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100 Clásicos de la Literatura

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—Ya es tiempo —dijo Athelstane—, y si no andamos aprisa, causaremos gran inquietud al padre Abad, que nos aguarda esta noche con impaciencia.

Los viajeros, sin embargo, apretaron tanto el paso, que llegaron al monasterio de San Witholdo antes que se realizase el temor de Athelstane. El Abad, que era de familia sajona, trató a sus huéspedes con aquella profusión que caracterizaba entonces a la gente de su país. La segunda cena duró hasta muy tarde, o por mejor decir, no concluyó hasta el siguiente día; sin embargo de lo cual los viajeros almorzaron opíparamente antes de ponerse en camino.

Al tiempo de salir del patio del convento ocurrió un incidente funesto a los ojos de los sajones. Estos se distinguían a la sazón entre todos los pueblos de Europa por su ciega creencia en agüeros y presagios, a cuyo origen debe atribuirse los restos de estas supersticiones que se encuentran en las antiguallas populares de Inglaterra. Los normandos se habían cruzado con otras razas y naciones y tenían ideas algo más sanas, comparadas con el estado de ilustración general. Olvidaron los errores que sus abuelos trajeron de Escandinavia, y se jactaban de pensar con más juicio en semejantes materias.

Lo que asustó a los acompañantes de Cedric en el acto de salir del convento en que habían pasado la noche fue nada menos que un perro negro, tan largo como flaco y extenuado, que comenzó a lanzar lastimeros aullidos cuando los caminantes se pusieron en marcha, ladrando después con obstinado ahínco, corriendo de un lado a otro y procurando agregarse a la cabalgata.

—No me gusta esa música, padre mío —dijo Athelstane a Cedric, a quien estaba acostumbrado a dar este respetuoso título.

—Ni a mí tampoco, tío —dijo Wamba—; y mucho me temo que nos cueste la torta un pan.

—Paréceme —dijo Athelstane, a quien había hecho mucha impresión la excelente cerveza del Abad— que sería mucho mejor quedarnos en el convento hasta la tarde. Una liebre y un perro que aúllan son de malísimo agüero al principio de la jornada. Lo que se hace en estos casos es volver atrás, y no ponerse en camino hasta después de haber comido otra vez.

—¡Tontería! —dijo Cedric con impaciencia—. Los días son ya demasiado cortos, y la jornada de hoy es larga. El perro es el de ese bribón de Gurth, tan buena alhaja como su amo.

Dicho esto se afianzó en los estribos, resuelto a proseguir el viaje, lanzó la jabalina al pobre Fangs, el cual había seguido a su amo al torneo, donde le perdió en medio de la bulla, y habiendo al fin dado con él a la puerta del monasterio, estaba celebrando a su modo tan agradable encuentro. La jabalina entró en la espalda del animal, y poco faltó para dejarle clavado al suelo. Fangs huyó de la presencia del irritado sajón repitiendo sus aullidos, y Gurth sintió partírsele el corazón como si llegasen más a lo vivo los males de su perro que los suyos propios. Habiendo procurado en vano alzar las manos a los ojos para enjugárselos, y viendo que Wamba, temeroso de la cólera de Cedric, se había colocado prudentemente a retaguardia:

—Ruégote —le dijo— que me limpies los ojos, que el polvo me hace daño y estas ligaduras no me permiten el uso de los miembros que Dios me ha dado.

Wamba satisfizo su demanda, y los dos caminaron juntos algún rato guardando triste silencio. Al fin Gurth no pudo reprimir los sentimientos que le ahogaban.

—Amigo Wamba —dijo a su compañero—, de todos cuantos locos estamos al servicio de Cedric, tú eres el único cuyas locuras son bien recibidas. Anda, y dile de mi parte que no cuente conmigo, puesto que ni de grado ni por fuerza logrará que permanezca bajo su autoridad. ¡Que me arranque el pellejo a latigazos, que me cargue de grillos y cadenas, que me corte la cabeza si quiere; pero servirle, ¡eso no! ¡Anda, y díselo!

—Loco soy —dijo Wamba—, y por loco paso; más no lo bastante para encargarme de tu comisión. Cedric tiene otra jabalina en la cintura, y es hombre que no yerra tiro.

—¡Pues que me tire, con dos mil de a caballo! —dijo Gurth—. Ayer dejó a su hijo, a mi pobre y bravo Wilfrido, bañado en sangre: hoy ha querido matar a la única criatura viviente que me tiene algún cariño. ¡Por San Edmundo, San Dustán, San Withold, San Eduardo el Confesor, y todos los santos sajones del calendario que no se lo perdono!

Es de advertir que Cedric no juraba nunca sino por los santos que habían tenido sangre sajona en sus venas, y todos sus criados imitaban la misma práctica.

—En mi entender —dijo el bufón, que estaba acostumbrado a ser el pacificador de los disturbios domésticos—, Cedric no tuvo intención de matar a Fangs, sino de asustarle. El perro dio un salto en aquel momento, y recibió el golpe; más no te dé cuidado, que yo le curaré con un ochavo de cerote.

—Si así fuera... —dijo Gurth—. ¡Pero no! Vi que apuntaba bien con el dardo, y le oí silbar por el aire con toda la rabiosa malevolencia del que le arrojaba. ¿No viste que se mordía los puños de furia cuando el pobre animal echó a correr? Lo que quiso fue dejarle en el sitio. ¡Por la vida de mi padre, que no vuelvo a obedecerle en mi vida!

—El indignado porquerizo volvió a guardar silencio, y no fueron parte a sacarle de él todos los esfuerzos que hizo para ello el bufón.

Al mismo tiempo Cedric y Athelstane, que iban a la cabeza de la comitiva, hablaban sobre el estado de los negocios, las disensiones de la familia real, los feudos y disputas de los nobles normandos, y la probabilidad de que los sajones pudieran sacudir el yugo que les oprimía o recobrar al menos su independencia y poder durante las revueltas civiles, que por todas partes amenazaban. Cedric no hablaba nunca de semejantes asuntos sin animarse extraordinariamente. El restablecimiento de la independencia de su nación era el anhelo de su alma, al cual había sacrificado voluntariamente su ventura doméstica y los intereses de su propio hijo. Pero el pueblo conquistado no podía llevar a cabo tan ardua empresa sin estar íntimamente unido entre sí y sin obedecer a un caudillo. Era, pues, necesario escogerle entre los altos personajes que descendían de la casa real sajona, y en esto hallábanse de acuerdo todos aquellos a quienes Cedric había confiado secretamente sus designios y sus esperanzas.

Athelstane se hallaba en aquel caso, y aunque sus prendas mentales no eran las que tan delicado puesto requería, tenía buen aspecto, no carecía de valor, se había acostumbrado a los ejercicios marciales, y parecía dispuesto a seguir los consejos de hombres más expertos y sensatos. Sobre todo gozaba gran reputación de generoso y liberal, y todos le creían hombre de buena índole. A pesar de todas estas circunstancias tan favorables para constituirle jefe de la Nobleza sajona, otros muchos de la misma nación preferían los títulos y derechos de lady Rowena que descendía del rey Alfredo y cuyo padre había sido un caudillo famoso por su prudencia, su valor y su generosidad, altamente estimado por sus oprimidos compatriotas.

No hubiera sido difícil a Cedric, si tales hubieran sido sus intenciones, colocarse a la cabeza de otro partido no menos formidable que los de que hemos hecho mención. En lugar de ascendencia real tenía intrepidez, actividad, energía y sobre todo un celo ardiente e inquebrantable en favor de la causa, por cuya razón había merecido el sobrenombre de Sajón. Su alcurnia no cedía a ninguna sino a la de su pupila y a la de Athelstane. No eclipsaba estas prendas el más ligero vislumbre de egoísmo: en lugar de debilitar más de lo que lo estaba el partido con nuevas divisiones, sólo procuraba extinguir Las que ya reinaban; y éste era el objeto que se había propuesto en el proyectado enlace de Athelstane con lady Rowena. Presentóse muy en breve un gran obstáculo a este designio en La mutua inclinación de Rowena y de Ivanhoe, y de aquí el destierro de éste de la casa paterna.

Cedric había puesto en ejecución tan severa medida con la esperanza de que, durante la ausencia de Ivanhoe, Rowena le borraría poco a poco de su memoria y se hallaría mejor dispuesta a recibir la mano de Athelstane; mas el éxito frustró sus planes. Cedric, para quien el nombre de Alfredo era poco menos que el de la Divinidad, había tratado al único retoño que existía de su raza con una veneración igual a la que se tributaba en aquellos tiempos a las princesas reconocidas. La voluntad de Rowena era ley suprema en casa de su tutor; y Cedric, como si quisiera que la soberanía de aquella dama fuese venerada por todos los que de él dependían, se envanecía en obedecerla y acatarla como el primero de sus súbditos. Acostumbrada de este modo, no sólo al pleno ejercicio de su voluntad sino al de una autoridad despótica, Rowena había aprendido durante su educación a irritarse contra todo lo que se oponía a sus deseos; por consiguiente reclamó con energía su independencia en aquel paso decisivo de la vida de la mujer en que la doncella más obediente y más tímida suele rebelarse contra la autoridad de los padres y superiores. Confesaba abiertamente sus opiniones acerca de este asunto, y Cedric, que no podía apartarse del giro que había tomado, no sabía a veces de qué medios echar mano para ejercer sus derechos de tutor.

En vano procuró deslumbrarla con el aspecto de un trono ideal. Rowena, que juzgaba de las cosas con sensatez, no creía que pudieran realizarse aquellos planes ni por su parte lo deseaba. Sin curarse de ocultar su inclinación a Wilfrido de Ivanhoe, declaraba que, poniendo aparte este sentimiento, antes se encerraría toda su vida en un convento que ocupar un trono con Athelstane a quien siempre había mirado con desprecio y ya empezaba a mirar con odio de resultas del enojo que le causaba su galanteo.

Sin embargo, Cedric, que no tenía una alta opinión de la constancia de las mujeres, persistía en emplear todos los medios que estaban a su alcance para reducirla a consentir en aquella unión con la cual se imaginaba hacer un importante servicio a la causa de los sajones. La repentina e inesperada aparición de su hijo en el torneo de Ashby fue un golpe mortal para sus designios y esperanzas. Es verdad que el amor paterno domeñó por algunos instantes su orgullo y su patriotismo; pero recobraron de consuno mayor brío y le impulsaron a apresurar sus diligencias para realizar el enlace de Rowena y de Athelstane, así como para tomar otras medidas que parecían necesarias al restablecimiento de la independencia de los sajones.

 

De este asunto iba conversando con su amigo al principio del viaje, lamentándose secretamente, de cuando en cuando, de que estuviese tan noble y honorífica empresa en manos de un hombre que más que sangre parecía tener hielo en las venas. El ilustre sajón no carecía de vanidad; y gustaba de que le lisonjearan con los recuerdos de su prosapia y de sus legítimos derechos al homenaje y a la soberanía; pero bastaban a satisfacer su mezquino orgullo los obsequiosos rendimientos de sus vasallos y de los sajones que le trataban con frecuencia. Sabía arrostrar el peligro; pero no quería tomarse el trabajo de ir en su busca. Convenía con Cedric en los principios generales acerca de los derechos que los sajones tenían a sacudir las cadenas que la conquista les había impuesto, y mucho más en los suyos al que se estableciese después de haber conseguido aquella emancipación; pero cuando se trataba de ejecutar los medios de tan importante designio sólo se descubrían en él la irresolución, la lentitud y la flojedad que le habían acarreado el sobrenombre de Desapercibido. Las ardientes y vigorosas exhortaciones de Cedric producían en su alma el mismo efecto que en el mar la bala roja, la cual después de hacer un poco de espuma y ruido se hunde y se apaga.

Si dejando aquel empeño, que era lo mismo que machacar el hierro frío o espolear a una mula cansada, Cedric volvía riendas al caballo y pasaba a conversar algún rato con lady Rowena, experimentaba nuevas incomodidades y contradicciones porque su presencia interrumpía la plática que tenía aquella noble dama con Elgitha, su confidente, acerca del valor y galantería de Wilfrido; y la astuta criada, para vengarse y para vengar a su señora sacaba al instante la caída y derrota de Athelstane en el torneo, que era lo más desagradable que podía llegar a los oídos de Cedric. De modo que por todos estilos la fiesta había sido para él un encadenamiento de sinsabores, y no cesaba de maldecir interiormente el torneo, al que le había organizado, y su propia necedad por haber concurrido a tan endiablado recreo.

Llegó la hora del mediodía, y Athelstane fue de opinión que sestease la comitiva en un bosquecillo agradable por el cual vagaba susurrando un arroyo cristalino. Allí descansaron y pastaron las cabalgaduras, y los viajeros dieron fin de las abundosas provisiones debidas a la hospitalidad del prelado. Duraron largo rato estas operaciones, de modo que les pareció imposible llegar al Rotherwood sin caminar una parte de la noche. Montaron a caballo, y empezaron, pues, a caminar algo más aprisa que hasta entonces.

Llegaron los viajeros a las cercanías de un terreno quebrado y montuoso, y ya iban internándose en su hojoso y espeso laberinto, peligroso como todos los bosques en aquel tiempo, por el número de bandidos a quienes la opresión y la pobreza habían dado las armas de la desesperación y que formaban numerosas cuadrillas que arrostraban, sin temor, el vano aparato de la autoridad pública. No obstante que se aproximaba la noche, Cedric y Athelstane se creían seguros por tener nada menos que diez criados en su escolta, sin contar a Gurth y a Wamba de los cuales nada se podía esperar por ir el uno amarrado y ser el otro bufón, y por consiguiente, cobarde. También les daba mucha confianza en medio de aquellas tinieblas y soledades su origen sajón y el respeto con que sus compatriotas los miraban, porque la mayor parte de los bandidos a quienes las Ordenanzas de montes habían reducido a abrazar aquella vida desalmada eran campesinos y cazadores sajones que, por lo común, no se atrevían a las personas ni a las propiedades de los que tenían su mismo origen.

Ya se habían internado algún trecho en la espesura de la selva, cuando llegaron a sus oídos los gritos de una persona que con acento de terror pedía auxilio a todo el que alcanzase a oírla. Al acercarse al lugar de donde aquellas voces salían vieron con sorpresa una litera puesta en el suelo, y junto a ella una mujer joven, ricamente vestida al uso de las judías, y, a cierta distancia, un anciano cuyo gorro amarillo denotaba ser del mismo origen, el cual se paseaba desalentadamente con gestos de amarga desesperación y agitando las manos en señal de haberle ocurrido alguna grave desventura.

A las preguntas de Athelstane y de Cedric el judío respondió al principio lanzando exclamaciones con que invocaba la protección de todos los patriarcas del Viejo Testamento contra los hijos de Ismael, que le habían asesinado sin piedad. Cuando empezó a reponerse un poco de su angustia y de su terror, Isaac de York (pues este era el apesadumbrado hebreo) refirió como pudo que había tomado en Ashby una escolta de seis hombres y dos mulas para llevar la litera de un amigo suyo, enfermo a la sazón. La escolta se había obligado a acompañarle hasta Doncáster. Habían llegado sin encuentro ni tropiezo al punto en que se hallaban; pero habiendo sabido por un leñador que en el bosque inmediato había una gavilla de salteadores, la escolta le había abandonado; llevándose además las mulas de la litera y dejándole con su hija sin medios de defensa ni de retirada, expuestos a ser robados y asesinados por aquellos bandoleros a quienes por momentos aguardaban.

—Si os dignareis, nobles señores —añadió el judío con el tono de la humildad—, permitir que estos pobres judíos continuaran su jornada bajo vuestra protección, juro por las tablas de Moisés que nunca habrá sido concedido mayor favor a un israelita desde los días de nuestro cautiverio y que el agradecimiento corresponderá a su grandeza y a vuestra misericordia.

—¡Perro judío —exclamó Athelstane, que era hombre de los que sólo conservan en la memoria las ofensas, y sobre todo la más mezquinas y despreciables—, bien cara pagas ahora tu insolencia en la galería del torneo de Ashby! ¡Huye, o pelea, o componte con los bandidos como quieras, que si ellos se contentan con robar a los que roban a todo el género humano, digo que son hombres de bien y que merecen recompensa!

Cedric no aprobó la repulsa de su compañero.

—Mejor será —dijo— dejarles dos criados y dos caballos para que los conduzcan hasta la aldea inmediata. Poco nos importa llevar dos criados más o menos: con vuestra espada y los otros que nos quedan harto será que puedan intimidamos veinte de esos bribones.

Rowena, a quien había sobresaltado la noticia de la proximidad de los ladrones en número considerable, insistió fuertemente contra la opinión de su tutor. Pero Rebeca, saliendo del abatimiento en que hasta entonces había permanecido y abriéndose camino por entre los criados que rodeaban el palafrén de la sajona, se echó de rodillas y le besó la guarnición del traje, como se acostumbra en Oriente cuando se dirige la palabra a personas de superior jerarquía. Púsose en pie, y echándose atrás el velo le rogó encarecidamente que tuviera compasión de su padre y de ella y que les permitiese ir en su acompañamiento.

—No lo pido por mí —decía— ni por ese pobre anciano. Conozco que los agravios y males que se hacen a los judíos son faltas leves, sino ya acciones loables, a los ojos de los cristianos. ¿Qué importa que nos roben o nos maltraten en la ciudad, en el campo o en el desierto? Lo pido por uno en cuya suerte se interesan muchos, quizás vos misma. Disponed que ese enfermo sea trasportado con cuidado y esmero bajo vuestra protección. Si negáis esta gracia, el daño que le sobrevenga de sus resultas emponzoñará hasta el último instante de vuestra existencia.

La gravedad y mesura con que Rebeca pronunció estas palabras excitaron vivamente el anhelo de Rowena.

—El judío es viejo y débil —dijo a su tutor—; la hija, joven y hermosa; su amigo está enfermo de peligro. Judíos son; empero nosotros no podemos, a fuer de cristianos, abandonarlos en esta situación. Los dos caballos de mano podrán servir para el padre y la hija; sus mulas llevarán la litera, y la carga que ellas llevan se colocará en las acémilas de los criados.

Cedric dio su consentimiento a todas estas disposiciones; Amelstane no se atrevió a exigir otra cosa sino que los judíos marcharían a retaguardia, donde Wamba podría defenderlos y asistirlos con el escudo de piel de jabalí.

—Mi escudo —respondió Wamba— se quedó tirado por el suelo en la palestra de la justa como ha sucedido a los de otros caballeros más valientes que yo.

Subiéronsele los colores a la cara a Athelstane al oír esta alusión a la suerte que había experimentado en el torneo. Rowena celebró interiormente la ocurrencia del bufón, y para aumentar el enojo de Athelstane dijo a Rebeca que no se separase de su lado durante la marcha.

—No conviene que sea así —respondió Rebeca con humilde majestad—, puesto que mi compañía dará deshonra a mi protectora.

A la sazón los criados habían concluido precipitadamente la mudanza de las cargas, porque a la voz ¡ladrones! todo el mundo se había puesto alerta; mucho más, empezando ya a oscurecer. En medio de esta operación fue preciso que Gurth echara pie a tierra para colocar parte de la carga en la grupa de su caballo, y consiguió del bufón que le aflojase la cuerda que le aprisionaba. Con intención o sin ella, Wamba lo hizo de tal modo que el porquerizo no halló dificultad en desembarazarse en un todo; y hecho así se escabulló entre la maleza y se separó de la comitiva.

Como el trastorno había sido general, pasó largo rato antes que se echara de menos al preso pues iba detrás bajo la custodia de un criado y nadie se preocupó de él. Cuando empezó a susurrarse que Gurth había desaparecido, todos tenían fija la atención en los bandidos y no hizo gran impresión el suceso.

Entre tanto los caminantes se hallaron en una vereda tan estrecha, que sólo podían transitar por ella dos hombres de frente. La vereda bajaba a una hondonada bañada por un arroyo cuyas orillas ásperas y quebradas estaban cubiertas de sauces enanos. Cedric y Athelstane, que marchaban siempre a la cabeza, conocieron cuán peligroso era aquel desfiladero; más, poco prácticos en las maniobras de la guerra, el único medio que se les ocurrió de evitar el riesgo fue apretar cuanto más podían el paso. Adelantáronse por tanto sin mucho orden, y apenas habían cruzado el arroyo con alguno de los suyos, cuando fueron atacados de frente, flancos y retaguardia con un ímpetu al que, en su desordenada distribución no podían ni oponer la menor resistencia. Los gritos de guerra de que usaban en todo encuentro los sajones se oyeron al mismo tiempo en ambas cuadrillas porque los agresores eran de aquella misma nación, y su ataque fue tan pronto y simultáneo que parecían más de los que eran en realidad.

Los dos jefes sajones fueron hechos prisioneros al mismo tiempo y con circunstancias análogas a la índole de cada uno. Al verse atacado por un enemigo, Cedric le arrojó la jabalina con mucho más acierto que a Fangs, y le dejó clavado a una encina que detrás se hallaba. Enseguida apretando espuelas al caballo se dirigió a otro, sacó al mismo tiempo la espada, y le atacó con tanta furia que la hoja dio en una rama de árbol a cuyo violento golpe le saltó el acero de las manos. Al punto se apoderaron de él dos o tres bandidos y le obligaron a desmontar. Otro había tomado por la brida al caballo de Athelstane, el cual se vio en tierra antes de haber podido sacar la espada o tomado alguna precaución de defensa.

Embarazados por las acémilas, aterrados y sorprendidos al ver la suerte de sus amos, los criados cayeron sin dificultad en poder de los salteadores; lady Rowena, que iba en medio de todos, y el hebreo y su hija, que marchaban detrás, sufrieron la desventura.

Uno solo escapó de toda la comitiva, y éste fue Wamba el cual manifestó en aquella ocasión más presencia de ánimo que los que creían aventajarle en sensatez. Apoderándose de la espada de uno de los criados, que no sabía qué hacer con ella, se adelantó como un león hacia los malvados, echó al suelo a los que se le acercaron, e hizo valientes aunque inútiles esfuerzos para socorrer a su señor. Convencido entonces de la superioridad del número de los bandidos, bajó con prontitud del caballo, se metió en los matorrales y quedó fuera del campo de batalla.

 

Más al verse libre y seguro el intrépido bufón tuvo más de una vez la tentación de volver atrás y participar de la cautividad de un amo a quien miraba con sincero afecto.

—Los hombres no cesan de charlar de los bienes que acarrea la libertad; más yo quisiera saber que he de hacer a esta hora con la mía.

Al pronunciar estas palabras oyó detrás una voz que le llamaba con mucha cautela; al mismo tiempo le saltó encima un perro, lamiéndole y festejándole. El perro era Fangs, y detrás estaba el porquerizo el cual al oír que Wamba le llamaba con la misma precaución, salió de las matas y se presentó a su vista.

—¿Qué es esto? —dijo Gurth con no pocas muestras de sobresalto—. ¿Qué significan esos gritos y ese martilleo de espadas?

—Una chanza de estos tiempos —respondió el bufón—: todos están prisioneros.

—¿Quiénes? —exclamó Gurth con impaciencia.

—Milord, Milady, Athelstane, Hundeberto y Oswaldo. ¿Qué quiere decir todos?

—¡Por Dios santo! —dijo el porquerizo—. ¿Cómo ha sido eso? ¿Quiénes han sido los agresores`?

—El amo —dijo Wamba— se dio mucha prisa a pelear; Athelstane lo tomó con mucha calma, y ninguno de los otros estaba prevenido. Las tropas contrarias llevan gabanes verdes y mascarillas negras. Todos están tendidos en el suelo cono las algarrobas que echas a los gorrinos. ¡Y voto a sanes, que el lance me haría reír si no fuera porque tengo más gana de llorar!

Al decir esto derramaba lágrimas de sincero dolor.

—Wamba —dijo Gurth arrojando fuego por los ojos—, armado estás y tu corazón ha sido siempre mejor que tu cabeza. Somos dos; pero dos hombres resueltos pueden mucho. ¡Sígueme!

—¿Adónde —respondió el bufón—, y con qué objeto?

—¡A rescatar a Cedric!

—¿Tú —exclamó Wamba—, que no hace mucho renunciaste a su servicio?

—Entonces —dijo Gurth— Cedric era feliz, ¡Sígueme, te digo!

Wamba iba a seguir los pasos de su compañero, cuando se presentó en escena otro personaje, que les mandó detener so pena de la vida. Al ver su traje y armamento le hubieran tenido por uno de los de la cuadrilla que había acometido a sus amos; pero además de no llevar máscara, por el vistoso tahalí que le adornaba el pecho y por el cuerno que de él pendía, y por la majestuosa expresión de su voz y de sus modales, conocieron a pesar de la oscuridad que era Locksley, el montero que había ganado el premio de blanco en el torneo.

—¿Qué alboroto es éste? —preguntó—. ¿Quiénes son los que atacan y hacen prisioneros en estas selvas?

—Mira de cerca sus gabanes —dijo Wamba—, y dime si no son los de tus hijos: porque, ¡voto a sanes, que se parecen al tuyo como un guisante verde a otro guisante verde!

—No tardaré en saberlo —dijo Locksley — y os mando, si queréis conservar la vida, que no os apartéis de este sitio hasta que yo vuelva. Obedecedme, y os saldrá la cuenta a vosotros y a vuestros amos. Voy a disfrazarme para mezclarme con ellos.

Al decir esto se despojó del tahalí y del cuerno, se quitó una pluma de la gorra, y lo puso todo en manos de Wamba; sacó una mascarilla, y repitiéndoles sus encargos de no alejarse de allí, marchó a ejecutar el reconocimiento.

—¿Nos vamos o nos quedamos? —dijo Wamba al verse a solas con su amigo—. ¡O mienten las señas o las suyas son de un ladrón que trae el vestuario en el bolsillo!

—¡Sea el mismo Luzbel, si quiere! —respondió Gurth— Por aguardar su vuelta no hemos de estar peor que estamos. Si es de los de la gavilla, a la hora esta les habrá dado el aviso, y de nada ha de servirnos echar a correr. Además, que yo he experimentado hace poco que los ladrones de caminos no son la peor gente del mundo.

El montero volvió al cabo de algunos minutos.

—Amigo Gurth —le dijo—, ya sé quiénes son, quién les paga y adónde se encaminan. Por ahora no creo que haya que temer que cometan ninguna violencia con vuestros amos. Tratar de atracarles siendo nosotros no más que tres, sería locura; porque has de saber que son hombres aguerridos, y, como tales, han puesto centinelas para que den la alarma en caso de necesidad. Más no tardaremos en recoger bastante fuerza para burlarnos de todas sus precauciones. Vosotros sois dos servidores de Cedric, y fieles, según creo. Cedric el Sajón es el defensor de los derechos de los ingleses, y no faltarán manos inglesas que acudan a su auxilio. Venid conmigo, ya veréis.

Dicho esto se internó en el bosque a paso acelerado seguido por el porquerizo y el bufón, el cual, como saben ya nuestros lectores, no era hombre que podía estar mucho tiempo sin mover la lengua.

—Creo —dijo mirando al tahalí y al cuerno que todavía llevaba— que antes de ahora he visto yo al dueño de estas alhajas, y no creo que haya sido muy distante de Navidad.

—Y yo —dijo Gurth— apostaría la manada de cerdos, si fuera mía, que he oído la voz de ese montero de día y de noche, y que el sol no se ha puesto arriba de tres veces desde entonces.

—Amigos míos —respondió el montero—, quienquiera que yo sea, no es del caso ahora. Si logro rescatar a vuestro amo, bien podéis decir que soy el mejor amigo que habéis tenido en la vida. Llámeme como me llamare, tire o no bien el arco, guste de andar de día o de noche, son negocios que no os atañen y, por consiguiente, no tenéis que calentaros la cabeza en averiguarlos.

—¡Nuestra cabeza está en la boca del león! —dijo Wamba a Gurth al oído—. ¡Salgamos del paso cono podamos!

—¡Silencio! —dijo Gurth—. No le ofendas con tus locuras, y todo irá bien.

Después de haber andado tres horas a paso ligero llegaron los sirvientes de Cedric con su misterioso guía a un sitio descubierto en medio del cual se alzaba una robusta encina que esparcía pomposamente sus ramas por una vasta circunferencia. Junto al tronco estaban echados por tierra cuatro o cinco monteros, y otro se paseaba a la luz de la Luna a guisa de centinela'.

Al oír los pasos que se acercaban, el centinela dio la alarma, los otros se alzaron con gran prontitud y apercibieron los arcos. Apuntáronse inmediatamente seis flechas al punto de donde venía el ruido de los caminantes, cuyo conductor fue reconocido y saludado por los otros con todas las demostraciones de afecto y sumisión. Desaparecieron, por consiguiente, todos los preparativos hostiles.

—¿Dónde está el molinero? —fue su primera pregunta.

—En el camino de Róterdam.

—¿Con cuántos? —preguntó el jefe, que tal lo parecía.

—Con seis hombres, y buenas esperanzas de botín.

—¿Y dónde está Allan-a-Dale? —dijo Locksley.

—Ha ido a echar una ojeada al padre prior de Jorvaulx.

—¡Bien pensado! —continuó el capitán—. ¿Y el hermano?

—En su ermita.

—Allá voy yo —dijo Locksley—. Dispersaos todos y buscad a vuestros compañeros. Recoged cuanta fuerza podáis, porque hay caza en el monte y es menester perseguirla. Estad aquí todos al romper el día... ¡Deteneos! ¡Lo más importante se me olvidaba! Vayan dos de vosotros tan aprisa cono puedan hacia el castillo de "Frente de Buey" que por allí anda una cuadrilla de galanes disfrazados como nosotros y se llevan consigo algunos prisioneros. Observad de cerca, porque aunque lleguen al castillo antes que podamos reunirnos, nuestro honor exige que los castiguemos, y así será por vida mía. Ved lo que hacen, y despachad al más ligero para que lleve las nuevas a todos los amigos.

Los monteros dieron a entender que obedecerían, y se separaron por distintos caminos. Al mismo tiempo el capitán con sus dos compañeros, que ya no miraban sólo con respeto, sino con miedo, tomaron la dirección de la capilla de Copmanhurts.