Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Pero, Isaac, considera que las armas y el caballo del vencido quedan a disposición del vencedor. Puedo ser desgraciado en el combate, y entonces, ni podré restituir ni pagar.

El judío, pálido, desencajado al pensar en la posibilidad del vencimiento, hizo un esfuerzo sobre su codicia y exclamó:

—¡No; no puede ser! ¡Yo quiero daros esa muestra de agradecimiento! Además, creo que estará con vos la bendición del Padre celestial de todas las criaturas, y entonces vuestra lanza será tan fuerte como la vara de Moisés.

Dicho esto volvió a su mula las riendas en ademán de partir, cuando el peregrino le detuvo diciéndole:

—Aún no te lo he dicho todo, Isaac. Cuando estoy en la liza o en el campo, sobre el caballo y lanza en ristre no soy hombre que tenga consideración con jinete, con armas o con caballo. Puede quedar todo esto derrotado, y entonces, ¿qué haremos? Porque tus paisanos no dan nada por nada, y yo deberé al fin pagarle alguna cosa si...

Isaac se tendió sobre el arzón delantero manifestando en su rostro la angustia de un hombre acometido por un violento cólico; pero por esta vez sus buenos sentimientos triunfaron de la codicia y exclamó:

—¡No importa! ¡Dejadme partir! Si tuvierais alguna desgracia, no os costará nada; ¡nada! Kirgath Jairam os perdonará el alquiler en compensación de lo que por su pariente hicisteis, y aun os prestará dinero sin interés, por amor a su hermano. Lo que os encargo es que tengáis mucho tino; que no os engolféis demasiado en la pelea, porque... ¡Pero no; no creáis que este consejo se dirige a que miréis con alguna consideración las armas y el caballo! Yo os lo prevengo porque no peligre la vida de tan excelente y recomendable joven. ¡Adiós; que os dé ventura!

—¡Gracias Isaac, por tu consejo! Me serviré de tu oferta, y mal han de andar las cosas para que no pueda satisfacerte. Dicho esto se separaron, y cada uno se dirigió a Sheffield por distinto camino.

VII

La situación del pueblo de Inglaterra era en aquel tiempo harto desgraciada. Estaba ausente y prisionero el rey Ricardo, en poder del pérfido, aleve y cruel duque de Austria. No podría designarse el punto donde el rey gemía cautivo, y sus vasallos solamente tenían muy vagas noticias acerca de la suerte de tan apreciado monarca, en tanto que sufría toda clase de vejacion1s y la más inaudita prisión.

El príncipe Juan Sin Tierra, coligado con Felipe de Francia, enemigo mortal de Ricardo, procuraba, sin omitir medio alguno, que el duque de Austria prolongase al extremo el cautiverio de su hermano Ricardo Corazón de León, a quien tantos favores debía. Estaba el príncipe Juan consolidando su facción en Inglaterra para disputar el trono a Arturo, duque de Bretaña e hijo de Godofredo Plantagenet, hermano mayor de Juan y heredero del trono si el Rey falleciese. Todos saben que esta usurpación llegó a consumarse más tarde. El carácter de tan mal príncipe era ligero, pérfido y disoluto: por eso se unieron a él todos los que por su conducta temían la vuelta de Ricardo, y también todos los cruzados que habían regresado de Palestina no habiendo sido bastante poderosos para dejar de acostumbrarse a todos los vicios de Oriente; y como se hallaran sin bienes ni recursos de ninguna especie y llenos de arrojo y temeridad, deseaban la guerra civil porque carecían de toda esperanza de mejor fortuna habiendo un buen Gobierno en Inglaterra.

Se reunían a estas causas de miedo y desconfianza las partidas de salteadores, las cuales, obligadas por la desesperación que ocasionaba la atroz tiranía de la Nobleza feudal y la severa ejecución de las Ordenanzas de montes, se habían reunido para habitar en los bosques y desafiar la autoridad de los magistrados del país. Cada noble, fortificado en su castillo, se convertía en soberano de sus dominios y acaudillaba otras partidas tan ilegales y opresoras como las anteriores; y para mantener a sus secuaces y sostener el lujo que les aconsejaba su soberbia, necesitaban de los proscritos judíos, de quienes tomaban prestadas cuantiosas sumas a un interés crecidísimo. Los israelitas al fin se apoderaban de los Estados de sus deudores, y estos, para evitar la ruina, procuraban encontrar cualquier pretexto para deshacerse de sus acreedores a costa de toda violencia.

El pueblo inglés sufría cuantas calamidades puede originar el estado de disolución que llevamos descrito; pero aún eran más terribles las que les reservaba el porvenir. Para el colmo de desgracias, se declaró en el país una enfermedad contagiosa cuyo carácter era en extremo peligroso y maligno. El poco aseo, los alimentos malos y la peor disposición de las habitaciones de los pobres hicieron que la enfermedad agravase el peligro de los invadidos por ella: y tal era la esperanza que los ingleses tenían, que los que sucumbían al rigor de la pestífera dolencia eran envidiados por los que sobrevivían a ella.

A pesar de todo, y en medio de tan azarosas circunstancias, al anuncio de algún torneo todos acudían presurosos, pues era la fiesta más deseada en aquellos tiempos, y a la que acudían solícitos y alegres pobres y ricos, plebeyos y nobles. Ni las precisas obligaciones, ni aun las enfermedades mismas, eran bastante poderosas para impedir que asistiesen a los torneos jóvenes y ancianos. El paso de armas que iba a celebrarse en Ashby, pueblo del condado de Leicester había alarmado la general curiosidad, porque cuantos campeones trataban de tomar parte en él eran de gran nombradía, reuniéndose además la circunstancia duque había de autorizarle el príncipe Juan Sin Tierra. El concurso que acudía de todas partes y de todas categorías era inmenso, y había invadido el sitio del combate antes que despuntase el alba.

Inmediato a un bosque que apenas distaba una milla de la ciudad de Ashby había una vasta pradera cubierta de espeso y verde césped, limitada de un lado por el último de la selva, y del otro por una hilera de aisladas encinas, de las cuales algunas eran de extraordinaria corpulencia. El terreno no pudiera ser más a propósito para la justa de armas si de intento le hubiesen preparado: descendía gradualmente y del modo más suave hasta formar una llanura que guarnecían fuertes empalizadas; su espacio tendría un cuarto de milla de longitud y medio de latitud; su forma era cuadrada, a excepción de los ángulos, que estaban artificiosamente redondeados para mayor comodidad de los espectadores. A los lados del Norte y del Sur había anchas puertas, a propósito para que por ellas entrasen dos jinetes de frente, y estas estaban designadas para entradas de los combatientes.

Había en cada una de ellas dos heraldos con seis trompetas e igual número de asistentes, apoyados por un destacamento de hombres de armas que estaban destinados para conservar el orden, así como los primeros lo estaban. para examinar la condición de los caballeros que quisiesen justar.

A la entrada del Sur, y sobre una plataforma que estaba formada por la natural elevación del terreno, estaban colocados cinco pabellones magníficos adornados con pendones pardos y negros, colores que habían adoptado los caballeros mantenedores para entrar en la lid. Delante de cada uno de los pabellones estaba colocado el escudo del caballero que le ocupaba, guardado por un escudero disfrazado según el capricho de su amo y el papel que éste deseaba representar durante la fiesta. El pabellón de en medio, señalado como de mayor dignidad, se había destinado a sir Brian de Bois-Guilbert, a quien los demás caballeros habían recibido con la mayor satisfacción por su caudillo, tanto por sus relaciones con los demás caballeros como por el nombre que le bahía dado su conocido valor. A un costado del pabellón de Bois-Guilbert estaban los de Reginaldo "Frente de buey" y Felipe de Malvoisin. y al otro, el de Hugo de Grantmesnil, noble barón de aquellos con tornos, cuyo abuelo había sido mayordomo mayor de Palacio en tiempo de la conquista, y el de Ralfo de Vipont, caballero del orden de San Juan de Jerusalén y poseedor de los antiguos dominios de Heather, cerca de Ashby de la Zouche. Desde la entrada del palenque hasta la plataforma en que estaban los pabellones había un suave declive de diez varas de ancho guarnecido por ambos lados con una fuerte empalizada, del mismo modo que la explanada que daba frente a las tiendas. Todo el circuito estaba cubierto por hombres de armas. En el lado del Norte estaban colocados diversos pabellones; unos para los caballeros que acudiesen a tomar parte en la lid, otros para los que desearan descansar o tomar cualquier género de manjares o refrescos de que estaban abundantemente provistos, y otros para las fraguas de los herreros destinados a la recomposición de armas ofensivas y defensivas, así como también para los herradores y demás artesanos cuyos conocimientos pudieran ser necesarios.

Por encima de las barreras descollaban inmensas galerías cubiertas de ricas alfombras y provistas de almohadones para comodidad de las damas y de los nobles que de todas partes a la marcial fiesta acudían. Debajo de estas galerías había otras destinadas a los espectadores de menor elevación, aunque mayor que la del vulgo, y que desde ellas dominaban perfectamente la palestra. Los curiosos de menor condición ocupaban las montañas vecinas, las ramas de los árboles, y aun el campanario de una iglesia inmediata.

Para completar este cuadro general sólo nos resta describir el último tablado dispuesto en el centro del lado Oriente del palenque, frente al punto en que habían de encontrarse los combatientes, que estaba adornado con mayor profusión y con las reales armas de Inglaterra, coronadas por un elegante dosel. Alrededor de este sitio, destinado al príncipe Juan y a los caballeros de su comitiva, se han colocado sus pajes, escuderos y demás individuos de la real servidumbre en traje de gran gala. Frente al dosel había otro en un tablado que se elevaba a igual altura, adornado con más elegancia, si bien con menos riqueza que el del Príncipe. Estaba rodeado de pendones y gallardetes, y en ellos representados los emblemas de los triunfos de Cupido, sin olvidar los corazones inflamados, carcajes, flechas y una inscripción en caracteres de oro que decía: A la reina de la belleza y de los amores. ¿Y quién debía ser esta reina? Nadie podía calcularlo.

 

En tanto, los espectadores de todas edades y condiciones se apresuraban a tomar puesto en el lugar que según su rango les pertenecía, y de aquí se originaban muchas disputas que los hombres de armas transigían con los mangos de sus alabardas, a cuya irresistible elocuencia cedían sin dificultad los contendientes. En punto a las dificultades que se suscitaban entre las personas de mayor jerarquía, se observaba otro orden, y sólo podían mediar en ellas los mariscales del torneo, llamado el uno Guillermo de Wyvil y Esteban de Martival el otro, que armados de punta en blanco recorrían a caballo la palestra para acudir adonde el orden fuese perturbado.

Poco a poco se llenaron las galerías de nobles y caballeros, cuyos hermosos trajes hacían un vistoso contraste con los elegantes adornos de las damas, cuyo número excedía al de los hombres; porque, a pesar de ser aquel espectáculo de suyo peligroso y sangriento, las señoras de aquella época concurrían a él con particular gusto. El espacio más bajo lo ocuparon también muy pronto muchos hacendados, ricos pecheros y otras personas que no aspiraban a los sitios de preferencia, por modestia o por pobreza: de consiguiente, allí eran muy frecuentes los altercados.

—¡Perro judío! —dijo un anciano cuya túnica raída indicaba la pobreza, al propio tiempo que su espada, daga y cadena anunciaban la jerarquía de caballero—. ¡Hijo de una loba! ¿Te atreves a tocar a un cristiano? ¿A un hidalgo normando de la alcurnia de los Montdidier?

Este enérgico discurso se dirigía nada menos que a nuestro antiguo amigo Isaac de York, el cual, costosamente vestido con una gabardina forrada de magníficas pieles, procuraba adquirir dos asientos en primera línea debajo de la galería, para él y para su hija, la hermosa Rebeca, que había ido a buscar a su padre a Ashby con objeto de asistir al torneo. Isaac pugnaba por cumplir su deseo, mientras su linda hija le tenía asido del brazo, y temblaba al observar el general desagrado que excitaba la presunción de su padre. Pero si en otras ocasiones hemos visto a Isaac tímido y sumiso, en aquélla no, porque conocía que nada debía temer y que su persona no corría riesgo alguno. En las numerosas concurrencias ningún noble se hubiera atrevido a ofenderle en nada, por muy vengativo y ambicioso que fuera: en tales casos los judíos estaban bajo la salvaguardia de la ley general; y si esto no era suficiente, rara vez faltaba algún barón poderoso que por su mismo interés los amparaba y defendía a toda costa. Además de las razones ya dichas, Isaac de York sabía que el príncipe Juan trataba de negociar un empréstito con todos los judíos del mismo condado, y que les daba en prendas o fianzas varias tierras y joyas. A Isaac le correspondía tomar una parte muy principal en aquel asunto, y de aquí nacía su íntima convicción de que el Príncipe se mostraría propicio, favorable, y aun su defensor, por lo mucho que le interesaba terminar felizmente el empréstito con los judíos de York.

Fiado en tan justas consideraciones siguió Isaac disputando, y atropellando por entre la muchedumbre empujó al noble normando, sin tener en cuenta su clase y alcurnia. Las quejas del noble y anciano caballero excitaron la indignación de cuantos rodeaban. Uno de ellos, hombre de extremada corpulencia y de gran robustez, con doce dardos pendientes del cinturón, un arco de seis pies en la mano, y con un semblante en que muy al vivo estaban retratadas la cólera y la indignación sobre unas facciones duras y curtidas por la acción del sol y por toda clase de intemperie, se volvió hacia el judío y le dijo:

—¡No olvides nunca que todas las infinitas riquezas que has atesorado chupando la sangre a tus desgraciadas víctimas no han hecho otra cosa que hincharte como una araña de quien nadie se cura en tanto que permanece en su agujero, pero que cualquiera la aplasta con el pie si se atreve a presentarse en medio del día!

Este enérgico y terminante discurso, pronunciado en anglonormando y con voz terrible y poderosa, atajó los pasos del israelita, y es probable que se hubiera alejado de tan terrible vecino si la entrada en el circo del príncipe Juan, rodeado de su numerosa comitiva, no hubiera llamado la general atención.

Entró rodeado el Príncipe de todos los caballeros sus cortesanos oficiales de la Corona y de algunos eclesiásticos, entre los cuales se distinguía el Prior de Jorvaulx, vestido con la magnificencia que le permitía su estado, y distinguiéndose por la desmesurada longitud de las puntas de sus botas; longitud que obligaba a que algunos se las atasen a las rodillas. Pero las del Prior, más extravagantes aún, iban atadas a la cintura, de modo que le obligaban a llevar los pies fuera de los estribos. Este inconveniente no era de poca consideración para el prior de Jorvaulx, que era muy afecto a lucir su destreza en la equitación. El resto de los cortesanos que rodeaban al Príncipe eran los jefes de sus tropas mercenarias, varios barones aventureros, diversos personajes de infame conducta, y algunos caballeros del Temple y de San Juan de Jerusalén, Urdenes ambas que se habían declarado abiertamente contra Ricardo, puesto que habían tomado partido por Felipe de Francia en los disturbios que entre ambos reyes ocurrieron en Palestina. Las consecuencias subsiguientes a estas reyertas hicieron inútiles las victorias de Ricardo y las heroicas tentativas que hizo contra Jerusalén, parando todas sus hazañas y su inolvidable gloria en una dudosa tregua con el sultán Saladino.

Siguiendo los caballeros templarios y los hospitalarios la misma política en Inglaterra y en Normandía que la que habían usado en Tierra Santa, se habían unido a la facción de Juan Sin Tierra, y no podían desear el regreso de su rey Ricardo I, ni aun la sucesión de Arturo, su legítimo heredero. Esta era la razón más poderosa que tenía el príncipe Juan para aborrecer y despreciar a las pocas familias sajonas que existían en Inglaterra; y cuanto mayor era la importancia de éstas, tanto más se complacía el Regente en abatirlas con toda clase de vilipendios. Las dichas familias miraban al príncipe Juan con el mayor desafecto, porque sólo esperaban usurpaciones y tiranía de un soberano tan disoluto y tan arbitrario.

Seguido de su brillante acompañamiento y vestido de seda y oro se presentó en el circo Juan "Sin Tierra" sobre un poderoso caballo, con un halcón en la mano, cubierta la cabeza con gorra de magníficas pieles y piedras preciosas, y (levando la cabellera rizada y caída con gracia sobre los hombros. El Príncipe hizo caracolear a su tordo palafrén alrededor de la liza precediendo a sus alegres cortesanos, con los cuales iba hablando y riendo con descompasados gritos, sin dejar por eso de observar como buen juez en el asunto, las bellezas que ornaban la galería.

Llevaba el Príncipe retratadas sobre su frente la audacia y la disolución que le eran habituales, unidas a una altanería sin límites y una total indiferencia con respecto a los males ajenos; pero, a pesar de todo, su continente agradaba, porque sus facciones naturalmente bellas y su urbanidad habían dado a su rostro una cierta expresión risueña que anunciaba la más honrada franqueza, como si verdaderamente fuera esta prenda natural de su carácter. Esta clase de fisonomías se atribuyen generalmente a una índole franca y ajena a todo disfraz, no siendo en realidad otra cosa que el retrato del descaro, fruto propio del libertinaje, unido al que da también el rango, la riqueza y otras ventajas que no tienen en sí un mérito verdadero y sólido. La ignorante plebe, igual en todas partes, no trató de examinar a fondo esta cuestión, y recibió al Príncipe con estrepitosos aplausos, debidos a la pedrería que llevaba en la gorra, a las magníficas pieles que adornaban su capa, a las elegantes botas de tafilete con espuelas de oro, y a la gracia y resolución con que manejaba su hermoso palafrén.

Recorría el circo el Príncipe, cuando le llamó la atención el alboroto suscitado por el empeño del judío, que a toda costa deseaba obtener dos asientos delanteros. La vista penetrante del Príncipe conoció inmediatamente a Isaac, aunque se fijó con más gusto en la hermosa Rebeca, que, aterrada por el tumultuoso alboroto, apretaba en silencio el brazo de su anciano padre.

La figura de la hija del judío podía competir con la de la beldad más célebre de toda Inglaterra, aun a los mismos ojos del Príncipe, conocedor célebre. La elegante y perfecta simetría de sus formas brillaba más con el traje oriental que usaban todas las mujeres de su nación. Llevaba un turbante de seda amarilla que hacía hermoso juego con el color moreno de su rostro: el brillo de sus negros ojos, los arcos elegantes que formaban sus cejas sobre una nariz aguileña, sus dientes blancos como las más finas perlas de su nación, sus profusas trenzas negras, caídas graciosamente sobre su cuello, el magnífico traje de seda de Persia, en cuyas llores y ramas se retrataba el brillo de la naturaleza misma: todo, en fin, formaba un conjunto de elegancia y hermosura que eclipsaba a todas las bellezas que hasta entonces se habían presentado en el torneo. Completaba su rico atavío un collar riquísimo de diamantes con sus pendientes de lo mismo, diversos broches de perlas y oro que sujetaban el traje desde el cuello a la cintura, y de los cuales estaban abiertos los tres superiores a causa del calor, y una magnífica pluma de avestruz sujeta al turbante por un botón de diamantes y perlas. Tal era, pues, el traje de la hebrea, que podía graduarse cono incalculable su valor. Las j damas que estaban en la superior galería aparentaban el más F alto desprecio hacia la judía, al paso que envidiaban su hermosura y sus ricas galas.

—¡Por la calva cabeza de Abraham! —dijo el Príncipe—¡Aquella judía debe de ser el retrato de la que volvió el juicio más sabio de los reyes! ¿Qué os parece prior Aymer'?

—¡La rosa de Sharon y el lirio de los valles! —contestó el prior en tono de chanza— Pero tenga presente vuestra alteza que es una judía.

—¡Sí —prosiguió el Príncipe—; y es lástima que el barón de los Bezantes y el duque los Shekels estén disputando un sitio con esos descamisados que no tienen una sola moneda cuya cruz impida que el Diablo baile en sus bolsillos! ¡Por el cuerpo de San Marcos! ¡Mi proveedor de dinero y su hermosa hebrea han de tomar puesto en la galería! Isaac, ¿quién es esa joven? ¿Es tu hermana, tu mujer o... alguna de las huríes?

—Mi hija Rebeca —respondió Isaac haciendo una reverencia, pero sin el menor embarazo, y no dando valor al discurso del Príncipe, en el cual había tanta cortesanía como burla, por lo menos.

—¡Mejor para ti! —dijo el Príncipe con una gran carcajada, que imitaron en coro sus cortesanos—. ¡Pero hija, mujer o lo que sea, obtendrá un lugar cual corresponde a su mérito y hermosura! ¿Quiénes son aquéllos'? —continuó, fijando la vista en la galería—. ¡Villanos sajones! ¡Fuera con ellos! ¡Que dejen sitio al príncipe de los usureros y a su hermosa hija! ¡Es necesario que aprendan esos rústicos que el mejor asiento en la sinagoga es de aquellos a quienes de derecho les pertenece!

Esta injuriosa y poco cortés arenga se dirigía nada menos que a la familia de Cedric el Sajón, la cual ocupaba una parte de la galería en unión con la de su fiel aliado Athelstane de Coningsburgh, personaje venerado por todos los sajones, por traer su origen del último monarca de la raza que ocupó el trono de la nación inglesa. Era, como todos los de su familia, de agradable aspecto, membrudo y fuerte, y a la sazón estaba en la flor de sus años; pero tenía una fisonomía sin expresión, una mirada fría, y todos sus movimientos eran lentos y flojos, siendo tal su irresolución, que al nombre le agregaban el epíteto de desapercibido. Tenía muchos amigos, entre ellos Cedric, que decían en abono de Athelstane que no carecía de valor ni de talento, sino que la indolencia procedía de su habitual indecisión, y tal vez del hereditario vicio de la embriaguez, que había embotado sus facultades mentales. Aseguraban, por último, que el pasivo valor y la suavidad de su carácter indicaban cuán grande y generoso pudiera haber sido si el placer de la mesa no le hubiera despojado de sus más nobles y apreciables cualidades.

A este personaje tan respetado por todos los sajones se dirigió principalmente el mandato de Juan Sin Tierra. Athelstane, confuso al oír unas palabras que envolvían el más terrible insulto, opuso solamente a la voluntad del Príncipe la fuerza de inercia tan propia de su carácter. Se mantuvo inmóvil y fijó sus grandes y espantados ojos en el Príncipe, pero de una manera harto grotesca y ridícula.

 

—¡El puerco sajón duerme, o no hace caso de mí! ¡De Bracy, púnzale con tu lanza!

Este Mauricio de Bracy era el jefe de una compañía franca, especie de tropa cuyos soldados eran conocidos por condottieri, lo que es igual a decir mercenarios, pues entraban al servicio del primer príncipe que les pagaba.

La orden de Juan excitó algunos murmullos entre los caballeros de su comitiva; pero De Bracy, a quien su profesión absolvía de toda especie de escrúpulo, levantó la lanza dirigiéndola hacia la galería donde estaba Athelstane el desapercibido, y hubiera ejecutado la orden del Príncipe antes que aquél hubiera tratado de evitarla, si Cedric, tan vivo y enérgico como su amigo era lento y desidioso, no hubiera desnudado la espada con la rapidez del relámpago y de un solo, pero decisivo golpe no hubiera separado el hierro del asta.

El rostro del Príncipe se vio en un instante inflamado de cólera; echó varios juramentos de los más horribles que usaba, y hubiera dado aún más evidentes pruebas de su enojo a no haber sido por sus cortesanos, que trataron de disuadirle, y por la universal aclamación que excitó en todo el concurso la brillante acción de Cedric. El Príncipe recorrió con su irritada vista toda la plaza, desde la valla hasta el fin de la galería, buscando en quién desahogar la cólera que le cegaba.

Por casualidad se fijó en el arquero de las doce flechas de quien ya hemos hablado, el cual aplaudía a gritos con toda la fuerza de sus robustos pulmones, sin hacer caso del sañudo gesto de Juan Sin Tierra... éste, lleno de ira, le dijo:

—¿Qué significan esas aclamaciones?

—Yo aplaudo siempre cuando veo un golpe de destreza o cuando una flecha atraviesa el blanco.

—¡Apuesto a que eres un diestro tirador!

—¡A cualquier distancia!

El Príncipe, aún más irritado con las respuestas del montero y con las alusiones que algunos del pueblo hicieron al odio que le profesaba la nación, se contentó con mandar a un hombre de armas que no perdiese de vista al de las doce flechas.

—¡Por Dios —añadió—, que hemos de ver si este fanfarrón es tan buen tirador como dice!

—¡Veremos!

Así contestó el montero, con la misma frialdad y desembarazo que había mostrado durante el anterior diálogo. Enseguida se dirigió el Príncipe al paraje en que se hallaba Cedric, y dijo:

—¡Vosotros, villanos sajones, levantaos; que por el sol que nos alumbra, aseguro que ha de sentarse el judío entre vosotros!

—¡No, príncipe, no; con perdón de Vuestra Alteza! —dijo el judío Isaac—. ¡No está bien que los hombres de mi clase alternen con los magnates del país!

El hebreo no tuvo inconveniente en atropellar a un vástago de la casa de Montdidier; pero no se determinó a hacerlo así con los opulentos sajones.

—¡Haz lo que te mando! —dijo el Príncipe—. ¡Obedece, perro infiel, o mando desollarte y curtir tu piel para hacerla correas del arnés de mi caballo!

El judío, sumiso y pronto a condescender con tan cariñosa insinuación, empezó a subir la estrecha escalera de la galería.

—¡Veremos si hay quien se atreva a detenerlo! —dijo el Príncipe fijando la vista en Cedric, que se dispuso a cerrar el paso al hijo de Abraham.

Pero Wamba evitó el conflicto interponiéndose de un brinco entre el judío y Cedric.

—¡Yo me atrevo! —dijo el bufón al Príncipe; y agitando su espadón de madera sobre la cabeza del israelita, le presentó con la mano izquierda un semipernil, a guisa de broquel, que había llevado al torneo por si éste duraba más tiempo del que su estómago quisiera.

El judío retrocedió horrorizado al considerar cuán cerca estaba de contaminarse con el objeto de la abominación de su tribu, y comenzó a bajar la escalera con cuanta prisa podía, en tanto que Wamba seguía hostigándole orgullosamente con el pernil y el espadón de palo, cual un guerrero que pone en vergonzosa huida a su rival. Los espectadores celebraron con grandes carcajadas tan risible escena, y aun el Príncipe y sus cortesanos rieron, sin poder pasar por otro punto.

—¡Dame el laurel de la victoria, primo Juan! —dijo el bufón—. ¡He vencido a mi antagonista en batalla campal, con broquel y espada! —dijo esto levantando el pernil y el sable de palo.

—¿Y quién eres tú, noble campeón? —preguntó Juan riendo todavía.

—¡Un loco por todos cuatro costados! Yo soy Wamba, hijo de Wittes, nieto de Weaherbrain, bisnieto de un Waldermán.

—¡Vamos! —erijo el Príncipe celebrando encontrar un pretexto para revocar su primera orden—. ¡Haced sitio al judío en la galería inferior! ¡No sería justo colocar al vencido al lado del vencedor!

—¡Ni el loco junto al truhan, ni el tocino al lado del judío! —repuso Wamba.

—¡Gracias, amigo; mucho me gustas! Oye, Isaac: préstame un puñado de bezantes.

En tanto el judío, despavorido al oír una orden que no quería obedecer ni se determinaba a rehusar, calculaba con la mano dentro de un saco cuantas monedas podían caber en un puñado. El Príncipe le sacó oportunamente de dudas, pues inclinando el cuerpo sobre el fuste delantero alargó la mano, y arrebató de las suyas el bolsón al atónito Isaac. Sacó unas cuantas piezas de oro se las alargó a Wamba, y siguió su paseo a caballo alrededor del palenque, dejando al judío que sirviese de blanco a la burla general, y recibiendo él tantos aplausos como si su acción hubiera sido magnánima y digna de los mayores encomios.

VIII

El príncipe Juan refrenó repentinamente su palafrén, y llamando al prior de Jorvaulx, le dijo:

—¡Por la virgen María señor Prior que hemos olvidado la principal circunstancia de la fiesta! Hemos olvidado nombrar la reina de la hermosura y de los amores por cuyas blancas manos han de ser distribuidos los laureles de la victoria. Por lo que a mí toca, soy generoso en mis ideas, y no haré escrúpulo de dar mi voto a los negros ojos de la linda Rebeca.

—¡Virgen Santa! —exclamó el Prior—. ¡Una judía! ¡Mereceríamos ser echados ignominiosamente de este sitio! Por otra parte, juro por mi santo fundador que la hermosa sajona Rowena no es menos bella que la hija del israelita.

—Sajona o judía —dijo el Príncipe—, ¿qué importa? Yo quiero nombrar a Rebeca, aunque no sea más que por dar en ojos a esos villanos sajones.

Tales expresiones excitaron murmullos de desaprobación en la comitiva del Príncipe.

—¡Eso pasaría de chanza! —dijo De Bracy—. ¿Qué caballero había de poner lanza en ristre después de semejante elección?

—¡Seria insultar a vuestros caballeros! —dijo Waldemar Fitzurse, el más antiguo de los cortesanos del príncipe Juan—. Y si Vuestra Alteza persiste en llevar a cabo ese proyecto, trabajara solo para arruinar sus designios.

—¡Barón —repuso el Príncipe con altanería—, os pago para que me sigáis, no para que me aconsejéis!

—Pero los que siguen a Vuestra Alteza por los caminos que transita —le dijo en voz baja Fitzurse— han adquirido cierto derecho a aconsejaros, puesto que tienen comprometidos sus intereses, su honor y su vida.

Juan perdonó al cortesano esta reflexión en gracia del tono con que la había hecho, y añadió: