Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ah! —exclamó el barón después de haberse parado algún rato—. ¡Yo creía que ese secreto estaba depositado sólo en mi pecho y en el de La que fue mi cómplice! Anda y busca a la bruja sajona Urfrida, que podrá decirte lo que sólo ella y yo vimos. Ella fue la que lavó las heridas, amortajó el cadáver y propagó la noticia de que el viejo había muerto de cólico; ella fue la que me puso en el resbaladero, y debe tener su parte en el castigo. ¡Anda y hazle saborear los tormentos precursores del Infierno!

—Ya los saboreó de antemano —dijo Urfrida poniéndose de pronto enfrente del barón. — Ya he apurado la copa, y sólo ha podido dulcificarme su amargura la esperanza de ver lo que estoy viendo ahora. ¿De qué te sirve apretar los dientes y echarme esas miradas furibundas? ¿De qué te sirven esos gestos de amenaza? ¡Esa mano, que, como la del padre que adquirió el nombre que llevas hubiera podido en otro tiempo partir la cabeza de un toro indómito, está ahora tan enervada y tan débil como la mía!

—¡Vil saco de huesos! —exclamó Frente de buey—, ¡Detestable lechuza! ¿Ahora vienes a deleitarte en las ruinas del edificio que has echado al suelo?

—¡Reginaldo "Frente de buey" —repuso la vieja— ésta es la hija del asesinado Torquil de Wolfgauger; ésta es la hermana de sus hijos degollados; ésta es la que te pide padre, familia, nombre, fama: todo lo que ha perdido a manos de un "Frente de buey"! ¡Tales son los males que he sufrido!... ¿Te atreverás a negarlo? Pues bien; si hasta ahora has sido el demonio de mi persecución, ahora lo soy yo de la tuya; ¡y te perseguiré y te atormentaré hasta el último momento de una infame existencia!

—¡Eso es lo que no verán tus ojos, furia aborrecible! —respondió "Frente de buey"— Hola, Gil, Clemente, Eustaquio, Esteban, Mauro; acudid y arrojad a esa maldita de cabeza por una tronera del castillo! ¡Nos ha vendido a los sajones! ¿Por qué tardáis, pícaros?

—Llámalos más recio —dijo Urfrida con sonrisa burlona—. Llama a todos tus vasallos y amenázales con el azote y el calabozo. Sabe, orgulloso caudillo —añadió mudando de tono— que ni te darán respuesta ni auxilio. Oye, oye esos espantosos sonidos —dijo, deteniéndose para que el Barón escuchase el rumor del combate, que estaba a la sazón en su mayor encarnizamiento—. Esos gritos son los precursores de la ruina de tu casa y de tu familia. El edificio de la prosperidad de "Frente de buey", cimentado en crímenes y en sangre, va a desmoronarse ante sus más despreciados enemigos. El Sajón, Reginaldo, el Sajón asalta tus murallas, y tú yaces amilanado en tu cama, mientras él se prepara a hollar tus timbres y tu soberbia.

—¡Que no tenga yo —dijo "Frente de buey"— un momento de vigor para ir a recibir a esos menguados como se merecen!

—No pienses en eso, noble y valiente guerrero —dijo Urfrida—. Tu muerte no será la del soldado: ¡morirás como la zorra en la guarida cuando los pastores ponen fuego a la maleza que la circunda!

—¡Execrable fantasma, mientes! —repuso "Frente de buey”

—¡Mis soldados pelean con brío; mis compañeros sostienen el honor de sus armas! Ya oigo desde aquí los gritos animosos de Bracy y del Templario, y yo te juro por mi honor que cuando encendamos la hoguera con que hemos de celebrar nuestro triunfo, sus llamas han de consumir tus huesos y tu pellejo. He de vivir con la satisfacción de haberte enviado del fuego terreno al fuego infernal, que nunca habrá consumido un ser más diabólico que tú.

—Vive en esa esperanza —dijo Urfrida— hasta que la realices. ¡Pero no! Quiero que sepas desde ahora la suerte que te aguarda; y aunque preparada por estas débiles y trémulas manos, no son parte a evitarla tu fuerza, tu poder ni tu valor. ¿No ves ese vapor espeso que se alza por todo el aposento? ¿Lo has atribuido quizás a la turbación? No, "Frente de buey", de otra causa procede. ¿Te acuerdas del pajar que está en el piso bajo de esta torre?

—¡Mujer! —exclamó furioso el Barón—. ¿Le has pegado fuego? ¡Pero sí... ya veo... ya veo las llamas!...

—Sí —dijo la vieja— ya suben, ya se acercan al sitio en que estás. Esas llamas sirven de aviso a los sajones para que vengan a apagarlas. Adiós, Frente de buey. Asístante en tu agonía Mista, Skogula y Zernebock, divinidades de mi pueblo. En sus manos te dejo; pero sabe, si esto puede servirte de consuelo, que Urfrida va a embarcarse contigo y a ser la compañera de tu castigo, como lo ha sido de tu culpa. ¡Adiós, parricida! Pluguiese al cielo que hubiera cien lenguas en cada piedra de este edificio y que no cesasen de repetir este dictado, durante los pocos instantes que te quedan de vida.

Dichas estas palabras salió del aposento, y "Frente de buey" oyó el tremendo ruido de los cerrojos y llaves que ella aseguraba con el mayor esmero a fin de quitarle hasta la más remota esperanza.

—¡Esteban, Mauro, Clemente, Gil! —exclamaba en los últimos extremos del terror y la desesperación—. ¡Venid, que me quemo! ¡Venid a mi ayuda, valiente Bois-Guilbert, intrépido Bracy! ¡"Frente de buey" os llama, traidores vasallos! ¡Vuestro amigo, perjuros y falsos caballeros! ¡Caigan sobre vosotros todas las maldiciones del Infierno si me dejáis perecer tan miserablemente! ¿No me oís? No, no pueden oírme. Ni voz se confunde en el estrépito de la batalla. El humo se agolpa cada vez más; las llamas calientan ya el piso. Venga un soplo de aire, aunque sea a costa de mi aniquilación.

El perverso, enajenado por el frenesí de su despecho, repetía los gritos de los combatientes, y después prorrumpía en maldiciones espantosas contra sí mismo, contra los hombres, contra todo lo más sagrado que ellos respetan.

—¡Las llamas me rodean! —gritaba—. ¡El demonio marcha contra mí en medio de su propio elemento! ¡Perverso espíritu, huye de aquí! ¡No, no me llevarás solo! ¡Vengan conmigo mis compañeros! ¡Todos son tuyos; tuyos son también los muros de mi fortaleza! ¿Han de quedarse aquí el inmoral templario, el licencioso Bracy? ¡Urfrida, vieja endemoniada, los hombres que me han ayudado en esta empresa, los perros sajones y los malditos judíos mis prisioneros, todos, todos iremos juntos! ¡Cómo hemos de divertirnos en el camino!

"Frente de buey", prorrumpió en ruidosas carcajadas, cuyos ecos resonaron en las bóvedas del aposento.

—¿Quién se ríe? —exclamó—. ¿Eres tú, Urfrida? ¡Habla, y te perdono! ¡Sólo tú o Satanás pueden reírse en ocasión como ésta!

Pero corramos el velo; sería una impiedad repetir las últimas palabras del blasfemo parricida.

XXV

Aunque Cedric no confiaba mucho en la ejecución de los planes; de Urfrida, no dejó de comunicar su promesa al caballero del Candado y a Locksley. Estos supieron con satisfacción que tenían en la plaza un aliado que podría facilitarles la entrada en caso conveniente, y acordaron con el Sajón la necesidad de aventurar el ataque, cualesquiera que fueran sus inconvenientes, como el único medio que les quedaba de libertar a los cautivos de las manos del cruel "Frente de buey".

—¡Rescatemos la sangre real de Alfredo! —decía Cedric.

—¡Salvemos el honor de una hermosa dama! —decía el caballero.

—¡Y por San Cristóbal bendito! —decía el valiente montero, —aunque no hubiera otro motivo que el libertar a ese pobre Wamba, todos debíamos perecer antes que dejarle en poder de esos impíos.

—Yo digo lo mismo —añadió el fingido ermitaño—. Un loco que con sus ocurrencias hace tan buen paladar a una copa de vino como una lonja de jamón, ¡no carecerá jamás de mi auxilio mientras yo pueda blandir una partesana!

—Razón tenéis, hermano —dijo el caballero del Candado—. Habéis hablado como hombre de juicio. Y ahora decidme, amigo Locksley: ¿No sería bueno que el noble Cedric tomara el mando del asalto?

—¡Ni por pienso! —dijo Cedric—. Yo no he aprendido a defender ni atacar esas mansiones del poder tiránico erigidas por los normandos en mi desventurada patria. Pelearé como el que más; pero todos mis vecinos saben que no estoy acostumbrado a la disciplina de la guerra, y mucho menos a dar estocadas a las piedras de los castillos.

—En ese caso, noble Cedric —dijo Locksley—, tomaré con mucho gusto a mi cargo la dirección de los flecheros; ¡y que me cuelguen del árbol más alto de estas selvas si asoma uno solo de los sitiados en el torneo de Ashby!

—¡Bien dicho! —respondió el caballero Negro—. Si me creéis digno de tener algún mando en esta empresa y hay algunos entre vuestros bravos monteros que quieran seguir los pasos de un caballero, que así puedo llamarme, pronto estoy con lo que la experiencia me ha enseñado a conducirlos al ataque de esos muros.

Distribuidos de este modo los respectivos cargos de los jefes, empezaron el primer asalto en los términos de que ya está informado el lector.

Cuando los sitiadores tomaron la barbacana, el caballero Negro envió la noticia de tan feliz suceso al montero Locks ley, previniéndole que aquella era la ocasión de observar más de cerca y con más vigilancia que nunca el castillo, a fin de evitar que los sitiados congregaran todas sus fuerzas, hiciesen una salida repentina y volvieran a apoderarse del puesto de que habían sido arrojados. El caballero tenía gran empeño en estorbar semejante designio porque sabía que los hombres que mandaba, alistados con precipitación imperfectamente armados y poco acostumbrados a obedecer, tenían que pelear con gran desventaja con los soldados veteranos de los normandos que estaban bien provistos de armas ofensivas y que para contrarrestar el celo y la intrepidez de los sitiadores contaban con la superioridad que dan los hábitos militares y el diestro manejo de la espada y del broquel.

El caballero empleó la suspensión que siguió a la toma de la barbacana en dirigir la construcción de un gran tablado o puente volante, por cuyo medio esperaba pasar el foso a despecho de toda la resistencia que podrían oponer los enemigos. Esta operación exigía algún tiempo; mas esto no era gran inconveniente para los sitiadores, los cuales esperaban que entretanto Urfrida ejecutara su proyecto.

 

Cuando el puente estuvo concluido:

—No podemos perder tiempo —dijo el caballero del Candado—: el sol declina, y yo no podré pasar aquí el día de mañana. Milagro será además que no vengan lanceros de York al socorro de esa gente y en tal caso no nos será tan fácil llevar a cabo la empresa. Vaya uno de vosotros a Locksley, y dígale que ahora es la ocasión de disparar una descarga cerrada de flechas por el lado opuesto y hacer todas las demostraciones de asaltar por aquella parte; y vosotros, valientes ingleses, manteneos firmes a mi lado y disponeos a echar el puente sobre el foso inmediatamente que se abra la poterna. Seguidme cuando yo empiece a pasar el puente, y me ayudaréis a echar abajo la puerta principal del castillo. Los que no quieran emplearse en este servicio o no estén bien armados para desempeñarlo, colóquense sobre la barbacana, preparen los arcos, y no dejen hombre con vida en las almenas. Noble Cedric, ¿queréis tomar el mando de los que formen la reserva?

—¡No, por cierto! —dijo Cedric—. Eso de mandar no está en mis libros: ¡pero maldígame toda mi posterioridad si no te sigo valientemente adonde quiera que vayas! La causa es mía y mío debe ser el mayor peligro.

—Considera —dijo el caballero—, noble Cedric, que no tienes más que un yelmo, una espada y un mal broquel, y que careces de peto y espaldar.

—¡Mucho mejor! —respondió Cedric—: ¡Así estaré más ligero para subir a las murallas! Y perdona que te hable con alguna vanidad; mas hoy verás, señor caballero, que el hecho desnudo de un sajón sabe oponerse a los tiros con tanta intrepidez como la armadura de acero del mejor paladín normando.

—Empecemos en nombre de Dios! —dijo el caballero— ¡Abrid la puerta y echad el puente!

Inmediatamente se abrió el portalón de la barbacana que daba al foso y que correspondía con la puerta principal del castillo; Enseguida los monteros empujaron el puente, que formaba entre la fortaleza y la obra exterior un paso resbaladizo y peligroso, por el cual sólo podían marchar dos hombres de frente. Conociendo la importancia de tomar el punto por sorpresa, el caballero Negro, seguido por Cedric, pasó el puente y llegó al lado opuesto empezando a dar terribles golpazos con el hacha en la puerta del castillo. Protegíanle en parte de los tiros de los sitiados las ruinas del puente antiguo que el Templario había cortado al retirarse de la barbacana dejando un enorme contrapeso pendiente de la parte superior de la portada. Los monteros que siguieron al caballero no tenían este defensivo: dos murieron inmediatamente a los tiros de la guarnición; otros dos cayeron en el foso; los otros se retiraron.

Entonces fue sumamente peligrosa la situación del caballero y de Cedric, y más lo hubiera sido a no haber mostrado la mayor tenacidad los monteros de la barbacana en molestar con incesantes descargas a los sitiados, distrayendo de este modo su atención e impidiendo que cayera sobre los dos caballeros la borrasca de vigas y piedras que desde arriba podían arrojarles; no obstante lo cual crecían por instantes los peligros que los rodeaban.

—¿No os caéis muertos de vergüenza? —dijo Bracy a los soldados que estaban sobre la puerta—: ¿Os llamáis ballesteros, y permitís que esos dos bellacos se burlen de nosotros? ¡Vengan acá manos, picas y palancas, y descarguémosles encima esa parte de la cornisa!

Dijo esto señalando a un grandísimo cantón que sobresalía del muro, sirviendo de cornisa entre éste y las troneras.

Pero en aquel instante los sitiadores vieron tremolar una bandera roja en la torre que Urfrida había designado a Cedric, El buen montero Locksley fue el primero que descubrió esta señal de próxima victoria cuando lleno de impaciencia y deseoso de apresurar el asalto se dirigía a la barbacana con el designio de observar de cerca los progresos que el caballero y Cedric hacían.

—¡San Jorge! —exclamó—. ¡Viva Inglaterra! ¡Al ataque, monteros! ¡No dejemos al buen caballero y al noble Cedric solos en el lance más crítico! ¡Ermitaño, veamos si eres tan diestro en la pelea como supones! ¡Arriba, valientes amigos; nuestro es el castillo, puesto que tenemos amigos dentro! ¿Veis la bandera? ¡Esa es la señal del triunfo de la buena causa! ¡Honor y despojos nos aguardan; gloria y botín! ¡Hagamos un esfuerzo, y la plaza es nuestra!

Al decir esto apuntó el arco y disparó una flecha al pecho de un soldado que bajo la dirección de Bracy estaba descarnando con una barra uno de los ángulos de la cornisa para precipitarla sobre Cedric y el Caballero del Candado. Otro soldado ocupó el lugar del muerto tomándole la barra de las manos para continuar la operación, y ya sus golpes habían conseguido que la cornisa comenzase a ceder cuando recibió una flecha en el yelmo y cayó muerto de las almenas al foso. Los otros que estaban en los muros parecían amedrentados porque veían que no había armadura que pudiera resistir a los golpes de aquel formidable tirador.

—¿Ya perdéis ánimo, cobardes? —exclamó Bracy—. ¡Dadme la barra, y veréis!

Y tomándola con intrepidez y firmeza empujó con cuanto vigor pudo el canto de la cornisa, cuyo peso era suficiente no sólo para arrebatar los restos del puente antiguo bajo el cual estaban guarecidos Cedric y el caballero sino para hundir el puente nuevo y sepultar con él a los que lo ocupaban. Los Sajones vieron el peligro, y los más atrevidos, incluso el ermitaño, no se atrevieron a poner el pie en las tablas. Tres veces disparó Locksley a Bracy, y tres flechas fueron rechazadas por su excelente armadura.

—¡Maldiga Dios el acero de España! —dijo despechado el montero—. ¡Hubiera forjado un herrero inglés, y así lo atravesaran mis flechas como si fuera tafetán! ¡Camaradas, amigos, noble Cedric, atrás o si no, perecéis!

Los tremendos golpes que el caballero del Candado descargaba en la poterna hubieran ahogado el rumor de veinte trompetas; así es que los gritos de Locksley no llegaron a sus oídos ni a los de Cedric. El fiel Gurth se aventuró a pasar el puente para retirar a su amo de aquel inminentísimo riesgo o para morir a su lado. Pero ya resbala la piedra, y el celo de aquel excelente servidor hubiera sido infructuoso y Bracy hubiera llevado a cabo su propósito si no hubiera oído en aquel instante la voz del Templario.

—¡Todo se ha perdido, Bracy! —gritó Brian—. ¡El castillo arde!

—¿Estás loco? —dijo Bracy.

—¡Las llamas consumen toda el ala del lado Poniente! ¡Vanos han sido todos los esfuerzos que he hecho para apagarlas!

Brian de Bois-Guilbert dio esta noticia con la inalterable frialdad que formaba una de las bases principales de su carácter; más no la recibió del mismo nodo su compañero.

—¡Santos del cielo! —dijo Bracy—. ¿Qué hemos de hacer ahora? ¡Ofrezco un candelero de oro a San Nicolás de Limoges!...

—¡Buenos estamos para votos! —repuso el Templario—. Óyeme, y sigue mis consejos. Reúne tus hombres como si fueras a hacer una salida, abre la poterna, empuja al foso los dos solos hombres que están en el puente volante y hazte camino hasta la barbacana. Al mismo tiempo yo saldré por la puerta principal y atacaré la barbacana por el lado opuesto. Si volvemos a apoderarnos del punto, nos defenderemos en él hasta recibir socorro; si no, a lo menos capitularemos con honor.

—¡Bien pensado! —dijo Bracy—. Yo haré cuanto pueda; ¡pero Templario, no me faltes!

—¡Mano y guante! —dijo Bois Guilbert—; date prisa, en nombre de Dios!

Bracy reunió sus hombres, corrió a la poterna, y la abrió de par en par; pero apenas lo había hecho, cuando la fuerte portentosa del caballero del Candado echó a tierra a cuanta' quisieron estorbarle la entrada. Dos de los primeros cayeron e inmediatamente; los otros cedieron, a pesar de todos los esfuerzos que su jefe hacía para detenerlos.

—¡Perros! —exclamó Bracy—. ¡Dos hombres bastaron para arrollaros!

—¡Es el Demonio! —dijo un veterano retirándose cubierto de contusiones y cardenales.

—¡Y aunque lo fuera! —respondió el normando—. ¿Huiríais de él hasta la boca del infierno? ¡El castillo está ardiendo, villano! ¡Si no tenéis valor, haga sus veces la desesperación! ¡Dejadme habérmelas con ese valiente campeón!

Bracy sostuvo valientemente la fama que había adquirido en las guerras civiles de aquella época...con su espada, y su enemigo con su hacha, hicieron retemblar el pasadizo abovedado que terminaba en la poterna, a fuerza de desesperados y repetidos golpes. Al fin el normando recibió uno que, aunque amortiguado algún tanto por el escudo, sin el cual hubiera dado fin de su vida, cayó tan de lleno y con tanta violencia sobre el crestón, que no fue dado resistirlo y dio con su cuerpo en tierra.

—¡Ríndete, Bracy! —dijo el vencedor apoyando una rodilla sobre el peto del vencido y presentándole delante de las barras del yelmo la daga con que los caballeros mataban a sus enemigos y que se llamaba en aquellos tiempos la daga de misericordia—. ¡Ríndete a discreción, Mauricio de Bracy, o mueres!

—¡No me rindo a un vencedor desconocido! —dijo con voz apagada el normando— Di cómo te llamas, o haz de mí lo que quieras. ¡Nunca se dirá que Mauricio de Bracy se ha entregado a un guerrero sin nombre!

El caballero del Candado se inclinó y dijo algunas palabras al oído de Bracy.

—¡Soy tu prisionero, y me rindo a discreción! —dijo el normando cambiando su tono altanero y obstinado en el de la más profunda sumisión.

—Pasa a la barbacana —dijo el guerrero—, y aguarda allí mis órdenes.

—Deja que te informe antes —dijo Mauricio de Bracy —de lo que te importa saber. Wilfrido de Ivanhoe está herido y prisionero en este castillo y perecer en las llamas si no acudes a su socorro.

—¿Wilfrido de Ivanhoe? —exclamo el de las negras armas—. ¿Wilfrido expuesto a perecer? ¡La vida de cuantos están en el castillo me respondes del menor daño que le sobrevenga! ¡Enséñame dónde estás!

—Esa escalera que tienes enfrente —dijo Bracy— conduce a su aposento. ¡Quieres que te guie?

—No —respondió el caballero—; repítote que vayas a la barbacana. ¡No me fio de ti, Mauricio!

Durante este combate y la breve conversación que le siguió, Cedric, a la cabeza de algunos de los suyos entre los cuales se distinguía el ermitaño, penetro por el pasadizo cuando vio abierta la poterna arrollando a los desanimados partidarios de Bracy, de los cuales unos pedían cuartel, otros presentaban debilidad e inútil resistencia, y los más huyeron despavoridos. Bracy se alzó como pudo del suelo y echo una triste mirada al que le había vencido.

—¡No se fía de mí! —dijo—. ¿Y acaso he merecido yo su confianza?

Recogió su espada, se quitó el yelmo en señal de sumisión, y encaminándose a la barbacana entrego la espada a Locksley, a quien encontró en el camino. Entretanto aumentaba el incendio, y ya penetraban las llamas en el aposento en que estaban Ivanhoe y Rebeca. Ivanhoe había despertado de su sueño oyendo el estrépito de la batalla; su enfermera, cada vez más ansiosa y más inquieta, había vuelto a ponerse en la ventana para observar las ocurrencias del ataque y dar cuenta de ellas al herido; pero el humo que se alzaba por todo el circuito de la fortaleza le impedía ver lo que pasaba. Al fin las ráfagas que se introducían en el aposento y los gritos de ¡agua, agua! que por todas partes se oían, le dieron a conocer el nuevo peligro que la amenazaba.

—¡Arde el castillo! —exclamo la judía—. ¿Que hemos de hacer para escapar?

—¡Huye, Rebeca —dijo Wilfrido—: huye, y salva tu vida!

—¡Huir! ¡No! —respondió la generosa doncella— ¡Huiré contigo o pereceré a tu lado! ¡Dios mío! ¿Y mi padre? ¿Cuál será su suerte?

—¡Por Dios te pido que huyas! —repitió Ivanhoe—. Salva tu vida, puesto que no hay poder humano que pueda preservar la mía.

En aquel momento se abrió la puerta, y se presentó el Templario, rota y sangrienta la armadura, y deshecho en parte y en parte quemado el plumero de su morrión.

—¡Al fin te encuentro! —dijo a Rebeca—. ¡Vengo a probarte que mi espada es capaz de sacarte de los más inminentes peligros! No hay más que un camino para salvarte: yo le he abierto a través de mil riesgos. ¡Sígueme sin detenerte!

—No te seguiré sola —respondió denodadamente Rebeca—. Si te dio la vida una mujer, y no una fiera de estos montes; si hay la menor sombra de caridad en tu corazón, si tu alma no tiene la misma dureza que tu armadura salva a mi padre, salva a este caballero herido.

 

—El caballero herido —respondió Brian con su frialdad acostumbrada— tomará el tiempo como venga; y debe serle indiferente morir en las llamas o a los filos del acero. Y en cuanto a tu padre, ¿quién diablos ha de dar a esta hora con el judío?

—¡Fiera implacable! —exclamó la doncella—. ¡Antes morir mil veces en el incendio que recibir la vida de tus manos!

—Eso no depende de ti —dijo Brian—. Una vez te has burlado de mí; pero dos, nadie lo ha hecho.

Y al decir estas palabras se apoderó de la aterrada judía y a despecho de su resistencia, de sus gritos y de sus lágrimas la arrebató del aposento.

—¡Vil templario! —le decía Ivanhoe—. ¡Baldón y denuesto de tu Orden, deja libre a esa infeliz! ¡Traidor Brian, Ivanhoe te lo manda, y él sabrá beber tu sangre!

—¡Si no gritas, no doy contigo! —dijo el caballero Negro, que a la sazón entraba en la pieza en que pasaba esta terrible escena.

—¡Si eres caballero —le dijo Ivanhoe—, no pienses en mí! ¡Sigue a ese malvado, salva a Cedric y a lady Rowena!

—¡A su tiempo! —respondió el del Candado—. Pero tú eres antes.

Cargó entonces con Ivanhoe tan fácilmente como el Templario con Rebeca, bajó precipitadamente la escalera, llegó a la poterna, y habiendo dejado a su amigo en manos de dos monteros volvió al castillo para salvar a los otros prisioneros.

Una de las torres de la fortaleza estaba ya casi completamente incendiada, y las llamas salían a torrentes por todas las ventanas y troneras. Pero en los otros puntos la gran solidez de los muros de piedra y de las bóvedas pudo resistir a sus progresos, y allí era donde dominaba el incendio de las pasiones más terrible quizás y más devorador que el que había suscitado la cruel venganza de Urfrida.

Los sitiadores persiguieron a sus enemigos de salón en salón y de aposento en aposento, saciando la rabia que por espacio de tanto tiempo los había animado contra el sangriento "Frente de buey" y contra los instrumentos de su tiranía. La mayor parte de los sitiados resistieron hasta morir; pocos pidieron cuartel: ninguno lo obtuvo. Resonaban por doquiera los ayes de los heridos y el estrépito de la pelea. El suelo estaba cubierto de la sangre de las víctimas.

Cedric atravesó esta horrorosa escena en busca de su pupila. Seguíale el fiel porquerizo, olvidando su propia seguridad y parando los golpes que asestaban a su dueño. El noble y valeroso Sajón tuvo la buena dicha de llegar al aposento de su pupila justamente cuando ya había perdido toda esperanza, con un crucifijo en las manos estaba resignadamente aguardando el último instante de su vida. La entregó a Gurth para que la condujese a la barbacana, camino que estaba libre de enemigos y distante de los puntos incendiados. Enseguida corrió a buscar a su amigo Athelstane, determinado a salvar a toda costa a aquel vástago de la sangre real de Sajonia. Mas antes que Cedric llegase al salón en que le había dejado, y que también a él había servido de prisión, el ingenio fecundo de Wamba había encontrado medios de escaparse con su ilustre compañero.

Cuando el ruido exterior daba a entender que la pelea estaba en su mayor encarnecimiento, el bufón empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡San Jorge y el dragón! ¡Viva Inglaterra! ¡Nuestro es el castillo!

Al mismo tiempo hacía cuanto estrépito podía con algunas piezas de viejas armaduras que estaban esparcidas por el suelo.

El centinela que estaba en la pieza inmediata, y a quien habían sobresaltado extraordinariamente los gritos que por todas partes sonaban, creyó al oír los de Wamba que los sitiadores se habían apoderado del salón. Corrió a dar esta noticia al Templario, y los dos prisioneros no hallaron la menor dificultad en salir de allí ni en pasar al patio del castillo, que era a la sazón la última escena de la lucha.

Allí estaba a caballo el feroz Brian de Bois-Guilbett, rodeado por muchos de los sitiados, que se le habían unido con la esperanza de retirarse defendiéndose o de esquivar el peligro teniendo a la cabeza un caudillo tan famoso. Por sus órdenes se había echado el puente levadizo; más le habías cerrado el paso los monteros, los cuales, después de haber disparado innumerables descargas a la fortificación, apenas vieron el incendio y el puente echado se agolparon a su entrada, tanto para estorbar la salida de la guarnición, como para asegurar una parte del botín antes que las llamas hubieras consumido enteramente el edificio. Por otra parte, los sitiadores que habían entrado por la poterna desembocabas entonces en el patio y atacaban con furor los restos de la guarnición comprometidos a un tiempo por el frente y por la retaguardia.

Animados sin embargo por la desesperación y sostenidos por el ejemplo de su indómito jefe, los que rodeaban al Templario peleaban con inflexible valor. Estaban bien armados, y aunque inferiores en número más de una vez lograron rechazar a sus enemigos. Rebeca a caballo en el de uno de los esclavos sarracenos de Brian se hallaba en medio de la pelea; y éste, a pesar de la confusión del encuentro, atendía incesantemente a su seguridad. Púsose muchas veces a su lado, y descuidando su propia defensa cubría a la hebrea con su broquel triangular; después volvía al ataque, abatía al más arrojado de los enemigos y se colocaba de nuevo junto a la que se había apoderado de su corazón.

Athelstane, que como ya sabe el lector era lento e irresoluto, pero no cobarde, viendo una mujer protegida con tanto esmero por el Templario, no dudó que sería lady Rowena, y suponiendo que se había apoderado por fuerza de ella y que procuraba llevársela consigo a toda costa resolvió salvarla.

—¡Por San Eduardo —dijo—, que la arrancaré de sus manos, y él morirá a las mías!

—¡Pensadlo bien antes —le dijo el bufón—, que muchas veces el cazador apresurado mata gato por liebre! Cualquier cosa apuesto a que no es lady Rowena. ¿No veis aquellas trenzas negras? Si no sabéis distinguir lo negro de lo blanco, bien podéis ir solo a esa empresa que no seré yo quien os siga. ¡No se rompen mis huesos a humo de pajas ni sin saber por quién! Y estáis sin armadura. Ved que gorra de seda no aguanta tajo ni revés; y no se diga por vos aquello de tú lo quisiste fraile mostén. ¡Deus vobiscum, temerario caballero! —añadió, viendo que Athelstane se le escapaba de las manos, con que lista entonces le había tenido asido.

Tomar un hacha que alguno de los guerreros muertos en la acción había dejado por el suelo, y abrirse camino hacia el Templario, echando a tierra de cada golpe a uno de los que le rodeaban, fue obra de un momento para el noble sajón cuya fuerza natural cobraba mayor empuje con el furor que a la sazón le animaba. Muy en breve se colocó a pocos pasos de Brian, a quien desafió en los términos más violentos.

—¡Deja, falso templario, a esa dama, que no eres digno de tocar! ¡Déjala, capitán de una cuadrilla de ladrones y asesinos!

—¡Perro! —exclamó el Templario apretando los dientes—. ¡Yo te enseñaré a blasfemar de mi Orden!

Y con estas palabras dirigió y apretó el caballo hacia el sajón; y empinándose sobre los estribos para aprovecharse de la bajada del caballo, que había dado una corveta, descargó un terrible golpe sobre la cabeza de Athelstane.

Bien decía Wamba que el gorro de seda no preserva de tajo ni de revés. Tan agudo era el tilo de la espada del templario, que partió cono si fuera una vara de sauce el mango del hacha con que el sajón había tratado de parar el golpe, y penetrándole en la cabeza le abatió al suelo cubierto de sangre.