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100 Clásicos de la Literatura

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Al oír esto Gurth hizo un gesto como acostumbrado cuanto quería sonreírse, diciendo al judío que le quedaba otro tanto como lo que acababa de contar con tanta escrupulosidad; y tomando el papel de solvencia dijo a Isaac:

—Si éste no está en debida forma, vos responderéis.

Seguidamente tomó la botella, llenó por tercera vez un cubilete sin esperar que le convidaran, y habiéndolo apurado se marchó sin despedirse.

—¡Rebeca —dijo Isaac—, este israelita me parece un poco desvergonzado! Su amo es muy buen caballero, y estoy muy alegre de que haya ganado tanto en ese torneo, gracias a su caballo, a su armadura y a la fuerza de su brazo, capaz de batirse con el de Goliat.

Viendo que Rebeca no le respondía se volvió, y observó que había desaparecido en tanto que hablaba con Gurth.

Ya éste había bajado la escalera, y al llegar a una antecámara poco iluminada, mientras buscaba la puerta, vio una mujer vestida de blanco y con una lámpara de plata en la mano que le hacía señas para que la siguiese a un cuarto, cuya puerta ella misma acababa de entreabrir.

Gurth sentía alguna repugnancia en seguirla, pues aunque atrevido e impetuoso como el jabalí ante el peligro, estaba preocupado con las supersticiones que alimentan los sajones con respeto a espectros, fantasmas y apariciones, y aquella mujer vestida de blanco era para él objeto de inquietud en la casa de un judío cuya raza, por una preocupación general, está notada entre otras costumbres de ser muy afecta a la cábala y a la nigromancia; pero a pesar de todo, después de un momento de duda siguió a su conductora a un cuarto donde estaba Rebeca.

—Mi padre —le dijo— ha querido chancearse conmigo. Debe a tu amo diez veces más que el precio de su armadura ¿Cuánto dinero has dado a mi padre?

—Ochenta cequíes —respondió Gurth, sorprendido de la pregunta.

—Ciento contiene este bolsillo —replicó Rebeca—. Tómalo, vuelve a tu amo lo que le corresponde, y guarda para ti lo sobrante. ¡Date prisa a marchar! No pierdas el tiempo en darme gracias, y ve con mucho cuidado al atravesar la ciudad, no sea que te quiten el dinero y la vida. ¡Rubén, alumbra a ese forastero, y cuida de dejar bien cerrada la puerta cuando salga!

Rubén, israelita de barba y cejas negras, obedeció a su ama. Llevando una bujía en la mano condujo a Gurth hasta la puerta de la casa, cerrándola Enseguida con cadenas y cerrojos que podían muy bien servir para una cárcel.

—¡Por San Dustán! —dijo Gurth al salir—. ¡Esta joven no es una judía: es un ángel que ha bajado del Cielo! ¡Diez cequíes de mi amo generoso, y veinte de esta perla de Sión! ¡Dichosa jornada! ¡Ah Gurth, te verás en estado de recobrar tu libertad pagando el rescate, y serás tan libre en tus acciones como otro cualquiera! ¡Vamos; despidámonos de los marranos! ¡Pun! ¡Arrojo mi corneta y mi garrote de porquero, tomo la espada y el escudo, y sigo a mi joven amo hasta la muerte, sin ocultar mi nombre y mi rostro!

XI

No habían llegado a su término las aventuras nocturnas de Gurth él mismo empezaba a tener un poco de aprensión cuando, después de haber atravesado la ciudad de Ashby y pasado cerca de unos caseríos, se halló en un camino abierto entre dos alturas cubiertas de avellanos y bogues mezclados con algunos robles que extendían sus ramas por la huella que Gurth seguía. Por otra parte, era muy escabroso el camino y estaba lleno de carriles hondos por los carruajes de toda especie que recientemente habían transitado por él conduciendo los materiales necesarios para la construcción de las galerías alrededor de la liza del torneo. Además, estaba muy oscura la ruta, porque los árboles ofuscaban la poca claridad que podía dar la Luna.

Se oía a lo lejos el ruido de las diversiones de la ciudad: cantos alegres, carcajadas, el sonido de los instrumentos; todo lo cual recordando a Gurth la multitud de militares y personas de todas clases que se hallaban entonces en Ashby, le tenía con bastante inquietud.

—¡Razón tenía la judía, por el Cielo y por San Dustán! ¡A fe mía que quisiera que mi persona y mi tesoro estuvieran ya en seguridad bajo la tienda de mi amo! ¡Hay aquí tantos, no diré ladrones, pero caballeros, escuderos errantes, menestrales, juglares, arqueros y otros vagos, que el hombre que lleve un peso duro en bolsillo no puede estar sosegado! ¡Con cuánta más razón yo, que llevo una carga de cequíes! ¡Ya quisiera haber llegado al término de este camino infernal para percibir con tiempo a los emisarios de San Nicolás antes de que se me echen encima!

Y con esta razón apresuraba Gurth el paso para llegar al llano a que conducía aquel camino escabroso. En el paraje donde el bosque que cubría las dos columnas era más espeso, avanzaron hacia él cuatro hombres, dos a cada lado del camino, y le sujetaron de tal modo, que hubiera sido inútil toda resistencia, aun cuando fuera posible.

—¡La bolsa! —le dijo uno de ellos—. Nosotros somos muy serviciales: aligeramos de la carga a los caminantes para que no les incomode en la marcha.

—No me despojaréis tan fácilmente si me dejáis defenderme —dijo Gurth, a quien ningún peligro imponía silencio.

—¡Ahora lo veremos! —replicó el ladrón—¡No hay cosa más fácil que verte robado y molido a palos! ¡Que le lleven —dijo a sus compañeros— a lo intrincado del bosque!

Y poniendo inmediatamente en ejecución esta orden, se vio Gurth precisado a repechar la altura del lado izquierdo del camino, y se halló en un pequeño bosque que se extendía hasta el llano. Aquí le hicieron marchar de grado o por fuerza hasta lo más espeso, donde había una especie de claridad, a medio alumbrar por la Luna, y allí hicieron alto; se unieron a los cuatro bandidos otros dos enmascarados, circunstancia que observó Gurth, y no le hubiera dejado duda del modo de vivir de aquella gente, si hubiese recordado del modo que le detuvieron.

—¿Cuánto dinero tenéis? —le preguntó uno de los que se habían unido con los cuatro primeros.

—Treinta cequíes me pertenecen —respondió con mucha resolución.

—¡Mentira, mentira! —gritaron los ladrones—. Un sajón con treinta cequíes no saldría de la ciudad sin estar borracho. ¡Imposible! ¡Se le debe confiscar lo que lleva!

—Los conservo para comprar mi libertad —replicó Gurth. —¡Eres un asno! —replicó uno de los ladrones—. Tres cuartillos de cerveza bien cargada te hubieran hecho tan libre o más que tu amo, aunque sea sajón, como tú.

—Eso es una triste verdad —dijo Gurth—; pero si treinta cequíes son bastantes para contentaros, soltadme y al instante os los daré.

—¡Un momento! —dijo uno de los dos que habían llegado últimamente, y que parecía tener autoridad sobre los otros—. El talego que llevas debajo del capote tiene más dinero que lo que has dicho.

—Pertenece a un caballero muy valiente —respondió Hurta—, de quien no os hablaría si os hubierais contactado con mis treinta cequíes.

—¡Eres un buen mozo a fe mía! Aunque somos tan afectos a San Nicolás, puedes salvar tus treinta cequíes, si quieres ser franco y sincero con nosotros. Pero entretanto desembarázate del peso que te fatiga.

Al mismo tiempo le cogió un talego de cuero en el cual estaban el bolsillo de Rebeca y ce resto de los cequíes que llevaba; y continuando su interrogatorio.

—¿Quién es tu amo? —le pregunto:

—El caballero desheredado, cuya valiente lanza ha ganado hoy el premio.

—¿Cuál es su nombre y su familia?

—No quiere que se sepa, y no os lo diré.

—¿Y tú, como te llamas?

—Si os dijera mi nombre, sería lo mismo que deciros el de mi amo.

—¡Eres un fiel criado! Pero este dinero, ¿por qué pertenece a tu amo? ¿Es por herencia o por cual título?

—Por el derecho que le ha dado su valiente lanza. Este talego contiene el precio del rescate de cuatro hermosos caballos y otras tantas hermosas armaduras.

—Y bien; ¿cuánto dinero tiene el talego?

—Doscientos treinta cequíes de mi amo y los treinta míos.

—¿No más? ¡Ha sido tu amo muy generoso con los vencidos! ¡Se han rescatado a buen precio! Nómbrame los que han pagado este rescate.

Gurth obedeció.

—Pero nada me hablas del templario —replico el jefe de los bandidos—. Ya ves que no puedes engañarme. ¿Qué rescate ha pagado sir Brian de Bois-Guilbert?

—Ninguno ha querido de él mi amo; solo quiere su sangre. Existe entre los dos un odio mortal, y entre ellos no puede haber relación alguna de cortesía.

—Sí —dijo el jefe; y después de un momento de reflexión—: ¿Por qué casualidad te has hallado en Ashby con una cantidad tan considerable?

—Iba a pagar al judío Isaac de York el precio de una armadura que había prestado a mi amo para el torneo.

—¿Y cuánto le has pagado? Si se ha de juzgar por el peso, este talego contiene la suma entera.

—Le pagué ochenta cequíes, y él me ha hecho reembolsar ciento.

—¡Imposible! ¡Imposible! —gritaron todos los bandidos a un tiempo—. ¿Cómo te atreves a querer engañarnos con embustes tan inverosímiles?

—Tanta verdad es —replicó Gurth— lo que os he dicho, como lo es que podéis ver la Luna: hallaréis los cien cequíes en una bolsa de seda aparte del resto del dinero.

—Ten presente que hablas de un judío, de un israelita, tan incapaz de soltar el oro que una vez ha tocado, como lo son las arenas del desierto de devolver el agua que ha derramado en ellas el viajero.

—Un judío —dijo otro— no conoce la piedad más que un alguacil a quien no se ha gratificado.

—Lo que os digo es una verdad —replicó Gurth.

—Que enciendan una tea —dijo el jefe—; quiero reconocer esta bolsa. Si este gracioso no nos engaña, la generosidad de este judío es tan gran milagro como haber brotado un manantial del centro de un peñasco para sus antepasados.

 

Se encendió la tea, y en tanto que el jefe desataba la bolsa para examinarla, los otros le rodearon; y los que tenían sujeto a Gurt por los brazos, participando de la curiosidad de los demás, alargaban el pescuezo para ver el oro. Sintiéndose Gurth menos sujeto aprovechó el descuido para recobrar la libertad con un movimiento repentino, y se hubiera escapado si hubiese renunciado a la resolución decidida de salvar el dinero de su amo. Pero, no obstante, arrancó a un bandido su garrote y le descargó sobre el jefe, al cual, como no esperaba el golpe, se le cayó la bolsa, y cuando iba Gurth a cogerla le oprimieron y sujetaron más que antes.

—¡Necio! —le dijo el jefe—. Si hubieras dado con otro, ya estaría castigada tu insolencia; pero dentro de muy poco sabrás tu suerte. Ahora vamos a tratar de tu amo, pues muy puesto en razón tratar sus negocios antes que del tuyo, según todas las reglas de la Caballería. No te muevas en tanto, porque si haces el menor movimiento no podrás dar un paso. Camaradas —dijo—, esta bolsa está bordada con caracteres hebreos; contiene cien piezas y todo persuade de que éste no nos engaña. No debemos exigir el oro de su amo, porque tiene bastante semejanza con nosotros; y es sabido que los perros no atacan a los perros ínterin hay lobos y zorros en los bosques.

—¿Se nos parece?—dijo uno de los bandidos—. Quisiera saber en qué.

—¿En qué? —replicó el jefe—. ¿No es pobre y desheredado como nosotros? ¿No ha batido a "Frente de Buey" y a Malvoisin, como hubiéramos hecho nosotros si nos hubiésemos hallado en el caso? ¿No es enemigo mortal de Brian de Bois-Guilbert, como lo somos nosotros? Y además, ¿te parece que nosotros tengamos menos conciencia que un infiel, que un perro judío?

—¡No, no! —replicó el mismo bandido—. Sin embargo que no teníamos conciencia tan delicada cuando servíamos en la cuadrilla del viejo Gandelyn. Pero ¿se irá este insolente paisano sin que le hayamos siquiera arañado?

—Eso depende de ti —replicó el jefe—. Vamos, gracioso; acércate. ¿Sabes manejar el palo?

—¡Me parece que os he dado una buena prueba de que sé manejarlo!

—¡Cierto! Te confieso que aplicaste bien el golpe. Ea, pues; dale otro como aquél a este valiente, y marcharás libre de toda molestia, no obstante que eres tan fiel a tu amo, que me parece que en todo caso, seré yo quien pague tu rescate. Vamos, Miller; toma tu garrote, y trata de defenderte y de atacar: tú deja a ese mozo en libertad; y dadle un palo. Ya hay bastante luz para este combate.

Los dos combatientes, armados cada uno con un palo igual en largo y grueso, avanzaron al medio del llano algo claro para tener más libertad en sus movimientos y aprovecharse de la claridad de la Luna. Los demás bandidos los rodearon riendo y gritando a su camarada:

—¡Cuidado; no pagues tú el tributo de pasaje!

Este, tomando su palo por el nudo, le hacía revolotear sobre la cabeza remedando el juego del molino que hacen los franceses, queriendo engañar a Gurth.

—¡Avanza —le decía—; avanza, y probarás el pulso de mis puños!

—Si tú eres molinero de profesión —respondió Gurth—, eres por dos razones ladrón; pero verás que no te temo.

Y al mismo tiempo se puso a jugar el garrote de dos puntas, con tanta destreza como su competidor.

Se atacaron entonces los dos, y por espacio de algunos minutos mostraron igual valor, fuerza y pericia, tirando y parando los golpes con tanta celeridad como destreza; y era tal el ruido que hacían los palos redoblados con los golpes que se tiraban, que a alguna distancia se hubiera creído que eran seis combatientes de cada lado.

Otras lides menos obstinadas y no tan peligrosas han merecido ser celebradas en verso heroico, pero la de Gurth y el molinero no ha tenido igual fortuna. Entretanto, aunque los combates con garrotes de dos puntas no estén en uso, haremos cuanto nos sea posible para hacer justicia en humilde prosa a estos bizarros combatientes.

Se batieron mucho tiempo sin que se apreciara ventaja alguna por una ni por otra parte. El molinero empezaba a irritarse del firme brazo y del valor de su competidor, y aún más de oír las risas de sus camaradas, que observaban la inutilidad de sus esfuerzos, como suele suceder en tales casos. Este género de impaciencia no favorece en combates de esta clase, pues requieren mucha serenidad, y ésta fue la que le dio a Gurth, que poseía un carácter firme y resuelto, los medios de vencer que aprovechó con mucha prudencia.

El molinero atacaba con una impetuosidad furiosa: los k dos extremos de su garrote golpeaban sin cesar y estrechaban rápidamente a su enemigo. Este, haciendo el molinete con velocidad, se cubría la cabeza y el cuerpo, paraba los golpes y estaba con firmeza a la defensiva, dando alguna vez un paso atrás, pero siempre tenía fija la vista y la atención en su adversario, hasta que, notándole muy fatigado, le tiró un golpe con la mano derecha hacia la cabeza, y en tanto el molinero quiso pararle, agarrando su rejón velozmente con la otra mano, le dirigió un golpe tan terrible por el costado derecho, que le echó a tierra.

—¡Victoria! ¡Victoria! —gritaron los bandidos—. ¡Bravamente se ha peleado! ¡Viva la vieja Inglaterra! ¡El sajón ha salvado su dinero y su pellejo! ¡El molinero se ha encontrado con la horma de su zapato!

—Puedes marchar ya, valiente mozo —le dijo el jefe, uniendo su voto a la aclamación de otros cinco—. Haré que te conduzcan dos de mis camaradas hasta que llegues a dar vista a la tienda de tu amo, no sea que encuentres en el camino algunos paseantes nocturnos cuya conciencia no sea tan escrupulosa como la nuestra; porque en noches como ésta, no faltan emboscados. —Pero arrugando las cejas añadió—: Acuérdate de que no has querido decirnos tu nombre. ¡Guárdate, pues de querer saber los nuestros y de averiguar quiénes somos, ten muy presente esta advertencia si quieres evitarte una desgracia!

Recibió Gurth su apreciable talego de manos del capitán, y le dio mil gracias; asegurándole que no olvidaría sus advertencias. Dos de los bandidos se armaron con sus garrotes y le acompañaron; haciéndole atravesar el bosque por una senda muy obstruida con ramas, y que dada mil vueltas y revueltas. Al salir de aquella senda se hallaron con dos hombres que les salieron al encuentro; pero la escolta de Gurth les habló al oído, y se retiraron al instante. Entonces conoció Gurth cuán conveniente había sido la precaución del jefe, y de aquí infirió que era numerosa la cuadrilla y que tenía bien guarnecido el sitio de su reunión.

Llegaron a campo raso; pero Gurth desconocía el camino, pues no era el mismo que había llevado. Sus dos guías le acompañaron hasta una pequeña altura desde la cual, a favor de la luna, podían distinguir el sitio del torneo, las tiendas colocadas a cada lado, los pabellones que las adornaban movidos por el viento, y se oía también el canto de los centinelas, con el cual procuraban pasar alegremente el tiempo de su vigilancia.

En aquel sitio se despidieron de Gurth los guías, diciéndole que no podían pasar más adelante, y reiterándole que no olvidara los consejos que le habían dado y que guardara el secreto sobre todo lo ocurrido en la noche pasada, si quería evitarse una desgracia que le sería inevitable en otro caso, y de la cual no estaría seguro ni aún en la Torre de Londres.

—¡Muchísimas gracias, bravos compañeros! —dijo Gurth—. No soy un imprudente, y me lisonjeo de poder deciros, sin ofenderos, que os deseo por gratitud una vida más honrada y menos peligrosa.

Dicho esto se despidieron: los bandidos se volvieron por el mismo camino que habían llevado, y Gurth se dirigió a la tienda de su amo, al cual refirió su aventura nocturna, a pesar del silencio que tanto le habían recomendado.

El caballero desheredado se quedó sorprendido de la generosidad de Rebeca, y también de la de los bandidos, tan extraña como impropia de su profesión, que suscitó en su ánimo varias reflexiones, interrumpidas por la necesidad de reponerse de las fatigas del torneo y recobrar nuevas fuerzas para la mañana siguiente.

El caballero se echó sobre una rica cama que habían preparado, y el fiel Gurth, tendiéndose en el suelo cubierto con una piel de oso, se colocó al través de la tienda, de manera que nadie pudiera entrar sin despertarle.

XII

Amaneció el día plácido y sereno, y se veía en la llanura la agitación y prisa con que los espectadores buscaban los mejores sitios para disfrutar del. torneo. Se presentaron los mariscales al momento, acompañados por los heraldos, para anotar el nombre de los caballeros que se presentaran a tomar parte en la lid y saber bajo qué bandera querían combatir; precaución indispensable a fin de establecer la posible igualdad entre los dos bandos combatientes.

Era práctica corriente que el vencedor en el último torneo fuera jefe de uno de los bandos, y, de consiguiente, fue elegido para mandar uno de ellos el caballero Desheredado; para el otro lo fue Brian de Bois-Guilbert, por haber llevado mayor prez en el torneo después del caballero desheredado.

Al lado de Brian se colocaron todos los que el día anterior habían combatido con él, a excepción de Ralfo de Vipont, a quien la caída que sufrió no le permitía vestir armadura. Concurrieron además otros muchos caballeros para combatir en cualquier bando, porque aunque un torneo general en que todos los caballeros pelean a un tiempo ofrece más peligros que un combate singular, generalmente lo preferían al otro.

Ya se habían inscrito cerca de cincuenta caballeros para entrar en la arena, cuando declararon los mariscales que no se admitían más con mucho disgusto de los que llegaron tarde.

A las dos ya estaba cubierto de espectadores y de damas a pie o a caballo, y luego se oyó el ruido de trompetas que anunciaban la llegada del príncipe Juan y su comitiva, rodeado por la mayor parte de los caballeros que se preparaban a entrar en el combate y por los que no trataban de tomar parte en él.

Llegó al momento Cedric el Sajón con lady Rowena, sin la compañía de Athelstane, el cual, para poder colocarse entre los combatientes, se vistió una armadura y se colocó al lado del caballero del Temple, cosa que extrañó mucho Cedric. Cuantas reflexiones le hizo éste sobre la elección de jefe fueron inútiles, pues sólo le dio respuestas evasivas propias del que se obstina en llevar a cabo lo que una vez ha resuelto, aunque no pueda alegar razón que la justifique. Sin embargo, Athelstane tenía una para colocarse al lado de Brian de BóisGuilbert; pero tuvo la prudencia de no revelarla, y aunque su carácter apático no le permitía hacer los obsequios y galanterías propias para obtener la gracia de lady Rowena, se engañaba ésta en creer que era insensible a sus gracias encantadoras; y, por otra parte, consideraba su enlace como un negocio irrevocablemente decidido, pues tenía el consentimiento de Cedric y el de los amigos que había consultado lady Rowena. Por eso le costaba mucho no dejar asomar alguna señal de su descontento cuando vio la víspera que el vencedor del torneo proclamó a lady Rowena reina de la hermosura y de los amores, y para castigarle por haber distinguido a la dama cuya mano ambicionaba, engreído con las lisonjas de los aduladores, creía poder esperar más que otro obtener el triunfo en el torneo, y había resuelto, no sólo privar del auxilio de su poderoso brazo al caballero Desheredado, sino hacerle sentir, si la ocasión se presentaba, el contundente peso de su hacha de armas.

Bracy y otros caballeros de la comitiva del príncipe Juan se habían inscrito en el bando contrario obedeciendo las órdenes de su príncipe, porque éste nada quiso omitir para asegurar la victoria al bando de Brian de Bois-Guilbert, y otros muchos caballeros, así normandos como ingleses, se declararon contra aquéllos con tanto más interés, cuanto que estaban muy orgullosos con tener por jefe un caballero tan valiente como el Desheredado.

Inmediatamente llegó la que debía ser reina aquel día, el Príncipe Juan, que lo observó, salió a su encuentro con las maneras más cultas de cortesía que usaba tan oportunamente cuando quería, y levantando la rica toca que cubría la cabeza de la reina, se apeó del caballo y presentó la mano a lady Rowena para que bajase de su palafrén, en tanto que los principales señores de su corte se acercaban a la dama con la cabeza descubierta como el Príncipe.

—Somos los primeros —dijo éste— en dar ejemplo del respeto que debe tributarse a la reina de la hermosura y de los amores, y nos apresuramos a servirle de escolta hasta el trono que hoy debe ocupar. Vosotras, señoras —añadió—, acompañad a vuestra reina y rendirle los honores y obsequios que, sin duda, os tributarán algún día.

 

Y diciendo esto condujo el Príncipe a Lady Rowena al sitio de honor que le estaba destinado enfrente del trono del Príncipe, en tanto que las damas más celebradas por su hermosura y por su cuna se apresuraban a colocarse en la mayor proximidad posible a su reina.

Apenas se había sentado lady Rowena, se oyeron voces y aclamaciones de la multitud. El sol brillaba en todo su esplendor; sus rayos se reflejaban en las brillantes armaduras de los caballeros que, colocados a las dos extremidades de la liza, rodeaban a sus jefes respectivos y se ponían de acuerdo sobre el modo de disponer su línea de batalla y de sostener los ataques de los adversarios.

Ya los heraldos imponían silencio para que se oyesen las reglas del torneo, concebidas de manera que disminuían cuanto era posible los peligros del combate, lo cual era tanto más necesario, cuanto que se había de hacer uso de espadas y de lanzas afiladas.

Según estas leyes, podía un caballero servirse, si quería, de maza o de hacha de armas; pero nunca de daga o puñal, armas que se prohibían formalmente.

El caballero que perdía la silla podía renovar a pie el combate, con otro que se hallara en el mismo caso; pero ningún caballero montado podría entonces atacarle. Cuando un caballero rechazara y llevara a su contrario a la extremidad de la liza hasta tocar la empalizada, no podía dirigirle la punta de la espada al pecho, y sólo le sería permitido tocarle de plano con la hoja: éste estaba obligado a confesarse vencido, sin poder volver a tomar parte en el combate, y su armadura y caballo eran trofeo del vencedor. Si un caballero fuese derribado y quedara sin poder levantarse, podría su escudero o un paje entrar en la liza y sacar del recinto al caballero; en tal caso se le declaraba vencido, con pérdida del caballo y de las armas. El combate cesaría tan luego como el Príncipe tirase a la liza el bastón de mando; precaución usada para impedir la efusión de sangre cuando el combate se prolongaba.

El caballero que violara estas leyes o faltase a las de Caballería en cualquier modo, podría ser despojado de sus armas y obligado a sentarse en la barra de la empalizada para ser objeto de las burlas de los espectadores en castigo de su desleal conducta. Concluida la publicación de estas leyes terminaron sus funciones los heraldos exhortando a todos los buenos caballeros a cumplir su deber y merecer el favor de la reina de la hermosura y de los amores: hecho esto, se retiraron y se colocaron en su puesto. Los caballeros de cada bando se adelantaron al paso de un lado al otro de la liza, y el jefe de cada bando debía estar en el centro de la primera fila después de haber revistado sus tropas y señalado al caballero el lugar que debía ocupar.

Era un espectáculo imponente y terrible ver tantos guerreros valientes vestidos con ricas armaduras, montados en hermosos y generosos caballos, prepararse a un combate mortal a veces, esperando la señal de ataque con tanta ansia como sus caballos, que mostraban impaciencia relinchando y escarbando con furor la tierra; brillaban las puntas de sus lanzas, y las banderolas que las adornaban ondeaban bajo los penachos que hacían sombra a los cascos, permaneciendo en esta posición hasta que los mariscales del torneo hubieron recorrido las filas con la mayor atención y asegurándose de que era igual en ambos partidos el número de combatientes. Enseguida se retiraron de la arena, y William de Wyvil gritó fuertemente:

—¡Partid!

Al mismo tiempo se oyeron los clarines, los caballeros bajaron las lanzas, las pusieron en ristre, y dieron de espuela a sus caballos. Las primeras filas de los dos partidos se lanzaron al galope una con otra, y fue tan terrible el choque, que se oyó el ruido a más de una milla de distancia. Por algunos instantes no pudieron los espectadores conocer el resultado, por la gran polvareda que levantaron los caballos, y que tardó en disiparse. Entonces vieron que de cada bando quedaron desarmados la mitad de los caballeros, vencidos unos por la habilidad y la destreza, y otros por la fuerza: unos en tierra, y otros en un estado tan deplorable, que era muy dudoso que pudieran levantarse; algunos a pie estrechaban a sus contrarios, que se hallaban también desmontados, entretanto que otros dos o tres, heridos gravemente, se cubrían con las bandas las heridas y se apartaban con trabajo del combate. Los caballeros que habían sostenido el choque sin perder la silla, cuyas lanzas se habían hecho pedazos, tiraron de la espada, y gritando fuertemente atacaban y estrechaban a sus contrarios con el mismo furor que si el honor y la vida dependiesen del éxito de la lucha.

Crecía la confusión, y al mismo tiempo salió de cada bando la segunda fila que servía de reserva, y se arrojó en medio de la pelea gritando la tropa de Brian de Bois-Guilbert:

—¡Ah! ¡La bien parecida, la bien parecida! ¡Por el Temple, por el Temple!

Y sus contrarios respondían:

—¡El Desheredado! ¡El Desheredado!, —que era el grito de guerra que tenían por divisa y que estaba grabado en el escudo de su jefe.

La victoria estaba indecisa entre los partidos, animados de un mismo grado de entusiasmo, no siendo posible presagiar cuál obtendría el laurel. El ruido de las armas y los gritos de los caballeros, mezclados con los de las trompetas, sofocaban los gemidos de los que sucumbían y caían sin sentido a los pies de los caballos. El brillo con que antes lucían las armas estaba obscurecido con la sangre y el polvo, y se hacían pedazos por los golpes reiterados de las hachas de armas; los penachos blancos de los cascos ondeaban por todas partes cual si fueran copos de nieve había ya desaparecido cuanto hay de brillante y delicioso en la Caballería, y todo lo que se veía entonces inspiraba terror o piedad; pero, sin embargo, la fuerza de la costumbre hacía que no sólo la gente vulgar, que naturalmente se complace en las escenas feroces, sino que también el bello sexo, que ocupaba las galerías, aunque algo conmovido, no apartara la vista de un espectáculo tan terrible. Se veía, en verdad, alguna vez que en la púrpura de las mejillas asomaba la palidez; se oía algún suspiro si un amante, un hermano o un esposo recibían una herida o caían a tierra; pero, en lo general, las damas animaban a los combatientes, no sólo con palmadas, sino gritando: ¡Brava lanza, buena espada!, cuando cualquier caballero se distinguía por un rasgo de valor o de osadía. Puede muy bien graduarse el interés que tomaría el sexo varonil en estos casos, cuando el débil estaba tan animado. Los hombres hacían conocer su interés con las aclamaciones más estrepitosas cuando la fortuna favorecía a su partido, y tenían tan fija la vista en la arena, que se hubiera creído que daban y recibían los golpes que estaban admirando. A cada instante de suspensión que se notaba en los combatientes se oía a los heraldos decir: ¡Animo, esforzados y valientes! ¡El hombre muere, mas la gloria vive! ¡Valor: la muerte es preferible a la derrota! ¡Ánimo, pues! ¡No olvidéis que peleáis a los ojos de la hermosura!

En medio de los azares del combate todos los espectadores buscaban con la vista a los jefes de cada partido, los cuales, arrojándose en lo más recio de la pelea, animaban con la voz y con el ejemplo a los de su partido. Los dos jefes ostentaban el más alto valor; tanto, que no le tenía igual ninguno de los combatientes. Excitados por una animosidad mutua, convencidos de que la derrota de uno de los dos jefes decidiría infaliblemente la victoria, intentaron mil veces afrontarse a un combate singular; pero fueron por mucho tiempo inútiles sus conatos, porque siempre se hallaban separados por otros caballeros que ansiaban medir sus fuerzas con el jefe del partido opuesto.