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100 Clásicos de la Literatura

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"Sir Reginaldo "Frente de buey" y sus nobles y valientes alados y confederados no reciben retos de manos de esclavos, siervos y fugitivos. Si la persona que se llama el caballero Negro tiene en realidad derecho a los honores de la caballería, debe saber que se envilece en esa compañía y nada puede requerir de gente noble y de ilustre sangre. Tocante a los prisioneros que hemos hecho, en virtud de lo que nos manda la caridad cristiana os aconsejamos que enviéis un sacerdote que los confiese y reconcilie con Dios, puesto que tenemos la firme intención de decapitarlos esta mañana antes de mediodía, para que sus cabezas, puestas en las almenas de este castillo, os manifiesten el caso que hacemos de los que vienen en su socorro. Por tanto, os requerimos que les enviéis un eclesiástico, que es el único favor que podéis hacerles.

El escudero se hizo cargo de la carta y la entregó al mensajero que estaba fuera de los muros del castillo aguardando la respuesta.

Cumplido su encargo el montero, volvió a los cuarteles generales de los aliados, establecidos a la sazón debajo de una decrépita encina a tres tiros de distancia del castillo. Allí esperaban con impaciencia la respuesta a su intimación Wamba y Gurth con sus confederados, el caballero Negro, Locksley y el jovial anacoreta. En torno y a cierta distancia de ellos se notaban muchos hombres armados cuyos gabanes verdes y rostros curtidos a la intemperie denotaban su género de vida. Más de doscientos estaban ya reunidos y otros muchos acudían sin cesar. Los jefes y capitanes estaban vestidos, armados y equipados como los otros: sólo se distinguían de ellos por una pluma que llevaban en la gorra.

Además de estas gavillas se habían congregado muchos sajones habitantes de los pueblos inmediatos, y no pocos siervos de los vastos estados de Cedric; y aunque el intento que los animaba era el mismo, éstos no formaban una fuerza tan ordenada ni tan bien armada como los monteros, o si se quiere bandidos. Su armamento consistía en los instrumentos rústicos que la necesidad convierte a veces en medios de venganza y de destrucción. Llevaban hoces, picas y garrotes: ni podían echar mano de otra cosa, porque los normandos según el estilo común de los conquistadores no permitían a los vecinos sajones la posesión ni el uso de ninguna especie de armas. De resultas de lo cual esta fuerza no era tan formidable a los sitiados como hubiera podido serlo en otras circunstancias, considerado su número, su vigor físico y la intrepidez que suele inspirar la defensa de una causa justa. Tal era el ejército a cuyos jefes fue entregada la carta de Brian de Bois-Guilbert.

Inmediatamente fue puesto el papel en manos del supuesto ermitaño para que se hiciera cargo de su contenido.

—¡Por vida de mi padre! —dijo éste—. ¡Juro que no puedo explicaros esta jerigonza, la cual, sea arábiga o francesa, está fuera de mis alcances!

El anacoreta entregó la carta a Gurth, el cual se encogió de hombros y la pasó a Wamba. El bufón la examinó atentamente con ademanes de afectada inteligencia, y después de muchos gestos misteriosos, como si le hiciera gran impresión lo que leía, se la dio a Locksley diciendo que no había entendido una palabra.

—Si las letras grandes fueran arcos —dijo el montero —y las pequeñas fueran flechas, algo podría alcanzar en el asunto; pero tan seguro está el contenido de mi comprensión como de mis manos un ciervo a doce millas de distancia.

—Yo voy a sacaros de apuro —dijo el caballero Negro; y habiendo leído la carta para sí, la explicó después en sajón a sus compañeros.

—No, amigo mío —dijo el de las negras armas—. Os he referido puntualmente lo que contiene la carta.

—¡Por Dios —dijo Gurth—, que hemos de hacer añicos el castillo!

—¿Y con qué? —replicó Wamba—. ¿Con las manos? Las mías no pueden servir para amasar yeso.

—Todo eso es astucia para ganar tiempo —dijo Locksley—. No se atreverán a cometer un atentado que tan caro puede costarles.

—Lo mejor sería —dijo el caballero Negro— que uno de nosotros se introdujera en el castillo para saber lo que pasa dentro. Una vez que piden un sacerdote, este buen ermitaño podría ejercer su ministerio y darnos las noticias que deseamos.

—¡Antes ciegues que tal veas! —respondió el fingido ermitaño—. Has de saber, caballero Ocioso, que no quiero exponerme tan tontamente.

—Si hubiera uno entre nosotros —continuó el caballero— que pudiera entrar en el castillo...

Todos se miraron unos a otros sin responder.

—Ya estoy viendo —dijo Wamba— que esto ha de venir a parar en que el loco haga una locura y caiga en la ratonera, mientras los cuerdos se quedan en salvo. Présteme el buen anacoreta su saco y veréis como sé desempeñar este encargo.

—¿Crees tú —preguntó el caballero a Gurth— que es hombre a quien se puede confiar este encargo?

—No sé —dijo Gurth—; pero si no sale con ella, será la primera vez que le haya faltado el ingenio para sacar provecho de su locura.

—¡Vamos pronto, buen amigo —dijo el caballero—, que Dios nos perdone este atrevimiento! Ponte ese sayal, y sepamos cuál es la actual situación de tu amo en el castillo. No deben de ser muchos los que lo defienden; harto será que no podamos apoderarnos de sus muros por medio de un ataque pronto y decisivo.

—Y al mismo tiempo —dijo Locksley—, de tal modo sitiaremos la plaza, que ni una mosca ha de salir de su recinto. ¡Manos a la obra, buen amigo! —dijo dirigiéndose a Wamba—. Y bien puedes asegurar a esos tiranos que pagarán con su persona cualquier violencia que cometan con las de los cautivos.

—¡Pax vobiscum! —dijo Wamba , disfrazado ya con la túnica del ermitaño; y marchando con gravedad, se encaminó al castillo a desempeñar su misión.

XXI

Cuando el bufón, calada la capucha y metidas las manos en las mangas, se paró a la puerta del castillo de Frente de buey, el guardia que la custodiaba le preguntó quién era y que objeto le llevaba.

—¡Pax vobiscum! —respondió Wamba—. Soy un humilde religioso, y vengo a administrar los auxilios espirituales a los pobres presos de este castillo.

—Hace veinte años —dijo el guardia— que no entra por sus puertas un hombre de vuestro carácter.

—Id, hermano —dijo el fingido fraile—, y anunciad mi venida al señor de esta fortaleza, que ya veréis la acogida que me da, correspondiente al hábito que, aunque indignamente, visto.

—Pero si no es así —dijo el guardia— y el amo las ha conmigo, no os irá muy bien.

El guardia dejó su puesto después de haber proferido esta amenaza, y entró en el salón del castillo, donde después de haber despachado su comisión recibió, con gran sorpresa suya, la orden de su amo de darle entrada sin pérdida de tiempo. Volvió a la puerta, y tomadas las precauciones necesarias obedeció el mandato del Barón. La extraña presunción con que Wamba se encargó de comisión tan ardua y tan difícil, no bastó casi a sostener su ánimo cuando se halló en presencia de un hombre tan temible y tan temido como "Frente de Buey"; y al dirigirle el pax vobiscum, que era la fórmula con que debía empezar a representar su papel, conoció en las piernas y en la voz cierta vacilación no muy propia de su carácter. Pero "Frente de buey" estaba acostumbrado a ver temblar a gentes de todas jerarquías; así es que la timidez del fingido eclesiástico no le inspiró ni podía inspirarle la menor sospecha.

—¿Quién eres, padre, y de dónde vienes? —le preguntó.

—¡Pax vobiscum! —repitió Wamba—. Soy un pobre religioso que, viajando por estas asperezas, he caído en manos de ladrones, quidam viator incidit in latrones; los cuales ladrones me han enviado a este castillo para ejercer mi ministerio con ciertos reos condenados a muerte por vuestra justicia.

—¡Bien! —dijo "Frente de buey"—. ¿Y puedes decirme, reverendo padre, cuántos serán esos forajidos?

—Valiente caballero —respondió Wamba—, nomen illis legio. Tantos son, que forman una legión entera.

—Dime sin preámbulos cuántos son —repuso el Barón.

—¡Ah! —respondió el fingido ermitaño—. Creo que, entre monteros y campesinos, podrán ser unos quinientos hombres.

—¿Qué? —dijo el templario, entrando a la sazón en la sala.

—¿Todo ese enjambre se ha reunido en torno de nosotros? ¡Preciso es exterminarlos a toda costa!—Enseguida, llamando aparte a "Frente de buey":—¿Conoces a ese fraile? —le preguntó.

—Es forastero —respondió—, y debe de ser de algún convento muy distante de aquí. No sé quién es.

—Entonces —continuó Brian— no debemos confiarle nada de palabra. Démosle una carta para los lanceros de Bracy mandándoles que acudan así sin pérdida de tiempo. Para mayor disimulo, a fin de que no sospechen nada, bueno será dejarle ir al cuarto de los sajones antes de enviarlos al matadero.

En virtud de esta opinión del templario, "Frente de buey" mandó a un criado que acompañase al ermitaño a la pieza en que estaban encerrados Cedric y Athelstane.

El encierro de Cedric, en lugar de disminuir había aumentado su impaciencia. Paseábase de un lado a otro de la sala con tanto denuedo y precipitación como si saliera al encuentro de su enemigo o como si fuera a saltar a la brecha de una plaza sitiada. Unas veces hablaba a solas, otras dirigía la palabra al estoico Athelstane, el cual aguardaba tranquilo el éxito de aquella aventura digiriendo entretanto los manjares de que tan abundantemente había comido a mediodía. Interesábale poco la duración de su cautiverio, considerándole como uno de los infinitos males que experimenta el hombre en esta vida, y que hallan luego el galardón en la otra.

—¡Pax vobiscum! —dijo el bufón al entrar en la pieza—¡La bendición de San Dustán y de todos los santos del Cielo sea con vosotros!

 

—¡Salvete et vos! —respondió Cedric—. ¿Qué se os ofrece?

—Vengo a prepararos para el último trance —respondió Wamba.

—¡Es imposible! —exclamó el Sajón—. ¡Por infames que sean mis enemigos, no creo que se atrevan a cometer tan cruel atentado!

—¡Ah! —dijo el bufón—. Los sentimientos de humanidad y de compasión son para ellos lo que un freno de seda para un caballero desbocado. Recordad, pues, noble Cedric y valiente Athelstane vuestras flaquezas y pecados, porque este, día será el de vuestro examen en otro tribunal.

—¿Oyes esto, Athelstane? —dijo Cedric—. Si ha de ser, apercibámonos a sufrir el golpe con valor y dignidad: más vale morir como hombres que vivir como esclavos.

—Siempre he guardado lo peor de esa gente —respondió Athelstane—, y tan sereno iré a la muerte cono a un convite.

—Vamos, pues, a lo principal —dijo Cedric—. Empezad, padre mío, a desempeñar vuestro ministerio.

—¡Poco a poco, tío Cedric! —dijo Wamba en su tono natural—. El salto es grande, y debes mirarte bien en ello.

—¡A fe mía —dijo Cedric—, que esa voz no me es desconocida!

—Es la de vuestro fiel siervo y bufón —dijo Wamba bajándose la capucha—. Si hubierais tomado el consejo de un loco, no os hallaríais aquí a esta hora. Si lo tomáis ahora, pronto estaréis fuera de aquí.

—¿Qué estás diciendo, mentecato? —preguntó Cedric.

—Lo que digo es —respondió Wamba— que tomes este saco y esta cuerda, que son todas las órdenes que tengo encina, y que te vayas paso entre paso de ese castillo, dejándome tu capa y tus atavíos; y no tengas cuidado, que si es menester dar el salto, yo lo daré por ti.

—¡Dejarte en mi lugar! —dijo admirado Cedric—. ¿Sabes que te cuelgan si te descubren?

—Más vale que cuelguen a un villano que a un noble el Wamba; a menos que tengas a mengua que mi villanía ocupe el lugar destinado a tu nobleza.

—Está bien, Wamba —dijo Cedric—. Acepto tu oferta, con una condición: que en lugar de cambiar de ropa conmigo, sea con lord Athelstane.

—¡Eso no, por San Dustán! —dijo el bufón— que no sería proceder con cordura! Bueno es que el hijo de Witless sufra la muerte por el hijo de Hereward; pero sería malísimo que muriese por el hijo de padres con quien nada tiene ni ha tenido nunca que ver.

—¡Bellaco! —dijo Cedric—. ¡Los padres de Athelstane fueron monarcas de Inglaterra!

—Sean lo que fueren —repuso Wamba—; pero mi pescuezo está demasiado sujeto a mis hombros, y no se separa de ellos a humo de pajas. Por tanto mi buen amo, o aceptad mi reposición, o permitidme que vaya por donde he venido.

—Dejemos en pie el árbol antiguo —dijo Cedric—, y no se perderán las esperanzas. Salva al ilustre Athelstane, amigo Wamba, que tal es la obligación de todo el que tiene sangre sajona en las venas. Tú y yo resistiremos aquí la rabia de nuestros injustos opresores, mientras él libre y seguro suscita el brío y el entusiasmo de todos los nuestros y vienen con ellos a redimirnos.

—¡No, padre Cedric —dijo Athelstane dando un golpe en la mesa; porque en ciertas ocasiones sus hechos y sus palabras no eran indignos de su alto nacimiento—; antes consentiría en pasar una semana a pan y agua en los muros de este castillo que privarte de la oportunidad que tu siervo te proporciona!

—Vosotros os creéis hombres de seso —dijo el bufón—, y me llamáis loco; pero, tío Cedric, primo Athelstane, el loco va a decidir esta cuestión y os ahorrará el trabajo de haceros tantos cumplimientos. Yo soy como la yegua de Juan Duck que no consiente que nadie la monte si no es su amo. Vine a salvar al mío, y si no acomoda, santas pascuas: ofertas de esa especie no son pelotas que van de mano en mano. ¡Por nadie me dejo ahorcar sino por mi dueño legítimo!

—Idos, noble Cedric —dijo Athelstane—; no desperdiciéis esta ocasión. Vuestra presencia basta para reunir a todos vuestros amigos y hacerlos venir a darnos libertad. Si permanecéis aquí, todo se pierde.

—¿Y hay alguna esperanza de socorro por ahí fuera? —preguntó Cedric al bufón.

—¿Esperanza? —respondió Wamba—. Cuando vistas mi sayal, es como si te pusieras la casaca de un general en jefe. Quinientos hombres están a cien pasos de aquí, y yo era esta mañana uno de sus caudillos. Mi gorra de bufón era un casco; mi espada de madera, un bastón de comandante. Veamos qué efecto produce el cambio de un cuerdo por un loco: quizás ganarán en prudencia lo que pierdan en valor. ¡Manos a la obra, y cuidado cómo tratas al pobre Gurth y a su compañero Fangs! Si me tuercen esos pícaros el pescuezo, colgad todos los emblemas de mi oficio en la sala de Rotherwood en memoria de que sacrifiqué mi vida por mi amo como siervo fiel, aunque loco.

Wamba pronunció estas últimas palabras entre chanzas y veras, y los ojos de Cedric se llenaron de lágrimas.

—¡Tu memoria —dijo Cedric— durará entre los hombres mientras haya quien aprecie el afecto y la fidelidad!; pero no nos atajamos antes de tiempo, pues no dudo que hallaré medios de salvar a lady Rowena, a ti, noble Athelstane, y a ti también pobre Wamba.

Hízose el cambio de los vestidos, y Cedric se detuvo, habiéndosele ocurrido una duda de pronto.

—Yo no sé otra lengua que la mía —dijo— y algunas pocas palabras del normando. ¿Cómo he de salir de este apuro?

—Con dos palabras tienes cuanto basta y sobra —respondió Wamba—. ¡Pax vobiscum! es una respuesta general para toda especie de preguntas. Con el ¡Pax vobiscum! puedes entrar y salir, comer y beber, hablar de veras o de chanza. No tienes más que hacer sino ponerte muy entonado y recalcarte al pronunciar ¡Pax vobiscum! Es cosa irresistible. Centinelas y guardabosques, caballeros y escuderos, infantes y jinetes, todos te obedecerán. Creo que si me llevan al palo mañana, como es muy posible que lo hagan, he de aturrullar al verdugo con un sonoro ¡Pax vobiscum!

—Si no es más que eso —dijo Cedric—, pronto se aprende el oficio. ¡Pax vobiscum! ¡No haya miedo que se me olvide! ¡Adiós, noble Athelstane; adiós, amigo Wamba! ¡Tu corazón vale más que tu cabeza! Mi intención es venir a salvaros a todos o volver a morir en vuestra compañía. La sangre real de Sajonia no ha de ser derramada mientras la de Cedric circule en sus venas, ni habrá quien toque a un cabello de este leal servidor, si la vida de Cedric puede estorbarlo. ¡Adiós!

—¡Adiós, tío! —dijo Wamba—. Y cuidado con ¡Pax vobiscum!

Cedric dejó a sus amigos y se puso en marcha para llevar a cabo la proyectada empresa. No tardó mucho en hallar ocasión de poner en práctica los consejos del bufón, porque al llegar a un pasadizo obscuro y abovedado, por el cual creía poder pasar al salón del castillo le salió al encuentro una mujer.

—¡Pax vobiscum! —dijo el fingido fraile sin hacer caso de aquella desconocida y procurando desembarazarse cuanto antes de ella, cuando oyó que te respondía con voz suave:

—¡Et vobis quaeso, domine reverendissime, pro misericordia vestra!

—Soy sordo —dijo Cedric en buen sajón renegando en su interior de las instrucciones que el bufón le había dado, puesto que tan cortado se hallaba en el primer encuentro—. Pero en aquellos tiempos la sordera al idioma latino era harto común entre clérigos y frailes; y no lo ignoraba la persona que acababa de hablar a Cedric, pues inmediatamente le dirigió la palabra en sajón.

—Ruégoos encarecidamente, reverendo padre —le dijo—, que os dignéis visitar y suministrar los socorros espirituales a un prisionero que está herido en este castillo, y que os apiadéis de su situación, como vuestro santo ministerio os lo manda: en cambio tendréis una copiosa limosna para vuestro convento.

—Hija —respondió Cedric, muy embarazado y confuso—, el tiempo que se me ha concedido para permanecer en esta fortaleza no me permite satisfacer a todos los que necesitan las obligaciones de mi ministerio. No puedo detenerme un instante sin exponerme a perder la vida.

—¡Por los votos que habéis pronunciado —repuso la mujer—, os pido que no dejéis sin consuelo al desventurado!

Cedric masculló entre dientes algunas expresiones de impaciencia y mal humor que le sacaron del embarazo en que se hallaba; y probablemente hubiera partido por medio quitándose enteramente la máscara, si no hubiera llegado a la sazón, y cuando ya iba a estallar su enojo, la vieja Urfrieda, a quien dejamos en la escalera de la torrecilla.

—¿Qué es eso, mi alma? —dijo con agria voz y asperísimo tono la que estaba hablando con Cedric—. ¿Así pagas las bondades que he tenido contigo? ¿Abandonando al pobre herido que puse a tu cuidado y obligando a este santo varón a que se ponga como una furia para desembarazarse de las importunidades de una judía?

—¿Judía? —exclamó Cedric, aprovechándose de aquella ocasión para salir más pronto del paso, —¡Apártate, mujer; apártate pronto! ¡Tu sola presencia mancilla!

—Venid por aquí, padre mío —dijo la vieja—, que no sabéis las entradas y salidas del castillo, ni podéis dar un paso en él sin conductor. Venid, que tengo que hablaros. Y tú hija de raza maldita, vuelve al cuarto del enfermo y aguárdame allí. ¡Pobre de ti si te apartas de su lado sin mi permiso!

Rebeca obedeció a la vieja, de quien a fuerza de importunidades, había conseguido antes que la dejara salir de la torre, y Urfrieda, creyendo imponerle una tarea enojosa, la obligó a cuidar al prisionero herido; encargo que la hebrea aceptó con mucho gusto. Convencida de la crítica situación en que éste se hallaba, y deseosa de aprovecharse de todos los medios que se le ofreciesen para mejorar su suerte común, Rebeca aguardaba el auxilio del religioso que, según las noticias dadas por Urfrieda, había penetrado en el ominoso castillo. Salió al pasadizo para esperarle e inducirle a que entrase en el aposento de Ivanhoe; y ya hemos visto como se frustraron sus intenciones.

Cuando, a fuerza de gritos y amenazas, Urfrieda hubo reducido a la judía a volver a la nueva prisión que le había señalado, condujo a Cedric, aunque contra la voluntad de éste, a otra pieza, cuya puerta cerró por dentro con gran misterio y precaución. Enseguida, sacó de una alacena dos copas y un jarro de vino, y dijo, más bien en tono de afirmación que de pregunta.

—Padre, tú eres sajón: no puedes negarlo —y continuó, viendo que Cedric no se daba prisa en responderle—: Los acentos de mi lengua nativa son suaves a mi oído, aunque raras veces los oigo sino en boca de esos miserables siervos, a quienes los feroces normandos abruman de cadenas y de ignominia. Eres sajón y hombre libre, salvo el servicio de Dios. Tus acentos me llegan al alma.

—¿Nunca vienen eclesiásticos sajones a este castillo? —preguntó Cedric—. Obligación suya es socorrer y amparar a sus desventurados compatriotas, oprimidos por el yugo de los conquistadores.

—No vienen —respondió la vieja—; o si vienen, es muy rara vez. Digo esto porque lo he oído, que yo por mi parte no he visto aquí otro eclesiástico que el capellán normando; pero ya hace muchos años que murió. Dejemos esto, y pues eres sajón, como no puedo dudarlo, deja que te haga una pregunta.

—Soy sajón —dijo Cedric— pero indigno del título de sacerdote. Nada puedo decir, y es inútil que te molestes en preguntarme. Déjame pues salir de aquí lo más pronto que pueda: no tardaré en volver o en enviarte un compañero mío, si tal es tu deseo.

—Detente, que no abusaré de tu paciencia —dijo Urfrieda—_ La tierra fría ahogará muy en breve mi voz y no quiero bajar a su lóbrega morada sin dejar quien conserve mi memoria y refiera mis sucesos. Horribles son, espantosos, y necesito cobrar fuerzas para contarlos.

Al decir esto llenó una copa de vino, y la bebió con tanta avidez como si la aquejara el ardor de una fiebre violenta.

—Embrutece —dijo después de haber bebido—, pero no alegra. Echa un trago, padre mío si quieres oírme sin que se te ericen los cabellos.

Cedric hubiera rehusado de buena gana aquel convite; mas no se atrevió a resistir a los gestos violentos que la vieja le hacía, bebió una copa llena, y Urfrieda, algo más tranquila con esta condescendencia, volvió a tomar la palabra:

—No he nacido, padre mío, en la miserable condición en que me ves ahora. Fui libre, feliz, amada, y amada muy de veras. Ahora soy una esclava desventurada y envilecida. Serví de juguete a las pasiones de mis opresores mientras fui hermosa: ahora soy objeto de su desprecio y de su rencor. ¿Es de extrañar que aborrezca al género humano, y sobre todo a la raza execrable que me ha trasformado de lo que fui en lo que soy? ¿Puede olvidar la mísera decrépita que tienes a la vista y cuya rabia sólo puede exhalarse en impotentes maldiciones, que su padre fue el dueño de este castillo, el señor de Torquilstone, ante quien temblaban millares de vasallos?

 

—¿Tú, hija de Torquil? —dijo Cedric horrorizado—. ¿Tú hija de aquel noble sajón, amigo y compañero de armas de mi padre?

—¿El amigo de tu padre? —repitió Urfrieda—. ¿Luego eres Cedric, a quien todos conocen por el dictado del Sajón? Porque el noble Hereward de Rotherwood no tuvo más que un hijo, cuyo nombre es conocido de todos los que tienen sangre sajona en las venas. Y si eres Cedric de Rotherwood, ¿qué significa ese hábito religioso? ¿Has perdido toda esperanza de salvar a tu patria, y has huido de la opresión acogiéndote a la sombra del claustro?

—¡Nada te importa saberlo! —respondió Cedric—. Prosigue tu deplorable historia, que supongo será un tejido de crímenes y de iniquidades. ¡Sobrado crimen es ya tu existencia en esta mansión!

—¡Razón tienes! —dijo la desventurada sajona—. Crímenes hay en mi historia tan negros y tan espantosos, que todos los fuegos del infierno no bastarán a purificarlos. ¡Sí, noble Cedric, en estos salones, manchados con la sangre de mi padre y de mis hermanos, he vivido como manceba de su asesino, como esclava y partícipe de su desenfreno y esto basta para que cada una de las respiraciones que exhalo sea crimen y maldición!

—¡En lazos ilegítimos —respondió la vieja—, pero no en los del amor; que el amor huye de estas infames bóvedas como de las cavernas infernales! ¡No; de esa culpa estoy exenta a lo menos! La pasión que ha reinado y reina inextinguible en mi alma, es el odio a "Frente de buey" y a su familia, y con igual furor reinaba en los momentos en que participa del extravío de mi opresor.

—¿Le odiabas, y vivías? —dijo Cedric—. ¿No tenías a tu disposición un puñal, una cuerda? Pues apreciabas semejante vida, ¡fortuna tuya ha sido que los secretos de una fortaleza normanda sean como los del sepulcro; porque si hubiera yo llegado a soñar que la hija de Torquil era concubina del verdugo de su padre mi acero te hubiera atravesado el corazón en los brazos del perverso!

—¿Hubieras osado vengar de ese modo la fama de Torquil? —preguntó Ulrica (que éste era su nombre verdadero, y no el de Urfrieda)—. Ahora conozco que eres digno del renombre que con tu patriotismo has ganado; renombre que ha llegado a estos muros, empapados en delitos. Y yo aunque envilecida y degradada palpitaba de gozo al saber que existía quien pensaba en rescatar a mi infeliz nación. ¡No; no se ha extinguido en mí el deseo de venganza que animaba al que me dio el ser! ¡Venganza! ¡Yo he gustado sus delicias, yo he fomentado las discordias de nuestros enemigos y los he excitado al combate en medio de los desórdenes de la embriaguez, he visto correr su sangre, he oído los ayes de su agonía! ¡Mírame Cedric! ¿No notas en estas facciones marchitas alguna semejanza con las del amigo de tu padre?

—¡No me lo preguntes, Ulrica! —dijo Cedric, tan compadecido como aterrado de lo que oía—. Tu semejanza con Torquil es como la del cadáver que sale de la tumba reanimado por el ángel de las tinieblas.

—¡Ángel de luz —dijo Ulrica— era yo cuando armé el brazo fiel hijo contra el padre! La oscuridad del Averno debería ocultar lo que vas a oír; pero la venganza alzará el velo que cubre este misterio de iniquidad. Largo tiempo había reinado la desunión entre "Frente de buey" y el brutal Reginaldo, su hijo; largo tiempo estuve yo fomentándola. Al fin estalló en medio de los vapores del vino, y mi opresor cayó sobre la mesa a manos del que le debía la vida: tales son los secretos que estos muros ocultan. ¡Abríos —exclamó alzando la vista al techo—; abríos, bóvedas de abominación, y confundid en vuestras ruinas a todos los que saben tan espantoso arcano!

—Y tú —dijo Cedric—, monstruo de iniquidad y de desventura, ¿qué suerte has tenido desde la muerte del autor de tus males?

—Adivínalo —respondió Ulrica—, y no lo preguntes. ¡Aquí, aquí he vivido hasta que la vejez prematura estampó en mi rostro su sello mortífero y helado; insultada y escupida donde antes todos me obedecían y acataban, obligada a satisfacer la venganza, que antes recogió tan amplia cosecha, con vanos murmullos e infructuosas maldiciones condenada a oír desde mi torrecilla solitaria los gritos del banquete en que tantas veces resonaron los míos, o los quejidos y sollozos de las nuevas víctimas de la opresión!

—Ulrica— dijo Cedric,—con un corazón que echa de menos el galardón de sus crímenes y los crímenes que le merecieron aquel galardón. ¿Osas dirigir la palabra a quien viste un hábito como el mío? ¿Qué podría hacer por ti el santo Eduardo si se presentase a tu vista en carne mortal? ¡El piadoso rey obtuvo del Cielo la gracia de curar las úlceras del cuerpo mas sólo Dios puede sanar la lepra del alma!

—¡No me abandones aún —dijo Ulrica—, infausto profeta de condenación! Dime, si puedes, adónde me conducirán los nuevos impulsos que me agitan en esta soledad. ¿Por qué se despiertan en mi pecho con nuevos e irresistibles horrores los pensamientos de mi malhadada juventud? ¿Cuál es la suerte que reserva la tumba a la que ha sido en la Tierra objeto de la cólera celeste? ¡Atorméntenme con crueles suplicios Woden, Herta, Zernebock, Mista y Scogula, más bien que sufrir los negros presagios que me angustian durante las largas horas de la noche!

—No soy sacerdote —dijo Cedric apartándose con horror de aquella triste pintura del crimen, de la miseria y de la desesperación—. No soy sacerdote, aunque lo parezca por mi traje.

—Sacerdote o lego —dijo Ulrica—; eres el único mortal temeroso de Dios y honrado por los hombres que mis ojos han visto durante estos últimos veinte años. ¿Quieres conducirme al despecho?

—No al despecho —respondió Cedric—, sino al arrepentimiento de tus culpas. Encomiéndate a Dios, haz penitencia y procura que sea aceptada la ofrenda de tu contrición. Pero ni puedo ni debo detenerme.

—¡Un solo instante —dijo Ulrica—, si no quieres que vengue en ti el desprecio y la dureza con que me tratas! ¿Piensas que duraría muchas horas la vida de Cedric el Sajón si le hallase "Frente de buey" en este castillo y con ese disfraz? Ya se han recreado en ti sus miradas cono las del halcón en la paloma.

—¡Venga —dijo Cedric—, y destróceme con picos y garras, más bien que profanar mis labios con palabras que mi corazón no aprueba! ¡Moriré cono sajón, con la verdad en la boca y la honradez en el pecho! ¡No me toques ni me detengas! ¡La presencia de Reginaldo es menos odiosa a mis ojos que la de tu infamia y miseria!

—Sea así —dijo Ulrica, desistiendo de su empeño—. Vete si quieres, y olvida en tu insolente superioridad que la desgraciada a quien has visto es la hija del amigo de tu padre. ¡Vete, Cedric! ¡Si me separan mis males de todo el género humano y me hacen odiosa a los ojos de aquellos de quienes debía esperar algún auxilio, también me separé de todo el inundo en mi venganza! ¡Nadie me ayudará; pero se estremecerán los hombres al oír la ejecución del designio que abrigo en mi corazón! ¡Adiós! ¡Tu desprecio ha roto el último vínculo que me ligaba con los hombres, puesto que ni aun siquiera me queda la esperanza de que mis compatriotas se apiaden de mis males!

—¡Ulrica —dijo Cedric, algo movido a compasión—, has podido vivir en ese abismo de crímenes y de infortunios, y ahora te das a la desesperación, cuando debieras abrir los ojos y entregarte al arrepentimiento!

—Cedric —respondió Ulrica—, bien veo que no conoces el corazón humano. El amor desenfrenado del placer, el deseo insaciable de venganza, el orgullo inseparable de la jerarquía en que nací: tales han sido los móviles de mi conducta. ¡Y por cierto que estos venenosos ingredientes alucinan hartas veces la razón e imponen silencio a la voz de la conciencia! La vejez no tiene placeres, las arrugas no tienen influjo, y hasta la venganza muere en impotentes maldiciones. Entonces es cuando el remordimiento se presenta armado de víboras; entonces se echa de menos lo pasado, y sólo ofrece lo porvenir desesperación. Las pasiones se callan, y el culpable, semejante al Demonio, es víctima del remordimiento, pero no sabe arrepentirse, tus palabras han reanimado mi abatido espíritu. ¡Bien has dicho; nada es imposible para quien sabe y se atreve a morir! Tú me has enseñado el camino de la venganza, y yo le seguiré hasta el fin. La venganza ha residido en mi alma con otras pasiones: de hoy más vivirá sola en ella, y tú mismo dirás que si Ulrica ha vivido culpable, su muerte fue digna de la hija de Torquil. Ya sé que este castillo está sitiado por fuerzas enemigas. Date prisa; diles que estrechen el asedio, y cuando veas ondear una bandera roja en la torrecilla del ángulo oriental de la fortaleza, entonces los sajones podrán pelear sin recelo. Poco les quedará que hacer: suyos serán estos muros, a despecho de toda la resistencia que les opongan los malvados. No pierdas tiempo: sigue tu suerte, que yo sé lo que me aguarda que hacer.