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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Así perezcan —dijo el Templario— todos los enemigos de mi Orden!

Y aprovechándose del terror que había producido la muerte del sajón, gritó a los suyos que le siguiera el que quisiera escapar con vida; y partió a la carrera hacia el puente levadizo, dispersando a los enemigos que le hacían frente. Detrás pasaron sus esclavos sarracenos y algunos pocos de los soldados de la guarnición a caballo.

Su retirada fue algo peligrosa, por el gran número de flechas que los monteros les dispararon; mas, a pesar de todo, llegaron al pie de la barbacana, de que Brian suponía que Bracy había tomado posesión, según el plan concertado entre ellos anteriormente.

— ¡Bracy, Mauricio de Bracy! —gritó el Templario— ¿Estás ahí?

—¡Aquí estoy —respondió el normando—; pero soy prisionero!

—¿Puedo libertarte? —le preguntó el Templario.

—¡No —repuso Bracy—; me he rendido a discreción, y seré fiel a mi palabra! ¡Escapa como puedas, que hay moros en la costa! Pon la mar de por medio, y no puedo decirte más por ahora.

—Está bien —dijo Brian—; y si no volvemos a vernos, acuérdate de que he cumplido mi palabra. ¡Haya moros en la costa y venga si quiere toda la morería, que a fe que no me alcanzarán en el castillo del Temple! ¡Allá voy volando como el pájaro al nido!

Dicho esto echó a correr con sus esclavos, Rebeca y los pocos de la guarnición que se le habían agregado.

Los que habían quedado en la fortaleza por falta de caballos continuaron resistiendo desesperadamente a los sitiadores después de la fuga del Templario, vendiendo cara la vida, pues sabían que no les sería perdonada. El fuego cundía rápidamente por todas las partes del castillo, y Urfrida, que lo había encendido, apareció en lo alto de una de las torres, semejante a una de las furias infernales.

Ya el incendio había vencido todos los obstáculos, y alzaba hasta los cielos una masa inmensa de esplendor que iluminaba muchas millas a la redonda. Las torres se desplomaban una a una, y sus ruinas y el maderaje encendido que caía al patio arrojaron de él a los guerreros que aún lo ocupaban. Los pocos vencidos que habían escapado de la destrucción universal huyeron a los bosques inmediatos. Los vencedores reunidos en numerosas cuadrillas miraban con asombro y no sin algún temor aquel espantoso fuego. Durante gran rato se vieron las frenéticas contorsiones de Urfrida, que se mantenía en la misma torre en que al principio se había colocado, alzando los brazos en señal de júbilo, cono si se enseñorease sobre las llamas que su venganza había producido. Al fin hundióse la torre con fragoroso estrépito, y la insana pereció en el mismo fuego que había consumido a su opresor. Siguióse a esta catástrofe un silencio de horror durante el cual los monteros permanecieron inmóviles. La voz de Locksley fue la primera que se oyó.

—¡Amigos —exclamó—, ya no existe la caverna de la tiranía! ¡Apodérese cada cual de los despojos que pueda, y vayan todos a la encina grande que es el punto general de reunión! ¡Mañana al romper el día se hará el justo reparto entre nosotros y los valientes aliados que nos han ayudado en tan honorífica empresa!

Los primeros albores del día penetraban ya entre las vacilantes sombras de la espesura, brillaban en las frondosas ramas las perlas del rocío matinal, la cierva conducía al cervatillo de la enmarañada maleza al herboso y florido prado, y el venado, sin temor a la hecha del cazador, se paseaba orgulloso a la cabeza de la alegre manada.

Los monteros estaban ya reunidos debajo de la gran encina donde habían pasado la noche; los unos entregados al sueño, los otros en torno de la bota de vino; aquéllos refiriendo los sucesos y proezas del día anterior, y éstos calculando la parte que les tocaría del botín que estaba ya en manos y a disposición del capitán.

Los despojos habían sido ciertamente cuantiosos, porque, aunque mucho se había perdido en las llamas, los monteros a quienes no detenía ningún peligro cuando tenían a la vista la esperanza de algún galardón habían recogido una gran cantidad de plata labrada, de ricas piezas de armadura y de telas costosas y exquisitas. Sin embargo, tan estrechas eran las leyes y prácticas de su sociedad que ninguno osó apropiarse la parte más pequeña del botín del cual se había hecho una masa general para ser distribuida por el caudillo.

XXVI

El punto de reunión, como ya hemos dicho, era una añosa encina; no la misma a que Locksley había conducido a Wamba y a Gurth en su primer encuentro, sino otra que estaba en el centro de un frondoso anfiteatro a media milla de distancia de la demolida fortaleza de Frente de buey. Allí tomó asiento Locksley en un trono de césped erigido bajo las ramas del árbol. Rodeábanle sus compañeros, y él colocó al caballero del Candado a su mano derecha, y a Cedric a su izquierda.

—Perdonad esta libertad, nobles señores —dijo el montero—; mas debéis de saber que yo soy monarca en estos dominios, y mis ásperos y agrestes vasallos dejarían muy pronto de obedecerme si me viesen ceder a otro hombre el puesto a que ellos me han elevado. Ahora bien, señores; ¿dónde está nuestro capellán? ¿Dónde está el anacoreta? ¿Nadie ha visto al ermitaño de Copmanhurst? ¡No quiera Dios, que se haya dormido junto a la bota de vino! ¿Quién le ha 1 visto después de la toma del castillo?

—Yo le vi —dijo el molinero— a la puerta de la bodega de "Frente de buey" jurando que había de probar del vino de Borgoña del Barón.

—¡Los santos del cielo —dijo Locksley— le hayan libertado de la hora en que se desplomaron las ruinas de la fortaleza! Vamos, molinero, toma contigo algunos hombres y búscale por todas partes. Saca agua del foso y viértela hacia el sitio en que le viste. Si es preciso, hemos de levantar todas las piedras del castillo hasta dar con él.

La docilidad con que se prestaron el molinero y los que le acompañaban a ejecutar las órdenes del capitán en el momento interesante de repartirse los despojos manifestaba cuánto se interesaban todos los de la cuadrilla por su digno compañero.

—No perdamos el tiempo —continúa Locksley—, porque cuando se propague la fama de esos sucesos, las partidas de Bracy, de Malvoisin y de los otros amigos de "Frente de buey" acudirán a vengar este agravio y ya será tiempo de pensar en nuestra seguridad. Noble Cedric —añadió volviéndose al Sajón—, este despojo está dividido en dos porciones: elige la que más te acomode para recompensar a tus vasallos que nos han ayudado en esta empresa.

—Buen montero —respondió Cedric— mi corazón está oprimido de dolor. El ilustre Athelstane de Coningsburgh no existe y era el último retoño de la real familia de Eduardo. Con él han perecido esperanzas que no volverán a florecer. La centella que ha apagado su sangre no volverá a encenderse. Mi gente, excepto los pocos que están aquí conmigo, aguardan mi presencia para transportar sus restos mortales al último domicilio. Lady Rowena desea con impaciencia volver a Rotherwood, y tiene que ser escoltada con fuerza suficiente. Ya hubiera yo debido ponerme en camino; sólo aguardaba, no la distribución del botín, porque así Dios me ayude ni yo ni ninguno de los míos tocará el valor de un besante; aguardaba la ocasión de darle las más sinceras gracias a ti y a esos valientes monteros por la vida y el honor que me habéis salvado.

—Nosotros no hemos hecho nada más que la mitad de la obra —dijo Locksley—; vuestros vecinos y criados deben tener también su recompensa.

—Gracias a Dios —dijo Cedric—, tengo con qué recompensarles sin privaros de vuestro galardón.

—Y algunos —dijo Wamba— se han recompensado por sus manos; no todos se vuelven a sus casas con los bolsillos vacíos; no todos llevan gorra con cascabeles.

—Han hecho bien —repuso el montero—. El rigor de nuestras leyes no habla más que con nosotros.

—Pero a ti, fiel servidor —dijo Cedric volviéndose a Wamba—, ¿cómo podré pagarte debidamente? ¡A ti, que has presentado las manos a las cadenas y te has expuesto a la muerte por salvarme! ¡Todos me abandonaban y tú te sacrificabas por mí!

Al decir estas palabras asomaron las lágrimas a los ojos de Cedric, señal de ternura que ni aun la muerte de su amigo Athelstane le había arrancado.

Pero en la impremeditada lealtad del bufón había cierta cándida sensibilidad que le llegó al corazón mucho más que el dolor y la pesadumbre.

—Si con tus lágrimas excitas las mías —dijo Wamba esquivándose de las caricias de su amo—, me verás hacer pucheros, y entonces se acabaron mis bufonadas y tendré dejar el oficio. Pero tío, si quieres realmente hacerme, favor, concede un perdón generoso a mi camarada Gurth te ha robado una semana de servicio para consagrarse al de hijo.

—¡Perdonarle! —exclamó el Sajón—. No por cierto ¡Recompensarle como lo merece! Arrodíllate Gurth. —porquerizo obedeció inmediatamente—. Ya no eres siervo vasallo —dijo Cedric tocándole con una vara—. Hombre libre eres en poblado y despoblado; en la pradera y en el bosque, dueño de una hacienda que te doy y concedo en mis estados de Walbrugham, para ti y para tu descendencia de generación en generación, ¡y maldiga Dios al que a esto se oponga!

Gurth se alzó del suelo y dio tres saltos en señal de alegría por el beneficio que acababa de recibir.

—¡Venga una lima! —exclamó—. No más argolla en d cuello de un hombre libre. Noble Cedric, doble fuerza medí la libertad y con doble valor pelearé en defensa tuya y de la tuyos. Este corazón nació para la libertad; ahora se halla en su elemento. Fangs, ¿me conoces?—dijo al fiel can, que viendo tan alegre a su amo se puso a saltar y ladrar como en celebridad de su buena dicha.

—Fangs y yo —dijo Wamba— te conocemos todavía aunque uno y otro llevamos argolla al pescuezo. Dentro de poco ni tú conocerás a nadie ni te conocerás a ti mismo.

 

—Antes me olvidaré de mí mismo que de ti, —dijo Gurth—. Y si fueras capaz de hacer uso de tu libertad, estoy seguro de que nuestro buen amo te la concedería.

—No —dijo Wamba—, no creas que te la envidio. El siervo se calienta al hogar, mientras el libre da y recibe porrazos en el campo; y, como dice el sastre de mi lugar, mejor está el necio en el banquete que el cuerdo en la batalla.

Oyéronse a la sazón pasos de caballos, y apareció lady Rowena en medio de un gran acompañamiento de jinetes y de otra más numerosa escolta de infantes, que anunciaron su llegada con el choque de las picas y de los arcos. Iba magníficamente vestida, y montaba un palafrén alazán, sobre el cual lucía su majestuosa persona, notándose tan sólo en sus mejillas la palidez que sus últimos padecimientos le habían producido.

Leíase en su frente, con los restos de su pasada agitación, la vivificante esperanza del porvenir y la satisfacción de verse libre de tantos infortunios. Sabía que Ivanhoe estaba seguro y que Athelstane había muerto. La primera noticia había llenado corazón de alegría; y si no le causaba una viva satisfacción la segunda, a lo menos debe perdonársele que celebrara verse exenta de importunidades y disgustos en el único punto sobre el cual sus ideas no convenían con las de su tutor Cedric.

Cuando Rowena dirigió su caballo hacia el sitio en que estaba Locksley con sus compañeros, todos se levantaron impulsados por un instinto de respeto y cortesía. La noble doncella los saludó inclinándose repetidas veces, sus doradas trenzas se mezclaron con la ondeante crina de su caballo. La gratitud y el júbilo enrojecieron sus mejillas. Expresó en pocas y comedidas palabras su agradecimiento a todos los que habían contribuido a su rescate.

—¡Dios os bendiga! —díjoles al concluir—. ¡Dios y la Virgen os bendigan, os galardonen de los riesgos que habéis tenido por acudir a la defensa de los agraviados! Si alguno de nosotros tiene hambre, Rowena le dará pan; si tiene sed, Rowena le dará vino y cerveza; si los normandos os arrojan de estos bosques, Rowena tiene cotos en que todos podréis cazar a vuestras anchas.

—¡Gracias, noble dama —dijo Locksley—; gracias en nombre de mis compañeros y en el mío! La mayor de nuestras recompensas es haber contribuido a vuestra seguridad. Muchos desaguisados hemos hecho en estas malezas; mas no dudamos que nos sean perdonadas en premio del servicio con que os hemos probado nuestro afecto.

Rowena les hizo otra cortesía y volvió riendas con ánimo de ponerse en camino hacia Rotherwood; pero detúvose un momento mientras Cedric se despedía de los monteros, y se halló inesperadamente cerca del prisionero Bracy. Estaba debajo de un árbol entregado a tristes meditaciones, cruzados los brazos, y tan distraído, que ella pasó a su lado creyendo que no la había visto. Mas el normando alzó los ojos y no pudo menos de cubrirse de rubor al verla tan cerca. Quedó turbado y sin saber qué hacer; al fin se adelantó, detuvo al caballo por la rienda e hincó una rodilla en tierra.

—¿No se digna lady Rowena —dijo— echar una mirada a un caballero sin libertad y a un soldado sin honor?

—Señor caballero —respondió la doncella sajona—, empresas como la vuestra deshonran más si se llevan a cabo que si se frustran.

—Sin embargo —respondió Bracy—, la victoria echa un velo sobre las faltas que le han precedido. Sólo deseo saber si lady Rowena quiere perdonar un atentado hijo de una pasión fatal, y asegurarle que pronto sabrá si Bracy es capaz de emplearse en empresas más nobles.

—Os perdono —dijo lady Rowena—; mas lo que no perdono es la miseria y la desolación que vuestro desacuerdo ha ocasionado.

—¡Deja esas riendas! —dijo Cedric, que a la sazón se aproximaba. — ¡Por el sol que nos alumbra si no fuera mengua había de clavarte al suelo con una jabalina; pero día llegará, Mauricio de Bracy, en que las pagues todas juntas!

—Bien puede amenazar a sus anchas —respondió el normando— quien amenaza a un cautivo. ¡Proeza digna de un sajón!

Retiróse al decir esto y dejó pasar a Rowena.

Antes de separarse de sus aliados, Cedric manifestó su especial agradecimiento al caballero del Candado y le hizo las más vivas instancias para que le acompañase a Rotherwood.

—Bien sé —le dijo— que vosotros los caballeros andantes no queréis más fortuna que la que os adquiere la punta de la lanza y que no os curáis de bienes ni de haciendas. Pero La guerra es una dama caprichosa, y bueno es tener un rincón donde meterse en caso de que haya descalabro en las aventuras. En Rotherwood tienes uno a tu disposición, noble guerrero. Cedric posee lo bastante para reparar las injusticias de la suerte, y todo lo suyo es de sus libertadores: Ven, pues, a mi piorada, no cono huésped, sino como hijo, como hermano.

—Harto bien me habéis hecho —respondió el de las negras armas— mostrándome las virtudes que abriga el pecho de un sajón. Iré a Rotherwood, y pronto; mas por ahora me lo impiden negocios graves y urgentes. Quizás cuando nos veamos en tu morada te pediré una gracia que pondrá a prueba tu generosidad.

—Antes que la pidas cuenta con todo lo que de mí puedas desear —respondió el Sajón apretando en sus manos la del caballero—. Cuenta con ello, aunque importe la mitad de, mi hacienda.

—No empeñes tan ligeramente tu palabra —dijo el paladín—, aunque espero conseguir mi demanda sin comprometer tus bienes ni honor. ¡Adiós hasta entonces!

—Sólo me queda que decirte —añadió Cedric— que durante las exequias del noble Athelstane fijaré mi residencia en el castillo de Coningsburgh. Aquellas puertas estarán abiertas a todo el que quiera participar del fúnebre banquete y no se cerrarán para quien tan animosamente se esforzó, aunque en vano, por salvar al ilustre joven de las cadenas y del hierro de los normandos. Dígolo en nombre de la noble Edita, madre del difunto Príncipe.

—Y cuenta —dijo Wamba que ya había tomado el puesto acostumbrado junto a su señor— cuenta que el convite será suntuoso, y es lástima que no asista a él Athelstane.

Esta chanza hubiera costado cara al bufón si Cedric no hubiera tenido presente los últimos servicios que le había hecho.

Rowena saludó cortésmente al del Candado, Cedric le repitió sus ofertas, y toda la comitiva tomó a paso acelerado el camino de Rotherwood.

Apenas se habían separado del sitio en que quedaban sus amigos, cuando vieron una procesión que marchaba en la misma dirección que ellos por entre las verdes calles de la selva. Eran los monjes de un monasterio inmediato, que acompañaban el cadáver de Athelstane entonando los salmos y oraciones que la Iglesia dedica al sufragio de las almas. Llevaban el ataúd los servidores de la ilustre familia, y se encaminaban al castillo de Coningsburgh para depositar los restos mortales del Barón en la misma bóveda en que reposaban los de su progenitor Engisto. Al saber la noticia de su muerte cauchos de sus vasallos se habían unido al triste acompañamiento y seguían al ataúd dando muestras del dolor que aquella pérdida les ocasionaba. Los monteros se pusieron en pie, tributando a la muerte el mismo homenaje espontáneo y respetuoso que antes habían tributado a la hermosura. El canto pausado y melancólico de los religiosos les trajo a la memoria los compañeros que habían perdido en los combates del día anterior; pero semejantes recuerdos no duran mucho en hombres acostumbrados a una vida de aventuras y peligros y que el eco de los himnos fúnebres se hubieran perdido en los circuitos de la espesura, los monteros estaban de nuevo ocupados en la distribución de su botín.

—Valiente y noble caballero —dijo Locksley al del Candado—, esforzado adalid, sin cuyo buen corazón y generosa intrepidez no hubiéramos conseguido, el triunfo de que gozamos; ¿Os dignáis escoger entre estos despojos lo que más pueda conveniros, siquiera para que os sirva de recuerdo de los humildes monteros que han tenido la honra de pelear a vuestro lado?

—Acepto la oferta —dijo el caballero— con la misma franqueza que la dictas: permitidme disponer de sir Mauricio de Bracy.

—Tuyo es —respondió Locksley—; y bien puede darte las gracias que a no ser por tu mediación, él y todos los compañeros libres que cayeron en nuestras manos penderían de esas encinas como bellotas. Pero es tu prisionero, y está seguro y lo estaría aunque hubiera dado muerte a mi padre.

—Mauricio de Bracy —dijo el caballero—, eres libre y puedes irte cuando quieras. El que tiene tu suerte en sus manos es demasiado altivo para vengarse de lo pasado, pero cuenta con lo porvenir si quieres evitar un castigo algo más severo. Mauricio, ten presente esta lección. Bracy se inclinó profundamente sin despegar los labios y se retiró del grupo que formaban los monteros, los cuales prorrumpieron en un grito general de burla y de execración. El orgulloso normando se volvió a ellos, y con su acostumbrada actitud de soberbia y altanería:

—¡Callad —les dijo—, cobardes podencos que ladráis al ciervo herido y os morís de miedo cuando le veis correr por el bosque! ¡Bracy desprecia vuestros aullidos, copio hubiera tenido a menos merecer vuestros aplausos! ¡Volved a las cavernas, ladrones desalmados, y no despleguéis los labios si se pronuncia el nombre de un caballero a una legua a la redonda de vuestras guaridas!

Este importuno desafío hubiera granjeado al normando una descarga cerrada de flechas, a no haberlo estorbado el capitán de la cuadrilla. El caballero tomó por la brida a uno de los caballos que se habían cogido en las cuadras de "Frente de buey", montó en él apresuradamente, y echó a correr por la primera vereda que encontró.

Cuando se apaciguó el rumor que aquel incidente había ocasionado, Locksley se despojó del rico tahalí y del cuerno que había ganado en el tiro al blanco del torneo de Ashby.

—Noble caballero —dijo al del Candado—, si no miras con desdén una prenda de mi uso, ruégote que conserves ésta para recuerdo del valor que has manifestado en tan memorable aventura; y si consientes en ello y, como sucede ordinariamente a los de tu profesión, te hallas en algún lance apurado en estos alrededores, toca estas palabras con el cuerno. Así: Wa-sa-hoa, y quizás no faltará quien acuda a tu socorro.

Entonces aplicó el cuerno a los labios y repitió muchas veces el toque, hasta que el caballero lo hubo aprendido.

—Con todo mi corazón te agradezco tu regalo —dijo el caballero—. No podré recibir auxilio más eficaz ni más de mi gusto que el que me deis tú y tus arrojados monteros.

Enseguida tocó el cuerno del mismo modo que se lo había enseñado Locksley.

—Perfectamente —dijo éste—. Bien se echa de ver que tanto entiendes de montería cono de guerra. Apuesto a que has sido buen cazador en tu tiempo. Camaradas, acordaos de este toque que es desde ahora en adelante propio y peculiar del caballero del Candado. El que lo oiga y no acuda inmediatamente será azotado por mis manos con la cuerda de mi arco.

—¡Viva nuestro capitán! —gritaron con entusiasmo todos los monteros—. ¡Viva el caballero Negro del candado, y quiera Dios que se sirva de nosotros cuanto antes para que vea si acudimos en su ayuda!

Locksley procedió Enseguida a la distribución del botín, lo que ejecutó con la más escrupulosa imparcialidad. Puso a un lado la décima parte para el tesoro público; otra porción fue destinada a un fondo común de reserva; otra para las viudas e hijos de los que habían perecido en la acción y para el entierro y sufragios de los que no habían dejado familia. Lo demás se repartió entre los bandidos según la clase y servicios de cada cual. Cuando sobrevenía alguna— duda, el capitán decidía con gran madurez y prudencia, y su decisión era recibida con sumisión y sin réplica. El caballero Negro observaba con extrañeza y admiración la equidad y justicia que reinaba en aquellos hombres desalmados; y todo cuanto oía y notaba aumentaba la idea que ya había formado del ingenio y sensatez de su jefe.

Cada uno de los monteros se apoderó de la parte que le correspondía. El que hacía de tesorero, acompañado de cuatro hombres, llevó la porción del fondo común al sitio en que solían ocultarlo.

—¿Dónde —dijo Locksley— estará nuestro ermitaño? No suele estar ausente cuando cada uno debe tomar lo que le toca. A su cargo debe correr esta parte. También nos hallamos con un monje prisionero que no tardará en venir, y quisiera que nuestro ermitaño estuviera aquí para tratarle con el debido respeto. Dudo que vuelva a aparecer.

—Mucho lo sentiría —dijo el del Candado—, puesto que le soy deudor de una noche de alegre hospitalidad. Vamos todos a las ruinas del castillo y quizás sabremos algo de su paradero.

 

Al terminar esta conversación se oyó una gritería que anunciaba la llegada del mismo cuya ausencia causaba tanta inquietud, y no tardó en resonar la voz estrepitosa del ermitaño de Copmanhurst mucho antes que se descubriese su persona.

—¡Plaza, plaza, buena gente! —gritó—. ¡Plaza a vuestro ermitaño y a su prisionero! ¡Ya estoy con los míos, y vengo como un águila con la presa en las garras! —Y al decir esto penetró por el círculo de monteros que le habían salido al encuentro. Y se presentó echando plantas delante del capitán, con la partesaria en una mano y en la otra una cuerda con que conducía atado por el cuello al abatido y desventurado judío Isaac de York—. ¿Dónde está Allan-a-Dale, nuestro juglar? ¡Por San Hermenegildo, que merezco ser inmortalizado en uno de sus cantos!

—¡Hombre del Diablo —dijo Locksley—, apuesto a que ya habrás echado un trago esta mañana! Pero ¿quién es ese que traes contigo?

—Un cautivo —respondió— de mi espada y de mi lanza; o por mejor decir, de mi arco y de mi partesana; cautivo, es verdad, pero redimido por mí de peor cautiverio. Responde judío: ¿no te he rescatado de las garras de Satanás? ¿No me prometiste que te harías ermitaño?

—¡Por amor de Dios! —exclamó el hebreo—. ¿No hay quien me saque de las manos de este loco... quiero decir, de este respetable varón?

—¿Cómo es eso? —dijo el ermitaño—. ¿Volvemos a las andadas? ¿Quieres que te friamos en una sartén como infiel relapso? ¡Vamos, Isaac; no nos andemos en chanzas y acuérdate de mis consejos!

—¡Dejémonos de profanar las cosas santas! —ordenó Locksley—. Dinos dónde has encontrado ese prisionero.

—¿Dónde había de ser, sino en la bodega? —dijo el ermitaño—. Allí se dirigieron mis primeros pasos, con designio de libertar del incendio los preciosos huéspedes de tan respetable sitio; y en efecto ya había puesto a salvo un pellejo de vino añejo e iba a llamar a alguna de estas buenas alhajas, que siempre están listos en tales ocasiones, para que me ayudaran en tan importante obra cuando di con una puerta cerrada que me llamó la atención. Aquí está, sin duda, dije para mi sayo, lo más rico y escogido de la cueva; y el bribón del mayordomo asustado con la pelotera se ha dejado la llave en la cerradura. Abro, ¿y qué encuentro? Varias colgaduras de cadenas mohosas y este perro judío que inmediatamente se entregó a discreción. No hice más que echar dos o tres tragos con el hebreo para recobrar las fuerzas que en la batalla había perdido y traté de sacarle de allí para ponerle en vuestras manos, cuando... izas!..., la torre se vino abajo con horrible estruendo, las ruinas se amontonaron a la puerta y me dejaron sin tener por dónde salir. Tras aquélla cayó otra y crecieron los obstáculos. Viéndome sin esperanza y no pareciéndome honroso salir de este mundo en compañía de un judío alcé la partesana para despacharle; pero compadecido de sus canas preferí atacarle con las armas espirituales. ¡Gracias a San Dustán bendito, la semilla ha caído en buen terreno! Bien es verdad que le hablé con irresistible elocuencia. Sin embargo, al fin me sentí bastante intercadente; o si no, ahí están Gilberto y Wibaldo que no me dejarán mentir.

—Verdad es —asintió Gilberto—. Cuando, con la ayuda de Dios y de nuestros puños desembarazamos los escombros y pudimos entrar en la bodega, el cuero estaba medio agotado; el judío, medio muerto, y el amigo, más que medio intercadente, como él dice.

—¡Mientes y remientes! —dijo el ermitaño—. Vosotros fuisteis los que os bebisteis la mitad del cuero, diciendo que era para matar el gusano. ¿No lo habría yo reservado para regalo de vuestro capitán? Pero todo esto importa poco. Lo cierto es que el judío entiende todo lo que le he explicado.

—Judío —preguntó el capitán—, ¿es eso verdad?

—¡Así os apiadéis de mi suerte —dijo Isaac— como no he entendido ni una sola palabra de lo que ese hombre ha estado explicándome durante toda esta terrible noche! ¡El miedo, el espanto, el dolor se habían apoderado de mi alma en términos que aunque el padre Abraham hubiera venido a exhortarme, me hubiera encontrado sordo a sus avisos!

—¡También tú mientes y remientes, hebreo! —replicó el ermitaño—. Mis palabras hicieron mella en ti; y por más señas, que prometiste cederme todos tus bienes.

—¡Así logre yo lo que deseo —exclamó el judío, más asustado que nunca— como es cierto que semejantes palabras no han salido de mis labios! ¿Qué ha de dar quien nada tiene? ¡Quizás ni aun mi hija tengo a la hora presente! ¡Compadeceos de mi suerte, buenos señores, y dejadme ir a llorar mis cuitas!

—No —dijo el ermitaño—; si no cumples tu promesa tenéis que hacer penitencia.

Y diciendo estas palabras alzó la alabarda, y ya iba a descargarla sobre el pobre Isaac, cuando le detuvo el caballero del Candado.

—¡Por Santo Tomás de Canterbury —exclamó el fingido ermitaño, resentido por esta acción—, que yo te enseñaré a meterte en negocios ajenos, por más fuerte que sea esa olla que te cubre los cascos!

—¡No te enfades —respondió el caballero—; ya sabes que somos compañeros y amigos!

—¡No hay más amigos! —dijo el ermitaño.

—¿Cómo es eso? —repuso el caballero, que parecía tener gusto particular en provocar a su huésped—. ¿Has olvidado que yo fui quien te indujo a quebrantar el voto de abstinencia con el pastel y el pellejo de marras?

—¡Es verdad! —dijo el ermitaño—. Y si entonces te hice aquel regalo, ahora estoy dispuesto a hacerte otro que no ha de saberte a almendras.

Y diciendo esto le amenazó con el puño cerrado.

—No lo acepto —replicó el de lo negro—, a menos que tú resistas mi golpe si yo resisto el tuyo.

—¡Manos a la obra! —dijo el ermitaño.

—¡Hola! —gritó el capitán—. ¿Peleas debajo de la encina que es nuestro cuartel general?

—No es pelea —dijo el caballero—, sino una chanza amistosa. ¡Vaya, amigo; da si te atreves, y aguanta si puedes!

—¡Gran ventaja tienes en el puchero que te guarece la cabeza —gruñó el ermitaño—; pero de nada te valdría, aunque fuese el mismo Goliat!

Al decir esto se desnudó el brazo, y haciendo un vigoroso esfuerzo lanzó al caballero un puñetazo que hubiera podido derribar a un toro. Mas su adversario se mantuvo firme como una roca. Los monteros admiraron y aplaudieron su extraordinaria fortaleza.

—Ahora —dijo el del Candado quitándose el guantelete de acero—, si te llevé alguna ventaja en la cabeza, no quiero tenerla en la mano. Toma esta friolera, y no te dobles si puedes.

—¡Genam meam dedi vapulatori! —contestó el anacoreta— ¡Es decir, que he caído en las garras del lobo! ¡Da recio, y si me tumbas, tuyo es el rescate del judío!

Esto dijo el ermitaño, y se preparó a recibir el ataque de su antagonista; el cual, aunque se las había con un hombre robustísimo y acostumbrado a semejantes hazañas, no tardó en hacerle medir el suelo con su persona. Los bandidos confesaron unánimemente que había pocos hombres en Inglaterra capaces de hacer otro tanto. El ermitaño se alzó sin muestras de resentimiento.

Terminado este episodio, tan propio de las costumbres de aquellos tiempos y de la vida de aquellas gentes, se notificó con toda formalidad al judío que pensara seriamente en su rescate.

—Retírate a un lado —le dijo Locksley— a consultar con tu bolsillo, en tanto que examinamos a un prisionero de diferente naturaleza.

—¿Es quizás alguno de los partidarios de "Frente de buey"? —preguntó el caballero.

—No, por cierto —repuso Locksley—; ninguno de ellos era digno de los honores del rescate. Todos han sido despedidos, con licencia de ir a buscar nuevo amo. Aquella guarida de desalmados ha desaparecido para siempre; y harta venganza y harto botín han recogido sus vencedores. El cautivo de que hablo es de más quilates. ¡Silencio, que ya le tenemos aquí!