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100 Clásicos de la Literatura

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—Anda a decirlo al amo, si quieres —dijo el hombre; y se retiró—, dejando a Rebeca en compañía de la vieja, ante la cual tan contra su gusto había sido llevada.

—¿Qué mil diablos es esto? —decía entre dientes, echando de cuando en cuando una mirada maliciosa a Rebeca ¡Pero ya caigo! ¡Bellos ojos, cabellos negros, y una tez blanca como la nieve! ¡Fácil es adivinar para qué la envían a esta torre, donde bien puede gritar y chillar, que así la oirán en el castillo como si estuviera a cien varas debajo de tierra! Lechuzas tendrás por vecinas, hija mía; y con tanto respeto oirán y tanto caso harán esos hombres de sus aullidos como de tus lamentos. ¡Y es extranjera la buena moza! —añadió observando el ropaje y el turbante de Rebeca—. ¿Y de qué tierra eres? ¿Sarracena'? ¿Egipcia? Qué, ¿no respondes? ¿Lloras y no sabes hablar?

—No os enfadéis, buena mujer —dijo Rebeca.

—¡Basta, hasta —repuso Urfrieda—, que así se conocen los judíos por el habla como la zorra por la huella!

—¡Por Dios santo te pido —exclamó Rebeca— que me digas qué es lo que puedo aguardar de la violencia que conmigo se ha usado! ¿Van a quitarme la vida? ¡Háganlo cuando quieran!

—¿Tu vida, perla? —respondió la sibila—. ¿De qué puede servirles tu vida? ¡Nada temas por esa parte! Lo que van a hacer contigo es lo que hacían antes con las doncellas sajonas. Aquí me tienes a mí; joven era yo, y dos veces más hermosa que tú cuando "Frente de buey", padre de ese Reginaldo, tomó por asalto este castillo a la cabeza de sus normandos. Mi padre y sus siete hijos defendieron su casa solariega piso por piso y aposento por aposento. No había un ladrillo, no había un escalón que no estuviera cubierto de sangre. Murieron en la demanda; todos ellos perecieron, y antes que estuviesen fríos sus cadáveres y seca la sangre que habían derramado, había yo caído en manos del vencedor y era escarnio de todos los suyos.

—¿No hay de dónde esperar socorro? ¿No hay medio ninguno de escapar de aquí? —dijo Rebeca—. ¡Cuenta con un cuantioso galardón!

—No pienses en eso —dijo la vieja—. De aquí nadie escapa, si no es por las puertas de la muerte; y éstas siempre se abren tarde —añadió sacudiendo su blanca cabellera—. Con todo, puede servirte de consuelo que los que quedan detrás han de experimentar la misma suerte. Pásalo bien, judía. Judía o cristiana, no importa: todas pasan por el aro. ¡Hombres son éstos con tanto escrúpulo como compasión! ¡Pásalo bien, hija; que ya he hilado mi copo! Se acabó mi tarea, y ahora empieza la tuya.

—¡Detente, detente por el Dios de los Cielos! —exclamó la judía—. ¡Detente, aunque sea para maldecirme y despreciarme! ¡Tu presencia puede protegerme!

—¡Mi presencia! —respondió la vieja—. ¡De maldita la cosa te serviría la de la reina más encumbrada!

Dijo estas palabras saliendo de la pieza y riéndose con espantosas contorsiones, que realzaban su fealdad. Cerró la puerta, y bajó lentísimamente la escalera echando mil maldiciones en cada escalón.

A Rebeca le aguardaba una suerte más desventurada que la de Rowena; porque si ésta podía esperar alguna sombra de respeto y cortesía, ¿qué probabilidad había de que usaran de algún comedimiento con una mujer de nación tan perseguida y despreciada? Sin embargo, la hebrea tenía la ventaja de que sus pensamientos habituales y la firmeza natural de su índole la habían dispuesto a hacer frente a peligros como los que en aquella ocasión la amenazaban. Desde sus más tiernos años había tenido un carácter serio y observador; la pompa y riqueza que su padre ostentaba en lo interior de su casa y que veía reinar en las de los otros judíos opulentos, no la habían alucinado; nunca había perdido de vista la situación precaria de sus compatriotas ni los riesgos que continuamente corrían. Como Damocles en su famoso banquete, Rebeca en medio de toda aquella profusión y magnificencia que la rodeaban veía siempre sobre la cabeza del judío la espada que colgaba de un cabello. Estas reflexiones le habían dado cierta madurez y templanza, y suavizado en ella la altanería y la obstinación que quizá en otras circunstancias hubieran sido las cualidades sobresalientes de su índole.

El ejemplo y las lecciones de su padre le habían enseñado a tratar con urbanidad y blandura a todos los que se le acercaban. No podía imitar los excesos de humillación de Isaac porque no cabían en su alma la mezquindad de intenciones ni el sobresalto habitual que le dictaba aquella conducta: en su humildad se notaban algunos vislumbres de soberbia, como si se sometiera a los males a que la condenaba su origen, con la certeza de ser acreedora por su mérito personal a la estimación pública.

Preparada de este modo a las circunstancias adversas que pudieran sobrevenir, había adquirido la magnanimidad y la firmeza necesarias para hacerles frente. La posición en que a la sazón se hallaba, requería gran presencia de ánimo, y ella echó mano de todas las determinaciones capaces de sostener el suyo.

Su primera diligencia fue examinar el aposento que le había destinado y halló que casi no había esperanza de socorro ni de fuga. No había en el pasadizo ni comunicación con otra pieza. Las únicas interrupciones del muro, que era el mismo que formaba la torre, consistían en la puerta por donde había entrado y en una ventana o postigo. La puerta carecía de cerrojo y de pestillo en la parte interior: la ventana daba a un espacio circular o azotea, la cual a primera vista le dio algunas esperanzas de poder escaparse por allí, mas en breve descubrió que aquella parte del edificio no tenía comunicación con el resto de la fortaleza, sino que era un puesto aislado, asegurado, según costumbre de aquellos tiempos, por un parapeto con almenas en que podían colocarse algunos ballesteros, no sólo para defender la torre sino para flanquear el muro del castillo.

No le quedaba, pues, otro recurso que su propia fortaleza y la vehemente confianza en el Todopoderoso, premiados de la virtud y protector de la inocencia. Todas las circunstancias de su situación le anunciaban que se considerase como en una crisis de castigo, y sufrirlo sin contaminar su alma con el pecado. Dispuesta de este modo a la resignación que conviene a una víctima, sus reflexiones la llevaron a la firme resolución de someterse sin murmurar a cuantos infortunios pudiera encontrar en el camino de la vida, resistiendo al mismo tiempo a todo lo que pudiera manchar la pureza de su corazón.

Sin embargo, la cautiva tembló y mudó de color al oír pasos en la escalera, y mucho más al ver que la puerta se abría lentamente y que la cerraba por dentro con llave la persona que entraba, que era un hombre de alta estatura, vestido como los bandoleros que la habían atacado en el camino. La gorra le cubría la mitad del rostro y la otra mitad el embozo de la capa. De este modo, y como si le avergonzase a él mismo el crimen que estaba resuelto a cometer, el desconocido se adelantó hacia donde estaba la judía y se paró enfrente de ella. A pesar de lo que indicaba su traje parecía que no acertaba a explicar el motivo que allí le conducía. Esforzándose en cuanto le permitía su turbación, Rebeca le sacó de su perplejidad. Hablase desabrochado dos costosos brazaletes y un collar, y se los presentó al supuesto bandido, creyendo sin duda que con satisfacer su codicia podría granjearse su protección.

—¡Toma estas frioleras —dijo—, buen amigo, y por Dios ten piedad de mí y de mi anciano padre! Las alhajas que te doy son de algún valor; pero con mucho más puedes contar si nos sacas de este castillo libre y sin daño.

—Hermosa Rebeca —respondió el bandido—, esas perlas son de Oriente, y no llegan en albor a las de tu dentadura; finos son esos diamantes, y el esplendor de tus ojos los eclipsa. Yo no hago caso de la riqueza.

—¡No sea así en la ocasión presente! —dijo Rebeca—. ¡Sé compasivo y pide rescate! Con el dinero se compra el bienestar y con ofender al desvalido sólo se compra remordimiento. Mi padre satisfará todos tus deseos, y si obras con cordura, nuestro rescate te bastará para restituirte a la sociedad, para lograr el perdón de tus errores pasados y para preservarte de la necesidad de cometer otros nuevos.

—¡Bien hablas! —dijo el embozado en lengua francesa, siéndole quizás difícil seguir la conversación en la sajona, en que Rebeca la había empezado—; pero sabe, brillante lirio del valle, que tu padre está ya en manos de un poderoso alquimista que sabe convertir en oro y plata las barras de hierro del fogón de un calabozo. El venerable Isaac se halla a la hora ésta en un alambique que le hará destilar gota a gota todo lo que más ama en la Tierra, sin que puedan valerle mi mediación ni tus súplicas, tu rescate debe pagarse en amor y en hermosura y no acepto otra moneda.

—No eres bandolero —dijo Rebeca en el mismo lenguaje de que se había servido el disfrazado— porque ningún bandolero sabe rehusar ofertas como las que acabo de hacerte. Los de esta tierra no conocen el idioma en que me hablas; eres normando y quizás de noble nacimiento. Sé también noble en tus acciones y arroja esa máscara que oculta designios de ultraje y de violencia.

—Y tú, que tan bien sabes adivinar —dijo el extranjero desenbozándose—, no eres verdadera hija de Israel sino una hechicera en todo, salvo en juventud y en hermosura. Verdad es que no soy bandolero, lindísima rosa; soy uno que lejos de privarte de esos adornos que tan bien te sientan, quisiera cubrirte el cuello con todos los diamantes y perlas de Turquía.

—¿Qué quieres de mí —preguntó Rebeca—, si no es mi riqueza?, nada puede haber de común entre los dos. Tú eres cristiano, y yo judía. ¿Qué relaciones puede haber entre los dos?

—Las de puro amor, y no más, y así quiero amarte. Soy caballero templario. Mira la cruz de mi Orden.

—¿Te atreves a ostentarla en una ocasión como ésta? —dijo la israelita—. ¿Quieres injuriar a un mismo tiempo a tu religión, a tu estado y a tu persona? ¿No te horrorizas de presentar el símbolo más sagrado para los cristianos en el mismo instante en que intentas obrar como hombre irreligioso y vil esclavo? Qué, ¿tan poco te importan tu honor, tus votos y tus promesas?

 

Al oír esta reconvención se inflamaron de cólera los ojos del templario.

—Oye, Rebeca —le dijo—: hasta ahora te he hablado con dulzura; de ahora en adelante te hablaré como vencedor. Eres mi cautiva, y te he conquistado con mis armas. Estás sujeta a mi voluntad por la ley general de las naciones, y no cederé una pulgada de mi derecho, ni hay poder humano que me impida tomar por fuerza lo que rehúses a mis súplicas.

—¡Detente! —dijo Rebeca—. ¡Detente, y óyeme antes de arrojarte a cometer ese horrible pecado! Podrás abusar de mi fuerza, pues que Dios creó débil a la mujer; pero mi voz te proclamará villano y malsín de un cabo a otro de Europa. Si hay quien mire con indiferencia la deshonra de una doncella inocente, nadie mirará sin horror el crimen que meditas.

El templario conocía la verdad de cuanto decía Rebeca.

—No te falta penetración, judía —le dijo después de haber reflexionado en sus últimas expresiones—; pero mucho has de gritar para que tu voz llegue a oídos de alma viviente. Quejas, lamentos, insultos, invocaciones a la justicia; todo se queda aquí dentro: nada sale del recinto de estos muros. Una sola cosa puede salvarte, Rebeca. Sométete a la suerte, y yo te pondré en tal estado que las más encopetadas normandas tengan que humillarse ante la amante de la mejor lanza.

—¡Someterme a mi suerte! —exclamó Rebeca—. ¡Sagrados Cielos! ¿A qué suerte? ¡Cobarde guerrero, yo te escupo a la cara tu vileza y no temo tus amenazas! ¡El Señor, que protege la inocencia, ha acudido al socorro de su hija y me saca de este abismo de infamia! Al decir estas palabras abrió las celosías de la ventana, que daba como hemos dicho a una elevada plataforma, y en o instante se colocó en el borde del parapeto, colgada, digámoslo así, del precipicio. Bois-Guilbert que hasta entonces no había hecho movimiento alguno y que estaba muy lejos de aguardar aquella desesperada resolución, no tuvo tiempo de detenerla. Adelantóse hacia Rebeca, la cual exclamó:

—¡No te muevas, orgulloso templario; o si lo prefieres, acércate! ¡Si das un solo paso más, me arrojo! ¡Mi cuerpo será destrozado, perderé hasta la forma de criatura humana en las piedras del patio antes que ser víctima de tu barbarie!

Al mismo tiempo juntó las manos y las alzó al cielo, como si implorase su misericordia antes de consumar el sacrificio. Quedó atónito y vacilante el templario, y aquel hombre feroz que nunca había cedido a la compasión y a la amenaza, empezó a ceder a la admiración que le causaba tanta fortaleza.

—¡Vuelve atrás —dijo—, mujer temeraria! ¡Juro por el Cielo y por la Tierra que no he de hacerte daño!

—¡No me fío de tu palabra —respondió Rebeca—; harto me has dado a conocer tus intenciones! Faltarías a ese nuevo juramento, reputándolo por falta leve. ¿Y qué te importaría a ti el honor o el deshonor de una miserable judía?

—Sobrado injusta eres conmigo —dijo el templario—. Te juro por el nombre que llevo, por la cruz que tengo a los pechos, por la espada que ciño, por los antiguos timbres de mi padre, que no he de hacerte la menor ofensa. ¡Apártate de esa horrible situación, si no por ti, por tu padre a lo menos! Seré su amigo, y en este castillo necesita de uno que sea poderoso.

—¡Ah! —respondió Rebeca—. ¡Demasiado lo sé!... Pero ¿podré confiar en tu palabra cuando huellas la buena fama de tantos y tan nobles caballeros como cuenta tu Orden?

—¡Deshónrense mis armas y mi nombre —dijo Brian de Bois-Guilbert— si doy lugar a tus quejas! Muchas leyes y muchas obligaciones he violado; pero mi palabra, nunca.

—Cedo —dijo Rebeca—; pero no más que hasta aquí.

Y bajando del parapeto se apoyó en una de las almenas que la guarnecían.

—De aquí no me muevo. Quédate tú dónde estás; y si pretendes abreviar con un paso solo la distancia que nos separa verás que la doncella judía prefiere la muerte a la deshonra.

Mientras hablaba Rebeca en estos términos su noble y magnánima resolución, que también correspondía a su elevado y majestuoso continente, daba a sus movimientos y miradas una dignidad casi sobrehumana. El terror que debía de dominarla en tan formidable crisis no alteró la serenidad de sus ojos ni el color de sus mejillas; al contrario, éstas se sonrosaron, y aquéllos se encendieron a impulso del orgullo con que contemplaba que su suerte estaba en sus manos y que nada podía estorbarle la muerte, que prefería mil veces a la infamia. Bois-Guilbert, que era altivo y arrojado, creyó no haber visto nunca una hermosura tan animada y resuelta.

—¡Haya paz entre nosotros, Rebeca! —dijo el templario.

—¡Húyala —respondió la judía—; pero desde lejos!

—No tienes por qué temerme —continuó Brian.

—¡Temerte! —dijo Rebeca—. ¡Gracias al que alzó esta torre a tanta altura, que es imposible caer de ella sin hallar la muerte, estoy muy lejos de temerte!

—¡Basta de injusticia —dijo el templario—, porque juro al Cielo que eres sobrado injusta conmigo! No soy yo naturalmente lo que en mí estás viendo: duro, implacable, egoísta. Mujer fue la que me enseñó la crueldad, y con mujeres la he ejercido desde entonces; más no con las de tu temple. Óyeme Rebeca: ningún caballero excedió nunca a Brian de Bois-Guilbert en amar a la dama de sus pensamientos. Era hija de un oscuro barón sin más Estados que una torrecilla, una viña estéril y algunas leguas de arena en las áridas estepas de Burdeos, y su nombre era sin embargo conocido doquier se esgrimían armas, y mucho más que los de las más encumbradas princesas. ¡Sí! —continuó, paseándose agitadamente y como si hubiera olvidado la presencia de Rebeca—. ¡Sí; mis hazañas, mis peligros, mi sangre, propagaron el nombre de Adelaida de Monteurare desde la corte de Castilla hasta la de Bizancio! ¿Y cómo recompensó tanto amor? Volví cargado de laureles y gloria, adquirida con la sangre de mis venas y con los esfuerzos de mi brazo, y la encontré casada con un escudero gascón cuyo nombre no había salido nunca de los muros de su cortijo. Mucho la amé, y cruelmente vengué la fe violada; pero la venganza cayó sobre mí. ¡Desde aquel día me separé de la vida y de todos sus vínculos; renuncié para siempre, a los placeres de la vida doméstica, al afecto de una esposa tierna, a los consejos suaves que aligeran el peso de los años! ¡Yaceré en una tumba solitaria, sin dejar en pos de mí quien conserve el antiguo nombre de Bois-Guilbert!

Se paró un momento al terminar estas palabras, y añadió:

—Rebeca, la mujer que prefiere la muerte a la deshonra, tiene un alma superior y exaltada. Mía has de ser... ¡Aguarda! no te asustes. Mía, con tu consentimiento y con las condiciones que quieras dictar. Parte conmigo mis esperanzas, más extendidas que las que alcanzan a verse desde los tronos de los monarcas. Óyeme antes de responder; y juzga por ti misma antes de negar. El templario pierde sus derechos corno hombre, su poder como agente libre; pero es miembro y parte de un cuerpo formidable, ante el cual tiemblan los dueños del mundo como la gota de agua que se desgaja del cielo llega a ser parte del irresistible Océano, que mina las rocas y traga potentes armadas. Tal es el imperio de mi Orden. En ella no soy un oscuro individuo, y puedo aspirar algún día a empuñar el bastón de mando. Los pobres soldados de mi Orden no sólo pisan el cuello de los magnates, sino que con nuestro camisote de malla subimos las gradas del poder y con nuestro guantelete de acero arrancamos sus insignias. Durante toda mi vida he estado buscando un corazón intrépido y generoso con quien partir mi ambición, y el tuyo es el único que he encontrado. Pero no es esta ocasión de alzar el velo que cubre mis designios. Esa trompeta anuncia algún negocio importante que requiere mi presencia. Piensa bien lo que te he dicho: no te ruego me perdones la violencia que he usado. porque ha sido necesaria para conocer tu carácter. El oro no se conoce sino cuando se aplica a la piedra de toque. Volveré pronto y hablaremos.

El templario, que durante esta conversación se había colocado en la plataforma, aunque a cierta distancia de la almena en que Rebeca se apoyaba, volvió a entrar en el aposento de la torre y bajó precipitadamente la escalera dejando a la judía menos asustada del peligro de una muerte horrorosa a que acababa de verse expuesta que de la ambición furiosa y de la profunda maldad del hombre en cuyo poder se hallaba. Cuando volvió a su prisión, lo primero en que pensó fue en dar gracias al Dios de Jacob por la protección que le había concedido, rogándole que continuara dispensándosela tanto a ella como a su padre.

Otro nombre pronunciaron sus labios en aquella fervorosa súplica, y fue el del cristiano herido a quien su mala suerte había llevado a manos de aquellos enemigos sedientos de su sangre. A la verdad, no dejó de sentir algún escrúpulo por haber mezclado en sus devociones el nombre de uno con quien no podía tener la menor relación: un nazareno, un enemigo de su nación. Pero la plegaria había salido de su boca, y las mezquinas preocupaciones de su secta no pudieron inducirla a revocarla.

XX

Cuando el templario llegó al salón del castillo ya estaba en él Bracy.

—Tu galanteo —dijo éste— ha sido, sin duda, interrumpido, como el mío, por este intempestivo llamamiento. Pero tú vienes más despacio que yo y de peor gana, de lo que infiero que no han sido tan malhadados como los míos tus amores.

—Conque, según eso —dijo el templario —, ¿No te han salido las cuentas como pensabas?

—No por cierto —respondió Bracy—: lady Rowena ha conocido que me es imposible ver llorar a una mujer.

—¡Qué vergüenza! —dijo Brian—. ¡El jefe de una compañía de aventureros hace caso de esas niñerías! Lágrimas de mujer son gotas de agua que animan las llamas de la tea del amor.

—¡Si no hubieran sido más que gotas! —contestó Bracy—. Pero la pobre muchacha ha vertido un raudal capaz de extinguir cien hogueras. Nunca se vieron tantos retortijones de manos, ni tantos soponcios ni chillidos desde los días de Niobe. ¡Te digo que la sajona tiene el Diablo en el cuerpo!

—Y yo te digo —repuso el templario— que la judía no tiene un diablo solo, sino una legión entera: ¡sólo así hubiera podido salir del lance con tan indomable orgullo y resolución! Pero ¿dónde está "Frente de buey"? ¿Qué significa esa trompeta que con tanta prisa toca?

—Supongo que estará negociando con el judío —dijo el normando—, y que los aullidos de éste no le permitirán oír lo que pasa afuera. Un judío que se separa de sus talegos y con las suaves condiciones de Frente de buey, es capaz de ahogar con sus gritos todas las trompetas del ejército de la Cruzada. Decid a los criados que le busquen.

No tardó en presentarse Reginaldo "Frente de buey", que había sido interrumpido en su diabólica tarea por el mismo incidente que suspendió los galanteos de sus dos amigos, y que se había detenido para tomar algunas disposiciones acerca de aquella inesperada novedad.

—Veamos la causa de este maldito trompeteo —dijo "Frente de buey"—. Aquí tenemos una carta, y está en sajón, si no me engaño.

El Barón miró y remiró la carta y la volvió por todos lados, como si las diferentes posiciones del mensaje pudieran hacerle entender su contenido. Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, se la entregó a Bracy.

—Puede ser —dijo éste— que sean garabatos de nigromante; pero yo no los entiendo. El capellán de casa se empeñó en enseñarme a escribir; pero viendo que mis letras eran como hierros de lanza, tuvo que desistir de la tarea.

Bracy era en efecto tan ignorante como la mayor parte de los caballeros de su época y de su nación.

—Dádmela —dijo Brian de Bois-Guilbert—, que al menos los templarios tenemos la ventaja de reunir la sabiduría al valor.

—Aprovechémonos pues —dijo Bracy—, de tu reverendo saber. ¿Qué dice el papel?

—¡Es un desafío hecho y derecho —respondió el templario—; pero, por Dios, que, si no es chasco, es el reto más extraordinario que pasó jamás por el puente levadizo del castillo de un barón!

—¿Chasco? —exclamó Frente de buey—, ¡Cara le ha de costar la fiesta a cualquiera que se meta en chanzas conmigo sobre asuntos de esta especie! ¡Leed, sir Brian!

El templario leyó en estos términos: "Wamba, hijo de Witless, bufón del noble Cedric, conocido por el sobrenombre del Sajón, y Gurth, hijo de Beowolf, porquerizo..."

 

—¿Estás loco? —dijo "Frente de buey" interrumpiéndole.

—¡Por San Lucas, que así está escrito! Oíd lo que sigue: "Y Gurth, hijo de Beowolf, porquerizo de dicho Cedric la ayuda y asistencia de nuestros aliados y confederados que hacen causa común con nos en este feudo, a saber: el buen caballero, llamado por la presente, el Negro Ocioso, a vos Reginaldo "Frente de buey" y a vuestros aliados y cómplices, sean los que fueren, sabed: que habiéndoos, sin previa decía ración de feudo, ni otra causa conocida, apoderado maliciosa mente a mano armada de la persona de nuestro señor y amo, el susodicho Cedric, alias el Sajón, como también de la persona de la noble doncella lady Rowena de Hargottstandste de; como también de la persona del noble Athelstane de Coningsburgh; como también de las personas de otros hombres libres, guardias de los arriba dichos; cono también de la persona de algunos siervos de las mismos; y de cierto judío llamado Isaac de York; y de cierta judía, hija del dicho judío; y de ciertos caballos y mulas; cuyas nobles personas, con sus dichos guardias y siervos y dichos caballos y mulas, caminaban en paz y quietud por camino real: por tanto, os requerimos y demandamos que las dichas nobles personas, a saber: Cedric, alias el Sajón, Rowena de Hargottstandstede y Athelstane de Coningsburgh, con sus sirvientes, guardias y otros acompañantes, y los caballos y mulas, y los referidos judío y judía, con todas las monedas y efectos de su pertenencia, nos sean entregados en el término de una hora después del recibo de ésta, a nos, o a la persona o personas que para ello designaremos sin daño corporal ni menoscabo de bienes de las dichas nobles personas, criados y guardias, judío y judía, mulas y caballos. Y os damos por requeridos y demandados; y de no cumplir con este nuestro requerimiento y demanda os declaramos ladrones, malsines y traidores desleales, y pelearemos contra vos en batalla o sitio, o de otro modo, haciendo todo lo que pueda contribuir a vuestro daño y destrucción. Dios os guarde muchos años. Fecho y firmado por nos en la víspera de San Withold, bajo la encina grande de Harthill, y escrito por el que se titula ermitaño de Copmanhurst".

Al pie de este precioso documento se veía, en primer lugar, un tosquísimo bosquejo de una cabeza de gallo con su cresta, con un mote que expresaba ser el jeroglífico del infrascrito Wamba; hijo de Witless. Debajo de aquel curioso emblema estaba la cruz que servía de firma a Gurth, hijo de Beowolf. En otro lado se leía en enormes y mal formadas letras el nombre del Caballero Ocioso, y por conclusión había una flecha bastante bien dibujada, símbolo del montero Locksley. Los caballeros oyeron la lectura de este extraordinario documento desde la cruz a la fecha, y se miraron unos a otros inciertos, atónitos, como si ninguno de ellos pudiera decidir si era negocio serio o de burlas. Bracy fue el primero que rompió el silencio con estrepitosas carcajadas, que repitió, aunque tan de veras, el templario. "Frente de buey" lejos de reírse, daba indicios de desaprobar aquella inoportuna alegría.

—Yo os aseguro, caballeros —dijo el Barón—, que más convendría pensar maduramente en los efectos que puede producir este escrito que reírse fuera de propósito de las necedades que contiene.

—Frente de buey" —dijo Bracy a Brian de Bois-Guilbert— no ha recobrado sus sentidos desde el último batacazo. La idea de un desafío hace temblar todos los huesos de su cuerpo, aunque venga de un bufón y de un porquerizo.

—¡Por San Miguel! —respondió "Frente de buey"— que quisiera verte cargar con todas las consecuencias del negocio! Esos majaderos no se atreverían a cometer tan increíble desacato a no estar sostenidos por alguna gavilla numerosa. Hartos forajidos hay en esos bosques, llenos de resentimiento contra mí por las ganas que les tienen a mis liebres y a mis venados. Uno fue sorprendido con las astas de un ciervo en la mano, y no tardó cinco minutos en pagar con la vida, de cuyas resultas me tienen disparadas más flechas sus compañeros que las que se tiraron al blanco en el torneo de Ashby.

—¡Hola! —dijo, llamando a un criado—. ¿Se sabe cuánta es la gente que trata de sostener ese precioso desafío?

—Habrá a lo menos unos doscientos hombres en la selva —respondió un escudero.

—¡Buena la hemos hecho! —dijo "Frente de buey"—¡Esto es lo que resulta de prestar mi castillo a gentes que no se contentan con un negocio, sino que me traen esa bandada de tábanos que me zumben los oídos!

—¿Tábanos? —repuso el aventurero—. Llámalos más bien zánganos sin aguijón; holgazanes que se van al monte a destruir la caza ajena, en lugar de destripar terrones para ganar un pedazo de pan.

—Sus aguijones —dijo el Barón— son flechas largas como pinos; y a fe que no se les escapa una mosca cuando apuntan.

—¿No os caéis muerto de vergüenza, señor Barón? —dijo el templario—. ¡Congregad a los vuestros, y vamos ellos! ¡Un caballero, un escudero solo basta para veinte de esa canalla!

—Basta y sobra —dijo Bracy—; y vergüenza me dio enristrar la lanza contra semejantes enemigos.

—No creáis, señor templario —dijo "Frente de buey", —que sean turcos ni agarenos; ni vos, valiente Bracy, os imaginéis que se parecen en nada a los campesinos franceses. Son monteros ingleses, contra los cuales no tenemos otra ventaja que las armas y los caballos; todo lo cual nos aprovecha de' muy poco en los rodeos y espesuras del monte. ¿Salir contra ellos? Apenas tenemos gente para defender el castillo los más valientes de los míos están en York; también están allí tus lanceros, Bracy. Lo más que está a nuestra disposición son veinte hombres, a más de los que nos han ayudado en esta bella hazaña.

—¿Crees tú —dijo el templario— que puedan reunirse en número suficiente para asaltar el castillo?

—Eso no —dijo "Frente de buey"—. Esos bandidos tienen un jefe intrépido y arrojado; pero carecen de máquinas, de escalas y de todo lo que se necesita para un asalto. Dentro de los muros del castillo nada tenemos que temer.

—Pedid socorro a vuestros vecinos —dijo el templario—. Que se junten todos ellos y vengan a rescatar a tres caballeros sitiados por un bufón y un porquerizo en el castillo de la haronía de Frente de buey.

—¡Mis vecinos! —repuso el Barón—. ¿Quiénes son? Malvoisin está a la sazón en York con su gente; allí están todos mis otros aliados, y allí estaría yo con ellos si no hubiera sido por esta infernal empresa.

—Pues enviad un hombre a York —dijo Bracy—, y acudan todos nuestros amigos. Si esos bandidos resisten a mis lanceros, digo que merecen calzar espuela dorada.

—¿Y quién ha de llevar el mensaje? —dijo Frente de buey—. Esos hombres conocen las veredas, y se echarán sobre todo el que salga del castillo. ¡Ahora se me ocurre una cosa! —dijo parándose algunos instantes—. Templario, tú sabes leer y apuesto a que sabes escribir. Si pudiéramos encontrar el tintero del capellán, que murió hace un año...

—La tía Bárbara —dijo el escudero, que aguardaba las órdenes de su amo— lo tiene guardado en un rincón en memoria del capellán, que según dice fue el último hombre que la trató con alguna cortesía.

—Anda y tráele, Engelredo —dijo el Barón—, y el templario nos escribirá cuatro renglones en respuesta a ese desafío.

—¡De mejor gana lo haría con la punta de la espada que con la pluma! —dijo el templario—. Pero sea como gustes. —Sentóse Brian, y escribió en lengua francesa lo siguiente: