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100 Clásicos de la Literatura

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Obedeció el caballero, y el Príncipe colocó en la punta una elegante diadema con un círculo de oro, sembrado alternativamente de corazones y puntas de flechas, a guisa de las bolitas y hojas de fresa que ornan la corona ducal.

Al indicar el Príncipe al caballero que podía elegir a la hija de Waldemar Fitzurse dejó manifiesta la mezcla de presunción, astucia, desidia y bajeza propias de su carácter. Por una parte quiso hacer olvidar a los cortesanos sus chanzas poco decentes acerca de la judía Rebeca, y por otra quiso lisonjear la vanidad del altivo Fitzurse, de quien tenía desconfianza, y aun temor, porque era su más necesario favorito y había varias veces desaprobado la conducta del Príncipe en las ocurrencias de aquella mañana. También deseaba captarse el afecto de lady Alicia, porque no era menos licencioso que afecto a la ambición. Pero el deseo que le dominó completamente al hacer aquella advertencia al desheredado, a quien miraba con involuntaria repugnancia, fue el de suscitar contra el campeón el resentimiento de Fitzurse, si, como era muy fácil, no elegía la dama que le había sido indicada por el Príncipe.

En efecto; el valiente campeón pasó por delante de lady Alicia de Fitzurse, que mostraba entonces todo el orgullo de una beldad que no teme que la eclipse otra alguna. El caballero iba sujetando el paso del precioso caballo, y examinando detenidamente una por una las damas que formaban tan hermoso conjunto.

Eran dignos de notarse los ademanes de las ladies que adornaban la galería. Unas manifestaban en su rostro el más vivo carmín; otras se armaban de una seriedad imperturbable; otras fijaban la vista a larga distancia, como si no hubieran reparado en el campeón, y algunas sonreían con afectada indiferencia. No faltaron algunas que ocultaron el rostro con el velo; pero, según el manuscrito que nos suministra estos detalles, eran hermosuras añejas, que habían recibido aquellos homenajes en su primera juventud, por lo cual renunciaban sus derechos al trono en favor de las nuevas hermosas.

Por fin el vencedor detuvo su caballo delante del balcón en que se hallaba lady Rowena, y los ojos de todos los circunstantes se fijaron al momento en ella.

Es preciso convenir en que si el caballero hubiera podido conocer los votos que en su favor formaban los que ocupaban aquel balcón, esta sola circunstancia le hubiera hecho preferir a aquella dama. Porque Cedric el Sajón, fuera de sí de gozo al ver el desastre de sus desatentos vecinos Malvoisin y Frente de buey, así como también el de Brian de Bois-Guilbert, había estado durante los reiterados encuentros con la mitad del cuerpo fuera de la barandilla, siguiendo con sus miradas y ademanes todos los movimientos del héroe que los había derrotado. El interés de lady Rowena no había sido menos vehemente, aunque más disimulado; y aun el indolente Athelstane había mostrado algo más de energía apurando una gran copa de generoso vino en honor del caballero desheredado.

Debajo de aquella galería se divisaba un grupo que no había dado menos pruebas de inquietud durante el combate.

—¡Padre Abraham! —dijo Isaac de York al encontrarse el templario con el desheredado—. ¡De qué modo trata al pobre caballo! ¡Él es, hija mía! Observa el porte noble y valiente de ese nazareno pero ¡qué poco cuida de un caballo que a tanta costa ha sido conducido desde las arenas de la Arabia! ¡Lo mismo le trata que si le hubiera hallado en medio de un camino! ¡Y la costosa armadura que tantos cequíes ha costado a José de Pereira, el de Milán, sin contar el setenta por ciento de ganancia!

—Pero, padre mío —dijo Rebeca—, ¿cómo queréis que tenga cuidado de su armadura y caballo, cuando tanto necesita con su cuerpo, expuesto a tan terribles golpes?

—¡Hija —contestó Isaac—, tú no entiendes de eso! Los miembros de su cuerpo son suyos, y puede hacer de ellos lo que le acomode; pero el caballo y la armadura son de... ¡Bienaventurado Jacob! ¿Qué es lo que yo iba a decir? ¡No, no; excelente mancebo! Observa, Rebeca: ahora va a pelear con el filisteo. ¡Ruega a Dios que le saque con bien, y... también a su caballo y armadura! ¡Dios de Moisés! ¡Ganó y el filisteo incircunciso ha cedido al empuje de su lanza, como Og, rey de Bashan, y Sihon, rey de los Amonitas, sucumbieron bajo las armas de nuestros padres! ¡No hay duda; suyos son los despojos del vencido! ¡El oro, la plata, el caballo, la armadura de bronce y acero!

Con igual ansiedad observó el judío todas las demás ocurrencias del torneo, sin perder ocasión de calcular la ganancia que podía resultarle al desheredado de cada combate en que salía victorioso.

Sea por efecto de indecisión o por otro motivo, el campeón se mantuvo inmóvil por espacio de algún tiempo, en tanto que sin respirar observaban los espectadores el más imperceptible de sus movimientos. Poco después se adelantó respetuosa y lentamente hacia el balconcillo y colocó la corona que llevaba en el hierro de la lanza a los pies de la hermosa lady Rowena. Al momento resonaron los clarines, y los heraldos proclamaron a la bella sajona reina de los amores y de la hermosura para la fiesta del siguiente día, amenazando con graves penas a los que no acatasen debidamente su momentánea autoridad. Enseguida exclamaron; ¡Generosidad, generosidad, valientes caballeros! Cedric fue el primero que, lleno de orgullo y satisfacción, derramó profusamente el oro y la plata, Athelstane le imitó; pero tardó algo más en decidirse.

El triunfo de lady Rowena excitó murmullos entre las damas normandas, que nunca habían sido pospuestas a las sajonas, así como los caballeros de igual descendencia no estaban acostumbrados a sucumbir bajo la lanza de un sajón en los heroicos ejercicios inventados por los mismos normandos. Pero este descontento quedó ahogado entre los populares gritos de: ¡Viva lady Rowena legítima reina del amor y de la belleza!; y aun añadieron: ¡Vivan los príncipes sajones! ¡Viva la ilustre familia del inmortal Alfredo!

A pesar de lo desagradable de estas voces para los oídos del príncipe Juan y sus cortesanos, le fue forzado confirmar el nombramiento del vencedor. Enseguida montó en un soberbio caballo, y acompañado de su comitiva entró en el palenque; cuando llegó al sitio que ocupaba lady Alicia le dirigió algunos galantes cumplimientos, y dijo a los que le rodeaban:

—¡Por el santo de mi nombre, que si las hazañas de ese caballero prueban que es hombre de valor, su elección manifiesta claramente su propio gusto!

En esta ocasión, como en toda su vida, tuvo el Príncipe la desgracia de no conocer el carácter de aquellos cuyo afecto deseaba granjearse. Waldemar Fitzurse se mortificó al escuchar la franqueza con que Juan Sin Tierra emitió su opinión con respeto al desaire que su hija Alicia había recibido; así es que contestó al Príncipe:

—De todos los derechos que da la Caballería, ninguno hay más preciso ni más inviolable que el que tiene cada caballero de fijar todos sus pensamientos en la dama que ha sabido cautivar su corazón. No tiene mi hija privilegio alguno de que las otras damas no puedan disfrutar; pero su jerarquía y esfera no la tendrá expuesta a mendigar los homenajes que le son debidos.

El Príncipe nada contestó a tan disimulada reconvención; apretó las espuelas a su caballo tratando de ocultar su bochorno, y de un ligero salto se colocó en la galería que ocupaba lady Rowena, la cual tenía aún a los pies la corona del mismo modo que la dejara el caballero vencedor.

—Recibid —le dijo—, hermosa señora, el emblema de vuestra soberanía, que nadie con más sinceridad que yo reverencia y acata. Si os dignáis honrar el banquete que hemos dispuesto en el palacio de Ashby, en compañía de vuestro noble padre y amigo, tendremos el honor de admirar más cerca los atractivos de la soberana a quien hemos de dedicar mañana nuestros servicios. Rowena nada contestó; más Cedric respondió en sajón lo siguiente:

—Lady Rowena desconoce el idioma en que debiera con testar a vuestra cortesía y presentarse dignamente al banquete a que os dignáis invitarla. El noble Athelstane y yo no conocemos tampoco otro idioma que el de nuestros padres: por consiguiente, no podemos aceptar vuestro favor. No obstante esto, mañana ocupará lady Rowena el puesto que ha sido llamada por la libre y espontánea elección del caballero vencedor, que ha sido confirmada por las reiteradas aclamaciones del pueblo.

Dicho esto levantó la diadema, y la colocó en las sienes de la bella sajona en señal de que aceptaba la autoridad de reina del torneo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el Príncipe afectando que desconocía la lengua sajona, a pesar de que la hablaba tan bien como la normanda.

Varios de sus cortesanos se apresuraron a repetirle en francés las palabras de Cedric.

—¡Está bien! —contestó—. ¡Mañana colocaremos en el trono a esta reina muda! Y vos, señor caballero, ¿tendréis la bondad de acompañarme en la mesa?

El caballero desheredado rompió por primera vez el silencio, y con voz baja y breves razones rehusó cortésmente la oferta del Príncipe, alegando la mucha fatiga que le habían ocasionado los reiterados encuentros de aquel día, y que deseaba descansar para hallarse dispuesto al combate del siguiente.

—Como gustéis —respondió el Príncipe con visible enejo—. No estoy acostumbrado a sufrir tanta repulsa. Sin embargo, procuraré comer bien, aunque no se dignen acompañarme el campeón victorioso ni la electa soberana.

Al momento salió de las barreras seguido de su numerosa y brillante comitiva, y el concurso empezó a dispersarse.

Los resentimientos inseparables del orgullo ofendido agitaban terriblemente el espíritu del Príncipe, aún más amargos cuando se encuentran unidos al conocimiento de las propias faltas.

Pocos pasos había caminado, cuando fijó sus ceñudas miradas en el arquero que por la mañana le había irritado, y dirigiéndose al centinela que más cerca estaba, le dijo:

 

—¡Cuidado; no le dejes escapar!

El robusto montero toleró la irritada vista del Príncipe con la misma inalterable firmeza que había manifestado por la mañana.

—No tengo ánimo —dijo— de marchar de Ashby hasta pasado mañana. Deseo ver cómo se portan los tiradores del país, porque los hay buenos.

—¡Veremos —contestó el Príncipe dirigiéndose a los de su comitiva— cómo se porta él mismo! ¡Y cara ha de costarle la función si su habilidad no es tanta como su insolencia!

—¡Ya no es tiempo —dijo De Bracy— de hacer un ejemplar con esos villanos!

Waldemar Fitzurse, que probablemente conocía cuán mal efecto producían en el pueblo inglés estas imprudencias del hermano de Ricardo, guardó silencio y se contentó con encogerse de hombros. El Príncipe siguió su camino hacia el palacio de Ashby, y un cuarto de hora después se había dispersado totalmente el concurso.

Cruzaban los espectadores la llanura en cuadrillas más o menos numerosas, según los puntos a que se dirigían. La mayor parte encaminaban sus pasos a la ciudad de Ashby, porque muchos eran distinguidos personajes que al ir al torneo habían cuidado de tener dispuesto alojamiento en el castillo o en las casas de los principales habitantes de la ciudad.

A esta clase pertenecían algunos de los caballeros que habían tomado parte en el torneo de aquel día y varios de los que se disponían a pelear en el siguiente: todos hablaban de las ocurrencias de la justa, y eran saludados por el pueblo con entusiasmo. También vitorearon al príncipe Juan, porque el número y brillantez de su acompañamiento deslumbraba.

Más sinceros, generales y bien merecidos fueron los aplausos que de todas partes prodigaban al caballero vencedor; tanto, que, deseoso de evitar las curiosas miradas del público, entró en uno de los pabellones colocado a la extremidad de la palestra, cuyo uso había sido ofrecido con la mayor cortesía por los maestres de campo.

Entonces se retiraron desesperados los curiosos que le habían seguido con el objeto de examinarle de cerca y formar conjeturas acerca de quién podía ser tan misterioso caballero.

Al extraordinario alboroto ocasionado por tanta diversidad de gentes reunidas en un solo punto sucedió el distante y confuso murmullo de las familias y amigos que reunidos se alejaban por todos los caminos. A este sordo rumor sucedió un sepulcral silencio, interrumpido por los operarios que recogían las alfombras y almohadones de las galerías, y que alegremente dividían los restos de los manjares y refrescos de que se habían provisto los espectadores.

A cierta distancia de las barreras se habían erigido algunas fraguas, y al anochecer comenzó a sentirse el martilleo de los armeros que habían de ocuparse toda la noche en reparar las armaduras que habían sufrido en los encuentros de aquel día y habían de resistir algunos más en el torneo del siguiente.

Un grueso destacamento de hombres de armas se relevaba de dos en dos horas, el cual se mantuvo toda la noche custodiando el lugar del combate.

X

Apenas había entrado en su tienda el caballero desheredado, cuando se le presentaron gran número de pajes y escuderos ofreciéndole su asistencia, nueva armadura y lo necesario para tornar un baño. Tal vez la curiosidad los hacía manifestarse aún más celosos de servirle, pues era general el deseo de conocer al incógnito héroe que tantos triunfos había conseguido, y que ni aun por ambición de gloria había alzado la visera para que le conociesen. Más quedó sin efecto su obsequiosa oficiosidad. El caballero rehusó sus servicios, contentándose con su escudero, que parecía tan incógnito como su amo, puesto que, vestido con una grotesca túnica, ocultaba el rostro con un gran gorro de pieles a la normanda.

Cuando salieron de la tienda los escuderos y pajes empezó el caballero a aligerarse de las duras piezas, ayudado por el normando escudero; luego tomó algunos manjares y vino, de que tenía no poca necesidad después de tanta fatiga y esfuerzo.

Aún no había acabado de tomar el ligero refrigerio, cuando el escudero le dijo que cinco hombres que llevaban del diestro cinco caballos pedían permiso para hablarle. El caballero estaba completamente desarmado; pero vestía una sobrevesta con capucha como la que usaban todos los sujetos de su clase. La noche iba ya entrando, y él, a pesar de esto, se cubrió el rostro con la capucha y mandó que pasaran a su tienda los que verle deseaba.

En el momento que los vio conoció por las libreas pardas y negras que eran los cinco escuderos de los caballeros mantenedores. Cada uno conducía por la brida el caballo de su respectivo señor, y sobre el dorso de cada corcel iba colocada la armadura que les había servido en el combate.

—Conforme a las leyes de la Caballería —dijo el primero—, yo Balduino de Oilcy, escudero del temible caballero Brian de Bois-Guithert, os presento a vos, que os denomináis el caballero desheredado, el caballo y armadura que han servido a dicho señor en el paso de armas de este día, dejando a vuestra voluntad el quedaron con uno y otro y fijar su rescate, según os dicte vuestro noble ánimo. Tal es la ley de las armas.

Los otros cuatro repitieron igual mensaje.

—A vosotros cuatro os daré una misma respuesta— contestó el caballero—. Decid a vuestros nobles y valientes señores que me encomiendo a su estimación, y que nunca será mi intención privarlos de sus armas y caballos, que no podrán estar empleados en más dignos y valientes caballeros. Aquí quisiera terminar mi discurso; pero soy verdaderamente un caballero desheredado, como indica mi divisa: por tanto, me veo en la necesidad de suplicarles que rescaten caballos y armaduras según su cortesía les dicte, porque ni aun puedo decir que es mía la que he usado en el torneo.

—Estamos autorizados —dijo el escudero de "Frente de buey"— para ofreceros cada uno cien cequíes.

—La mitad de la suma hasta para satisfacer mis necesidades más urgentes. La otra mitad se dividirá en dos partes; una para vosotros, y otra para los heraldos, músicos y demás asistentes del torneo.

Los escuderos saludaron respetuosamente al caballero dándole gracias por su generosidad, poco común entre los campeones. Enseguida el desheredado se dirigió al escudero Balduino de Oiley y le dijo:

—No acepto armas ni rescate de vuestro amo el caballero Brian de Bois-Guilbert. Decidle de mi parte que nuestro combate no está terminado, ni puede estarlo sino cuando hayamos combatido con lanza y espada, puesto que habiéndome él desafiado a un combate a muerte, no puedo olvidarlo; y decidle además que no lo miro como a sus cuatro compañeros, pues con éstos alternaré en todos los actos de cortesía, sino como a un hombre a quien debo considerar como mortal enemigo.

—Mi amo —respondió Balduino— sabe pagar un desprecio con otro desprecio; una cortesía con otra cortesía. Pues que rehusáis recibir de mi amo el mismo rescate que habéis admitido de los otros caballeros, dejaré aquí su caballo y su armadura, porque estoy muy seguro de que nunca querrá servirse de ésta ni montar aquél.

—Habéis hablado, escudero, muy bien y con la firmeza que corresponde a quien habla en nombre de su señor ausente. Mas, sin embargo, no dejéis el caballo ni las armas; volvedlas a vuestro amo; si rehusare recobrarlas, guardadlas para vos pues que habiéndolas conquistado yo os la regalo.

Balduino hizo un reverente saludo al caballero desheredado y se retiró con sus compañeros.

—Y bien, Gurth —dijo el caballero—; ya ves que he sustentado la gloria de los caballeros ingleses.

—Y yo —replicó Gurth—, aunque soy un pobre guardapuercos, ¿no he desempeñado perfectamente el papel de escudero normando?

—Muy bien; pero temo mucho que ese aire y esas maneras que te son naturales te descubran alguna vez.

—¡Bah! El único que podrá reconocerme será mi camarada Wamba, y ése no sé si es más loco que maligno. Entretanto, no he podido menos de reírme cuando vi pasar cerca de mí a mi antiguo amo, al considerar que está tan creído de que Gurth se halla cuidando sus ganados en los bosques de Rotherwood. Pero si soy descubierto...

—Ya sabes, Gurth, lo que te he prometido.

—Aunque me costara la vida, no faltaré a un amigo. Tengo tan dura la piel como un verraco, y no me asustan los palos.

—Créeme, Gurth: yo te recompensaré del riesgo que corres por tu lealtad, y entretanto, toma esas diez piezas de oro.

—¡Un millón de gracias! —respondió Gurth guardando el oro en el bolsillo y exclamando—: ¡Estoy más rico que lo estuvo nunca un guardapuercos!

—Toma —le dijo el caballero— ese talego; marcha a Ashby, averigua dónde vive Isaac de York, entrégale el caballo que me proporcionó prestado, y dile que se pague del importe de la armadura, que también me dieron bajo su palabra.

—¡No, por San Dustán; no haré tal!

—¡Cómo, Gurth! ¿Desobedecerás mis órdenes?

—No, señor, cuando sean justas, razonables, tales que pueda un cristiano ejecutarlas; y nada de eso tiene la que acabáis de darme. ¡Bueno fuera permitir que un judío se pague por su mano! Eso no sería justo; sería engañar a mi amo. Y ved aquí cómo no es ni razonable, ni justo, ni cristiano, pues sería lo mismo que despojar a un fiel creyente para enriquecer a un judío.

—Ten presente que quiero tenerlo contento.

—¡Confiad en mí! —replicó Gurth poniendo el talego debajo de su capa y saliendo de la tienda—. ¡Malhaya yo si no le contento dándole la cuarta parte de lo que me pida!

Y diciendo esto se dirigió con toda diligencia a Ashhy, dejando al caballero desheredado en libertad de entregarse a serias y desagradables reflexiones, de que ahora no es oportuno hablar.

Trasladaremos la escena a Ashby, o más bien, a una casa de campo inmediata, perteneciente a un rico judío, en la que Rebeca y sus criadas habían establecido su alojamiento conforme a la hospitalidad que ejercen mutuamente entre sí los judíos con tanta generosidad cuanta es, por el contrario, la ambición con que tratan a los cristianos.

En un cuarto reducido, pero magníficamente amueblado al gusto oriental, estaba Rebeca sobre almohadones bordados colocados en una tarima poco elevada que rodeaba la sala, y formaban una especie de sillas de respaldo al estilo español. Desde aquel punto Rebeca seguía con miradas llenas de ternura filial los movimientos de su padre, que paseaba la sala con aire abatido y consternado tan pronto juntando las manos, tan pronto mirando al cielo como hombre que se halla agitado por gran pesadumbre.

—¡Bienaventurado Jacob! —exclamó—. ¡Oh vosotros, los santos patriarcas, padres de nuestra nación! ¡Qué desgracia para un hombre que constantemente ha cumplido con la más rígida escrupulosidad la ley de Moisés! ¡Cincuenta cequíes arrancados de un golpe por las uñas de un tirano!

—Pero, padre mío —dijo Rebeca—, me parece que habéis dado por vuestra voluntad ese dinero al Príncipe.

—¡Voluntariamente! ¡Caigan sobre él todas Las plagas de Egipto! ¡Voluntariamente! ¡Sí; de tan buena gana como arrojaba por mis manos al mar en el golfo de Lión mis mercancías por aligerar el navío en que veníamos para que no se sumergiese! ¡Mis telas de sedas preciosas tapizaban las olas, y mis vasos preciosos de oro y plata fueron a aumentar las riquezas del fondo del mar! ¿No era aquel un momento de angustia inexplicable, aunque por mis propias manos hacía el sacrificio?

—Pero se trataba, padre mío, de salvar nuestra vida, y después ha bendecido el Dios de Israel vuestros intereses y os ha colmado de riquezas.

—Pero si el tirano vuelve a meter la mano, como lo hizo esta mañana despojándome enteramente, y me obliga a reír... ¡Oh hija mía! Somos una raza errante y desheredada; pero la mayor de nuestras desgracias es que cuando nos injurian, cuando nos roban, todos se ríen, y no nos queda otro recurso que la paciencia y la humildad, aunque debíamos vengarnos con valor y firmeza.

—¡No digáis eso, padre mío! También tenemos nuestras ventajas. Estos gentiles tan implacables y tan crueles dependen en alguna manera de los hijos de Sión, tan despreciados y perseguidos. Sin el recurso de nuestras riquezas, no podrían hacer frente a los gastos de una guerra ni a los triunfos de la paz: el dinero que les prestamos vuelve con ganancia a nuestros cofres. Somos como el césped, que nunca está más florido que cuando se ve atropellado. Buena prueba es la fiesta de hoy, que no hubiera podido celebrarse sin el auxilio de los pobres judíos que han prestado el dinero para los gastos.

 

—¡Acabas, hija mía, de tocar una cuerda que suena muy mal en mis oídos! ¡Ese hermoso caballo, esa rica armadura son parte de mis ganancias en el negocio que he hecho por mitad con Kirgath Jairam, de Leicester, y constituyen la totalidad de mis utilidades de una semana; es decir, el intervalo de uno a otro sábado! ¡Quién sabe si tendrá tan mal resultado como los electos que tuve que arrojar al mar! ¡Pérdida sobre pérdida! ¡Ruina sobre ruina! Sin embargo, acaso acabará mejor este negocio, porque ese hombre me parece caballero de honor.

—Sin duda, padre mío. ¿Os habéis olvidado el beneficio que os dispensó ese caballero extranjero?

—Yo lo creo, hija mía, y creo también en la reconstrucción de Jerusalén; pero con tanta razón puedo esperar ver con mis propios ojos las paredes del nuevo templo, como ver a un cristiano... al mejor de todos los cristianos... pagar una deuda a un judío sin tener antes a la vista el temor de la prisión y de los cerrojos.

Continuaba agitado su ánimo; y viendo Rebeca que sus esfuerzos para consolarle sólo servían para darle nuevos motivos de sentimiento, calló por prudencia: conducta muy sabía que aconsejamos a todos los que quieran consolar o aconsejar a otros.

Acababa de anochecer, cuando un criado judío entró en el cuarto y puso sobre la mesa dos lámparas de plata llenas de aceite perfumado, entretanto que otros dos criados llevaban una mesa de ébano negro incrustada de adornos de plata y cubierta con refrescos y vinos exquisitos; porque los judíos de ningún modo a sus solas son enemigos del lujo.

Uno de aquellos dos criados anunció al mismo tiempo que un nazareno (así nombran los judíos a los cristianos) quería hablarle; y como todo el tiempo del comerciante es del público, dejó Isaac sobre la mesa, sin haberla tocado, la copa llena de vino de Grecia que tenía en la mano, y encargando a Rebeca que se echase el velo, mandó que entrase el que lo buscaba.

Apenas Rebeca tuvo tiempo de cubrirse su rostro encantador con el velo de gasa de plata que bajaba hasta los pies, cuando se abrió la puerta y se presentó Gurth embozado en su gran capa normanda. Parecía algo sospechoso, porque su exterior no le favorecía, pues en vez de quitarse el sombrero, se le encasquetó más.

—¿Sois —preguntó Gurth— el judío Isaac de York?

—Si —respondió Isaac, también en idioma sajón, porque su comercio le había obligado a aprender todos los que se hablaban en Inglaterra—. ¿Cómo os llamáis? —dijo a Gurth.

—¡Mi nombre no os importa!

—Yo necesito saberlo, como vos habéis querido saber el mío, porque sin este conocimiento no puedo tratar con vos ningún negocio.

—Yo no vengo a tratar de negocios: vengo a pagar una deuda, y está muy en el orden que sepa si entrego el dinero al acreedor legítimo, mientras que a vos no os importa saber el nombre del que os lo trae.

—¿Venís a pagarme una deuda? ¡Oh; eso es otra cosa! ¡Bienaventurado Abraham! ¿Y de parte de quién venís a pagarme?

—De parte del caballero desheredado, del vencedor del torneo que acaba de celebrarse. Traigo el precio de la armadura que por vuestra recomendación le vendió fiada Kirgath Jairam, de Leicester. El caballo lo he dejado en la caballeriza de esta casa. ¿Cuánto debo por el resto de todo?

—¡Bien decía yo que era un caballero honrado! —exclamó Isaac lleno de júbilo— ¡No os hará mal un vaso de vino!—dijo presentando al guardapuercos de Cedric una copa de plata cincelada llena de un licor que jamás había gustado.—¿Y cuánto dinero me traes? añadió.

—¡Virgen Santa! —exclamó Gurth—. ¡Y qué néctar beben estos perros infieles, mientras que los buenos cristianos, como yo, no tienen casi nunca otra bebida que una cerveza turbia, tan espesa como la levadura que damos a los puercos! ¡Es verdad que no he venido aquí con las manos vacías, y vos, aunque, judío, debéis de tener conciencia!

—Vuestro amo —dijo Isaac— ha hecho hoy un gran negocio. Cinco hermosos caballos, cinco ricas armaduras ha ganado con la punta de su lanza y la fuerza de su brazo.

Decidle de mi parte que me envíe todos esos trofeos y los tomaré en pago, volviéndole el exceso que haya en su favor.

—Ya ha dispuesto de ellos —dijo Gurth.

—¡Ha hecho mal, muy mal! ¡Ya se conoce que no tiene práctica de mundo! No hay aquí un cristiano que pueda comprar tantos caballos y armaduras, y no ha podido hallar un judío que le dé la mitad de lo que yo le hubiera dado. Pero veamos. ¡Ya habrá cien cequíes en este talego! —dijo Isaac desembozando a Gurth—. ¡Pesa, pesa!

—Es que tiene en el fondo hierros para armar las flechas —repuso Gurth sin detenerse.

—Y bien; si me doy por satisfecho con ochenta cequíes por esa armadura, aunque no me dejaría de ganancia más que una pieza de oro, ¿traerías con que pagarme?

—¡Justamente; y de ese modo quedará mi amo sin un sueldo! Pero ¡ya bajaréis algo!

—Bebed ahora una copa de este exquisito vino. ¡Ah; ochenta cequíes no es gran cantidad! He hablado sin reflexionar. No puedo dejar esta hermosa armadura sin el menor beneficio. Por otra parte, ese hermoso caballo acaso estará estropeado con la gran fatiga que ha sufrido. ¡Qué carreras! ¡Qué combates! En los torneos los caballeros y los caballos se lanzan y arrojan sobre sus competidores con tanto furor como los toros bravos de Basán, y por esta causa ha debido de perder mucho ese caballo.

—Yo os digo que está sano y salvo en la caballeriza, y vos mismo podéis verlo. En cuanto a la armadura, con sesenta piezas de oro está muy bien pagada. La palabra de un cristiano vale, cuando menos, tanto como la de un judío; y si no os acomodan las sesenta piezas —dijo haciéndolas sonar—, me volveré con el talego.

—¡Vamos, vamos; dejémonos de conversación y contadme los ochenta cequíes, que es lo menos que puedo llevar! Vos mismo debéis de conocer que me porto generosamente con vuestro amo.

Gurth entonces, acordándose de que su señor quería que el judío quedase contento, no insistió más. Le contó ochenta cequíes sobre la mesa, y el judío le dio la solvencia del precio de la armadura. Isaac volvió a contar el dinero por segunda vez, y al guardarlo en el bolsillo le temblaba de gozo la mano. Tardó mucho tiempo en contar las monedas; a cada una que tomaba se detenía, como reflexionando, antes de echarla a la bolsa. Parecía que luchaba su avaricia con otra pasión que le forzaba a embolsar los cequíes uno por uno en desquite de la generosidad que le había empeñado en rebajar una parte del precio a su bienhechor.

Conforme iba contando, interrumpía la cuenta diciendo en estos términos, poco más o menos:

—¡Setenta y dos!... ¡Vuestro amo es un excelente sujeto!... ¡Setenta y tres!... ¡Muy buen sujeto!... ¡Setenta y cuatro!... ¡Esta moneda está muy mohosa!... ¡Eso no importa! ¡Setenta y cinco!... ¡... ésta me parece falsa!... ¡Setenta y seis!... ¡Cuando vuestro amo necesite dinero, que trate con Isaac de York!... ¡Setenta y siete!... ¡Pero, se entiende, con las garantías convenientes!... ¡Setenta y ocho!... ¡Sois un buen mozo!... ¡Setenta y nueve!... ¡Merecéis una recompensa!

El judío tenía aún en las manos la última moneda, e hizo en la conversación una gran pausa. Su intención era, probablemente, dársela de guantes a Gurth, y sin duda lo hubiera hecho si el cequí hubiera tenido los defectos que dijo; pero, desgraciadamente para Gurth, era una moneda recién acuñada, y reconociéndola Isaac en todos sentidos, no pudo hallarle defecto, y aun le parecía de más peso que el de ley: así, no pudo resolverse a separarla.

—¡Ochenta! —dijo al fin; y la envió a la bolsa a hacer compañía a las setenta y nueve—. Está bien la cuenta, y espero —dijo— que vuestro amo os lo recompensará generosamente. ¿Os queda alguna otra pieza en el talego?