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100 Clásicos de la Literatura

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Perseverando en la idea que había formado en un momento de reflexión, recibió a Cedric y Athelstane con mucha consideración y cortesía; y asimismo le manifestó el disgusto que experimentaba cuando Cedric le dijo que la indisposición de lady Rowena no le permitía asistir al banquete. Cedric y Athelstane se presentaron con el traje antiguo de sajón que, sin ser ridículo en sí, era tan diferente del de los demás convidados que el Príncipe tuvo mucho trabajo en contener la risa excitada por tan ridículo y fantástico vestido en relación con la moda del aquel tiempo.

No obstante un ánimo imparcial hubiéralos visto sin sorpresa y hasta reputado la túnica corta y el largo manto de los sajones por más graciosos y más cómodos que el traje de los normandos, cuyo jubón era tan largo que parecía casacón de carretero y llevaban a la espalda una capita corta que no preservaba del frío ni del agua ni tenía otra ventaja, al parecer, que presentar a la vista los forros y bordaduras; defectos que observó ya Carlo Magno y sin embargo continuaron siendo de moda hasta la época de que hablamos, sobre todo entre los príncipes de la Casa de Anjou.

Se colocaron todos los convidados en una mesa rica y abundantemente preparada. La multitud de cocineros que seguían al Príncipe en sus viajes habían desplegado todo el arte y talento imaginables para variar la forma de los diferentes platos, y consiguieron tan perfectamente como los cocineros modernos robar a las salsas más simples su apariencia natural. Las pastas y las gelatinas, que entonces sólo se servían en las mesas de los nobles, deleitaban la vista por su variedad, y los vinos más exquisitos colocados de distancia en distancia coronaban la magnificencia del festín.

No era la intemperancia el defecto más noble en los normandos; más melindrosos que glotones buscaban delicadeza en los manjares evitando cuidadosamente cualquier exceso, en lo que no se les parecían los sajones. El príncipe Juan y los que por hacerle la corte imitaban sus defectos gustaban algo más los placeres de la mesa. Es sabido que murió de una indigestión de pescado y de cerveza nueva; pero era excepción de la regla en las costumbres de sus compatriotas. Observaban, pues, los caballeros normandos con circunspección maligna, interrumpida sólo por algunos gestos de valor entendido, los defectos que cometían los sajones en el banquete contra las reglas de la etiqueta, que les eran desconocidas, pues los normandos disimularían más bien cualquiera grosería contra el decoro de la sociedad que la ignorancia de las reglas de la rigurosa urbanidad Cedric, por ejemplo, en lugar de esperar que sus manos se enjugasen agitándolas naturalmente al aire, se las limpiaba en una servilleta, y hacía un papel más ridículo que Athelstane por haber cogido un pastelón relleno de todo lo que en aquel tiempo se miraba como más fino y delicado; y se supo que el Thane de Coningsburgh (o Franklin. como dicen los normandos) no sabía de qué se componía un plato que había devorado con la mayor avidez creyendo que los tordos y los ruiseñores eran pichones; de modo que su ignorancia fue en esta parte motivo de la burla, más bien que su glotonería.

Terminado el banquete, y en tanto que las copas iban y venían entre los convidados, empezaron éstos a hablar del torneo y de los hechos de armas de cada caballero, del vencedor desconocido que había obtenido el premio en el combate del arco, del caballero Negro, que se había sustraído a los honores merecidos, y, en fin, del valiente Ivanhoe, que había adquirido a tanta costa la gloria del triunfo. Se discurría con franqueza verdaderamente militar, y sólo el príncipe Juan no participaba de la alegría general agitado por penosos pensamientos, hasta que uno de los cortesanos le llamó la atención: entonces se levantó de repente, y llenando su copa la apuró de un golpe como para reanimar su espíritu abatido, y tomó parte en la conversación con alguna que otra palabra suelta.

—¡Brindemos —exclamó el Príncipe— a la salud de Wilfrido de Ivanhoe, vencedor del torneo! Nos es muy sensible que sus heridas no le hayan permitido honrar este banquete con su asistencia. ¡Todo el mundo tome interés en su salud, especialmente Cedric de Rotherdham, digno padre de un hijo de tan bellas esperanzas!

—¡No, Príncipe! —exclamó Cedric levantándose y dejando en la mesa la copa, sin llegarla a los labios—. ¡Yo no doy el nombre de hijo al que ha despreciado mis órdenes y rehúsa las costumbres y los usos de sus padres!

—Es posible —replicó el Príncipe sorprendido— que un caballero tan valiente sea un hijo indócil y rebelde?

—Lo es Ivanhoe —dijo Cedric—. Abandonó la casa paterna para ir a la corte de vuestro hermano, en la cual se adiestró en esos juegos de agilidad que llamáis proezas y que tanto admiráis. Se ausentó contra mi voluntad, a pesar de mis órdenes; conducta que en el reinado de Alfredo se hubiera reputado como una desobediencia y se hubiera castigado con el mayor rigor.

—¡Ah! —dijo el Príncipe lanzando un suspiro afectado — ¡Si vuestro hijo ha estado en la corte de mi hermano, excusado es preguntar dónde ha aprendido a desobedecer a su padre!

Olvidó el Príncipe cuando hablaba así de que si su padre Enrique II tenía motivos de queja más o menos graves de sus hijos, él se había distinguido entre todos sus hermanos por su rebelión y su ingratitud.

Siguiendo el Príncipe después de un momento de silencio, dijo:

—Mi hermano, sin duda, se habrá propuesto donar a su favorito el rico dominio de Ivanhoe.

—Se le ha concedido efectivamente —respondió Cedric—, y esa es una de las quejas más fuertes que tengo contra mi hijo, porque se ha humillado a recibir en calidad de vasallo los mismos dominios que pertenecen de derecho a sus ascendientes, poseyéndolos siempre sin dependencia alguna.

—Entonces, no llevaréis a mal, noble Cedric —dijo el Príncipe—, que concedamos ese feudo a una persona que no se creerá humillada teniendo un dominio como ese de la corona de Inglaterra. Sir Reginaldo "Frente de buey" —añadió mirándole—, no dudo que sabréis conservar esa baronía de manera que Wilfrido pierda la esperanza de volver a poseerla.

—¡Por San Antonio —gritó el gigante arrugando el sobrecejo—. Consiento que se me tenga por sajón, si Wilfrido, Cedric o cualquiera de su estirpe me arranca el presente que Vuestra Alteza acaba de concederme!

—Cualquiera que os llamara sajón —dijo Cedric ofendido por una expresión que los normandos usaban por desprecio a los sajones— os haría un honor tan grande como poco merecido.

Iba a responder "Frente de buey"; pero cortó el lance la petulancia del Príncipe, diciendo que Cedric había hablado verdad, pues que él y todo su linaje podía adelantarse a todos, no sólo por la antigüedad, sino también por lo muy largo de sus capas.

—Sí —dijo Malvoisin—; ellos nos preceden en los combates, como preceden los corzos a los perros que los persiguen.

—¡Qué de razones no tienen para pretender la preferencia! —dijo el prior Aymer—. Aunque no sea más que por sus maneras nobles y cortesanas.

—Y también por su templanza —añadió Bracy, olvidándose de que iba a desposarse con una sajona.

—Y por el valor que desplegaron en la batalla de Hastings y en otras —dijo Brian de Bois-Guilbert.

Entretanto que los cortesanos sonriéndose seguían el ejemplo de su Príncipe y cada uno buscaba el modo de herir a Cedric con alguna zumba ridícula, el Sajón con el rostro encendido y brotando cólera recorría con miradas terribles los semblantes de todos, como si el diluvio de injurias de que se veía oprimido le impidieran contestar con mesura a cada uno por su orden, o como un toro acorralado por perros, que no sabe por dónde empezar a vengarse; pero al fin rompió el silencio con lengua balbuciente, y dirigiéndose al príncipe Juan, como principal autor de los insultos que le hacían, le dijo:

—Sean los que se quieran los defectos y los vicios de que se acusa a nuestra raza, hubiera sido altamente menospreciado el sajón que en su propia casa y a su misma mesa hubiese tratado a un huésped que en nada le había ofendido como Vuestra Alteza ha consentido que me hayan insultado; y por muy grandes que hayan sido los reveses que nuestros ascendientes probaron en la llanura de Hastings, por lo menos algunos que están presentes (mirando a "Frente de buey" y al templarlo) deberían enmudecer, porque hace pocas horas que la lanza de un sajón les ha hecho perder la silla y los estribos.

—A fe mía —dijo el Príncipe—, es la frase intencionada. ¿Qué os parece, señores? Nuestros súbditos sajones poseen un talento y valor sobresalientes: son tan animosos como apacibles en estos tiempos turbulentos. Creo, señores, que lo mejor es embarcarnos al momento para Normandía.

—¿,Por miedo a los sajones? —dijo Bracy riéndose—. ¡Bueno sería eso cuando para acorralar en sus bosques a estos jabalíes nos sobran los venablos de caza!

Fitzurse, más prudente, trató de que se pusiera término a las burlas insinuando al Príncipe que sería muy oportuno que publicara por sí mismo que no se había tenido intención de insultar a Cedric con ellas; pero el Príncipe no accedió: antes bien, dijo que iba a brindar a la salud de Cedric, ya que éste no había querido brindar a la de su hijo. Con efecto: la copa fue pasando de mano en mano en medio de los aplausos pérfidos de los cortesanos; pero Cedric no se dejó alucinar por aquellas falsas demostraciones, pues aunque tenía poca penetración, era necesario que fuese un mentecato para que el lisonjero cumplimiento que le ofrecía el Príncipe le hiciese olvidar los insultos que le había prodigado. Se mantuvo en silencio, y en tanto el Príncipe propuso un brindis, a la salud de Athelstane de Coningsburgh, el cual inclinó la cabeza y correspondió a este honor apurando de un golpe la copa que tenía en la mano.

 

El Príncipe, cuya cabeza estaba ya bien caliente con los vapores del vino, manifestó que, ya que se había hecho honor a sus huéspedes, era justo que estos correspondiesen, y dirigiéndose a Cedric le dijo que nombrase cualquier normando, el que menos repugnase a sus sentimientos, ahogando toda la aversión que le tuviese en la copa de vino. En tanto que hablaba el Príncipe se ocultó Fitzurse detrás del Sajón, y le insinuó que aprovechase la bella ocasión de sofocar toda animosidad entre las dos razas nombrando al príncipe Juan; pero el Sajón, levantándose y llenando la copa hasta el borde, dirigió al Príncipe estas palabras:

—Vuestra Alteza quiere que yo nombre un normando, el que menos repugne; y aunque eso es lo mismo que mandara un esclavo elogiar a su dueño, o a un vencido oprimido por todos los males que trae consigo la conquista que cante y aplauda al conquistador, nombraré un normando, el primero por su categoría y por su valor, el mejor, el más noble de toda su estirpe, y a cualquiera que rehúse repetir su nombre le tendré desde ahora mismo por cobarde vil, sin sentimiento alguno de honor. Yo lo digo y lo sostendré a riesgo de mi vida. ¡Caballeros, a la salud de Ricardo Corazón de León!

Este golpe, inesperado para el Príncipe que creía que iba a oír su nombre en la boca del Sajón, le hizo estremecerse y le desconcertó de tal manera, que tan pronto llevaba la copa a los labios, tan pronto la volvía a la mesa, absorto al observar el efecto que hacía en los convidados la proposición inesperada del Sajón. Los cortesanos más prácticos en la política de Palacio imitaban fielmente la afectada distracción del Príncipe; otros, por impulsos más generosos, repitieron con entusiasmo el nombre de Ricardo, manifestando su deseo de verle en el trono. Y otros, entre los cuales estaban Frente de buey y el templario, no tocaron sus copas, permaneciendo inmóviles como estatuas y dejando observar en su semblante desdén o indiferencia; pero ninguno se opuso al brindis de Cedric, el cual dijo a su compañero:

—¡Vámonos, Athelstane! ¡Bastante tiempo hemos estado aquí pues que hemos correspondido dignamente a las atenciones con que el príncipe Juan ha desempeñado respecto a nosotros la hospitalidad! Vengan a observar nuestras costumbres en el hogar de nuestros antepasados, de los que no nos ausentaremos jamás; llevamos al menos un conocimiento práctico de lo que es un banquete regio y a lo que se reduce la política y la civilización de los normandos.

Siguieron a Cedric y Athelstane otros sajones, ofendidos también por los sarcasmos del príncipe Juan y de sus cortesanos; y éste, luego que aquellos partieron, no pudo menos de decir que se habían retirado los sajones con mucho honor y triunfantes.

—Hemos bebido y gritado —dijo el Prior—: ya es hora de dejar Las botellas.

—¿Esperáis algún penitente para confesarle? —dijo Bracy.

—No: tengo que andar mucho para llegar a mi casa.

—Nos deban, y el primero este prior poltrón —dijo el Príncipe.

Pero Waldemar le animó asegurándole que los haría reunirse en Zoreck con todos los que debían hallarse en la asamblea.

Observando el Príncipe que todos los convidados se habían retirado, excepto sus cortesanos, dijo con enfado a Fitzurse:

—Ved aquí el resultado de vuestros consejos. Me he visto desafiado en mi misma mesa por un sajón ebrio, y al solo nombre de mi hermano todos huyen de mí como de un leproso.

—A vuestra ligereza y petulancia debéis culpar, Príncipe, y no a mí. No es oportuno gastar el tiempo en reconvenciones inútiles. Bracy y yo buscaremos a esos cobardes y los haremos entender que han avanzado demasiado para que puedan retroceder.

—Es en vano —replicó el Príncipe paseando descompasadamente por la sala—. Han visto, como Baltasar, escrita en la pared la sentencia; han visto ya las huellas del león en la arena; han oído resonar en la selva sus rugidos, y nada los reanimará.

—¡Quiera Dios —dijo Fitzurse a Bracy— que se reanime el valor del Príncipe, tan decaído, que sólo al oír el nombre de su hermano le ha acometido una fiebre!

XIV

El afán y esfuerzo penoso con que Waldemar Fitzurse trabajó para reunir a los partidarios del príncipe Juan sólo pueden compararse con la fatiga que cuesta a la araña reparar su tela cuando se han roto o desordenado sus hilos. Conocía Fitzurse que algunos de los adictos al Príncipe lo eran por inclinación, mas no por estimación personal, y por eso les recordaba las ventajas que habían logrado con la protección del Príncipe y les dejaba entrever un porvenir más lisonjero: ofrecía a los jóvenes libertinos completo desenfreno en los placeres, seducía a los ambiciosos con la esperanza de honores y dignidades, lisonjeaba a los avarientos con el goce de pingües dominios y riquezas, y, por último, ofrecía mayor gratificación a los jefes de las partidas mercenarias, que era para ellos el resorte más poderoso, y si bien distribuía profusamente promesas, daba poco dinero; pero nada olvidó de cuanto podía decidir los ánimos vacilantes.

Hablaba de la vuelta de Ricardo como de un suceso fuera de la probabilidad; mas observando por el semblante y la ambigüedad de las respuestas de los oyentes que su ánimo estaba temeroso de que se verificase, les dijo con la osadía más decidida que aun cuando Ricardo volviera no debía variarse el cálculo político, porque sería para enriquecer a sus cruzados hambrientos y miserables a costa de los que no le habían seguido a Tierra Santa, para exigir una cuenta terrible a los que durante su ausencia habían infringido las leyes del país o los privilegios de la Corona, para castigar a los templarios y a los hospitalarios por la preferencia que habían dado a Felipe de Francia durante la guerra Palestina, y, en fin, para tratar como rebeldes a todos los amigos y adictos al príncipe Juan.

—Si teméis el poder de Ric en el siglo del rey Arthur, en que un solo campeón desafiaba a todo un ejército. Si vuelve Ricardo volverá solo, porque sus valientes soldados han perecido en las llanuras de Palestina y los pocos que han escapado han vuelto como verdaderos mendigos cual Wilfrido de Ivanhoe y no pueden inspirar temor. Tampoco el derecho de primogenitura debe detener a los escrupulosos, porque no es más fuerte y sagrado en Ricardo para la corona de Inglaterra que lo era en el duque Roberto de Normandía, primogénito del Conquistador. Guillermo el Rojo y Enrique, sus hermanos menores, fueron sucesivamente preferidos a aquél por el voto de la nación; y esto teniendo Roberto todas las cualidades que pueden hacerse valer a favor del rey Ricardo, porque era valiente caballero, de gran talento, generoso con sus amigos y con la Iglesia, y también cruzado, como Ricardo, y había conquistado el Santo Sepulcro, y esto no obstante, murió ciego y preso en el castillo de Cardiff porque no quiso someterse a la voluntad del pueblo, que rehusaba reconocerle como rey. Además, tenemos el derecho de elegir entre la Familia Real el que sea más a propósito para sostener los intereses de la Nobleza. Bien puede ser que el príncipe Juan sea algo inferior a Ricardo, en las cualidades personales; pero si se reflexiona que Ricardo viene ansioso de venganza, al paso que el príncipe Juan nos ofrece privilegios, honores y riquezas, no puede ser dudoso el partido que se debe tomar.

Estos razonamientos y otros que empleaba el astuto consejero del príncipe Juan adaptándose al carácter y circunstancias particulares de los que le escuchaban, consiguieron al fin decidir a la mayor parte a reunirse en la asamblea que debía verificarse en Zoreck para deliberar y acordar los medios de colocar la corona en las sienes del hermano del rey legítimo.

Empezaba a anochecer cuando Fitzurse fatigado por los esfuerzos que había hecho, pero contento del resultado, llegara al castillo de Ashby; y encontrando a Bracy disfrazado en traje de arquero, le preguntó qué significaba aquel disfraz, que indicaba ocuparse de locuras en el momento crítico en que iba a decidirse el destino del príncipe Juan, en lugar de tratar de asegurar y afirmar, como él lo había hecho, el ánimo de los irresolutos y tímidos, a quienes el sólo nombre de Ricardo helaba la sangre en las venas.

—Pienso, Fitzurse, en mi negocio, como tú en el tuyo.

—¿Como yo en el mío? —dijo Fitzurse—. Yo sólo me he ocupado en los del príncipe Juan, nuestro señor común.

—¡Muy bien, Waldemar! Pero ¿cuál es el motivo de esa solicitud? Tu interés personal. ¡Vamos, vamos; sabes que ya nos conocemos! La ambición dirige todas tus acciones; las mías están sujetas a los placeres, y esto consiste en la diferencia de la edad. En cuanto al Príncipe, somos de una misma opinión. Los dos estamos persuadidos de que es muy flojo para ser un rey firme, muy déspota para ser buen rey, muy insolente y presuntuoso para ser amado, y, en fin, muy inconstante y muy tímido para conservar por largo tiempo la corona. Seguimos su partido porque sólo en el reinado de un príncipe como éste podemos hacer nuestra fortuna, y por eso le ayudamos: tú con tu política, y yo con mi compañía franca.

—Tengo en ti un auxiliar que promete mucho —dijo Fitzurse como incomodado—; un hombre que se dedica a hacer locuras en el momento más crítico. Y bien; ¿cuál es el motivo de ese disfraz en ocasión tan seria?

—Quiero —respondió Bracy con mucha calma— adquirir una mujer a la manera de la tribu de Benjamín.

—No te entiendo.

—¿No estabas presente ayer cuando, después de oír la canción de aquel trovador, nos refirió el prior Aymer que habiéndose suscitado en otro tiempo en Palestina cierta diferencia muy acalorada entre el jefe de la tribu de Benjamín y el resto del pueblo de Israel tomaron las armas, y en la batalla quedó destrozada toda la fuerza del jefe de la tribu de Benjamín, y el vencedor juró que a ninguno de los que se habían salvado del general destrozo les permitiría casarse con mujeres de su linaje, y los de la tribu de Benjamín, siguiendo el consejo de la Santa Sede, a la cual recurrieron sobre este negocio, dieron un convite magnífico, y en lo más alegre de la mesa arrebataron todas Las damas que se hallaban presentes, y se casaron con ellas sin pedir permiso a nadie?

—Hago memoria de eso, aunque me parece que tú o el Prior habéis hecho algunas variaciones; pero...

—Lo que te digo es que voy a proporcionarme una esposa a la manera que las tomó la tribu de Benjamín. Con este disfraz caeré sobre esa manada de sajones que vuelven del castillo, y robaré a la hermosa lady Rowena.

—¿Estás loco, Bracy? ¿Olvidas que esos sajones son f ricos, poderosos, y tanto más respetados por sus conciudadanos, cuanto que la riqueza y el poder son patrimonio de un reducido número de entre ellos?

—Tal vez ninguno se hallará con éstos, y completaré la grande obra de mi conquista.

—No es ahora oportuno pensar en eso, porque el momento crítico que se acerca hace indispensable que el príncipe Juan adquiera el partido del pueblo, y no podrá dispensarse de hacer justicia al que se la reclame.

—¡Bien; hágalo si se atreve! ¡Pronto verá la diferencia que hay entre la lanza de mi compañía y esa reunión confusa y desordenada de miserables sajones! Además, tú no sabes que toda la indignación de esta aventura ha de recaer precisamente sobre esas cuadrillas de salteadores que infestan los bosques del condado de York. Con este disfraz parezco uno de ellos; sé que dormirán esta noche en el convento de San Wittold... ¡Wittold! No sé si este zafio santo sajón está al lado de Burton-onTren. Por La mañana caeremos sobre ellos como el halcón sobre su presa, y presentándome como un verdadero caballero desempeñaré este papel, arrancando de entre sus manos a lady Rowena, La llevaré al castillo de "Frente de buey" o a Normandía, y no volverá al seno de su familia sino después que sea esposa o dama de Mauricio de Bracy.

—¡Admirable y sabio plan! Dudo que sea enteramente formado por ti. ¡Vamos; con franqueza! ¿Quién te lo ha sugerido y te auxiliará para llevarle a cabo? Con tu compañía no puede ser, porque está en York.

—Te lo diré todo. El templario Brian de Bois-Guilbert ha trazado el plan sobre la aventura de la tribu de Benjamín. Él debe auxiliarme poniéndose a la cabeza de su gente, que harán el papel de salteadores, y yo arrebataré de sus manos la dama luego que haya mudado de traje.

—¡Bravo plan; digno por cierto de tu talento y del de tu compañero! Tu imprudencia, Bracy, al confiar la dama en las manos del templario me admira. No dudo que logres arrebatarla de los sajones; pero será muy difícil que la arranques de las uñas de Bois-Guilbert porque es un halcón muy diestro en agarrar su presa y no la dejará escapar a dos tirones.

 

—No puede ser rival mío; los estatutos de la Orden que profesa no le permiten casarse con lady Rowena. Podría tener acaso ideas ilegítimas acerca de esa dama; pero en todo caso, aun cuando valiera él solo tanto como un capítulo de su Orden, no se atrevería a hacerme tamaño insulto.

—Ya que no puedo apartarte, Bracy, de esa locura en que te veo obstinado, haz lo que gustes; pero a lo menos que no haya tanta prisa en ejecutarla, porque es mal elegido el momento.

—Es negocio de pocas horas, Fitzurse. Pasado mañana me veréis en York a la cabeza de mi compañía, pronto a ejecutar cuanto os sugiera vuestra política. ¡Adiós, que me aguardan mis camaradas, y voy a conquistar como buen caballero una bella!

—¡Como buen caballero! —repitió Waldemar viéndole partir—. ¡Como loco rematado diría mejor, o como niño que descuida lo más serio para correr tras una mariposa! ¡Y son éstos los agentes de que he de servirme para llevar a cabo los planes de anti política! ¿Y en beneficio de quién? ¡De un príncipe tan imprudente como impetuoso, que, probablemente, será tan ingrato rey como ha sido hijo rebelde y es hermano desleal! ¡Pero también tengo que manejarle como a los otros; y por orgulloso que sea, si presume separar sus intereses de los míos, pronto sabrá lo que le aguarda!

Las meditaciones del político Fitzurse fueron interrumpidas por la voz del Príncipe, que le llamaba desde su cámara. El presunto canciller de Inglaterra, porque tal era el alto puesto a que el orgulloso normando aspiraba, acudió gorra en mano y a toda prisa a recibir las órdenes de su futuro monarca.

El curioso lector no puede haber olvidado que el éxito del torneo se debió al oportuno socorro de un caballero desconocido, al cual dieron los espectadores el nombre del Negro ocioso, por alusión a su armadura y a la conducta pasiva e indiferente que había observado. Aquel caballero salió de repente del campo inmediatamente después de la victoria; y cuando fue llamado para recibir el galardón que su valor merecía nadie pudo descubrir su paradero. En tanto que le emplazaban los heraldos y las trompetas, el caballero se había internado en los bosques hacia el Norte de la ciudad de Ashby, evitando los caminos frecuentados y tomando los atajos y las veredas más cortas. Pasó la noche en una mala venta donde se reunieron algunos viajeros, entre ellos un trovador que le llevó las últimas noticias del torneo.

A la mañana siguiente salió temprano, con ánimo de hacer una larga jornada: su caballo no necesitaba de mucho reposo, porque, como ya hemos visto, no había trabajado con exceso durante la batalla. Sin embargo, no pudo realizar su designio, por haberse extraviado más de una vez en los tortuosos laberintos de la selva; de modo que al anochecer se encontró en la frontera occidental del condado de York. Ya a la sazón estaban harto molidos jinete y caballo, y fue preciso pensar seriamente en buscar algún albergue donde pasar la noche que a toda prisa se acercaba.

El sitio en que el viajero se hallaba cuando le asaltaron estas reflexiones no era el más propio para el logro de los fines que deseaba; y ya vio que no le quedaba otro recurso que el de los caballeros andantes, los cuales en semejantes ocasiones dejan pastar al caballo la menuda hierba y se echan debajo de una encina a meditar a sus anchas en la dama de sus pensamientos. Pero el Ocioso no tenía siquiera este recurso de que echar mano: tan insensible al amor como indiferente había parecido en los combates, no podía darse a reflexiones melancólicas sobre la crueldad de alguna princesa empedernida y sorda a sus ayes. El amor, por consiguiente, no podía satisfacer su apetito, ni aliviar su cansancio, ni suplir la falta de cama y cena. Vióse con harta pesadumbre en medio de ásperas malezas en que sólo se distinguían estrechísimas veredas, formadas, sin duda, por los numerosos rebaños que pastaban por aquellos bosques, por las liebres y venados que los habitaban y por los cazadores que los perseguían.

XV

El sol, que hasta entonces había dirigido en su rumbo al caballero, acababa de ocultarse detrás de las colinas de la izquierda, y en aquellas circunstancias cada paso que diera podía extraviarle más y más en la espesura. En vano procuró dirigirse por los sitios menos quebrados creyendo que de este modo llegaría al rancho de algún pastor o a la choza de algún guardabosque; pero viendo que nada favorable resultaba de sus diversas tentativas, resolvió entregarse al instinto de su caballo porque la experiencia le había demostrado la admirable sagacidad con que estos animales sacan a los viajeros de tan incómodos apuros.

El corcel empezaba ya a sentir la fatiga de tan larga jornada y el peso de un jinete que llevaba encima algunas libras de hierro; mas apenas conoció por la flojedad de las riendas los designios de su amo, cobró nueva fuerza y vigor, y en lugar del mal humor y del áspero gruñido con que hasta entonces había respondido a la espuela, envanecido con la confianza que se le dispensaba, enderezó las orejas y apretó el paso con indicios de satisfacción y seguridad. Tomó al principio una dirección contraria a la que el jinete había seguido hasta entonces; mas éste no quiso oponerse a lo que su instinto le dictaba.

El éxito justificó sus esperanzas, porque a poco trecho se presentó un sendero algo más ancho y hollado que los anteriores, y no tardó en oírse el sonido de una campana, lo cual indicaba la proximidad de alguna ermita o capilla.

En efecto; llegó muy en breve a un espacio cubierto de menudo césped, en cuya extremidad y al pie de una suave elevación se alzaba una roca solitaria y escabrosa. Ceñíanla por un lado frondosas colgaduras de hiedra, y por otros enmarañados grupos de encinas y matorrales, cuyas raíces, buscando la humedad de un profundo barranco, pendían desnudas al borde del precipicio, como la pluma del crestón de un guerrero que engalana lo que despierta ideas de destrucción y de peligro. En uno de los senos del risco se distinguía tosca y grosera cabaña apoyada en aquel muro natural y construida con los troncos que la selva vecina suministraba, unidos con pegotes de musgo y greda. Un retoño de encina despojado de sus ramas con otro pedazo de madera atado hacia su extremidad superior adornaba la entrada sirviendo de rústico emblema de la Santa Cruz. A poca distancia y a la mano derecha de la choza, se veía salir de la roca un manantial de agua cristalina que caía en una excavación labrada en la piedra viva, aunque sin gran artificio ni primor. Desprendíase de ella y corría por el cauce que con su mismo impulso había formado, y atravesando en tortuosos giros la llanura se perdía entre las frondosidades del bosque.

Alzábanse junto a la fuente las ruinas de una humilde capilla cuyo techo había desaparecido en parte. Nunca tuvo en sus mejores tiempos aquel edificio más de dieciséis pies de largo y doce de ancho: el techo era proporcionalmente bajo, y se apoyaba en cuatro arcos céntricos que arrancaban de los cuatro ángulos, sostenido cada uno en una corta y gruesa pilastra. Dos de estos arcos existían aún, pero sin la bóveda que habían sostenido; la de los otros dos se conservaba entera. La entrada de aquel antiguo santuario era un corredor estrecho y abovedado con algunas molduras como las que se ven todavía en los antiguos edificios sajones. Cuatro pilares de reducida elevación formaban el campanario que se erguía sobre el pórtico, y de él colgaba la verdosa y enmohecida campana cuyos ecos hirieron poco antes los oídos del caballero de la negra armadura.