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100 Clásicos de la Literatura

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Al decir esto se presentó entre dos monteros, ante el trono selvático de Locksley, nuestro antiguo amigo el prior Aymer de Jorvaulx.

En las facciones en los ademanes del prelado cautivo se leía el temor.

—¿Qué es esto? —exclamó con voz alterada—. ¿Qué leyes son las que sigue esa gente? ¿Sois acaso turcos, o infieles que desconocen el respeto debido a un sacerdote? ¡Habéis saqueado mis maletas! Otro cualquiera en mi lugar hubiera ya hecho un ejemplar castigo; pero yo soy manso e indulgente y tengo piedad de vosotros. Os ofrezco un perdón generoso y que no se hable más de esta calaverada, con tal que me devolváis mi ropa y dejéis libres a mis compañeros.

—Venerable señor Prior —dijo el capitán—, mucho me pesa que hayáis sido tratado por alguno de mis compañeros en términos poco dignos de vuestro carácter y dignidad, como debo inferirlo de vuestra reprensión.

—El trato que he recibido —continuó el Prior, animado por esta arenga— sería cruel para con una fiera de estos montes, cuanto más para con un cristiano, con un sacerdote, con el prelado de la respetable comunidad de Jorvaulx. Un tal Allan. A-Dale, borracho y coplero de profesión, ha tenido el arrojo de amenazarme con un castigo corporal, y aun con la muerte, si no le pagaba doscientas coronas de rescate, además de todo lo que me ha robado, que no es una bagatela.

—Imposible me parece —replicó el capitán— que Allana-Dale haya cometido tantos desacatos con una persona tan conocida en estos alrededores por su virtud.

—Tan cierto es lo que digo —repuso el Prior— como ahora nos alumbra el sol. Hizo más: juró que había de colgar me del roble más alto de estas selvas.

—¿Lo juró? —dijo Locksley—. Pues mal habéis hecho en no cumplir con su demanda; porque Allan-a-Dale antes se dejará cortar las orejas que faltar a un juramento.

—¡Ya veo que estáis de buen humor!— murmuró Aymer, procurando hacer de la necesidad virtud—. A mí no me disgustan las chanzas, y por cierto que el chasco es ingenioso. Pero he estado de camino toda la noche, y ya es tiempo de descansar.

—Pues muy de veras os anuncio —dijo Locksley— que paguéis un buen rescate, o escribáis a vuestros monjes que procedan a nueva elección; porque si no aflojáis la bolsa se me figura que no volveréis a ocupar la silla prioral del monasterio.

—¿Sois cristianos —preguntó Aymer—, y así respetáis a los ministros del Señor?

—Cristianos somos —respondió Locksley—; pero no pudiendo robar a los gentiles, robamos a nuestros hermanos. ¡A ver, ermitaño, acercaos, y explicad a este reverendo padre los textos latinos relativos al negocio!

El ermitaño, cuya intercadencia no se había disipado enteramente, se caló un jirón de hábito sobre el gabán, y recordando los latinajos que había aprendido en casa del dómine de su lugar.

—Venerable prelado —dijo— Deus salvam faciat benignitatem vestram; quiero decir, que seáis bien venido.

—¿Qué farsa es ésta? —exclamó el Prior—. Amigo, si eres en efecto de la Iglesia, más te convendría indicarme el modo de escapar de las manos de estos gentiles, que divertirle en hacer contorsiones como un bailarín de mojiganga.

—Bien decís —respondió el ermitaño—; y para que veáis que me aprovecho de vuestra amonestación, os digo que no hay más que un medio de escapar de aquí con vida. Hoy es día de pagar el diezmo.

—Las personas de mi clase no lo pagan —replicó el prior.

—Todo el mundo —dijo el ermitaño— nos lo paga a nosotros, como cada hijo de vecino. Conque, así, facite vobis amicos de Mammone iniquitatis. Haceos amigos de los hombres de bien, y si no, nulla est redemptio.

—Yo soy aficionadísimo a la montería y a los monteros —dijo Aymer—, y, por consiguiente, merezco que me tratéis con alguna consideración. Tan bien sé tocar el cuerno cono el mejor. ¡Vaya, tratadme como amigo!

—Dadle un cuerno —mandó el capitán—, y veremos qué tal lo hace.

El prior Aymer tocó el cuerno, y Locksley sacudió la cabeza.

—Padre prior —dijo—, eso no paga vuestro rescate. Algo más vale esa persona que aire y sonido. Además, que ya se echa de ver a qué nación perteneces. Los buenos cazadores ingleses no gustan de esos gorgoritos introducidos por los normandos. Las últimas notas de tu toque aumentan cincuenta coronas a tu rescate, como corrupción de la antigua montería nacional.

—Sobre gustos no hay disputas —afirmó el Prior—. Despachemos pronto, que me están aguardando en casa. ¿Cuánto queréis por dejarme libre?

—¿No fuera bueno —dijo aparte el teniente de la gavilla al capitán— que el judío designase el rescate del prior, y el prior el del judío?

—¡Loca ocurrencia! —asintió Locksley—. Pero, al fin, nos divertiremos. ¡Ven acá, judío! El que está en tu presencia es el padre Aymer, prior de la rica abadía de Jorvaulx. Dinos ahora cuánto debemos pedirle por su rescate, puesto que debes de conocer las rentas del monasterio.

—¡Y tanto como las conozco! —dijo Isaac—. Muchas veces he tratado con los buenos padres, y les he comprado el trigo y la cebada de sus oteros, los frutos de sus huertos y la lana de sus rebaños. ¡Oh; son muy ricos, muy ricos! ¡Si yo tuviera la mitad de sus rentas, había de pagar una gran suma por mi rescate!

—¡Judío —exclamó el Prior—, nadie sabe mejor que tú las deudas de nuestra casa! ¡Todavía no hemos podido pagar las cuentas del año pasado!

—Ni la última provisión de vino de Gascuña —repuso Isaac—; pero eso son friolerillas.

—Te engañas, hebreo —dijo el Prior—; esos vinos de que hablas entraron...

—De poco aprovecha todo eso —insistió Locksley—. Isaac, resuelve pronto esta duda, y no te andes en comentarios.

—El padre prior —afirmó el judío— puede muy bien daros seiscientas coronas y volverse muy tranquilo a su celda.

—¿Seiscientas coronas? ¡Que me place! —dijo Locksley—. ¡Has hablado como hombre de seso! ¡Prior, ya has oído tu sentencia!

—¡Tiene razón! —exclamaron los monteros.

—¿Estáis en vuestro juicio'?—dijo el Prior—. ¿Dónde he de ir yo por ese montón de dinero? ¡Aunque vendiera las alhajas del monasterio no podría juntar ni la mitad! Os daré una buena suma, os lo prometo; mas para eso es necesario que yo vaya en persona a proporcionármela. Dejadme ir a Jorvaulx, y guardad en rehenes a mis dos compañeros.

—¡Ni por pienso! —dijo Locksley—. Tus compañeros irán por las seiscientas del pico, y tú te quedarás con nosotros y cuenta que si gustas de montería, ya verás la provisión que tenemos.

—Otra cosa puede hacerse —observó el judío, queriendo granjearse el favor de los monteros—. Yo puedo enviar a York por las seiscientas coronas, de cierto depósito que está en mi poder, si el reverendo Padre tiene la bondad de firmar un recibo.

—Firmará lo que tú quieras —dijo el capitán—: y tú pagarás el rescate del Padre y el tuyo al mismo tiempo.

—¿Mi rescate? ¡Ah, valientes guerreros! —exclamó el judío—. ¿Qué rescate queréis del que no tiene sobre qué caerse muerto? Si me pedís cincuenta coronas, tengo que ir con un báculo en la mano mendigando de puerta en puerta.

—El Prior decidirá la cuestión —insinuó Locksley—. ¿Cuánto crees, padre Aymer, que puede pagar el judío?

—¿Cuánto? —respondió el Prelado—. Isaac de York tiene en sus arcas lo que bastaría para redimir a las diez tribus de Israel del cautiverio de los asirios. Pocos negocios he tenido con él; pero el mayordomo de casa ha tenido muchos, y dicen que el oro y la plata que hay en la habitación de ese perro son la ignominia de una nación cristiana. Todos los hombres de bien se escandalizan de' ver que se permite a esas sabandijas chupar la sangre del Estado, y aun la de la Iglesia. con sus usuras y extorsiones.

—¡Poco a poco, padre mío! —dijo Isaac—. Aplacad algún tanto vuestro colérico humor.

Vuestra reverencia ha de saber que yo no pongo a nadie el puñal al pecho para que tome mis escudos. Cuando el eclesiástico y el lego, el príncipe y el barón, el prior y el caballero llaman a la puerta de Isaac para pedirle dinero prestado, no usan de esos términos descorteses. "Amigo Isaac sácame de este apuro; cuenta con el pago. Isaac, buen Isaac, soy hombre perdido si no acudes en mi socorro". Pero cuando llega el término del pagaré y voy a pedir lo mío, entonces son los denuestos y las maldiciones de Egipto, y perro judío, y los demás primores.

—Prior —exclamó el capitán— judío o no judío, lo que ha dicho es la verdad pura. Pronuncia tú su sentencia, como él ha pronunciado la tuya. y hasta de injurias y vituperios.

—A no ser un latro famosus —dijo el prior— palabras que os explicaré en otro tiempo y lugar, no osaríais colocar en la misma línea a un judío y a un cristiano. Más, puesto que debo apreciar la libertad de ese hombre, digo redondamente que perjudicáis gravemente vuestros intereses si le dejáis ir por un besante menos de mil coronas.

—¡Fallo definitivo! —exclamaron los bandidos.

—Y sin apelación —dijo el capitán.

—¡El Dios de mis padres me socorra! —gritó Isaac—. ¿Queréis arruinarme de un golpe como el castillo de Frente de buey? He perdido a mi hija, ¿Y queréis que pierda hasta el último bocado de pan?

—Si has perdido a tu hija —replicó el prior— tendrás menos bocas que mantener.

—¡Ah, reverendo prelado —protestó Isaac— el estado que profesas no te permite saber lo que es amor de padre! ¡Oh Rebeca! ¡Hija de mi bien amada Raquel! ¡Si tuviera a mi disposición tantos cequíes cuantas hojas hay en estos árboles, todos los daría por saber si vives y si has escapado de las garras de aquel impío!

—¿No es pelinegra tu hija? —le preguntó uno de los bandidos—. ¿No llevaba un velo bordado de plata?

—Sí; esa es —respondió el anciano temblando de inquietud, como antes había temblado de miedo—. ¡Bendígate Jacob si puedes darme alguna noticia de la prenda de mi alma!

 

—Lo único que puedo decirte —continuó el montero— es que el templario la sacó del último encuentro, y que ya yo le había apuntado con la flecha cuando me detuvo el temor de herir a la dama.

—¡Ojalá —dijo el judío— la hubieses disparado aunque hubieses atravesado el corazón de la desventurada Rebeca! ¡Antes yazga en el sepulcro de mis padres que en los brazos del licencioso y sanguinario Bois-Guilbert!

—Amigos —exclamó el capitán— aunque ese hombre no es más que un judío, su angustia me llega al corazón. Di la verdad, Isaac; ¿has de quedar completamente arruinado si pagas mil coronas del rescate?

Isaac, volviendo a la consideración de su dinero, cuya afición a fuerza de un hábito inveterado luchaba en su alma con los impulsos del amor paterno, quedó pálido y confuso al oír esta pregunta; mas al fin no pudo menos de confesar que le quedaría algún sobrante.

—No importa —insistió Locksley— contigo no repararemos en pelillos; además, que, sin el auxilio de buenos sacos de escudos, tan difícil te será sacar a tu hija de las manos de Brian, como matar un ciervo con pelotas de lana. Pagarás la misma suma que el prior o, por mejor decir, cien coronas menos, las cuales serán disminuidas de la parte que me toca en tu rescate. Con eso evitaremos poner al judío en la misma clase que al prelado, y tendrás seiscientas coronas para tratar de libertar a tu hija. Bois-Guilbert es tan aficionado a los ojos negros como a la plata acuñada; date prisa a tentar la codicia de Brian antes que suceda alguna catástrofe. Según las noticias que me han traído mis compañeros, le encontrarás a pocas millas de aquí, en el castillo de su orden. ¿He dicho bien, amigos?

Los monteros expresaron su aprobación a las medidas tomadas por el jefe. Isaac, aliviado en parte de sus temores por los datos que había adquirido acerca del paradero de Rebeca y por la esperanza de rescatarla, se arrojó a los pies del generoso bandido, y quiso besar la guarnición de su gabán; más el capitán retrocedió, no sin darle muestras de desprecio.

—¡Álzate desdichado! —le dijo—. Yo he nacido en Inglaterra, y no gusto de esas postraciones a la turca. Arrodíllate delante de Dios y no delante de un pobre pecador, como yo soy.

—Aquí tienes a uno —insinuó el prior— que puede mucho con Brian de Bois-Guilbert. Entendámonos, y haré cuanto pueda porque te sea devuelta tu hija. Isaac lanzó un profundo suspiro, alzó las manos al cielo y se entregó a los excesos de su dolor. Locksley lo llamó aparte.

—Piensa bien —le dijo— lo que vas a hacer con este negocio. Si quieres seguir mis consejos, habla al prior. Es ambicioso, o a lo menos necesita tener barro a barro para sus profusiones. Fácilmente podrás satisfacerle, pues no creas que me alucinas con esa fingida pobreza. Conozco hasta las barras del arcón de hierro en que guardas las talegas. ¿Qué es del manzano que tienes en el jardín de York y de la piedra que está debajo, y que sirve de entrada a un escondrijo?

Al oír esto, el judío quedó pálido como la muerte.

—Pero nada ternas —continuó el capitán—. Años hace que nos conocemos. ¿Te acuerdas del montero que tu hermosa hija sacó de la cárcel de York, y que estuvo en tu casa hasta que restableció su salud? ¿Te acuerdas de la pieza de oro que le pusiste en la mano cuando se despidió de ti? Aunque eres un afortunado usurero, nunca empleaste tus fondos a más altos intereses pues aquella corta cantidad te ha producido hoy nada menos que quinientas coronas.

—¿Eres tú Dicón Tira-el-arco'?—preguntó Isaac—. ¡Por el Dios de Israel, que me pareció haber conocido tu voz!

—Yo soy Dicón Tira-el-arco —respondió el capitán— y soy Locksley, y todavía tengo otro nombre mejor que todos esos.

—Pero antes de todo —dijo el judío— debe decirte que te engañas en cuanto a lo de la piedra y el manzano. ¡Así me ayuden los profetas como es cierto que allí no hay más que algunas frioleras de poco valor! Si quieres, las partiré de buena gana contigo: cien varas de paño verde para gabanes como los que usa tu gente; cien estacas de boj de España y cien cuerdas de seda, duras, fuertes y bien torcidas. Dispón a tu gusto de todo eso, con tal que no hables a alma viviente del manzano ni de la piedra, querido Dicón.

—No desplegaré los labios sobre el asunto —prometió el capitán— y en cuanto a tu hija, cree que me duele su situación. Pero ¿qué he de hacer? Las lanzas de los templarios pueden más que nuestras flechas, y lo mismo nos barrerían que telarañas. Algo hubiéramos hecho por tu hija si antes hubiéramos sabido su aventura; más ahora sólo puedes salvarla con política. ¿Quieres que me entienda con el prior?

—Haz lo que quieras, buen Dicón —repuso el judío con tal de que me restituyas mi amada Rebeca.

—No vengas a interrumpirme —dijo el montero— con tu importuna codicia, y haré cuanto me sea dado en tu favor.

Locksley se separó del judío, mas éste le siguió como si fuera la sombra de su cuerpo.

—Prior Aymer —exclamó Locksley— dos palabras aparte. Por ahí dicen que eres jovial y caritativo; lo cierto es que nadie ha dicho de ti que seas opresor o tiránico. Aquí tienes a Isaac, que podrá desempeñar tu casa si consigues del Templario la libertad de su hija.

—¡Poco a poco! —dijo Isaac.—Ha de volver libre y tan honrada como cuando se separó de mí; si no, no hay nada de lo dicho.

—Isaac —dijo el montero— o callas, o se acabó mi mediación. ¿Qué dices a esto, prior Aymer?

—Digo —respondió el prelado— que el negocio es condicional porque si por un lado hago bien, por otro contribuyo a la felicidad de un judío, lo cual es contra mi conciencia. Sin embargo, si el israelita quiere contribuir a la reedificación de nuestro arruinado monasterio, tomaré a mi cargo la negociación del rescate de su hija.

—No nos paremos —dijo Locksley— (¡estate quieto, Isaac!) en cuarenta marcos más o menos.

—¡Pero, por el Dios de los cielos —observó el judío— buen Tira-el-arco!

—¡Buen judío, buen diablo de los infiernos! —dijo el montero perdiendo la paciencia—. ¿Quieres poner tus talegos miserables en la misma balanza que el honor y la libertad de tu hija? ¡Por las barbas de mi padre, que he de despojarte del último maravedí si sigues molestándome!

Isaac se cruzó de brazos y bajó la cabeza. El Prior preguntó.

—¿Y quién me sale garante de vuestras promesas?

—Cuando Isaac haya salido bien con su empresa por tu mediación —repuso el capitán— juro por San Huberto que he de verle con mis ojos pagar lo estipulado; y si no, las habrá conmigo. Más le valdría en este caso, haber pagado diez veces otro tanto.

—Bien está, judío —contestó Aymer—. Puesto que debo tomar cartas en el asunto, dame recado de escribir. Pero qué, ¿no hay pluma?

—En cuanto a pluma —dijo Locksley— yo podré facilitarte cuantas quieras.

Y viendo revolotear sobre su cabeza una bandada de ánades, apuntó al que iba delante, el cual cayó inmediatamente atravesado por una flecha.

—Aquí hay plumas —continuó— más de las que bastan para la provisión de tu monasterio por espacio de un siglo.

El Prior se sentó debajo de un árbol, y escribió con gran sosiego una epístola a su amigo; y habiéndola cerrado, se la entregó al judío, diciéndole:

—Esto te servirá de salvoconducto para Templestowe, y probablemente lograrás por su medio el rescate de la muchacha. Más cuenta con las proposiciones que haces para conseguirlo, porque el buen caballero Bois-Guilbert no hace nada sin cuenta y razón.

—¡A otra cosa! —dijo el montero—. Ya no tienes que hacer nada aquí, si no es firmar el recibo de las quinientas coronas de tu rescate. El judío será mi tesorero; y si llego a tener la menor noticia de que rehúsas el pago, juro que he de poner fuego al monasterio y todos vosotros habréis de ser reducidos a cenizas, aunque sepa que han de ahorcarme diez años antes.

El prior se puso a escribir de nuevo, aunque no de tan buena gana como antes, y extendió y firmó un recibo por valor de las quinientas coronas que el judío había de dar por su rescate, obligándose a pagar leal y exactamente.

—Y ahora —exclamó el Prior— tendréis la bondad de restituirme las mulas y palafrenes y los monjes que me acompañan, juntamente con las alhajas y ropa de mi uso, lo cual se halla comprendido en mi rescate.

—En cuanto a los monjes —dijo Locksley—, ahora mismo van a ser puestos en libertad, porque sería injusto detenerlos; también se te devolverán las mulas y palafrenes, con alguna plata menuda para que puedas continuar tu jornada. Mas por lo que hace a las ropas y alhajas, has de saber que somos hombres de conciencia, y no podemos permitir que un hombre de tu carácter lleve consigo esas vanidades mundanas.

—Mírate bien en ello —observó el Prior—, y considera que son bienes de un sacerdote y que se expone a terrible castigo todo seglar que los toque.

—Yo cuidaré de eso, reverendo padre —afirmó el ermitaño—, y tus alhajas, vendrán a mi poder.

—Hermano, o amigo, o lo que quiera que seas —dijo Aymer—, si en efecto has recibido órdenes sagradas, no sé qué cuentas darás a tu prelado de la parte que has tenido en esta fechoría.

—Amigo Aymer —respondió el anacoreta—, has de saber que toda la comunidad de mi convento se reduce a mi persona. y que nada tengo que ver con el arzobispo de York, ni con el abad de Jorvaulx y todo su capítulo.

—Eres irregular —dijo el prior—, y en ti estoy viendo uno de los muchos que se dan por eclesiásticos sin serlo, profanando los santos ritos, perdiendo las almas de los fieles, y dándoles piedras en lugar de pan.

—¡Dime lo que quieras! —repuso el ermitaño.

—¡Basta! —ordenó Locksley—. ¡Haya paz entre vosotros! Tú, prior, si quieres escapar con vida, no provoques la cólera de nuestro ermitaño; y tú, buena alhaja, no detengas más al reverendo Prelado.

Este consideró al fin que comprometía su dignidad disputando con el capellán de una gavilla de ladrones; juntóse con los otros monjes de su acompañamiento, y montó a caballo con menos pompa que cuando cayó en manos de los bandidos.

Sólo quedaba que arreglar la fianza que había de dar el judío, tanto por su rescate cono por el de Aymer. Viendo que era indispensable esta formalidad, firmó y selló una orden a uno de sus compañeros de York mandándole que pagase mil coronas al portador, entregándole al mismo tiempo las mercancías especificadas en la nota que iba junta.

—Mi hermano Sheva —dijo arrojando un profundo suspiro— tiene la llave de todos mis almacenes.

—¿Y la de la piedra que está debajo del manzano?—preguntó Locksley.

—¡Dios me libre —respondió Isaac— y no permita que se descubra jamás ese secreto!

—No será por mi boca —dijo Locksley—, con tal que ese papel produzca el efecto deseado. Pero ¿qué haces, Isaac? ¿Estás lelo? ¿No piensas en el peligro de tu hija?

—Sí —dijo el judío saliendo de la suspensión en que le había puesto la firma que acababa de echar—. Me voy sin detenerme. ¡Adiós, tú, a quien quisiera llamar buen hombre, y a quien ni quiero ni debo llamar malvado!

Antes que Isaac se separase de la cuadrilla el capitán le dio el consejo siguiente:

—Sé liberal en tus ofertas, Isaac, no te pares en dinero, si quieres sacar a tu hija de las garras de Brian de Bois-Guilbert. Créeme; el oro que rehúses por libertarla te ha de dar con el tiempo más tormentos que si cayera derretido en tu garganta.

Isaac convino con harto dolor de su corazón en la verdad de estas observaciones, y se puso en camino con dos monteros que debían guiarle y custodiarle en su jornada.

El caballero Negro, que había estado observando con el mayor interés todos estos procedimientos, se despidió de Locksley para marchar adonde sus arduos negocios le llamaban, y no pudo menos de expresar la sorpresa que le causaba el ver reinar tanto orden y disciplina entre gentes fuera de la protección ordinaria y del influjo de las leyes.

—El mal árbol, señor caballero —respondió el bandido—, suele dar frutos sazonados, y los malos tiempos traen consigo algunas buenas cosas. Entre los que ejercen esta vida desalmada y expuesta, creed que hay algunos moderados sentimientos y otros que lloran amargamente las circunstancias que les han obligado a tomar un partido tan contrario a sus principios.

—Quizás —replicó el caballero— estoy hablando con uno de esos últimos de que habéis hecho mención.

—Señor caballero —objetó el capitán— cada cual tiene sus secretos. Libre sois de formar de mí la opinión que gustéis y las conjeturas que más os agraden; pero ninguna de las flechas llegará al blanco. Yo no trato de penetrar en vuestros arcanos y no debéis ofenderos si no os descubro los míos.

 

—Vuestra reconvención es justa —dijo el caballero—, y os ruego que me perdonéis mi indiscreción. Quizás volveremos a vernos, y entonces será sin disfraces. Entretanto, creo que nos separamos buenos amigos.

—Aquí está mi mano en prenda —replicó Locksley—, y puedo decir que es la mano de un buen inglés, aunque bandido por ahora.

—Aquí está la mía —respondió el caballero—, y tengo a honra haberla apretado con la tuya. El que obra bien teniendo medios ilimitados de obrar mal, merece loor, no sólo por el bien que hace sino por el mal que evita, felicidades, y adiós, buen montero. Así se separaron aquellos dos aliados, y el de las negras bosque armas a caballo y desapareció en los circuitos del bosque.

XXVII

Dábase un espléndido banquete en el castillo de York, a que el príncipe Juan había convidado a todos los prelados, nobles y caudillos con cuyo socorro esperaba realizar sus miras ambiciosas y ocupar el trono de Ricardo Corazón de león. Waldemar Fitzurse, su diestro agente político, era el resorte secreto de toda aquella máquina y el que sostenía entre todos los partidarios el valor que era necesario para hacer una declaración pública de los intentos del Príncipe. Pero había sido forzoso diferir el último golpe por la ausencia de algunos miembros importantes de la confederación. El brío emprendedor e irresistible, aunque brutal e imprudente, de "Frente de buey"; el arrojo y la ambición de Mauricio de Bracy; la sagacidad, la pericia militar y el acreditado valor de Brian de Bois-Cuilbert, eran elementos indispensables para el buen éxito del plan, y mientras maldecían en secreto su importuna ausencia ni Juan, ni su favorito osaban dar un paso adelante sin su ayuda. También había desaparecido Isaac de York, y con él la esperanza de ciertas sumas que debían suministrar en virtud del contrato celebrado con el Príncipe. Todas estas circunstancias eran fatales a su partido en tan crítica y decisiva urgencia.

A la mañana del día siguiente de la destrucción del castillo de Frente de buey empezó a susurrarse en la ciudad de York que el Barón, Bracy, Brian y sus confederados habían perecido o caído en manos de sus contrarios. Waldemar fue el que dio la primera noticia al Príncipe Juan, indicándole sus temores de que tamaña desgracia hubiese provenido del ata que planteado por Bracy contra el Sajón y su familia. En otras circunstancias el Príncipe no hubiera visto en aquel atentado más que una risible niñería; pero como entonces se oponía, o a lo menos retardaba, la ejecución de sus miras, se puso aclamar violentamente contra los agresores, deplorando la infracción de las leyes y del orden público como hubiera podido hacerlo el mismo rey Alfredo.

—¡Inicuos raptores! —decía el Príncipe—. ¡Si llego a sentarme en el trono de Inglaterra, por las barbas de mi padre que he de colgarlos de las puertas de sus castillos!

—Para sentaros en el trono de Inglaterra —dijo Fitzurse—, es necesario no sólo que vuestra alteza pase por alto esos atentados, sino que conceda su protección a los que los cometen, a pesar de ese celo laudable en favor de las leyes que ellos están acostumbrados a quebrantar. ¡Buenos estarían nuestros negocios si los bellacos sajones vieran convertidas en horcas las puertas de los castillos de los barones normandos! Eso es lo que desean Cedric y todos sus partidarios. Vuestra alteza conoce que no podemos retroceder del punto a que hemos llegado; pero bien ve cuán peligroso sería un paso cuando nos faltan tan útiles cooperadores.

El Príncipe oyó con impaciencia estas observaciones, y se puso a pasear por el aposento con todos los síntomas de la inquietud y del despecho.

—¡Villanos! —decía—. ¡Traidores! ¡Haberme abandonado en este apuro!

—Locos y desacordados más bien merecen llamarse —dijo Waldemar—; insensatos que se divierten en frioleras, y dejan el negocio más importante.

—¿Qué hemos de hacer? —dijo el Príncipe parándose delante del consejero.

—No sé que se pueda hacer otra cosa —respondió éste —que lo que ya he dispuesto. Ni soy hombre de los que se ponen a declamar contra la mala suerte antes de haber hecho todo lo posible para mejorarla.

—¡Eres el ángel de mi guarda —dijo el Príncipe—, y si tengo la dicha de que no me falten tus consejos, el reinado de Juan será famoso en los anales de esta isla! Refiéreme las disposiciones que has tomado.

—He dado orden a Luis Winkelbrand, teniente de Mauricio, que toque a botasillas, tremole el pendón y marche al castillo de Frente de buey a dar cuanto socorro pueda a nuestros amigos.

El príncipe Juan enrojeció de cólera, como si acabara de recibir un insulto.

—¡Por la Virgen Santa —dijo—, te has atrevido a mucho! ¡Tocar clarín y desplegar bandera en una ciudad en que se halla el príncipe Juan, y sin su consentimiento!

—Pido a vuestra alteza mil perdones —replicó Fitzurse, maldiciendo interiormente la pueril vanidad de su protector—; pero cuando urgen tanto las circunstancias, y cuando puede ser tan fatal la pérdida de un minuto, no he vacilado en tomar a mi cargo esta disposición, que he juzgado necesaria a vuestros intereses.

—Te perdono, Fitzurse —dijo el Príncipe—, porque conozco la rectitud de tus intenciones. Mas ¿quién es Este que se acerca? ¡Bracy es, voto a tantos; y cierto que viene en buen estado!

Era Bracy, en efecto, y su persona y su atavío denotaban La borrasca anterior. Iba cubierto de lodo desde el crestón hasta la espuela, rota y ensangrentada la armadura, sin espada al cinto, y con todas las señales de un guerrero que ha salvado la vida a expensas del honor o de la libertad. Se quitó el yelmo de la cabeza, lo colocó sobre un mueble, y se mantuvo algún rato en silencio como si necesitara cobrar aliento para referir las tristes nuevas de que era portador.

—Bracy —exclamo el Príncipe—, ¿qué significa todo eso? ¿Se han rebelado los sajones? ¿Qué te ha sucedido?

—¡Habla, Bracy! —dijo Fitzurse casi al mismo tiempo que el príncipe—. ¿Eres hombre, o gallina? ¿Dónde están "Frente de buey" y el Templario?

—El Templario —contestó Bracy— ha huido; "Frente de buey" ha muerto asado en las llamas que han consumido su castillo. Yo sólo he escapado con pellejo para traeros las noticias.

—¡Y bien frío me dejan —repuso el Príncipe—, aunque tanto hablas de incendio y de llamas!

—Aún no sabéis lo peor —respondió Bracy; y acercándose al Príncipe, le dijo en voz baja y enfática—: ¡Ricardo está en Inglaterra! ¡Le he visto y he hablado con él!

El Príncipe quedó pálido como la cera y se apoyó en el espaldar de un sillón como si acabase de recibir un dardo en el pecho.

—¡Sueñas, Bracy! —exclamó Fitzurse—. ¡No puede ser!

—Es tan verdad como la verdad misma —respondió el normando—: He hablado con él, y he sido su prisionero.

—¿Con Ricardo Plantagenet? —preguntó Fitzurse.

—Con Ricardo Plantagenet —replicó Bracy—; con Ricardo Corazón de león, con Ricardo de Inglaterra.

—¿Y has sido su prisionero? —repuso Waldemar— ¿Conque tiene fuerzas a su mando?

—No: algunos monteros estaban con él, pero no le conocían. Le oí decir que iba a separarse de ellos muy en breve, puesto que sólo se les unió para atacar el castillo de Reginaldo.

—Esa es la manía de Ricardo —observó Fitzurse—; caballero andante, errando de aventura en aventura y fiándolo todo a la punta de la espada como Tirante el Blanco o Palmerín de Inglaterra, mientras peligran su persona y los negocios del Estado. Y tú, ¿qué piensas hacer, Mauricio?

—¿Yo? Ofrecí el servicio de mis lanceros a Ricardo, y no quiso admitirlos. Mi proyecto es apretar espuelas con los míos hacia el puerto más próximo, y no parar hasta Flandes. Gracias a Dios todo está revuelto en Europa, y un hombre como yo sabe aprovecharse de estas tormentas. Créeme, Waldemar, tu cabeza pende de un hilo. Deja aparte la política, empuña el acero y vente conmigo a ver lo que la suerte nos depara.