en escribir con la punta envainada en la tablazón del pavimento.

—¡Hombre desventurado! —dijo el Gran Maestre después de haberle lanzado una mirada de compasión—. ¡Ya ves, Conrado, cuánto le abruma esta obra! ¡Mira a qué estado se halla reducido un valiente y digno caballero por las miradas de una mujer a quien ha prestado su sabiduría el enemigo común! Ni se atreve a mirarnos ni osa fijar los ojos en la que ha causado su ruina. ¿Sabes lo que está formando con la punta de la espada? Letras cabalísticas que le sugiere el demonio. Quizás sea un pacto fraguado contra mi vida; pero yo lo miro con desprecio.

Después de este diálogo que el Gran Maestre tuvo aparte con su confidente y amigo Contado de Mont-Fichet, alzó la voz y dirigió estas palabras a la asamblea:

—Reverendos y valientes hombres, caballeros, preceptores y compañeros de esta santa Orden, hijos míos y hermanos: vosotros, bien nacidos y piadosos escuderos que aspiráis a (levar la honrosa distinción de la cruz, y vosotros, cristianos, mis hermanos en el Señor: seaos notorio que tenemos suficiente autoridad y jurisdicción para proceder al acto solemne de que vais a ser testigos, porque, aunque indignos de tanto honor, se nos ha conferido con este bastón la facultad de juzgar y sentenciar en todo lo relativo a la conservación de nuestra santa Orden. En estas reuniones es nuestra obligación oír el dictamen de nuestros hermanos y proceder según nuestro propio juicio; pero cuando el lobo se ha introducido en el rebaño y arrebatado una de las ovejas, el buen pastor reúne a todos sus compañeros para que aperciban arcos y hondas y arrojen y destruyan al enemigo, lo cual está de acuerdo con la divisa de nuestra Orden, que nos manda atacar sin cesar al león rugiente. Por tanto, hemos mandado comparecer en nuestra presencia a una mujer judía llamada Rebeca, hija de Isaac de York; mujer infame por sus sortilegios y hechizos, con los cuales ha echado un maleficio y trastornado el espíritu de un caballero; no de un caballero seglar, sino de uno que se ha consagrado al servicio del Temple; no de un caballero compañero, sino de un preceptor, primero en honor y en dignidad. Nuestro hermano Brian de Bois-Guilbert, a quien todos los presentes conocen como digno campeón de nuestra Orden, se ha hecho famoso por sus hazañas en Palestina, purificando aquel sagrado suelo con la sangre de los sarracenos que lo habían contaminado. La sagacidad y prudencia de nuestro hermano no son menos notorias que su valor y pericia militar; y tanto es su mérito que los caballeros de las regiones orientales y occidentales le consideran digno de empuñar este bastón cuando la divina Providencia se digne aliviarnos de su peso. Cuando ese caballero tan honrado y tan digno de serlo olvida las consideraciones debidas a su carácter, a sus votos, a sus hermanos y a su engrandecimiento futuro uniéndose con una judía, vagando por ella por sitios remotos y solitarios, y defendiendo la vida de esa mujer con peligro de la suya propia; cuando un hombre de tan eminentes prendas se alucina hasta el extremo de conducir a esta perversa al sagrado asilo de un preceptorio, ¿qué podremos decir, si no es que algún espíritu maligno se ha apoderado de su alma, o que ésta se halla aprisionada o seducida por algún ensalmo infernal? Si así no fuera, ni su dignidad, ni su valor, ni ninguna otra consideración terrena le pondría a salvo del justo castigo que hubiera merecido. Muchos y muy graves son los delitos comprendidos en el que da lugar a este proceso:

»Primero. Nuestro hermano ha salido de los muros del preceptorio sin nuestro especial permiso contra el capítulo XXXIII.

»Segundo. Ha tenido comunicación con una judía; capítulo LVII.

»Tercero. Ha conversado con mujeres extrañas, contra la regla Ut fratres non conversantur cum extraneis mulieribus.

»Cuarto. Ha solicitado los ósculos de una mujer.

»Por cuyos odiosos delitos Brian de Bois-Guilbert saldría expulso de la Orden, aun cuando fuera su brazo derecho.

El Gran Maestre interrumpió aquí su discurso. Los jóvenes de la asamblea casi no pudieron contener la risa al oír el último cargo; pero sus miradas severas les impusieron moderación, y todo el concurso continuó escuchando con el mayor silencio.

—Tal y tan rigurosa sería la suerte de un caballero templario si hubiera infringido nuestras reglas en materias de tanta gravedad. Pero cuando, por medio de encantos y hechizos, Satanás ha conseguido dominarle y oprimirle, quizás por haber mirado con criminal ligereza los ojos de una mujer, le juzgamos más digno de compasión que de castigo; y reservándonos la imposición de la penitencia que baste a purificarle de su culpa, debemos dirigir el filo de la espada contra el maldito instrumento de tan infernal operación. Preséntense los testigos de la causa y depongan de los hechos que han presenciado, a fin de que podamos pronunciar sentencia según los méritos del proceso.