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100 Clásicos de la Literatura

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—Soy viejo, Mauricio —objetó Fitzurse—, y tengo una hija.

—Dámela en casamiento —repuso el normando—, y yo la mantendré como merece su condición con la ayuda de mi lanza.

—¡Ni por pienso! —dijo Fitzurse—. Cuando llueve es necesario ponerse al abrigo; y yo marcho cuanto antes a la Iglesia de San Pedro, cuyo arzobispo es amigo y casi hermano mío.

Durante esta conversación el príncipe Juan fue saliendo poco a poco del abatimiento en que le había puesto la inesperada noticia del arribo de su hermano, y escuchó con la mayor atención lo que decían aquellos dos apoyos de su partido.

—¡Me dejan! —decía en sus adentros—. ¡Se desprenden de mí, como la hoja marchita que separa del árbol el soplo más ligero! ¿No podré yo hacer nada por mí mismo cuando esos bellacos me abandonen?

Paróse al terminar estas consideraciones, y prorrumpieron en una risa forzada, que dio a su fisonomía una expresión diabólica.

—¡Milores! —agregó—: Por el santo de mi nombre que sois hombres tan constantes en vuestros designios como ingeniosos en vuestros planes! ¡Qué diablos! Riqueza, placer, honor, todo lo que nuestra empresa prometía, lo arrojáis por la ventana justamente cuando no se necesita más que un golpe para coger el fruto de tantos afanes.

—No os entiendo —replicó Fitzurse—. Ricardo tardará en estar a la cabeza de un ejército lo que tarde en saberse en Inglaterra su llegada y entonces se acabó esto. Lo que os aconsejo es que os embarquéis para Francia, o que imploréis la protección de la reina madre.

—¡Yo no me curo de mi seguridad! —dijo el Príncipe—. Basta una palabra que yo diga a Ricardo para tenerla. Pero aunque tú, Bracy, y tú, Fitzurse, os mostráis tan apresurados por separaros de mí, no por eso se escapará vuestro pescuezo del hacha del verdugo! ¿Piensas tú, Waldemar, que el Arzobispo estorbará que te arranquen de su lado si llega a hacer la paz con Ricardo? ¿Y qué estás tú hablando de embarcarte, Mauricio? ¿Por dónde te dirigirás a la mar que no encuentres a Roberto Estoteville con todas sus fuerzas, y quizás al conde de Essex, que está recogiendo las suyas? Si nos hacían sombra estos armamentos antes de la llegada de Ricardo, ¿qué será cuando se sepa que éste ha pisado las playas de Inglaterra? Estoteville hasta para echarte a ti y a todos tus lanceros de cabeza en el río Humber.

Waldemar y Bracy se miraron uno a otro con no poco sobresalto al oír tan fatales nuevas.

—¿Queréis que os diga francamente lo que pienso? —continuó el Príncipe, arrugando el entrecejo como si no osara confesar el atroz designio que ocultaba en su corazón—. Ese objeto de nuestro terror viaja solo: es necesario salirle al encuentro.

—¡No seré yo —protestó el normando— quien toque a una pluma de su cinera! Fui su cautivo, me entregué a discreción, y él me dio libertad.

—¿Quién habla de hacerle daño? —dijo el Príncipe con violenta sonrisa—. ¡Capaz eres de creer que voy a mandarle asesinar! No; un castillo será su habitación. En Inglaterra o en Austria, ¿qué importa? Las cosas quedarán cono al principio de nuestra empresa: entonces se trató como condición indispensable que Ricardo quedara prisionero en manos del Archiduque. ¿Qué tiene eso de extraño? Mi tío Roberto vivió y murió en el castillo de Cardiff.

—Sí —confesó Waldemar—; pero su hermano Enrique se sentó en un trono más sólido que puede serlo el vuestro. No hay mejor prisión que la que hace el enterrador, ni mejor castillo que la bóveda de la parroquia. Esta es mi opinión.

—Prisión o sepulcro —afirmó Bracy—, yo me lavo las manos y no me meto en esas honduras.

—¡Villano! —saltó el Príncipe—. ¿Vas a vendernos?

—Yo no vendo a nadie —exclamó Mauricio—, ni sufro que se junte el nombre de villano con el mío.

—¡Silencio, Bracy! —dijo Fitzurse—. Y vos, señor, no extrañéis los escrúpulos de un valiente caballero. Creo que no tardaré en disiparlos.

—¡No alcanza a tanto tu elocuencia! —observó el normando.

—Sir Mauricio —continuó el astuto cortesano—, no os asustéis como venado perseguido sin conocer el objeto de vuestro terror. ¿No decíais hace tres días que toda vuestra ambición quedaría satisfecha si hallarais ocasión de pelear de hombre a hombre o a la cabeza de vuestros lanceros con ese mismo Ricardo cuyo nombre os hace temblar ahora? Mil veces lo habéis dicho en presencia de los amigos de su alteza.

—Cuerpo a cuerpo o a la cabeza de mis valientes —repuso el normando—; tú lo has dicho. Pero atacar de buenas a primeras a un hombre solo en medio de una selva, ¿cuándo ha salido de mis labios semejante designio'?

—No eres buen caballero si esto te causa escrúpulo —observó Waldemar—. ¿Cómo ganaron fama Tristán y Lanzarote? No fue, por cierto, presentándose frente a frente de sus enemigos, sino saltándoles encima en lo oscuro de una emboscada, como el lobo a la oveja.

—Ni Lanzarote ni Tristán —objetó Mauricio— hubieran osado hacer otro tanto con Ricardo Plantagenet.

—¿Has perdido el seso? —dijo Waldemar—. ¿No estás al servicio del príncipe Juan? ¿No ha comprado éste con moneda contante tu valor y tu lanza y el valor y las lanzas de los compañeros libres de tu escuadrón? Tenemos el enemigo a la vista, ¡y te paras en escrúpulos cuando tu honor, tu vida y la de todos nosotros está pendiente de un cabello!

—Ricardo —afirmó Bracy— pudo matarme, y no lo hizo. Es verdad que me despidió de su presencia y que no admitió mis servicios: por consiguiente no le debo vasallaje ni sumisión; pero ponerle las manos encima... ¡Eso no!

—¡Ni es menester tampoco! —observó Fitzurse—: envía a uno de tus oficiales con veinte lanzas.

—¡Hartos asesinos tenéis en vuestros tercios! —respondió Bracy—. En el mío no hay hombres de esa calaña.

—¡Que seas tan obstinado! —exclamó el Príncipe—. ¿Qué se ha hecho de tantas protestas de celo y de lealtad?

—Yo haré por vuestra alteza —dijo el normando— todo lo que corresponde a un caballero; pero echarme a ladrón de caminos...

—Waldemar —suspiró el Príncipe—, ¡qué desgraciado soy! Mi padre, el rey Enrique, tuvo cuantos fieles servidores necesitó para afianzar su dominio. Apenas dio a entender que le molestaba un obispo, cuando la sangre de Tomás regó los escalones del altar, y era un santo canonizado después. ¡Tracy, Morville, Brito, hombres fieles y decididos, ya no existe el espíritu que os animaba! Reginaldo Fitzurse ha dejado un hijo, pero sin su valor y sin su fidelidad.

—El hijo de Reginaldo es tan valiente y tan fiel como su padre —dijo Fitzurse—; y pues que no hay otro arbitrio, yo tomo a mi cargo esta peligrosa empresa. Caro le costó a mi padre el celo que acreditó en favor de su amo, y, sin embargo, lo que hizo por Enrique es algo diferente de lo que yo voy a hacer en vuestro favor. porque más valdría atacar a una legión de demonios que poner la lanza en ristre contra Corazón de León. Bracy, quédate aquí para sostener el ánimo de los nuestros y para custodiar al Príncipe. Si recibís las noticias que espero enviaros, todo mudará de aspecto y ya no habrá dudas sobre el éxito de nuestros planes. Paje, marcha a casa, y di a los armeros que tengan pronta la mejor de mis armaduras; a Wetherel, a Toresby y a las tres lanzas de Spyinghow, que se preparen a marchar; a Hugo, el correo, lo mismo. ¡Adiós, ilustre príncipe; hasta más ver!

Dijo, y salió apresuradamente de la cámara.

—Con tanta serenidad echará el guante a mi hermano —declaró el príncipe Juan— como si fuera un hidalgo sajón. Espero, sin embargo, que obedecerá mis órdenes y tratará a mi querido hermano con el respeto debido.

Bracy respondió con una maliciosa sonrisa.

—¡Por Santiago de Galicia —protestó el príncipe—, que mis órdenes son terminantes! Quizás tú no las oirías por estar algo lejos. Positivamente, le mandé que respetase la vida de Ricardo, ¡y pobre de Waldemar si así no lo hiciere!

—Mejor será —dijo Bracy— que vayas a recordárselo; pues así como yo no oí esas órdenes de que habláis, así pudo él no haberlas oído.

—¡No, no! —repuso el Príncipe impacientándose—. Estoy seguro que las oyó. Mauricio, ven acá: dame el brazo y paseémonos.

Bracy presentó el brazo al Príncipe, y los dos se pasearon por el aposento como dos íntimos amigos.

A poco se retiró el normando, y el Príncipe mando llamar a Hugo el correo, que era también el jefe de sus espías. Ínterin venía, Juan se paseaba con la mayor agitación.

—Hugo —le dijo—, ¿qué te ha mandado Waldemar?

—Me pidió dos hombres resueltos, diestros en las veredas y escondrijos de los bosques de estas cercanías y en seguir las huellas de hombres y caballos.

—¿Se los has proporcionado?

—Y de los buenos —respondió el confidente—. Uno de ellos se ha empleado toda su vida en rastrear ladrones, y ha llevado más hombres a la horca que gotas de agua tiene el Támesis. El otro es cazador furtivo y conoce cuantas cuevas y barrancos hay de aquí a Richemond.

—¡Bien! —preguntó el Príncipe—. ¿Están listos?

—Al instante van a ponerse en camino.

—¡Basta! —ordenó el Príncipe; y después de haber pensado algún rato—. Hugo —añadió— importa a mi servicio que sigas los pasos a Mauricio de Bracy de modo que él no lo observe. Sepamos de cuando en cuando lo que hace, con quién habla y de qué asuntos habla. ¡Cuidado con esto y con tu cabeza!

Hugo hizo una cortesía y se retiró.

—Si Mauricio me engaña —murmuró el Príncipe— como me lo temo, ¡por los santos del Cielo, que ha de perder la vida, aunque estuviese Ricardo a las puertas de York!

XXVIII

Volvamos al judío Isaac de York, el cual, montado en una mula que le había facilitado el capitán de los bandidos, y acompañado por dos de éstos que le servían de guías y escolta, se encaminaba a Templestowe con el objeto de negociar el rescate de su hija. Aquel edificio distaba sólo una jornada del demolido castillo de "Frente de buey", y el judío esperaba llegar al término de su viaje antes de anochecer. Despidió a los monteros a la salida del bosque, les dio una pieza de plata para que echaran un trago, y empezó a dar espuelas a la mula, en cuanto se lo permitía su abatimiento físico y moral.

 

Pero casi desfalleció cuando llegó a cuatro millas de distancia del castillo; empezó a sentir dolores agudos en todos sus miembros, y aumentaban considerablemente su padecer las penas e inquietudes que agobiaban su espíritu. Al fin le fue imposible pasar de un pueblecillo que estaba en el camino y en que residía un rabino de su tribu, antiguo conocido suyo y muy diestro en el arte de curar. Natán Ben Israel acogió a su dolorido compatriota con todo el afecto que su ley prescribía, y que los judíos se manifestaban siempre recíprocamente. Lo primero que le ordenó fue el reposo, y Enseguida le aplicó los remedios más eficaces para cortar los progresos de la fiebre que el miedo, el cansancio y la pesadumbre habían acarreado al mísero hebreo.

Al día siguiente Isaac quiso levantarse y continuar la marcha; y aunque Natán se opuso a esta determinación como médico y cono amigo, diciéndole que aquella locura podría costarle la vida, no logró reducirle a quedarse pues Isaac aseguraba que más que la vida le importaba el negocio que le llevaba a Templestowe.

—¿A Templestowe? —preguntó el rabino sorprendido; y volviendo a tomarle el pulso decía entre sí—: El pulso ha bajado; Pero ha dejado huellas la fiebre en el cerebro.

—¿Y por qué no? —dijo Isaac—. Yo bien sé que allí anidan los más crueles enemigos que tuvieron nunca los hijos de Israel; pero ya sabes que los negocios del tráfico son imperiosos, y que a veces tenemos que acudir a los preceptorios de los templarios y a las encomiendas de los de San Juan, como si no fueran el azote de nuestro pueblo.

—Lo sé —replicó Natán—; pero quizás no ha llegado a tu noticia que Lucas de Beaumanoir, jefe de los templarios o gran maestre, como ellos dicen, se halla a la hora esta en Templestowe.

—Lejos estaba de figurármelo —respondió Isaac—, porque las últimas cartas de nuestros hermanos de París decían que a la sazón se hallaba en aquella ciudad implorando socorros de Felipe contra el sultán Saladino.

—Hace pocos días, en efecto, que ha llegado a Inglaterra, cuando menos le aguardaban sus hermanos; y viene armado de cólera y de venganza a corregir y a castigar. Está furioso contra todos los de su Orden que han faltado a las reglas de ella, y esos caballeros tiemblan cono la hoja en el árbol. ¿No has oído hablar de Lucas de Beaunanoir?

—¡Y tanto! —contestó Isaac—. Los cristianos le aplauden corno al más celoso observador de todos los puntos de la ley nazarena; y nuestros hermanos le llaman feroz destructor de sarracenos y tirano de los hijos de Israel.

—Y no se engañan —afirmó el rabino—. Otros templarios ceden a los placeres mundanos o a las promesas de oro y plata; pero ese Beaumanoir es hombre de otra clase. Odia la sensualidad, desprecia el dinero y sólo aspira a morir matando sarracenos. Ese hombre ha cobrado tal ojeriza al pueblo de Israel, que con razón debemos temerle. Dice cosas impías y falsas de la virtud de nuestras medicinas, como si fueran ensalmos y amaños de Satanás. ¡El Señor le confunda!

—Sin embargo —repuso Isaac—, tengo que ir a Templestown aunque los que le habitan me echen en un horno ardiendo.

Entonces explicó a Natán el motivo de su expedición. El rabino le oyó con interés, y manifestó el dolor que le producía aquella desgracia del modo como solían hacerlo los de su creencia: desgarrando sus vestiduras y exclamando:

—¡Oh hija mía, hija mía! ¡Oh hija de Sión! ¡Oh cautiverio de Israel!

—Ya ves —dijo Isaac— que el negocio urge y que no puedo detenerme. Quizás la presencia de Lucas de Beaumanoir, que es el jefe, retraerá a Brian de Bois-Guilbert de los atentados que medita y le inducirá a restituirme la prenda que me ha robado.

—¡Ponte en camino, hermano —aconsejó el rabino—, y ten prudencia, que fue la que salvó a Daniel en la cueva de los leones! ¡Quiera el Dios de Abraham que todo salga a medida de tus deseos! En todo caso, huye de la presencia de Lucas de Beaumanoir que tiene particular deleite en ultrajar y vilipendiar a los israelitas. Habla a solas con ese Bois-Guilbert y quizás lograrás reducirle, porque la gente dice que esos nazarenos del preceptorio están divididos en bandos. ¡Dios desbarate sus consejos! Pero cuenta con que vuelvas a referirme el éxito de tu empresa, y que mires siempre esta casa como la de tu padre. ¡Pobre Rebeca, la discípula de la sabia Miriam, de cuyas medicinas decían esos desacordados nazarenos que eran obras de nigromancia!

Isaac de York se despidió de su huésped, y al cabo de una hora de marcha se halló a las puertas del preceptorio.

Este establecimiento de los templarios ocupaba el centro de unas vastas praderas que el fundador había legado a la Orden. Estaba bien fortificado, porque los templarios nunca descuidaban esta precaución, que a la sazón era de suma importancia, estando tan agitada y revuelta Inglaterra. Dos alabarderos vestidos de negro guardaban el puente levadizo, y otros dos, con el mismo traje, se paseaban a pasos mesurados sobre la muralla, semejantes a espectros más que a hombres. Tal era el uniforme de los empleados inferiores de la Orden desde que el uso del ropaje blanco, igual que el de los caballeros y escuderos, había dado origen en las montañas de Palestina a la formación de unos falsos templarios que habían acarreado gran deshonra a los verdaderos. De cuando en cuando atravesaba el patio un caballero de la Orfien, con su manto blanco, la cabeza inclinada y los brazos cruzados. Si se encontraban dos, se saludaban en silencio con una profunda cortesía, porque tal eran las reglas que se observaban, fundada quizás en lo que dice la Escritura: "Pecado hay en muchas palabras, y la vida y la muerte están en tu lengua". En fin, la severa disciplina de Lucas de Beaumanoir había hecho renacer el ascético rigor de los tiempos primitivos del Temple, en lugar del desorden en que por tanto tiempo había vivido aquella Orden militante.

Isaac se paró a la puerta, sin saber cómo podría introducirse en el preceptorio, porque sabía que la nueva severidad de los templarios no era menos funesta a los de la nación hebrea que su antiguo desarreglo y que a la sazón la ley que profesaba le exponía a la persecución de los caballeros, como en otra época su riqueza le había expuesto a las extorsiones de su implacable tiranía.

Entretanto Lucas de Beaumanior se paseaba por un pequeño jardín del preceptorio situado dentro de las murallas, y conversaba triste y confidencialmente con uno de los caballeros de la Orden que había ido en su compañía a Tierra Santa.

El Gran Maestre era un hombre de avanzada edad, como lo denotaba el color de su larga barba y de las pobladas cejas que sombreaban sus ojos; mas los años no habían apagado el fuego que en ellos centelleaba. Sus facciones ásperas y la expresión de fiereza que en ellas se leía anunciaban el guerrero intrépido y formidable, en tanto que la palidez de su rostro y el orgullo de sus miradas daban a conocer su valor y entereza y la secreta satisfacción del que se juzga superior a cuantos le rodean. En medio de estos rasgos peculiares de su fisonomía se notaba en ella cierto aire de nobleza y magnanimidad, debido sin duda, a su trato frecuente con príncipes y soberanos y al ejercicio de la autoridad suprema en una sociedad de guerreros ligados no menos por las leyes del honor que por las reglas de su instituto. Su estatura era elevada, y a pesar de los años y de los trabajos, erguida y majestuosa. El corte y hechura de su manto eran los mismos que prescribía la Orden de San Bernardo, y se componía de un paño común ajustado al cuerpo, con la cruz peculiar a la Orden, de paño color de grana, sobre el hombro izquierdo. No adornaban este atavío los armiños con que se engalanaban los prelados de otras Órdenes religiosas; pero en consideración a su edad se había aprovechado del permiso que le daba la regla, y llevaba la túnica forrada de piel de cordero, con la lana hacia fuera, que era el mayor lujo que su conciencia le permitía usar, en vez de los ricos forros de pieles extrañas, tan a la moda en aquellos siglos. Tenía en la mano un báculo correspondiente a su dignidad. Llamábase ábaco, y terminaba por la parte superior en una placa redonda en que estaba grabada en medio de una orla la cruz octangular de la Orden. Su compañero estaba vestido del mismo modo; pero el profundo respeto con que le hablaba daba a entender que nada era igual entre ellos sino el traje. Aunque preceptor o superior de una de las casas de la Orden, no marchaba de frente con él, sino de manera que el Gran Maestre pudiera dirigirle la palabra sin volver la cabeza.

—Conrado —decía Lucas de Beaumanior—, querido amigo y compañero en mis batallas y peligros, en tu fiel corazón puedo desahogar las cuitas que atosigan el mío. Sólo en ti puedo depositar mis ardientes deseos de reunirme con los justos. Ninguno de los objetos que se han presentado hasta ahora a mis ojos en Inglaterra me ha servido más que de tormento y de mortificación, salvo las tumbas de nuestros hermanos que aún adornan la iglesia de la Orden de la orgullosa capital. ¡Oh valiente Roberto de Ros!, exclamaba yo interiormente al ver Las estatuas de aquellos buenos soldados de la Cruz recostadas en sus sepulcros. ¡Oh digno Guillermo de Mareschal! ¡Abrid vuestras moradas de mármol y admitid a un hermano cansado de la vida, que más bien quiere pelear contra cien paganos que ser testigo de la decadencia de su santa Orden!

—¡Es cierto —respondió Conrado Mont-Fichet—; es demasiado cierto! Las irregularidades de nuestros hermanos de Inglaterra son mucho peores que las de los de Francia.

—Porque son más ricos —prosiguió el Gran Maestre—. No es por alabarme; pero ya sabes la vida que he llevado, mi celo en cumplir hasta los ápices de nuestra regla, mi tesón en pelear con gentes endiabladas y perversas, mi incansable ardor en acometer al león rugiente, que gira en torno buscando a quien devorar. Buen caballero y eclesiástico devoto: a esto he aspirado en el curso de mi larga experiencia. Mi divisa ha sido la que dice nuestro padre San Bernardo en el capítulo cuarenta y cinco de nuestra constitución: Ut leo samper feriatur. Este es el ardor que ha devorado mi substancia y mi jugo vital, y hasta mis nervios y la médula de mis huesos. ¡Pero por el Santo Temple te juro que, si no eres tú y algunos pocos que conservan la severidad del instituto no veo entre nuestros hermanos sino hombres indignos del hábito que visten! ¡Qué diferencia entre lo que prescribe nuestra regla y el modo que tienen de observarla los templarios del día! Se les prohíbe usar galas profanas, crestón en el yelmo, oro en el freno y en los estribos. ¿Y acaso hay caballeros que se presenten con tanto lujo y esplendor en los campamentos y justas como los humildes soldados del Temple? Se les prohíbe el ejercicio de la cetrería, la caza con arco y ballesta, toda diversión campestre y destructora, todos los desórdenes a que ellas dan lugar. ¿Y dónde están los más acreditados cazadores, y los halcones más famosos, y las jaurías más nombradas, sino en nuestros preceptorios? Se les prohíbe leer, salvo los libros que los superiores les permitan, y las vidas de los santos, en las horas de refectorio; se les recomienda que empleen todos sus esfuerzos en extirpar la magia y la herejía, y todo el mundo los acusa de estudiar los malditos secretos cabalísticos de los judíos, y la nigromancia de los sarracenos. Se les prescribe una rigurosa abstinencia, comidas sencillas y frugales, como raíces, potaje, frutas, carne sólo tres veces a la semana, porque el uso diario de las substancias animales trae corrupción al alma y al cuerpo, y sus convites son tan delicados y opíparos como los de los monarcas más poderosos. La bebida de nuestros antepasados era el agua pura de la fuente; y hoy, cuando se quiere exagerar el destemple de un bebedor, se dice comúnmente que se las apuesta con un templario. Este jardín en que estamos, hermoseado con árboles peregrinos y plantas curiosas de los climas más remotos, ¿no es más propio del serrallo de un emir que del humilde retiro de los siervos del verdadero Dios? ¡Ah, Conrado! ¡Y si no fuera más que esto! ¡Si se redujeran a estas prácticas viciosas la relajación de nuestra disciplina y la corrupción de nuestras costumbres! Ya sabes que no nos es lícito recibir a aquellas devotas mujeres que en los primeros tiempos se asociaban como hermanas de la Orden, porque, como dice el capítulo cuarenta y seis, el enemigo se vale de la compañía de las mujeres para apartar a muchos del verdadero camino. Y, además, en el último libro, que es como la cúpula del edificio glorioso alzado por el santo fundador, se nos prohíbe hasta dar el ósculo de cariño a nuestras madres y nuestras hermanas: Ut omnium mulierum oscula fugiantur. ¿Y cómo se observan estos preciosos preceptos? ¡Me avergüenzo, amigo mío; me lleno de rubor al reflexionar en la corrupción, en la liviandad que se nota en nuestros compañeros! ¡Estos males turban y molestan, en medio de las delicias celestiales de que están gozando, a las almas de nuestros puros fundadores, de Hugo de Payen, de Godofredo de S. Orner, y de los otros siete bienaventurados que se les unieron para consagrar su vida al servicio y custodia del Templo santo! Yo los he visto, Conrado, en los éxtasis y raptos de mi espíritu; los he visto llorar lágrimas amargas al considerar los pecados y locuras de sus hijos; ese lujo frenético, ese espíritu mundano que los pierde y alucina. Beaumanoir —me decían aquellos varones angélicos—, dormidos están; despierta. Mira esa mancha que afea los muros del Temple; esa mancha, semejante a la que deja la lepra en las paredes del leproso. Los soldados de la Cruz, que deberían huir de las miradas de la mujer como de las del basilisco, viven en pecado; no sólo con las de su propia creencia, sino con las hijas del maldito pagano y con las del mucho más maldito hebreo. ¡Beaumanoir, sal de tu letargo; venga la causa de la Orden! ¡Mata, destruye a los pecadores; no distingas de sexo ni de religión!» Esto me dijo aquella visión; ya estaba yo despierto, y aún oía el ruido de la armadura de aquellos santos guerreros, y de sus mantos, tan albos y tan puros como su espíritu. ¡Sí, sabré obedecerlos; purificaré la fábrica del Temple! ¡Las piedras empapadas en crímenes caerán al suelo a impulso de mi brazo!

 

—¡Cautela, sobre todo, reverendo padre! —observó Mont-Fichet—. El tiempo y la costumbre han arraigado profundamente el mal. La reforma es justa y necesaria; pero debe ser prudente.

—¡No, sino pronta y terrible! —dijo el Gran Maestre—. ¡La Orden está a la orilla de precipicio! La sobriedad, el celo, la piedad de nuestros predecesores, les granjearon poderosos amigos; nuestra presunción, nuestra riqueza, nuestro lujo, nos han acarreado enemigos formidables. Despojémonos de esa opulencia, que tanta envidia causa a los príncipes de Europa; de ese orgullo, que los ofende y exaspera; de esas costumbres licenciosas, ¡que son el escándalo de todo el mundo cristiano! Conrado, oye esta predicción: la Orden del Temple será completamente destruida; las naciones de la tierra no conocerán el sitio en que estuvieron sus cimientos.

—¡Dios aparte de nosotros tamaña calamidad! —exclamó el Preceptor.

—¡Amén! —dijo el Gran Maestre con tono grave y devoto—. Más para que Dios nos asista, debemos hacernos dignos de su misericordia. Conrado ni el Cielo ni la Tierra pueden sufrir con paciencia la maldad de esta generación. La tierra sobre la cual se alza el edificio de nuestro poder está ya minada: cuanto añadamos al engrandecimiento de su estructura servirá tan solo para precipitar su ruina. ¡Si queremos evitar esta catástrofe, retrocedamos de la carrera de la iniquidad, mostrémonos fieles campeones de la Cruz, sacrifiquemos a nuestra vocación no sólo nuestra sangre y nuestra vida, sino nuestro reposo, nuestros afectos naturales, y hasta los placeres y recreos que pueden ser legítimos en otros, pero que son vedados a los guerreros y defensores del Templo del Señor!

Apenas había concluido el Gran Maestre su declamatoria homilía, se presentó en el jardín un escudero vestido con el humilde traje que usaban los aspirantes de la Orden, los cuales durante el noviciado no podían usar el ropaje ni la armadura de los caballeros. Hizo una profunda reverencia, y se mantuvo en pie sin desplegar los labios aguardando que el Superior le diese licencia de hablar.

—Aquí tienes a Damián —dijo Lucas de Beaumanoir —con el atavío correspondiente a la humildad cristiana y en el ademán respetuoso y modesto que conviene al que se halla en presencia de su prelado; y no hace tres días que estaba tan engalanado como un saltarín y que andaba a brincos y piruetas como si estuviera en un estrado. ¡Habla, Damián! ¿Qué ha ocurrido?

—Un judío está a la puerta de las murallas, noble y reverendo padre, y pide licencia para hablar con el hermano Brian de Bois-Guilbert.

—Has hecho bien en prevenírmelo —contestó el Gran Maestre—. El hermano Brian de Bois-Guilbert es preceptor de la Orden; mas en mi presencia no es más que los otros hermanos. Me importa observar la conducta de ese Brian —añadió, volviéndose a su amigo.

—Todos dicen que es un valiente caballero —respondió Conrado.

—En punto a valor, no hemos degenerado de nuestros predecesores los héroes de la Cruz. Pero Brian vino a la Orden cuando se habían frustrado sus esperanzas mundanas; renunció al siglo, no con la sinceridad de su alma, sino a impulsos del despecho y del enojo. Desde entonces no ha sido más que un agitador activo, un revoltoso, un hombre inquieto y desasosegado, el jefe de todos los que resisten a mi autoridad y murmuran de mis reformas. Es menester que sepa el tal Brian y todos los que se le parecen que la Providencia divina ha puesto en mis manos el cayado y la vara: aquél, para apoyar al débil y al enfermo; ésta, para corregir al delincuente y al díscolo. ¡Damián, venga el judío a mi presencia!

Damián hizo otra reverencia y salió del jardín. A los pocos minutos volvió a presentarse conduciendo a Isaac de York. El esclavo desnudo que parece ante un implacable tirano de Oriente y aguarda a cada instante la señal que ha de segar su cabeza, no experimenta un terror más profundo que el que se apoderó del judío cuando se vio enfrente del formidable Gran Maestre de los templarios. Llegado que hubo a distancia de tres varas de Lucas de Beaumanoir, éste le hizo seña con el báculo que no pasase más adelante.

El judío se arrodilló, besó la tierra en señal de reverencia, y levantándose trémulo y confuso, quedó en pie con los brazos cruzados y los ojos fijos en el suelo.

—Damián —dijo el Gran Maestre—, retírate, y ten una guardia lista para recibir mis órdenes. No permitas que nadie entre en el jardín hasta que yo llame.

El escudero obedeció el mandato de su jefe.

—Judío —dijo el anciano—, óyeme: ni yo gusto de perder el tiempo con palabras, ni conviene tener larga conversación contigo. Sé breve, por tanto, a las preguntas que yo te haga, y sobre todo no digas más que la verdad. Si te atreves a engañarme, he de hacer que te arranquen la lengua.

El judío ¡ha a responder; más el Gran Maestre le detuvo.

—¡Silencio! —ordenó Beaumanoir—. ¡No hables sino para responder a mis preguntas! ¿Cuáles son tus negocios con el hermano Brian de Bois-Guilbert?

Isaac no sabía salir de aquel lance. Si refería la verdad, temía escandalizar al inflexible Gran Maestre, de lo cual podrían originársele fatales consecuencias. Si ocultaba el objeto que allí le llevaba, ¿qué esperanza le quedaba de rescatar a su hija? Beaumanoir conoció su embarazo, y se dignó dirigirle algunas palabras benignas y templadas.

—Nada temas —le dijo— si obras con rectitud. Responde sin disfraz, y declara los negocios que tienes con Brian de Bois-Guilbert.

—Soy portador de una carta —respondió el judío con voz trémula y agitada— que el prior Aymer, de la abadía de Jorvaulx, dirige al buen caballero Brian de Bois-Guilbert.