Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Cuando llegaron a la llanura, en cuya extremidad se alzaba la venerable aunque arruinada capilla y la selvática choza que tanto convidaban al recogimiento, Wamba dijo en voz baja a Gurth:

—Si son ladrones, verdad es el refrán que dice que detrás de la Cruz está el Diablo. ¡Y por las barbas de mi padre que no me engaño! ¡Oye, oye qué coplas están cantando los de adentro!

En efecto; el anacoreta y su huésped se desgañitaban repitiendo a dúo el estribillo de una antigua canción que decía así:

—Choquen vasos, y a raudales y a torrentes caiga el vino; por beber se pierda el tino. ¿Quién no rabia por beber? ¡Vino es dicha a los mortales: vino anima los amores; vino ahoga los dolores; vino es padre del placer!

—¡Y no lo hacen mal! —continuó Wamba, que había acompañado las cadencias del coro, aunque sin atreverse a echar toda la voz—. ¿Quién diantres había de aguardar semejante canción en una ermita y a media noche?

—Cualquiera —dijo Gurth— que sepa lo que es el ermitaño de Copmanhurst, el cual es conocido en toda esta comarca, y así mata venados como canta maitines. Hay quien dice que la mitad de la caza que roban al amo del coto va a parar a su celda, y que el guardabosque se ha quejado al amo, y que han de arrancarle del cuerpo el sayal si no se enmienda.

Durante esta conversación Locksley, con los repetidos golpes que dio a la puerta del ermitaño, interrumpió la grave ocupación a que estaban entregados él y su huésped.

—¡Por San Fustán —dijo el ermitaño parándose de repente en medio de un gorgorito—, que tenemos más caminantes extraviados a la puerta, y no quisiera por todo el oro del mundo que me vieran en esta disposición! Cada cual tiene sus enemigos, señor caballero Ocioso; y al vernos aquí mano a mano al cabo de tres horas, con esta pobreza que he podido ofreceros, como la caridad lo manda, no faltarían malvados que lo atribuyesen a borrachera y a comilona, vicios tan opuestos a mi carácter como a la natural disposición de mi índole.

—¡Son unas malas lenguas —repuso el caballero—, y yo he de darles su merecido! Verdad es, padre mío, que cada cual tiene sus enemigos; y hombre hay en estas cercanías con quien yo quisiera más bien hablar a través de las barras del yelmo que cara a cara.

—Ponte el tuyo, amigo Ocioso —dijo el ermitaño—, tan aprisa como te lo permita la índole que tu sobrenombre denota, mientras yo guardo estos jarros de peltre cuyo contenido está alborotándome los cascos. Para que no oigan de afuera el ruido, cantemos lo que quieras, cualquiera cosa. ¡No importa! ¡Sobre que no sé lo que hago!

Enseguida entonó con recia voz un devoto De profundis, con cuyo estrépito ahogó el retintín de los jarros y de los otros restos del convite. Entretanto el caballero se armaba y procuraba hacer el dúo al anacoreta, en cuanto se lo permitía la risa que le retozaba en el cuerpo.

—¿Qué diantres de maitines son esos a estas horas? —dijo una voz a la puerta.

—¡Dios te asista, buen caminante! —dijo el ermitaño, a quien el ruido que él mismo hacía, y quizás también los efectos del vino, no permitían reconocer una voz que, ciertamente, no le era extraña—¡prosigue tu camino en nombre de Dios y de San Dustán, y no nos interrumpas a mi venerable hermano y a mí en nuestras devotas oraciones!

—¿Locksley estás loco? —continuó el de afuera—. ¡Abre a…!

—¡Seguros estamos; todo va bien! —dijo el ermitaño a su compañero.

—Pero ¿quién es? —respondió el caballero—. Me importa saberlo.

—¿Quién es? —replicó el anacoreta—. ¡Dígote que es un amigo!

—Pero ¿qué amigo? Porque puede ser amigo tuyo, y no mío.

—¿Qué amigo? —dijo el ermitaño—. Más fácil es hacer esa pregunta que responderla. ¿Qué amigo? Ese honrado guardabosque de quien te he hablado.

—¡Tan honrado como tú penitente! —dijo el caballero.

—¡No lo dudo! Pero abre la puerta antes que la eche abajo a golpes.

Los perros, que al principio del ruido exterior habían hecho una salva espantosa de ladridos, conocieron, sin duda, la voz del que llamaba, pues mudaron de tono, y acercándose a la puerta y meneando la cola parecían interceder en favor del que estaba aguardando.

—¿Qué es esto, ermitaño? —dijo el montero cuando le abrieron la puerta—. ¿Quién es este compañero?

—Un hermano de la Orden —respondió el ermitaño con gesto misterioso—. Toda la noche hemos estado en oración.

—Sin duda —dijo Locksley—, es algún individuo de la Orden militante; y como él hay muchos por ahí fuera. Lo que importa es que dejes el rosario y tomes el garrote. Ha llegado el caso de echar mano de todos nuestros amigos. Pero ¿estás en tus cinco sentidos? ¿Así admites a un caballero a quien no conoces? ¿Has olvidado nuestras reglas?

—¡Que no le conozco! —respondió el ermitaño—. ¡Como a ti; ni más ni menos!

—¿Cómo se llama?—preguntó el montero.

—¿Cómo se llama? —respondió el anacoreta sin detenerse—. Sir Antonio de Scrabelstone. ¡Como si yo me sentara a beber con un hombre sin saber cómo se llama!

—Has bebido más de lo que puedes —dijo Locksley—, y quizás hablado más de lo que debes.

—Buen montero —dijo el caballero—, no os enfadéis con mi honrado huésped. No ha hecho más que darme la hospitalidad que yo le hubiera exigido por fuerza si me la hubiera negado.

—¿Por fuerza? —repuso el ermitaño—. Deja que trueque la túnica por un gabán verde; y si te defiendes de doce golpes de mi garrote, digo que no soy hombre de pro.

Al decir esto se despojó de su grosero saco y quedó en coleto y calzones de gamuza, sobre lo cual se puso con la mayor prontitud el gabán verde y calzones del mismo color.

—Átame esas agujetas —dijo a Wamba—, y tendrás un vaso de vino seco por tu trabajo.

—¡Gracias por el vino seco! —respondió el bufón—, Pero ¿no crees tú que es caso de conciencia ayudar a convertir a un santo varón en un pecador mundano?

—¡No tengas cuidado! —dijo el ermitaño.

—¡Así sea! —respondió Wamba, y acabó la operación de atar los innumerables cordones del nuevo ropaje que el anacoreta había vestido, y entretanto Locksley hablaba con el caballero.

—No podéis negarlo; vos sois el caballero de la negra armadura que decidió el combate en favor de los ingleses y en contra de los extranjeros el segundo día del paso de armas.

—¿Y qué se inferiría de eso, en caso de ser así? —preguntó el Ocioso.

—Si es así —respondió el montero—, contaríamos con vuestro socorro en favor del débil.

—Mi obligación es socorrer al necesitado —replicó el caballero—, y no creo que hay razón para pensar de mí otra cosa.

—Convendría, sin embargo, saber —dijo Locksley— si sois tan buen inglés como buen caballero; porque el negocio que tenemos entre manos atañe a todo hombre de bien pero más particularmente a los que tienen sangre inglesa en las venas.

—A nadie pueden ser más caras Inglaterra y la vida de todo inglés que a mí —exclamó con entusiasmo el caballero.

—¡Quiera Dios que así sea —respondió el montero—, pues nunca ha necesitado tanto Inglaterra del apoyo de los que la aman corno ahora! Y voy a hablaron de la empresa en la que si sois realmente lo que decís podréis tomar honrosa parte. Una cuadrilla de malsines, adoptando el traje de los que valen más que ellos, se han hecho dueños de la persona de un noble inglés, llamado Cedric el Sajón, de su hija y de su amigo Athelstane de Coningsburgh, y los han llevado a uno de los castillos inmediatos. Dime ahora si como buen caballero y buen inglés quieres y puedes ayudarnos a rescatarlos de sus enemigos.

—Mis votos me obligan a ello —dijo el caballero—. Pero ¿quién eres tú, que tan a pecho tomas este negocio?

—Yo no tengo nombre —dijo el montero—; pero amo a mi patria y a todos los que la aman. Bástate saber esto de mí por ahora, puesto que debe bastarnos a nosotros lo que de ti has querido decir. Cree, sin embargo, que cuando empeño mi palabra es tan inviolable como si calzara espuelas de oro.

—No lo dudo —respondió el caballero—, porque estoy acostumbrado a leer en la fisonomía de los hombres, y en la tuya estoy leyendo la honradez y la resolución. Nada más quiero saber sino ayudarte a poner en libertad a esos cautivos; después nos conoceremos mejor uno a otro y creo que seremos amigos.

—¿Conque tenemos un nuevo aliado? —dijo Wamba, que habiendo acabado de vestir al ermitaño, se había acercado a Locksley y oído las últimas palabras de la conversación—. ¡Mucho me alegro, porque el valor de este paladín es metal más fino que la capucha del ermitaño y que la honradez del montero, el cual tiene trazas de ser un cazador nocturno, como el anacoreta las tiene de socarrón camandulero!

—¡Calla, Wamba! —dijo Gurth—. Poco importa que sean fundadas tus sospechas. Cristiano viejo soy, y creo en Dios a puño cerrado; pero si el mismo Satanás se ofreciera a darnos ayuda en este aprieto, temo que la aceptaría.

El ermitaño estaba ya completamente armado de espada, broquel, arco, flechas y una gran partesana al hombro: salió de la celda a la cabeza de la partida, echó la llave, y la dejó debajo de la puerta.

—¿Estás en aptitud de hacer algo bueno —le pregunto Lócksley— o corren todavía en tu mollera los raudales de vino de la canción?

—Algo me hormiguean los cascos —respondió el anacoreta—, y a decir verdad las piernas no están muy seguras; pero el agua de San Dustán hace prodigios, y ya verás cuán pronto se me pasa.

Dicho esto se aproximó a la concavidad de la roca en que borbollaban los cristales de la fuente, y se echó a pechos un trago, que a poco más la deja exhausta.

—¿Cuánto tiempo ha que no haces otro tanto? —preguntó el de la negra armadura.

—Dos meses justos —dijo el ermitaño—, que fue cuando se reventó la bota y se fue lo que contenía, y sólo me quedó para apaciguar la sed esta prodigiosa fuente producto de un milagro del santo bendito.

 

Después de haber bebido, se lavó el rostro y las manos para purificarse de todos los restos de la francachela. Enarbolando entonces la partesana como si se hallara enfrente del enemigo.

—¿Dónde están —exclamó— esos follones opresores de la inocencia y robadores de nobles doncellas? ¡Lléveme Luzbel si no basto yo solo para una docena de ellos!

—¡Cómo juras, hermano! —dijo el caballero.

—¡No me hermanees más —respondió—, que harto hermaneado estoy cuando tengo el saco al hombro! ¡Por San Jorge y el dragón, que cuando visto el gabán verde me las apuesto a jurar, a beber y a enamorar con el mejor montero de estas cercanías!

—¡Al negocio; y callemos —dijo Locksley—, que eres más ruidoso que una mujer! ¡Y vosotros, amigos, no os entretengáis con sus dicharachos! Vamos a reunir nuestras fuerzas, que no necesitamos de muchas para apoderarnos del castillo de Reginaldo "Frente de buey".

—¿Frente de buey? —exclamó el Ocioso— ¿El noble normando se ha echado al camino? ¿Ladrón y opresor le tenemos?

—Opresor —dijo Locksley— siempre lo ha sido.

—Y en cuanto a ladrón —añadió el ermitaño—, ya quisiera él tener la mitad de la conciencia que algunos ladrones que yo conozco.

—¡Anda y calla! —dijo Locksley—. Mejor fuera que nos dirigieras al punto de reunión y te dejaras de hablar con tanta imprudencia.

XVII

En tanto que se tomaban estas disposiciones para rescatar a Cedric y a los suyos, los malvados que los conducían procuraban llegar cuanto antes al sitio que iba a servirles de prisión. Pero sobrevino la noche, y los bandidos no eran muy prácticos en los senderos de la selva. Paráronse muchas veces, y otras volvieron atrás para tomar el camino de que se habían extraviado. Lució la mañana antes que pudieran marchar con seguridad y certeza; pero los rayos del día les dieron confianza, y con su auxilio aligeraron el paso. Entretanto los dos jefes de la cuadrilla conversaban entre sí del modo Mauricio siguiente:

—Ya es tiempo de que nos dejes, templario a Bracy, y de que vayas a prepararte para la segunda jornada de la comedia. Anda a vestirte para hacer el papel de libertador.

—He mudado de parecer —dijo el aventurero—, y no quiero abandonar la presa hasta dejarla segura en el castillo de "Frente de buey". Allí me presentaré sin disfraz a lady Rowena, y espero que perdone mi arrojo en favor de la pasión que me ha conducido a tanto extremo.

—¿Y qué es lo que te ha hecho mudar de plan?— pregunto Brian.

—¡Poco te importa! —respondió el aventurero.

—No creo que hayan hecho impresión en tu ánimo —dijo el templario— las sospechas que ha procurado inspirarte Waldemar de Fitzurse.

—¡Eso se queda para mí! —repuso Bracy—. el demonio se ríe cuando un ladrón roba a otro ladrón; y yo sé que no hay fuerza humana que detenga a un caballero como tú en la prosecución de sus designios.

—No es extraño —replicó el templario— que compañeros libres sospechen de un amigo, de un camarada, de todo el mundo, cuando todo el mundo sospecha de ellos, y con, razón.

—No es ocasión ésta de reconvenciones —dijo Bracy—: baste decir que conozco tus escrúpulos, y que no quiero darte ocasión de arrebatarme la presa que tantos riesgos me ha costado.

—¿Qué tienes que temer? —observó Brian—. Las promesas me atan las manos.

—¡Y tan bien corno las cumples! —replicó Bracy—. Desengañémonos, señor templario: Las leyes de la galantería se interpretan algo relajadamente en nuestros tiempos; y en negocios como éste, ¡no me fío de tu conciencia!

—¿Quieres que te diga la verdad? —dijo el templario—. No son los ojos azules de tu dama los que más golpe me han dado entre los que vienen en la comitiva.

—¿Qué? —preguntó Bracy—. ¿Te gusta más la criada?

—No, señor caballero —respondió el templario—. Entre las cautivas hay una que no cede en nada a la sajona.

—¡Por las barbas de mi padre —dijo Bracy— que te ha dado flechazo la hebrea!

—Y aun cuando así fuera —replicó Brian de Bois-Guilbert—: ¿Quién puede oponerse a ello?

—Nadie que yo sepa —dijo Bracy—. Mejor que yo sabes tus intereses; mas yo hubiera jurado que echabas el ojo más bien al saco del padre que a la hermosura de la hija.

—Los dos me acomodan —respondió Brian—; a más de que el saco del viejo usurero es mitad para mí y mitad para Frente de buey, que no presta su castillo a humo de pajas. Quiero tener alguna prenda para mí solo en el botín y ninguna me conviene tanto como la judía. Mas, ahora que sabes mis intenciones y que nada tienes que temer de mí, ¿por qué no sigues tu primer designio? Ya ves que no corremos los dos la misma liebre.

—No importa —contestó Bracy—; lo dicho, dicho. Verdad será lo que me cuentas; pero yo no fío en tu conciencia.

Durante todo este diálogo Cedric procuraba sacar de los que le custodiaban algunas noticias acerca de quiénes eran y del objeto que se proponían.

—Si sois ingleses —les decía—, ¿por qué os apoderáis de vuestros compatriotas como podrían hacer los normandos? Si sois mis vecinos, ¿cómo ignoráis mis principios y mi modo de pensar? Hasta los bandidos experimentan los frutos de mi protección, porque nadie más que yo compadece sus males y maldice la tiranía de sus opresores. ¿Qué queréis de mí? ¿Y de qué puede serviros vuestro silencio? ¡Peores sois que los brutos indómitos en vuestras acciones, y hasta los imitáis en vuestro silencio!

En vano exhortaba Cedric a sus guardias, los cuales tenían razones muy poderosas para no ceder a súplicas ni amenazas. Continuaron a su lado caminando cuanto más aprisa podían; hasta que al fin de una calle de añosos árboles se descubrió el musgoso y antiguo castillo de Frente de buey. Era una fortaleza de mediana extensión, en medio de la cual se alzaba un torreón cuadrado rodeado de edificios de menor altura, y éstos de un vasto cercado guarnecido con un foso profundo al que suministraba sus aguas un arroyo inmediato. Frente de buey, que por la perversidad de su carácter se había puesto en guerra abierta con todos sus vecinos, había aumentado la fortificación de su residencia construyendo en los muros torres elevadas que flanqueaban sus ángulos. La entrada, como la de todos los castillos de aquel tiempo, era una barbacana abovedada, especie de obra exterior que terminaba en dos torrecillas. Apenas divisó Cedric las pardas y verdosas almenas del castillo de "Frente de buey", que se erguían entre los espesos bosques que las rodeaban, conoció la causa real del infortunio en que se hallaba sumergido.

—¡Injusto fui —dijo— para con los ladrones y forajidos de estas selvas cuando les atribuí tamaño desacato! ¡Tanto montaría confundir a los lobos de estos montes con las voraces zorras de Francia! Decidme, perros: ¿qué es lo que vuestro amo quiere de mí: mi vida o mi caudal? ¿No será lícito a dos nobles sajones como Athelstane y yo poseer las tierras que sus padres les dejaron? ¡Acabad con nosotros, y consumad vuestra tiranía quitándonos la vida como nos habéis quitado la libertad! ¡Si Cedric el Sajón no puede rescatar a Inglaterra, morirá en la demanda! ¡Decid a vuestro cruel amo que lo único que le pido es que deje libre y sin deshonra a lady Rowena! Es mujer, y no tiene por qué temerla. Cuando faltemos Athelstane y yo nadie tomará las armas en su defensa. Los de la escolta permanecieron tan sordos a este discurso como al primero, y así llegaron a la puerta del castillo. Bracy tocó tres veces la trompa y los ballesteros que guarnecían las torres echaron inmediatamente el puente levadizo y le dieron entrada. Los enmascarados obligaron a los prisioneros a echar pie a tierra, y les condujeron a un aposento en el cual encontraron algunos manjares, de los que sólo se sintió dispuesto a comer Athelstane. Sin embargo, el descendiente de los reyes sajones no pudo saborear largo tiempo las provisiones de sus carceleros, porque inmediatamente se les dio a entender que él y Cedric debían ocupar una habitación separada de la de lady Rowena. Era inútil resistir; así es que siguieron a sus conductores por una gran sala cuyas bóvedas sostenían gruesas pilastras de arquitectura sajona como las que se ven en los refectorios y salas capitulares de los antiguos monasterios de Inglaterra.

Lady Rowena fue separada de sus doncellas, con cortesía en verdad, pero sin consultar su gusto, y llevada a un aposento distante. La misma sospechosa distinción se hizo a Rebeca a despecho de las súplicas de su padre, que llegó hasta a ofrecer dinero en aquella angustiosa extremidad porque la dejaran a su lado.

—¡Perro infiel! —respondió uno de los conductores—. ¡Cuando hayas visto la habitación que se te ha señalado, no querrás ver en ella a tu hija!

Y sin más ceremonia fue arrebatado por diferente camino que los otros prisioneros. Después de haber sido desarmados y registrados con el mayor rigor, los criados pasaron a otra sala del castillo, y Rowena no pudo conseguir el único favor que pidió que fue la compañía de su camarera Elgitha.

XVIII

El aposento que se había destinado a lady Rowena conservaba algunos restos de ornato y magnificencia, de modo que debía considerarse como una distinción y señal de respeto de que no habían sido dignos los otros cautivos. Hacía mucho tiempo que había muerto la mujer de sir Reginaldo para quien se amuebló en otra época, y el descuido y el abandono habían degradado todos sus adornos. La tapicería pendía en varias partes dividida en jirones y fragmentos, y en otras el sol y el tiempo habían borrado sus colores y dibujo. A pesar de su decadencia, aquélla era la única pieza de la casa que había parecido digna de servir de habitación a la heredera sajona, a quien dejaron sola entregada a las meditaciones que su suerte tenía que inspirarle hasta hallarse preparados los actores que iban a tomar parte en aquel infame drama. Todas estas disposiciones habían sido trazadas en una conferencia que tuvieron Frente de buey, el Templario y Bracy, en la cual, después de largo y acalorado debate sobre las ventajas peculiares que cada uno quería sacar de la parte que había tomado en la empresa, quedaron al fin de acuerdo respecto a la suerte de sus desventuradas víctimas.

Era ya cerca de la hora de mediodía cuando Bracy, en cuyo favor se había fraguado en su principio aquel atentado, empezó a poner en ejecución los designios que había concebido para apoderarse de la mano y de los bienes de lady Rowena.

Sin embargo no estuvo todo el intervalo de que hemos hecho mención en el consejo de los caudillos, porque Bracy había empleado algún tiempo en adornarse con todos los primores de la moda que entonces reinaba. Habían desaparecido la mascarilla y el gabán verde. Su larga cabellera caía en trenzas sobre las pieles del vestido, el cual era una túnica que no pasaba de las rodillas sujeta con un cinturón cubierto de bordados y realces de oro, de la cual pendía una espada de extraordinarias dimensiones. Ya hemos hecho mención de la extravagante hechura de los zapatos que usaban los galanes de aquel tiempo, y las puntas de los de Mauricio de Bracy podían apostárselas con las astas de ciervo más largas y retorcidas. Tal era el gusto reinante; y en la ocasión de que vamos hablando realzaban el efecto del atavío la buena presencia y el gallardo continente del que lo llevaba, cuyos modales tenían la gracia de un cortesano y la franqueza de un soldado.

Saludó a lady Rowena quitándose el gorro de terciopelo, al que servía de broche un medallón que representaba a San Miguel hollando la cerviz del Príncipe de las Tinieblas, y con el mismo hizo seña a la dama de que tomara asiento; mas como ella permanecía en pie, el caballero se quitó el guante de la mano derecha, y se la presentó en ademán de conducirla a un sillón inmediato. Rowena rehusó con gesto majestuoso la oferta.

—Si estoy —dijo— en presencia de mi carcelero, cono no puedo dudarlo, me conviene permanecer en esta situación hasta saber la suerte que me está reservada.

—¡Ah, hermosa Rowena! —dijo Bracy—. Estáis en presencia de vuestro cautivo que no de vuestro opresor, y esos lindos ojos son los que han de decidir la ventura de mi vida.

—No os conozco —respondió la dama con toda la altivez de una noble ofendida y de una hermosa insultada—. No os conozco, y la insolente familiaridad con que me dirigís esa algarabía de coplero, no justifica en manera alguna la violencia que conmigo habéis usado.

—Tuya es la culpa, hermosa doncella —continuó el aventurero en el mismo tono con que había empezado la conversación—: tuya, y de tus prendas hechiceras, si he traspasado la línea del respeto cuando estoy mirando en ti la reina de mi corazón y la estrella de mis ojos.

 

—Os repito, señor caballero, que no os conozco, y que ningún hombre que calza espuela dorada y lleva cadena al cuello se introduce corno vos lo habéis hecho en presencia de una dama indefensa.

—Mi desgracia es que no me conozcáis —dijo el aventurero—, aunque debo lisonjearme con la idea de que el nombre de Bracy ha llegado a vuestros oídos; si alguna vez oísteis a los poetas y a los heraldos celebrar las hazañas del campo y del torneo.

—Heraldos y poetas —dijo lady Rowena— canten, si quieren, vuestros encomios, más propios de sus labios que de los míos. ¿Cuál de ellos recordará en sus trovas o en los libros de justa la memorable victoria de esta noche, ganada contra un anciano y unos pocos tímidos siervos y de la cual ha sido botín una infeliz doncella arrebatada mal de su grado al castillo de su raptor'?

—Sois por demás injusta, lady Rowena —dijo el caballero mordiéndose confuso los labios y hablando en tono más análogo a su índole que el de galantería que hasta entonces había adoptado—. Desconocéis la fuerza de la pasión y no podéis excusar sus extravíos aunque los inspiró vuestra hermosura.

—Os ruego —dijo lady Rowena— que dejéis ese lenguaje de juglar tan impropio en boca de un caballero. Sin duda me obligaréis a tomar asiento si proseguís con esa cáfila de necedades, de que no hay mancebo de barbería que no tenga suficiente acopio para estar charlando de aquí a Navidad.

—Doncella orgullosa —respondió Bracy, despechado al ver el menosprecio que le había granjeado su galantería—, también es orgulloso el hombre que está en tu presencia. Sabe, pues, que el modo con que he sostenido mis pretensiones es el más propio de tu índole, ya que prefieres la fuerza franca a los medios pacíficos y a la cortesía.

—Cortesía en la lengua —dijo lady Rowena— y ruindad en las acciones, es talabarte de caballero en pechos de un despreciable villano. No me admiro de que te desconcierten la reserva y el decoro. Más convendría a tu honor haber conservado el traje y el habla de un bandido que disfrazar los sentimientos del que realmente lo es con modales y palabras de galantería.

—¡Bien me aconsejas! —dijo el caballero—. Y en pocas y terminantes palabras, que son las que convienen a acciones resueltas, te declaro que no saldrás de este castillo sino como esposa de Mauricio de Bracy. No soy hombre que se pare fácilmente a la mitad de sus empresas, ni debe detenerse un noble normando en justificar su conducta para con una doncella sajona a quien honra y distingue con la oferta de su mano. Bueno es que mi mujer sea orgullosa, como tú lo eres. ¿Qué recurso te queda para subir a un puesto elevado y a las cortes de los príncipes, sino tu alianza conmigo'? ¿Cómo podrías salir de las tapias de un cortijo en que el Sajón vive con la piara que constituye su hacienda, y tomar asiento?

No había considerado todavía cuán inminente y cuán serio era el peligro que la amenazaba Su índole era la que los fisonomistas atribuyen a la beldad perfecta, es decir, suave, tímida y blanda; pero su educación y los sucesos de su juventud la habían alterado y fortalecido. Acostumbraba a que todos los que la rodeaban cedieran a sus deseos, hasta el mismo Cedric que no dejaba de ser arbitrario y dominante con los otros, había adquirido aquella confianza y seguridad que resulta de la docilidad ajena. Apenas podía concebir la posibilidad de que la desobedeciesen y mucho menos la de que la trataran sin respeto ni deferencia.

Su altanería, su hábito de dominar, habían formado en ella un carácter opuesto a la naturaleza, el cual no pudo por consiguiente sostenerse cuando descubrió de pronto el peligro en que se hallaban ella misma, su amado y su tutor, objetos en que todos sus afectos se encerraban, y cuando vio que su voluntad, hasta entonces con la más ligera indicación obedecida y respetada, tenía que doblegarse ante un hombre de índole firme, altiva y determinada que poseía la fuerza y estaba resuelto a usarla.

Después de haber mirado en torno de sí buscando auxilio que nadie podía darle alzó las manos al cielo y se entregó a todos los extremos del dolor y del despecho. Era imposible mirar a tan hermosa criatura, devorada por aquella cruel angustia, sin compadecerla y aliviarla. Bracy no pudo ser insensible a aquel espectáculo, aunque su perplejidad era mayor que su compasión. Había adelantado en demasía y no le era dado retroceder; mas conoció que en la situación en que se hallaba Rowena tan inútiles serían las razones como las amenazas. Dio algunos pasos por el aposento ora exhortando a la hermosa doncella y procurando tranquilizarla ora cavilando lo que debería de hacer en aquel apuro.

—Si me dejo llevar —decía en su interior— por las lágrimas de esta desconsolada criatura, ¿qué habré sacado de los riesgos que he corrido, sino la pérdida de mis esperanzas y la burla y la rechifla del príncipe Juan y de sus alegres cortesanos? Por otra parte, ¿cómo he de salir del paso en que me he comprometido? No puedo mirar con serenidad ese hermoso rostro desfigurado por las contorsiones del terror, ni esos ojos divinos bañados en llanto. ¡Ojalá hubiera conservado su primera altivez, y ojalá tuviera yo un corazón de bronce como el de Reginaldo!

Agitado por estos pensamientos, lo único que pudo hacer fue decir algunas palabras de consuelo a la bella cautiva, asegurándole que no había motivo para que se lamentara con tan terrible desesperación. Pero en medio de este discurso llegaron a sus oídos los ecos penetrantes de una trompeta que ya había sobresaltado a los otros habitantes del castillo, y este incidente interrumpió los planes de su ambición y de su brutal galantería. Quizás celebró aquella interrupción más que su desventurada prisionera porque su conferencia con ésta había llegado a un punto en que ni sabía continuar ni abandonar la empresa comenzada.

XIX

Mientras ocurría la escena que acabamos de describir en el castillo, la judía Rebeca estaba aguardando la suerte que se le deparaba en lo interior de una torrecilla algo distante de las principales alas del edificio. Allí la habían conducido dos de sus enmascarados raptores, y al entrar en la pieza se halló con una vieja sibila que cantaba una antigua trova sajona, llevando el compás con los giros que daba su huso por el suelo. Alzó la vista la vieja cuando oyó el ruido, y la fijó en la judía con la maligna envidia que excita siempre en la decrepitud y en la fealdad, sobre todo cuando se le agrega una perversa condición, el aspecto de la juventud y de la hermosura.

—¡Marcha de aquí, bruja! —dijo uno de los enmascarados

—¡El amo lo manda! ¡Deja tu puesto a quien vale más que tú!

—¡Ah! —respondió la vieja—. ¡Cómo se pagan mis servicios! ¡Acuérdome de cuando una sola palabra de mi boca bastaba para echar al suelo al jinete más intrépido, y ahora estoy a disposición del más ruin de los lacayos!

—Señora Urfricda —dijo otro de los desconocidos—, no perdáis el tiempo en palabras, sino dejad libre el puesto. Lo que manda el amo se obedece sin chistar. Pasaron tus tiempos, amiga, y hace ya largos años que se puso el sol en tu horizonte. Eres como el caballo que fue bueno en su tiempo y ahora pasta como un asno ruin la hierba del prado. Anduviste y corriste como la mejor; pero ya cojeas. ¡Vamos; afuera, cojeando o como puedas!

—¡Malditos perros! —exclamó la tal—. ¡Sea vuestro sepulcro una pocilga, y Satanás cargue con mis huesos uno a uno si salgo de aquí antes de haber hilado el copo de mi rueca!