Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¡Ni aun siquiera se acuerda del judío y de la judía! —decía interiormente Rebeca—. ¿Por qué nos hemos de interesar en su suerte? ¡Oh, cuán justamente me castigan los cielos por haber puesto en él mis pensamientos!

Después de esta acusación interior, pasó a noticiar a Ivanhoe todo lo que sabía: que el templario Brian de Bois-Guilbert y el barón "Frente de buey" mandaban las fuerzas del castillo, y que éste se hallaba sitiado por gentes que ella no conocía. Añadió, por último, que había en la fortaleza un eclesiástico, que quizás podría darle noticias más seguras.

—¿Un eclesiástico? —preguntó el caballero—. Tráele si puedes inmediatamente, Rebeca. Dile que hay aquí un enfermo que necesita de sus socorros espirituales; dile lo que quieras con tal que me lo traigas. Es preciso hacer algo para salir de este apuro; pero ¿qué he de hacer sin saber lo que pasa?

En cumplimiento del encargo de Ivanhoe, Rebeca hizo cuanto pudo para que el fingido eclesiástico pasara al aposento del enfermo; pero lo estorbó como hemos visto Urfrida que también deseaba hablarle, y Rebeca volvió a dar cuenta a Ivanhoe de la inutilidad de sus diligencias.

No tuvieron mucho tiempo para lamentarse de esta falta de noticias ni para imaginar nuevos medios de adquirirlas porque el ruido que ocasionaban los preparativos de defensa crecía por momentos y llegó a ser verdadero alboroto. El paso de los guardias y ballesteros que iban a ocupar las almenas resonaba en los pasadizos y escaleras que conducían a los diferentes puntos de la fortificación.

Oíanse al mismo tiempo las voces de los caudillos que animaban a sus partidarios y que dictaban todas las providencias que la defensa de la plaza requería, y Enseguida el estrépito de las armas y los clamores y vocería de los soldados. Aunque todos estos anuncios eran terribles como presagios de una catástrofe espantosa había en el conjunto de aquellos sonidos cierta sublimidad que penetró en el alma de Rebeca. Animáronse sus ojos, encendiéronse sus mejillas y medio agitado por el temor, medio reanimado por el entusiasmo, repitió a su compañero estas palabras:

—Suena el estrépito de las aljabas, de las lanzas y de los broqueles, y las voces de los capitanes y la gritería de los soldados.

Pero Ivanhoe era como el caballo de que hace mención el sublime pasaje, y el cual ardía de impaciencia por correr a la pelea que aquellos rumores anunciaban.

—¡Si yo pudiera —decía— acercarme a esa ventana y ver lo que pasa en los muros; si tuviera un arco; un hacha para dar un solo golpe en nuestra defensa!... ¡Pero es inútil! ¡Las fuerzas me abandonan!

—No te agites, noble caballero —le decía Rebeca—: el ruido ha cesado, y quizás no llegará el caso de que vengan a las manos.

—Poco se te alcanza de estas cosas —respondió Ivanhoe—. Esa pausa indica que los hombres están en sus puestos aguardando el momento del ataque. Lo que hemos oído hasta ahora era la amenaza lejana de la tormenta: pronto estallará con toda su furia. ¡Que no pueda yo acercarme a esa ventana!

—No lo intentes —dijo Rebeca—, si no quieres que se abra tu herida.

Y observando la extraordinaria impaciencia del caballero, exclamó:

—Yo me pondré a la ventana y te daré cuenta de todo lo que observe.

—¡No lo harás, no lo permito! —dijo Ivanhoe—. Cada ventana cada abertura de este castillo será muy en breve blanco de la furia de los sitiadores. Una flecha perdida...

—¡Venga en buena hora! —murmuró en voz baja Rebeca. Y enseguida subió con paso firme los dos o tres escalones para llegar a la ventana.

—¡Rebeca, querida Rebeca, no son éstos pasatiempos de muchachas! ¡No te expongas a la muerte ni me hagas infeliz para siempre por haber yo sido la causa de tu desgracia! A lo menos, guarécete con ese broquel viejo que está en el suelo, y descubre lo menos que puedas de tu persona.

Rebeca siguió el consejo de Ivanhoe, y parapetándose con un gran broquel que estaba abandonado en un rincón del aposento, pudo ser testigo de todos los sucesos del primer ataque, y referirlos al herido a medida que iban ocurriendo. Su situación era muy favorable, porque la ventana estaba en un ángulo del edificio principal, y desde ella se descubría no sólo el recinto de la fortaleza, sino una obra exterior que, probablemente, sería el primer objeto del ataque. Era una especie de baluarte de poca elevación y de no mucha solidez, que servía de defensa a la poterna por donde "Frente de buey" había despedido a Cedric. El foso del castillo le dividía del resto de la fortaleza; así es que en caso de caer en manos del enemigo, era fácil cortar su comunicación con ésta retirando el puente levadizo. En el baluarte había un rastrillo que correspondía con la poterna, y toda la obra estaba guarnecida de una empalizada. Rebeca conoció por el gran número de hombres que defendían aquel punto que era el que más recelo inspiraba a los sitiados, y por los movimientos de los sitiadores se echaba de ver que era el primero a que se dirigían.

Inmediatamente puso en noticia de Ivanhoe lo que hasta entonces había observado añadiendo que el bosque estaba lleno de gente, aunque sólo se divisaba fuera de los árboles corto número de monteros.

—¿Y distingues su bandera? —preguntó el caballero.

—No se ve ninguna —respondió la judía.

—¡Extraña novedad! —dijo Ivanhoe—. ¡Aproximarse al asalto de una fortaleza sin desplegar bandera ni pendón! ¿Alcanzas a ver al que hace de caudillo?

—El que más sobresale entre ellos —dijo Rebeca— es un caballero armado de punta en blanco. Su armadura en negra; está sólo, y parece que dirige todas las operaciones.

—¿Que divisa lleva en su escudo? —dijo Ivanhoe.

—A manera de una barra de hierro —contestó Rebeca—, y un candado azul en campo negro.

—No sé quién puede llevar esa divisa —dijo Ivanhoe —aunque sé muy bien que pudiera ser la mía en las circunstancias presentes. ¿No columbras el mote?

—A esta distancia —dijo Rebeca— es imposible; pero la divisa se ve claramente cuando dan en el broquel los rayos del sol.

—¿No ves otros caudillos? —dijo Ivanhoe.

—Ningún otro que parezca hombre de distinción —dijo Rebeca—, pero sin duda hay más gente hacia la otra parte del castillo. Ahora se disponen al ataque. ¡Dios de Sión, ten piedad de nosotros! ¡Qué horrible espectáculo! Los que vienen delante traen enormes broqueles y unas defensas de tablazón. Los que vienen detrás están preparando los arcos. Ya los alzan y apuntan. ¡Dios de Moisés, perdona a tus criaturas!

La descripción de la judía fue interrumpida por la señal de ataque que dio el sonido de una aguda trompeta, al que respondieron desde las almenas los tambores y clarines de los normandos. Siguieron los gritos de los partidos opuestos. Los sitiadores clamaban: ¡San Jorge, Inglaterra!, y los sitiados, ¡En avant, de Bracy; Sus-Briant; Front-de-Baeuf a la rescousse!, según los gritos de guerra adoptados por cada uno de los caudillos.

Ni unos ni otros, sin embargo, se contentaron con gritos y aclamaciones, sino que el furioso ataque de los sajones fue vigorosamente resistido por los normandos. Los monteros, acostumbrados en sus pasatiempos y ejercicios al manejo del arco, en que eran sobresalientes, hicieron una descarga cerrada, de la que no escapó ninguno de los que tenían alguna parte de su cuerpo fuera de las almenas.

De resultas de estas descargas, que duraron algún tiempo a manera de aguacero, murieron dos o tres de la guarnición y quedaron muchos heridos, porque cada flecha tenía un blanco particular y no quedó tronera, abertura ni ventana a que no se dirigiese un tiro.

Los partidarios de "Frente de buey" y sus aliados, fiados en sus fuertes armaduras y en los parapetos de la fortificación respondieron obstinadamente con otra descarga de ballestas, arcos y hondas haciendo considerable estrago en los enemigos, que casi se presentaban a cuerpo descubierto.

El silbido de las flechas, piedras y bodoques era sólo interrumpido por los clamores de los combatientes de uno y otro lado cuando notaban algún daño considerable en el partido opuesto.

—¡Que tenga yo que estar aquí encerrado como un fraile en su celda —dijo Ivanhoe— mientras otros están jugando mi libertad o mi muerte! Mira otra vez por la ventana, Rebeca; pero cuenta no te descarguen un tiro. Mira otra vez, y dime si se aproximan al asalto.

Rebeca, con el nuevo brío que le habían dado sus actos de devoción, volvió a colocarse en la ventana abroquelándose de modo que era imposible que la vieran desde abajo.

—¿Qué estás viendo? —preguntó Ivanhoe.

—Nada: una nube de flechas que oculta a los que las disparan.

—¡Esto no puede durar! —dijo Ivanhoe—. Si no vienen en dirección a tomar el castillo a viva fuerza, sus flechas poca mella han de hacer en las piedras de los baluartes. Mira si distingues al caballero del Candado y qué tal se porta en esta coyuntura, porque los soldados no pelean si no les da ejemplo el caudillo.

—No le veo —respondió la judía.

—¡Malsín cobarde! —exclamó Ivanhoe—¡Ahora deja el timón cuando más aprieta la borrasca!

—¡No lo deja, no lo deja! —dijo Rebeca—. Ahora le veo, Se dirige con una partida considerable hacia la barrera de la barbacana. Están echando abajo las estacadas y las empalizadas con hachas, y en medio de todos se distingue el plumero negro del caballero del Candado, a guisa de cuervo entre las arenas de la playa. Ya han hecho una brecha con la estacada; corren a ella, pero vuelven atrás. "Frente de buey" defiende la brecha con las suyas. ¡Cómo descuella su enorme estatura entre los que le siguen! Los sitiadores la atacan de nuevo, y se disputan el paso hombre a hombre. ¡Dios de Jacob, parece el choque de dos océanos impulsados por vientos contrarios!

 

Rebeca apartó el rostro de la ventana, como si le fuera imposible soportar la vista de tan terrible escena.

—Mira otra vez, Rebeca —dijo Ivanhoe, que atribuyó a otra causa este movimiento—. No es regular que tiren flechas ahora, puesto que pelean mano a mano. No tengas miedo.

Rebeca volvió a la ventana y exclamó inmediatamente:

—¡Santos profetas de la ley! ¡"Frente de buey" y el caballero de la negra armadura pelean ahora cuerpo a cuerpo en la brecha! Parece que los de uno y otro partido contemplan con ansia este terrible encuentro. ¡El Cielo defienda la causa del oprimido y del preso! ¡Dios mío —gritó de pronto con el mayor sobresalto—, cayó a los pies de su enemigo!

—¿Quién cayó? —preguntó Ivanhoe—. ¡Por Dios santo, que no me tengas en esta inquietud!

—¡El caballero Negro! —dijo Rebeca casi desfallecida; Enseguida gritó con júbilo— ¡No! ¡Bendito sea el Dios de los ejércitos! ¡Está otra vez en pie y peleando como si tuviera la fuerza de veinte hombres en su brazo! Se le rompió la espada; pero ha tomado el hacha de un montero. ¡Dios mío, cuantos golpes descarga a su enemigo! El gigante vacila como la encina a los hachazos del leñador. ¡Ya cayó... al suelo!

—¿Frente de buey"? —preguntó Ivanhoe.

—Frente de buey" —dijo la judía—; y los suyos, capitaneados por el templario, acuden a su socorro. El campeón se detiene, viendo que le acometen tantos. Ya han retirado al Barón, y le traen a las murallas.

—¿Han tomado los sitiadores las barreras? —preguntó Ivanhoe.

—Las han tomado —dijo Rebeca—, y ya estrechan a los sitiados en los muros. Algunos aplican escalas, y otros se agolpan y se precipitan para subir por ellas como ovejas. De arriba les echan piedras, vigas y troncos de árboles. Los que caen heridos se retiran y otros vuelven a ocupar sus puestos. ¡Santo Dios! ¿Has dado tu imagen al hombre para que se la maltrate y desfigure tan horriblemente por su propio hermano?

—¡No pienses en eso —dijo Ivanhoe—, que ahora no estamos en tiempo de reflexiones! ¿Quién cede? ¿Quién adelanta?

—Ya no hay escalas en el muro —dijo Rebeca—; Todas han caído al suelo. Los pobres sitiadores ruedan como reptiles. Los sitiados ganan.

—¡San Jorge sea con nosotros! —dijo Ivanhoe—. ¿Posible es que esos villanos se amedrenten?

—No —respondió Rebeca—, que se rehacen y pelean con valor. El caballero Negro se acerca a la poterna con un hacha formidable en la mano. Bien puedes oír los golpes que le descarga. Los del muro le arrojan vigas y piedras; mas él las aparta como si fueran plumas.

—¡Por San Juan de Acre —exclamó Ivanhoe incorporándose con grandes muestras de alegría—, no hay más que un hombre en Inglaterra que sea capaz de semejante hazaña!

—¡La poterna cede —dijo Rebeca—; ya cruje, ya está hecha astillas! ¡La barbacana es nuestra! ¡Oh Dios! ¡Los normandos dejan el parapeto! ¡Ya están en el foso! ¡Hombres, si hombres sois en verdad, perdonad al rendido!

—¡El puente! —dijo Ivanhoe—. ¡Observa el puente que comunica con el castillo! ¿Le han pasado los sitiadores?

—No —dijo Rebeca—; el templario le ha destruido, y se retira al castillo con algunos pocos. Los otros... ya oyes sus quejidos lastimeros. ¡Cierto es que la victoria es mucho más cruel que el combate!

—¿Qué hacen ahora? —dijo Ivanhoe—. Observa bien, que no es ocasión ésta de espantarse al ver muertos y heridos.

—Todo está suspenso —dijo Rebeca— los nuestros se fortifican en la barbacana, y en ella se parapetan de los pocos tiros que les disparan de cuando en cuando los de adentro; y creo que es más bien para incomodarlos que para hacerles daño.

—Los nuestros —dijo Ivanhoe— no abandonaran una empresa que han empezado tan gloriosamente y que con tanta felicidad han llevado a cabo. No, por cierto; apostaría la vida a que no cede ese buen caballero que ha echado abajo las barras de hierro y las tablas de encina de la poterna. ¡Cosa extraña! No hay dos hombres en la cristiandad capaces de tamaño arrojo. Pero ¿qué significan el cerrojo y el candado azul en campo negro? Rebeca, mira si puedes distinguir alguna otra particularidad en su persona.

—Nada absolutamente —respondió Rebeca—; su armadura y ropaje, el caballero y sus arneses, todos es igual, y negro como las alas de un cuervo. Pero estoy segura de que podría distinguirle de ahora en adelante entre mil guerreros. Con la misma serenidad acude al peligro que si fuera a un banquete. Parece que cada golpe que da lleva en sí todo el espíritu que le anima. ¡Dios le perdone el pecado de haber derramado la sangre de su hermano! ¡Terrible cosa es, pero sublime al mismo tiempo, ver a un hombre solo triunfar de tantos enemigos!

—Rebeca —dijo Ivanhoe—, tú has hecho la pintura de un héroe. Seguramente, ese intervalo es para tomar algún descanso y preparar los medios de pasar el foso; porque con un caudillo como ése no hay demoras, ni contemplaciones, ni descuidos. Mientras más peligros, más gloria. ¡Juro por el honor de mi casa y por el nombre de la dama de mis pensamientos, que pasaría diez años de cautiverio sólo por pelear un día al lado de ese buen caballero en una causa tan justa como ésta!

—¡Ah! —dijo Rebeca quitándose de la ventana y acercándose al lecho del herido—. Esos movimientos de impaciencia, esta lucha con vuestra actual debilidad, no hacen otra cosa que retardar vuestro alivio. ¿Cómo podréis hacer heridas a los otros si no se curan las vuestras?

—Rebeca —dijo el caballero—, tú no puedes imaginarte cuán difícil es para el que está acostumbrado a la guerra y a los hechos de caballería permanecer tranquilo mientras otros pelean a poca distancia. El amor de la batalla es el aliento que nos anima; el polvo de la refriega es el alimento que nos conforta. No vivimos ni deseamos vivir en tanto que no somos victoriosos y nombrados. Tales son las leyes de la Caballería que hemos jurado obedecer, y las cuales sacrificamos cuanto más apreciamos en el mundo.

—¡Ah! —dijo la judía—. ¿Qué es eso, sino sacrificar al ídolo de la vanagloria después de haberse consumido en el fuego de Moloc? ¿Qué os queda en galardón de toda la sangre que habéis vertido, de todos los males que habéis sufrido, de todas las lágrimas que habéis hecho derramar, cuando la muerte hiela el brazo del guerrero y detiene la carrera de su caballo?

—¿Qué queda? —dijo Ivanhoe—. ¡La gloria, que es el brillo que dora nuestro sepulcro y el bálsamo que conserva nuestro nombre!

—La gloria —dijo Rebeca— es una armadura vieja cubierta de orín que cuelga sobre el sepulcro del guerrero; es la inscripción borrada que apenas puede leer el erudito para satisfacer la curiosidad del pasajero. ¿Es suficiente recompensa de tantos afectos sacrificados y de una vida miserable empleada en hacer miserables a los otros? ¿Qué virtud tienen las trovas de un bardo que baste a suplir la falta del amor doméstico, de los sentimientos suaves, de la paz y de la ventura? La gloria, señor caballero, en los tiempos en que vivimos, no es más que la fama que se adquiere en las tabernas cuando un cantor vagabundo celebra ante un concurso de villanos ebrios las hazañas de los que ya no existen.

—¡Por el alma de mi abuelo —dijo Ivanhoe—, que estás hablando de lo que no entiendes y ajando el esplendor de la Caballería, que es lo único que distingue al noble del plebeyo, al caballero del pícaro o del villano! ¡Lo único que realza el honor sobre la vida, nos hace vencedores de los trabaos y fatigas, y nos enseña a no temer otro mal si no es la deshonra! Tú no eres cristiana, Rebeca, y, por consiguiente, desconoces la dulzura que experimenta el corazón de una dama cuando su amante ha inmortalizado su brazo con alguna noble y atrevida hazaña. La caballería es la cuna de los afectos puros y generosos, el apoyo de los oprimidos, la vengadora de los agravios, el yugo que doma el poder del tirano. Sin ella, nobleza es palabra sin significación, y su lanza y su espada son la mejor defensa de la libertad y de la independencia.

—Mi nación —dijo Rebeca— hizo prodigios de valor en defensa de la patria; mas nunca tomó las armas sino por expreso mandato del Dios de Israel o para rechazar la opresión. El sonido de la trompeta no despierta ya a Judá de su sueño, y sus despreciados hijos se presentan como víctimas que gimen bajo el peso de una esclavitud más larga aún que la de Babilonia. Bien has dicho, caballero: no está bien que una doncella hebrea hable de guerras ni batallas, mientras el Dios de Jacob no suscite un nuevo Gedeón, un segundo Macabeo.

La orgullosa doncella concluyó estas palabras entono de dolor y amargura que expresaba su despecho al considerarle degradación de su pueblo. Afligíala también la idea de que Ivanhoe la juzgase indigna de dar su voto en puntos de honor —y de abrigar en su alma sentimientos exaltados y generosos.

—¡Cuán mal me conoce —decía— si cree que la censora que he hecho de la extravagancia caballeresca de los nazarenos procede de bajeza y cobardía! ¡Ojalá mi sangre derramada gota a gota pudiese redimir la cautividad de Judá! ¡Ojalá pudiera pagar la libertad de mi padre y de su bienhechor! ¡Entonces vería el cristiano si una hija de Israel no es tan arrojado y valiente cono la soberbia doncella nazarena, envanecido con los pergaminos de su raza y con poseer algún mal castillo entre los hielos áridos del Norte!

Al terminar estas reflexiones Rebeca fijó los ojos en el caballero herido.

—Duerme —dijo— la naturaleza fatigada de tanta inquietud y agitación, se aprovecha del primer intervalo de reposo para reparar con su sueño benéfico las fuerzas perdidas. ¡Ah, quizás mis ojos le contemplan por última vez, quizás dentro de pocos momentos desaparecerá del rostro esa expresión generosa y valiente que aun durante el sueño le anima, quizás no tardarán en marchitarse sus facciones con el hielo de la muerte, y el más ruin villano de este odioso castillo hollará con desdén el cuerpo en que se alberga tan noble espíritu! Él, en tanto, reposa tranquilo, sin que le asuste el golpe que le amenaza. ¿Y mi padre? ¡Oh padre mío! ¿Es posible que tu hija olvide tus canas por los rubios rizos de un extranjero? ¡Oh Dios de mi pueblo! ¡Los males que me rodean no son más que las amenazas de tu cólera contra la hija ingrata que piensa en el cautiverio del infiel antes que en las calamidades que atosigan la vida de su padre, que no se cuida de la desolación de Judá, y fija sus pensamientos en la gentileza de ese joven! ¡Arranquemos esta quimera del corazón aunque sea destrozando todas sus fibras!

Rebeca se cubrió con un velo y se sentó a cierta distancia de Ivanhoe, volviéndole la espalda y procurando fortificar su espíritu no sólo contra los riesgos que circundaban su vida y su honor, sino también contra los amorosos pensamientos que iban echando raíces en su alma.

Durante el intervalo de suspensión de hostilidades que siguió al primer triunfo de los sitiadores, mientras éstos se disponían a estrechar el asedio y los sitiados fortificaban sus medios de defensa, el Templario y Bracy tuvieron una breve conferencia en el salón del castillo.

—¿Dónde está "Frente de buey"? —pregunto Bracy que había dirigido la acción en la parte opuesta a la que el Barón defendía—. Por ahí corren voces de su muerte.

—Vive —dijo el Templario—. Vive aún; pero aunque hubiera tenido la cabeza de buey que lleva en las armas, y diez planchas de hierro encima, difícil hubiera sido resistir al hacha de su enemigo. Dentro de pocas horas "Frente de buey" estará en compañía de sus padres; y cierto que es una gran pérdida para la empresa del príncipe Juan.

—Y un gran refuerzo para el reino de Satanás —dijo Bracy—. ¡Estos son los frutos de sus blasfemias contra los ángeles y de sus chanzas y amenazas de echar las estatuas de los santos por las almenas abajo!

—¡Anda, loco! —repuso el Templario—. ¡Tu impiedad y la del Barón corren parejas!

—¡Gracias, señor templario! —dijo Bracy—. Sólo te ruego que no olvides el refrán: quien tiene tejado de vidrio... Ya sabes lo demás. Lo que te digo es que soy mejor cristiano que tú; pues si no miente la fama no eres de los mejores.

—Poco me importa lo que digan —respondió Brian—: lo que importa ahora es defender el castillo y que no seamos el escarnio de esos malsines. ¿Cómo han peleado los que tenías enfrente?

—Como leones —respondió el aventurero—. Agolpábanse a los muros a guisa de abejas furiosas, acaudillados por el villano que ganó el premio del blanco en el torneo de Ashby, a quien conocí fácilmente por el tahalí y el cuerno. Estas son las consecuencias de la decantada política de Fitzurse: envalentonar a esos perros para que se rebelen contra sus señores. Siete veces me apuntó el villano con tan poco reparo como si fuera un gamo de esas selvas. Cada abertura de mi armadura recibió una flecha de una vara de largo, que rebotaba en mis costillas como si hubieran sido de bronce. Gracias al camisote de malla de España que llevo debajo del peto; que a no ser así, hubiera dado cuenta de mi persona.

 

—Pero, a lo menos —dijo el Templario—, tú has conservado tu puesto, y nosotros perdimos el nuestro.

—Malo es eso —dijo Bracy—; los villanos se guarecerán en la obra exterior, atacarán más de cerca el castillo, y si no tenemos mucho cuidado se aprovecharán de algún rincón de torre o de alguna ventana olvidada, y los tendremos encima en un santiamén. Somos poquísimos para una línea de defensa tan extendida: los nuestros dicen que no pueden asomar la cabeza sin recibir un tiro. "Frente de buey" se muere y se acabó el socorro que nos daban su fuerza brutal y su genio indomable. ¿Qué hemos de hacer ahora? ¿No sería bueno hacer de la necesidad virtud, y entendernos con esos bellacos para el rescate de nuestros cautivos?

—¡Qué vergüenza! —exclamó el Templario—. ¡Nos hemos apoderado de noche de unos caminantes indefensos, y no podemos conservarlos en una fortaleza porque nos ataca una gavilla de salteadores! ¿Qué se diría de nosotros? ¡Que cedemos a un puñado de bufones, porquerizos y otra canalla inmunda que es la hez de la especie humana! ¿No te cubres de bochorno, Mauricio de Bracy? ¡Enterrémonos en las ruinas de este castillo antes de consentir en tanta humillación!

—Pues corramos a los muros —dijo Bracy—, que ni turco ni templario despreció tanto la vida como yo la desprecio. Creo, sin embargo, que no hay deshonra que desear que se presenten en el campo cuarenta siquiera de mis valientes compañeros. ¿Oh lanceros de Bracy? ¿Si supierais los apuros de vuestro capitán, cuán pronto ondearía mi bandera entre los árboles de ese bosque, y cuán poco se detendría a esperaros esa cuadrilla de vagabundos?

—Desea cuanto quieras —dijo el Templario—, y saquemos el mejor partido posible de los hombres que tenemos a nuestra disposición. Casi todos son partidarios de "Frente de buey", aborrecidos en estos alrededores por su insolencia y tiranía.

—¡Tanto mejor! —dijo Bracy—. ¡Con eso se mantendrán firmes y derramarán hasta la última gota de sangre!

—¡A las murallas! —gritó el Templario—; y los dos caudillos se presentaron inmediatamente en las almenas para disponer todo cuanto podían dictarla destreza militar y el valor en defensa de la plaza.

No tardaron en conocer que el punto más peligroso era el opuesto a la barbacana, de que se habían apoderado los sitiadores. Es cierto que el foso que mediaba entre ella y el castillo era un gran obstáculo que no podía vencerse con facilidad, y de otro modo era imposible atacar la puerta principal; pero Bracy y el Templario fueron de parecer que los sitiadores podrían llamar la atención de la guarnición hacia aquella parte por medio de un ataque violento y repentino, y al mismo tiempo aprovecharse de cualquier otro punto descuidado. Para frustrar este plan sólo les quedaba el recurso de colocar centinelas en todo el recinto de la plaza, que pudieran comunicar entre sí y dar el grito de alarma en caso necesario. También se dispuso que Bracy tomara el mando de la puerta y que el Templario se colocaría a cierta distancia con un cuerpo de veinte hombres, a fin de acudir en todo caso a los puntos amenazados. La pérdida de la barbacana tenía también el gran inconveniente de que a pesar de la considerable altura de la muralla los sitiados no podían observar tan completamente como antes las operaciones y movimientos del enemigo porque la maleza del bosque llegaba hasta la obra exterior, y de este modo podían introducirse en ella nuevas fuerzas, no sólo a cubierto, pero sin noticia de la guarnición. Inciertos por tanto del punto en que reventaría la borrasca, Bracy y su compañero debían estar prevenidos para hacer frente en todo el circuito de los muros; pero los escuderos y soldados empezaban a desmayar, viéndose cercados por todas partes por enemigos furiosos que podían escoger a sus anchas el punto y la hora del ataque.

XXIV

Entretanto el dueño del castillo yacía en cama atormentado por los dolores que le ocasionaban sus heridas y por la angustia y despecho que más y más las irritaban. Ni siquiera tenía el recurso que aletarga el alma sin tranquilizarla, como el opio calma los dolores sin detener los progresos de la enfermedad, pero que, a lo menos, era preferible a las horrorosas agonías de la desesperación y de la rabia. La avaricia era el vicio dominante de "Frente de buey", y lejos de dar limosna a los establecimientos piadosos había muchas veces arrostrado la indignación de los eclesiásticos y usurpando sus haciendas y caudales. Más era llegado el momento en que la Tierra y todos sus tesoros iban a desvanecerse para siempre a sus ojos.

—¿Dónde están ahora —decía el Barón— esos curas? ¿Dónde están esos carmelitas, a quienes mi padre fundó un convento dándoles prados y tierra de labor? ¡Estarán sin duda a la cabecera de algún villano moribundo! ¡Y yo moriré como un perro; yo, hijo del que les dio el pan que comen! ¿No dicen que es bueno rezar? A lo menos para rezar no se necesita el favor ajeno; pero yo... rezar... ¡No me atrevo!

—¿No te atreves? ¿Cuándo has dicho otro tanto, "Frente de buey"? —exclamó junto a la cabecera del barón una voz trémula y aguda.

Trastornado por su mala conciencia y por la agitación de sus nervios "Frente de buey" creyó que aquella interrupción de su soliloquio procedía de alguno de aquellos ángeles perversos que habían acudido para distraer sus meditaciones y estorbarle pensar en el gran negocio de su salvación. Estremecióse, y miró por todas partes, y recogiendo todas sus fuerzas exclamo:

—¿Quién está ahí? ¿Quién repite mis palabras? ¿Quién eres tú que graznas en mis oídos? ¡Ponte delante de mí, para que yo pueda verte!

—¡Soy el Demonio que te persigue! —respondió la voz.

—Déjate ver en forma corpórea —dijo "Frente de buey"—, y verás como no te temo! ¡Por las cavernas del infierno, que si pudiera luchar con estos fantasmas que me atormentan como con un enemigo de carne y hueso, había de burlarme de ti y de todas tus legiones!

—Piensa en tus pecados —siguió la voz—: en la rebeldía, en la rapiña, en el asesinato. ¿Quién indujo al licencioso príncipe Juan a tomar las armas contra el anciano que le dio la vida, contra el generoso hermano que le prodigó tantos beneficios?

—¡Mientes, demonio, hechicero o quienquiera que seas! —respondió "Frente de buey". —¡Mientes como un villano! ¡No fui yo solo; fuimos cincuenta caballeros y barones, los mejores que han enristrado lanza, la flor de la Nobleza de Inglaterra! ¿He de responder yo de los pecados ajenos? ¡Falso tus morir enemigo, paz, si eres mortal, y si no lo eres, todavía no ha llegado tu hora!

—¡No morirás en paz! —repitió la voz—. ¡No, que tu muerte será emponzoñada por el recuerdo de tus homicidios, por el eco de los alaridos que han retumbado en estas bóvedas, por la sangre que ha inundado estos pavimentos!

—¡No me impones silencio con tus cargos! —respondió el Barón con amarga y violenta sonrisa—. ¡El judío ha experimentado la suerte que merece! Y por lo que hace a los sajones que han muerto a mis manos, eran enemigos de mi patria, de mi linaje y de mi soberano. Ya ves que estoy bien parapetado contra tus tiros. ¿Te has ido, o por qué callas?

—¡No, infame parricida! —repuso la voz—. ¡Acuérdate de tu padre y de su muerte; acuérdate de la sala del banquete, regada con su sangre, que acababa de verter la mano de su hijo!