Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Señora, ese lenguaje no es conveniente. Si fuera necesaria otra fianza, yo, aunque agraviado, garantizaría con mi honor el de mi hijo Ivanhoe. Pero nada falta a la legalidad y formalidades del duelo, aun según el ritual de la Caballería normanda. ¿No es cierto, prior Aymer?

—Si, sin duda. Y ahora, noble Cedrid, nos permitiréis beber el último brindis por lady Rowena, y nos retiraremos a gozar de algún reposo.

—¡Yo os creía más firme! ¿No podéis habéroslas conmigo? En mi tiempo, un sajón de doce años, hubiera resistido más la partida.

El prior obraba con gran prudencia siguiendo su sistema de sobriedad, a que le obligaban su profesión y su carácter. Mediaba en todas las disputas, porque las odiaba con todo su corazón; y en aquella ocasión tenía serios recelos, porque temía al irritable sajón y al orgulloso templario, y no dudaba que había de concluir muy mal la cena. Por estas justas razones insistió cortésmente en su propósito, alegando jovialmente que era arduo negocio disputar con un sajón en una contienda de mesa; y haciendo después algunas insinuaciones, aunque ligeras, respecto a la dignidad de su carácter, concluyó pidiendo de nuevo permiso para retirarse.

Tomaron la copa de despedida, y los huéspedes, después de saludar con respeto a lady Rowena, se levantaron de su sitio y se retiraron por diversas puertas que los amos de la casa.

—¡Perro descreído! —dijo el templario al judío al pasar por su lado—. ¿Vas tú también al torneo?

—Ese es mi intento, respetable señor, si no lo lleva a mal vuestra señoría.

—¡Para devorar con tus usuras a los infelices y sacar el corazón a las curiosas arruinando sus bolsillos por cuatro fruslerías! ¡Apuesto cualquiera cosa a que llevas debajo de tu manto un gran gato de buenos skekele!

—¡Ni uno solo —respondió el judío inclinándose con los brazos cruzados—; ni una sola pieza de plata! ¡Pongo por testigo al Dios de Abraham! Me dirijo a Ashby para implorar la caridad de los hermanos de mi tribu a fin de que me ayuden a pagar la contribución que de mí exige el echiquier de los judíos. ¡Jacob sea en mi ayuda! ¡Soy un hombre arruinado, perdido! ¡Aun no podría abrigarme si Rubén de Tadcáster no me hubiera prestado la gabardina que llevo puesta!

El templario se sonrió irónicamente y le dijo:

—¡El Cielo te maldiga, imprudente embustero!

Dicho esto se separó de Isaac como si se desdeñase de hablar largo rato con él, y volviéndose a los mahometanos, les habló en un idioma extranjero. El judío quedó petrificado al escuchar las últimas palabras que le dirigió el templario; y había éste salido de la sala, cuando estaba el israelita encorvado, permaneciendo en su humilde postura. Cuando se resolvió a levantar la cabeza parecía un hombre a cuyos pies ha caído el rayo y escucha aún en sus oídos el eco que saliera de la nube al arrojarlo.

Los ilustres viajeros fueron conducidos a sus dormitorios respectivos por el mayordomo y el copero: iban precedidos por algunos criados con hachas, y seguidos por otros con salvillas de refrescos. Los criados de rango inferior indicaron a los demás huéspedes el lugar en que cada uno debía pasar la noche.

VI

El peregrino seguía a un criado que iba alumbrando el camino por el intrincado laberinto de salas y corredores que componían tan vasta como desordenada casa. De pronto se llegó a él el copero y le dijo:

—Si no tenéis inconveniente en beber una copa de hidromiel, podéis acompañarme adonde nos esperan reunidos los principales criados de Cedric: tienen grandes deseos de saber noticias de la Tierra Santa, y particularmente las que tengan relación con el caballero de Ivanhoe.

—Debéis venir —dijo Wamba, que llegaba a la sazón—, y yo os aseguro que un vaso de hidromiel después de media noche vale más que tres después del cubre fuego.

El peregrino, sin disputar doctrina fundada en tan grave autoridad, dio gracias a ambos y se excusó diciendo:

—Perdonad: tengo hecho voto de no hablar nunca en la cocina acerca de lo que no quieren hablar los amos en el estrado.

—¡Pobres criados —dijo Wamba— si todos hiciesen vuestro mismo voto!

No agradó mucho al copero semejante respuesta, y volviéndose a Wamba le dijo:

—Iba a alojarle en la mejor cámara; pero ya que es tan poco complaciente con los cristianos, que vaya a pasar la noche con el judío ¡Anwold —gritó el copero llamando a un criado—, conduce al peregrino adonde tú sabes! Señor peregrino, deseo que paséis muy buena noche: os quedo tan agradecido como vuestra cortesía y complacencia merecen.

—¡Buena noche, y que la Virgen nuestra madre os bendiga!

Así dijo el peregrino con mesura, y siguió a Anwold; pero al llegar a una estrecha antecámara a la que daban diversas piezas interiores alumbradas por una lámpara de hierro, fue nuevamente interrumpido por una camarera de lady Rowena, la cual en tono de autoridad dijo al peregrino que su señora deseaba hablarle; y diciendo y haciendo, quitó a Anwold la luz de la mano, y le mandó que aguardase en aquel sitio. Enseguida con una señal indicó al peregrino que la siguiese. Este no creyó oportuno negarse a tal invitación, como había hecho con la de los criados, porque aunque mostró en el semblante j que el mensaje le parecía extraño, obedeció sin la menor resistencia.

Después de haber pasado un tránsito angosto que terminaba en siete escalones cada uno de los cuales era un sólido pedazo de encina, entró en la sala, cuya tosca magnificencia correspondía al respeto con que Cedric trataba a la hermosa Rowena. Grandes colgaduras cubrían las paredes, y sobre las telas se veían bordadas mil proezas de montería, en las cuales habían agotado su ingenio los artistas de aquella época; los bordados eran de seda de diversos colores, de plata y oro. La tapicería que cubría la cama era igual a la de las paredes, y tenía además cortinas de color de púrpura. Los sillones correspondían a los demás adornos: sólo uno era más elevado que los otros, y tenía delante un escabel de marfil de un trabajo esmerado.

Estaba la sala iluminada por cuatro bujías colocadas en igual número de candeleros de plata. Pero, no obstante, nuestras damas no deben envidiar el lujo de la princesa sajona. Estaba tan mal construida la habitación, que las colgaduras se agitaban dentro de la sala cuando en el campo hacía viento; y a pesar de una especie de biombo que defendía las luces, éstas ondeaban del mismo modo que las banderolas de las lanzas de los paladines. El conjunto era magnífico, y aún tenía ciertos vislumbres de buen gusto; y si bien faltaban algunas comodidades, como éstas eran desconocidas, no se sentía su ausencia.

Lady Rowena estaba colocada en su elevado sillón, y tres criadas le arreglaban el cabello despojándole de las ricas joyas que lo adornaban. Era su aspecto lindo y majestuoso, y parecía nacida para recibir el homenaje de cuantos la viesen: el peregrino conoció que debía rendirle el suyo, y puso una rodilla en tierra respetuosamente, hasta que lady Rowena le dijo con amable sonrisa:

—¡Levantad, peregrino! El que toma a su cargo la defensa del ausente adquiere un derecho a ser distinguido por todos los que aman la verdad, el honor y el valor. Retiraos todas, excepto Elgitha; — dijo a sus camareras—. Deseo hablar a solas con este peregrino.

Sin salir del mismo salón, las camareras se sentaron en un banco empotrado en el muro y colocado a la extremidad opuesta de aquella estancia. Allí permanecieron mudas, representando estatuas vivientes; y aunque no habían salido de la pieza donde estaba lady Rowena y el peregrino, no podían oír nada de lo que éstos decían, y aun pudieran ellas hablar sin que las oyesen: tal era la extensión de la sala.

—Peregrino —dijo lady Rowena después de un rato de silencio, en el cual parecía que reflexionaba la manera de empezar la conversación—, habéis pronunciado esta noche un nombre..., un nombre que debiera ser acogido de otro modo en una casa donde la Naturaleza y el parentesco reclaman grandes derechos en favor del que lo lleva. No obstante eso, tal es el decreto de la suerte, que aunque varios corazones han palpitado en esta casa al escuchar el nombre de... Ivanhoe —dijo al fin haciendo un poco de esfuerzo,— yo soy sola la que osa preguntares en qué situación quedaba cuando regresasteis de Palestina. Algunos han dicho que permaneció allí después de la retirada de las tropas inglesas a causa de su mala salud, y que después ha sido perseguido por la facción francesa, a la cual son adictos los templarios.

—Yo conozco muy poco y tengo menos noticias del caballero de Ivanhoe —dijo el peregrino con la cabeza baja y voz hueca y temblorosa —aunque me hubiera informado mucho mejor si hubiera sabido el interés que os tomáis en su suerte. Tengo entendido que ha salido bien de todas las persecuciones de sus enemigos, y que regresará de un momento a otro a Inglaterra, donde vos, bella señora, debéis de saber mucho mejor que yo la dicha o desventura que le aguarda.

Lady Rowena exhaló un profundo suspiro, y preguntó al peregrino muy por menor cuando regresaría a su patria el caballero de Ivanhoe, y si se expondría en su viaje a nuevos riesgos. El peregrino respondió que a punto fijo no podía señalar la época del regreso de Ivanhoe, y que no creía que tuviese accidente alguno en el camino, porque probablemente, haría el viaje por Venecia y Génova, pasando por Francia a Inglaterra.

—Ivanhoe —añadió— está muy familiarizado con el idioma y usos de los franceses: por eso no creo que le suceda ninguna desgracia en el camino.

—¡Quiera Dios que llegue, y...! ojalá hubiese llegado ya y estuviera en estado de manejar las armas en el próximo torneo, en el cual todos los caballeros de Inglaterra van a probar su valor y destreza. Si Athelstane de Coningsburgh vence, poca satisfacción puede esperar Ivanhoe a su regreso. ¿Qué aspecto tenía la última vez que le visteis? ¿Habrá abatido la enfermedad su bella presencia?

 

—Algo más flaco y atezado me pareció que cuando llegó de Chipre en la escolta de Ricardo Corazón de León. Estaba pensativo y apesadumbrado; pero le vi de lejos, pues no le conozco de trato.

—No me parece que en su patria hallará motivos para disipar la tristeza que le agobia. ¡Gracias, buen peregrino, por las noticias que me habéis dado del compañero de mi infancia! Acercaos —dijo a sus camareras—, y ofreced a este santo hombre la copa del reposo: no es justo que le detenga más tiempo.

Elgitha presentó a su señora una copa de plata llena de cierta bebida compuesta de vino, miel y especias. Lady Rowena la aplicó a sus labios, y se la entregó al peregrino: éste probó apenas el licor y saludó respetuosamente a lady Rowena.

—Aceptad —le dijo la hermosa señora— esta limosna, amigo, en premio a vuestras romerías y como testimonio del respeto que me inspiran los santos lugares que habéis visitado.

El peregrino tomó la moneda de oro, hizo otra inclinación, y salió del aposento precedido por Elgitha.

Encontró a Anwold, que, tomando la luz de mano de la camarera, condujo al peregrino sin ceremonia a la parte exterior del edificio. En un corredor había gran número de piezas en forma de pequeñas celdas destinadas para dormitorios de los criados inferiores y de los huéspedes de menos rango.

—¿En qué pieza de éstas duerme el judío?—preguntó el peregrino.

—El perro del israelita duerme en la celda inmediata a la vuestra. ¡Por San Dustán que necesitará mucho barrido antes que pueda servir para alojar un solo cristiano!

—¿Y dónde duerme Gurth, el porquero?

—Gurth duerme al otro lado de vuestra celda: servís de separación entre el circuncidado y la abominación de las doce tribus. Hubierais pasado en mejor alojamiento la noche si hubieseis aceptado el convite de Oswaldo.

—Aquí la pasaré perfectamente, porque ningún contagio atravesará por un tabique maestro.

Cuando hubo concluido este diálogo entró en su mezquino y reducido cuarto, colocó la luz, y dio gracias al criado y las buenas noches. Cerró la puerta, y examinó el aposento, cuyos muebles eran harto sencillos y toscos: consistían en una tarima llena de fresca paja y cubierta de pieles de carnero que servían de mantas.

Apagó la luz el peregrino y se acostó, sin desnudarse, en su humilde cama. En ella descansó de las fatigas de la víspera hasta que los rayos de la primera luz se introdujeron por la ventanilla que daba entrada al aire y a la luz en tan modesta morada. Cada celda tenía una ventana igual: el peregrino rezó sus oraciones de la mañana, se ajustó la túnica y pasó al cuarto del judío, en cuya celdilla se introdujo con la mayor precaución.

Isaac estaba dominado por una terrible pesadilla, sobre un lecho exactamente igual a aquel en que pasaba la noche el peregrino. Todas las diversas piezas de que se componían sus vestiduras estaban colocadas en torno suyo con mucha precaución, por si le ocurría alguna sorpresa. Tenía retratada en su rostro la imagen de un hombre agobiado por la más penosa agonía. Sus manos y brazos se agitaban convulsivamente, y pronunciaban varias exclamaciones en hebreo, hasta que por último dijo en normando inglés:

—¡Por el Dios de Abraham, tened piedad de un infeliz anciano! ¡Soy un miserable, estoy pobre, pobrísimo! ¡Aunque me hagáis cuartos, no podréis sacar de mí un solo shekel!

El peregrino, sin querer aguardar el fin de la pesadilla de Isaac, le tocó con el bordón. Esta brusca manera de despertar acabó de cerciorar al judío de que estaba en manos de sus perseguidores: se irguió de repente, se le erizaron los cabellos, y apoderándose de los vestidos que le servían de almohada, como el halcón que afianza las garras en su presa, fijó en el peregrino una mirada penetrante que revelaba el mayor terror. El peregrino le dijo:

—¡No temas, Isaac; vengo como amigo!

—¡El Dios de Israel os recompense! —dijo el judío empezando a respirar gradualmente—. Soñaba; pero, gracias al padre Abraham, sólo fue un sueño. —Aquí empezó a arreglar su desordenado traje—. ¿Y qué negocio tenéis que tratar tan de mañana con el pobre judío?

—Vengo a prevenirte que si no marchas al instante y a paso largo, vas a tener muy mal rato en el camino.

—¡Dios de Moisés! ¿Y quién puede tener interés en hacer daño a un desgraciado como yo?

—Mejor debes de saberlo tú que yo: lo único que puedo decirte es que anoche, cuando el templario se levantó de cenar, habló a sus esclavos en idioma árabe, que yo entiendo y hablo tan bien como el inglés y el francés, y le oí que les mandaba que te cogiesen y llevasen al castillo de Reginaldo "Frente de buey", o al de Felipe de Malvoisin.

Es imposible describir el terror que agobió el corazón del judío cuando hubo oído tan desgraciada nueva. Dejó caer con languidez los brazos, dobló la cabeza sobre el pecho, aflojó las rodillas, y todos los músculos y nervios de su cuerpo quedaron sin vigor, sin elasticidad. Por último, se postró a los pies del peregrino, aunque no como un hombre que implora la protección y trata de excitar pasión en otro, sino con el abatimiento del que cede a un poder invisible que le postra con terrible golpe.

—¡Poderoso Dios de Abraham! —Estas fueron las primeras palabras que pronunciaron sus labios elevando al cielo los trémulos brazos, aunque sin levantar la cabeza—. ¡Oh, santo Moisés, oh, bienaventurado Aarón! ¡Se realizaron mis sueños de agonía! ¡Sí; aún siento el hierro que penetra por mis entrañas! ¡Mis huesos crujen como los de los hijos de Ammbu y los hombres de Rabbah cuando sentían en su cuerpo las sierras, hachas y flechas enemigas!

—¡Levántate, Isaac, y escúchame! Debes tener motivos para temblar, puesto que tus hermanos han sido cruelmente tratados y despojados de sus riquezas por los poderosos de la Tierra. Pero levántate, repito: yo te proporcionaré los medios de frustrar los designios de Bois-Guilbert. Sal inmediatamente de este castillo en tanto que los huéspedes duermen merced a los vapores de la cena. Yo te conduciré por secretas veredas que me son conocidas como a los guardabosques que las custodian, y te ofrezco no dejarte hasta que te ponga en poder de algún barón o caballero que vaya al torneo, cuyo favor podrás granjearte con los medios que indudablemente posees.

Al vislumbrar el judío los rayos de esperanza que le dejaba entrever el peregrino, fue elevándose del suelo poco a poco y pulgada por pulgada, hasta que se puso derecho. Entonces se echó atrás la blanca cabellera que le cubría el rostro, fijó la penetrante mirada en el peregrino, y en ella mostró la esperanza, el temor y las sospechas que le animaban. Pero cuando oyó las últimas palabras del peregrino le asaltaron de nuevo sus agitaciones pasadas.

—¡Qué medios he de poseer para granjearme la voluntad de nadie! ¡Ay de mí! ¡Qué puede hacer un miserable más pobre que Lázaro! —Detúvose aquí, y venciendo en su corazón la sospecha del terror, continuó—: ¡Por amor de Dios, no me engañéis! ¡Por el Padre Omnipotente de todos los nacidos, sean judíos, cristianos, israelitas o ismaelitas, no me hagáis traición! ¡No puedo asegurarme la voluntad del último de los cristianos si hubiera de costarme un solo maravedí!

Al concluir estas palabras cogió la extremidad de la túnica del peregrino con ademán rendido y suplicante; pero él se la arrancó de las manos como si temiera contaminarse, y le dijo:

—Aunque sobre ti llevases todas las riquezas de tu tribu, ¿qué interés había yo de tener en engañarte? Mis vestidos anuncian el voto de pobreza que he hecho, y no lo cambiaría por la más preciosa alhaja, excepto por una armadura y un caballo de batalla. No imagines que puedo tener el menor interés en acompañarte, ni que espere de ello ventaja alguna. Quédate, pues, y colócate bajo la salvaguardia de Cedric el Sajón.

—¡Ah! ¿Cómo queréis que me deje viajar en su compañía? Normandos y sajones se avergüenzan de admitir en su compañía a un israelita. ¿Qué será de mí si llego a verme solo en medio de las posesiones de Malvoisin o de "Frente de buey" ¡Buen joven, partiremos juntos! ¡Vamos; aprisa: no os detengáis un minuto! ¡Tomad vuestro bordón! ¿A qué os paráis?

—No me paro: estoy considerando cual es el medio mejor para salir de aquí. ¡Sígueme!

Ambos pasaron a la pieza inmediata, en la cual dormía el porquero.

—¡Arriba! —le dijo el peregrino—. ¡Gurth, abre la puerta y déjanos salir al judío y a mí!

Gurth desempeñaba funciones tan despreciables en nuestros días como importantísimas durante la dominación de los sajones en Inglaterra, pues eran en un todo igual a las de Eumeo en Ítaca. Por esta razón se ofendió al escuchar el tono de familiar franqueza, acompañado de cierto aire imperioso, con que le habló el peregrino. Gurth se incorporó en la cama, se apoyó sobre un codo, los miró atentamente y dijo:

—¡El judío y el peregrino quieren salir juntos y tan de mañana de la hacienda!

—¡El judío y el peregrino! —dijo Wamba, que entraba a la sazón—. ¡No me espantara más si viera al primero escaparse de casa con una lonja de tocino bajo la gabardina!

—Sea lo que quiera —dijo Gurth volviendo a acostarse —bueno será que judíos y cristianos aguarden a que se abra la puerta principal de Rotherwood. ¡No podemos consentir que los huéspedes se ausenten tan temprano y como furtivamente!

—¡Ni yo puedo consentir —replicó imperiosamente el peregrino— que rehúses hacer lo que te digo!

Al concluir estas palabras se inclinó hacia Gurth y le habló al oído en sajón. Entonces Gurth se levantó precipitadamente, como cediendo a irresistible poder. El peregrino se puso un dedo en los labios en señal de silencio, y le dijo:

—¡Gurth, cuenta con lo que haces! Tú sabes ser prudente cuando quieres: abre un postigo, y dentro de poco sabrás más.

Obedeció Gurth al extranjero con tanta prontitud como gozo, y manifestaba tan a las claras su satisfacción, que Wamba y el judío no sabían a qué atribuir tan rápida mudanza.

—¡Mi mula, mi mula! —gritó Isaac cuando llegaba ya al postigo.

—Dale su mula —dijo el peregrino—, y dame otra a mí para que pueda acompañarle hasta el fin del bosque. En Ashby se la devolveré a la comitiva de Cedric. Y tú... lo que dijo después fue en voz tan baja, que ninguno de los circunstantes pudo oír nada.

—Lo haré cono mandáis —respondió Gurth; y partió a toda prisa.

—Desearía saber —dijo Wamba— qué es lo que aprenden los peregrinos en Tierra Santa.

—Aprenden a encomendarse a Dios, a arrepentirse de sus pecados y a modificar su cuerpo con ayunos, vigilias y oraciones.

—Alguna otra cosa debéis de aprender, por fuerza. ¿Son vuestras oraciones las que han determinado a Gurth a que os abra la poterna? ¿Son los ayunos y las mortificaciones los que le han decidido a prestaros la mula de su amo? Si no hubierais tenido otros medios de obligarle, tanto os valiera haberos dirigido al gran marrano negro de la piara, su favorito.

—¡Anda; no eres más que un loco sajón!

—¡Tenéis razón! Si yo hubiera nacido normando, como creo que vos lo sois, tendría, sin duda, ciencia infusa.

Gurth se presentó a este tiempo con las dos mulas al otro lado del foso. Le atravesaron el peregrino y el judío, pasando por un estrecho puente levadizo compuesto de dos tablas apoyadas en el postigo interior y en otro exterior que daba salida al bosque. El judío montó trémulo y apresurado, sacó de debajo de la túnica un saco de barragán azul, y al colocarlo con gran cuidado sobre el albardón lo cubrió esmeradamente con la capa, diciendo al peregrino:

—¡Es una muda de ropa, una sola muda!

El peregrino montó con más lentitud que Isaac; después presentó aquél la mano a Gurth, y éste la besó con el mayor respeto y veneración. El porquerizo permaneció observando a los caminantes hasta que se ocultaron en los frondosos circuitos del bosque. Viendo Wamba la distracción de Gurth, le llamó la atención diciéndole:

—¿Sabes, mi amigo Gurth, que eres muy cortés y piadoso en estas mañanas de otoño? ¡Ojalá fuese yo un descalzo peregrino, para aprovecharme de tu esmerado celo! Si así fuera, puedes estar seguro de que no me contentaría con darte a besar la mano.

—Tú no eres demasiado loco, Wamba; al menos juzgas por las apariencias, que es todo lo que pueden hacer los más discretos. Pero entremos en casa, que por ahora lo que más interesa es cumplir con nuestra obligación.

 

Entretanto los caminantes continuaron su jornada avivando el paso cuanto podían; sobre todo Isaac, cuyos justos temores le obligaban a andar con más velocidad de la que su edad permitía. El peregrino conocía perfectamente todos los senderos de la selva, y llevaba a su compañero por veredas más apartadas y sinuosas, de suerte que más de una vez excitó las sospechas del judío, pues llegó a recelar que el peregrino le entregase a alguna emboscada de enemigos.

Estas sospechas no carecían de fundamento, porque en la época de que vamos hablando no había raza alguna sobre la tierra, en las aguas o en los aires que fuera perseguida con más encarnecimiento que la de los desdichados hijos de Abraham. El más ligero y descabellado pretexto, la acusación más absurda e infundada bastaban para desposeer de sus bienes a cualquier israelita, y aun para entregarlo al furor del más desenfrenado populacho. Sajones y normandos, bretones y daneses, aunque entre sí mortales enemigos, se aunaban para aborrecer y perseguir a los hebreos, disputándose la ventaja de envilecerlos, saquearlos, despreciarlos y perseguirlos. Los reyes de la dinastía normanda y los nobles independientes que deseaban imitar a aquellos en todo, seguían una persecución metodizada, exactamente fundada en los cálculos que les sugería su codicia y en las ventajas que imaginaban tener vejando a los israelitas. Bastante conocida es la historia del rey Juan, quien dispuso que se encerrase a un opulento judío y mandaba arrancarle un diente cada día, hasta que el infeliz proscrito, que miraba perdida la mitad de su dentadura, por conservar los pocos dientes que le quedaban consistió en pagar una atroz suma en metálico, que era el único objeto del Monarca. El poco dinero que circulaba en el país estaba reconcentrado en las gavetas de los perseguidos israelitas: y esta era la razón de que los nobles, a ejemplo del Soberano, emplearan todos los medios imaginables, sin exceptuar la más atroz violencia, y hasta la misma tortura, para sacarles alguna suma. Los judíos sufrían con impasible valor estas tropelías, inspirados por el ansia de ganar, y se desquitaban completamente con sus usuras y con los enormes provechos que sabían realizar en un país que abundaba en riquezas naturales. A pesar de tal cúmulo de calamidades que debían desanimarlos y abatirlos, y a despecho del tribunal denominado el echiquier de los judíos, éstos acumulaban riquezas sobre riquezas, las cuales trasferían de una mano a otra por medio de letras de cambio, cuya invención se les atribuye, que, indudablemente, era el mejor medio de enviar sus tesoros fuera del país en que tantos infortunios les aquejaban.

La obstinación y la avaricia de los hijos de Israel luchaban con la tiranía de los poderosos, y aumentaban en proporción a sus padecimientos. Sus cuantiosos tesoros les proporcionaban muchos peligros; pero en cambio, les aseguraban muchas veces protección, y aun influjo. Esta era la situación en que se hallaban los judíos en aquella época: su carácter estaba vaciado en el molde de las circunstancias, y eran, por consiguiente, tímidos, suspicaces, obstinados, egoístas, duros y diestros en evitar los peligros que de continuo les amenazaban.

Después de haber atravesado rápidamente nuestros caminantes algunos senderos solitarios, el peregrino rompió el silencio diciendo al judío:

—¿Ves aquella añosa encina? Pues allí concluyen las posesiones de "Frente de buey", y las de Malvoisin hace tiempo las dejamos atrás. Isaac, nada debes temer de tus enemigos.

—¡El Dios de Abraham permita que las ruedas de sus carros se hagan mil pedazos, como las de los del Faraón, para que no puedan alcanzarme! ¡Pero no os separéis de mí, buen peregrino! ¡Acordaos del altivo templario y de sus esclavos sarracenos! ¡Considerad, buen joven, que semejante gente no respeta término ni jurisdicción!

—Aquí debemos separarnos, porque no me es dado permanecer más tiempo en compañía de un israelita. Por otra parte, ¿de qué puede servirte un pacifico peregrino contra paganos armados?

—¡Oh no me abandonéis! ¡Yo sé que podéis defenderme si queréis! Aunque soy un pobre miserable, no dejaré de manifestaros mi agradecimiento. No será con dinero, porque... ¡así no me falte la protección de Abraham, como es cierto que no poseo un maravedí! No obstante...

—Te he dicho que no quiero de ti dinero ni recompensa alguna, sea de la especie que quiera. Puedo servirte de conductor, y tal vez de defensa, porque no es acción indigna de un cristiano defender a un judío contra dos musulmanes. Por eso, israelita, puedes contar conmigo hasta que lleguemos a Sheffield, en cuya ciudad te será fácil incorporarte con alguno de tu tribu que pueda socorrerte y ampararte.

—¡La bendición de Jacob os siga por doquiera! En Sheffield habita mi pariente Zareth, que me proporcionará medios de seguir mi jornada con seguridad.

—Vamos, pues, a Sheffield, y allí nos separaremos: dentro de media hora habremos visto sus muros.

Pasó la media hora, y durante ella ninguno rompió el silencio, pues el peregrino evitaba hablar con un judío, y éste no se determinaba a dirigir la palabra a un hombre que venía de visitar los Santos Lugares, peregrinación que le daba cierto carácter solemne. Al fin dijo aquél al judío.

—Aquí nos separamos: he allí Sheffield.

—¡Dejad primero que el pobre judío os dé gracias por tanta bondad! Si me atreviera a más, os rogaría que vinieseis conmigo a la casa de Zareth, mi pariente, que me proporcionará los medios necesarios para daros ¡ajusta recompensa.

—¿Cuántas veces he de decirte que ni espero ni quiero recompensa de ninguna especie? Si en la dilatada lista de tus deudores cuentas, como es probable, el nombre de algún cristiano, ahórrale los grillos y el calabozo, y me creeré con eso muy recompensado.

—¡Esperad, esperad! —dijo Isaac levantando las faldillas de su gabardina—. He de hacer, de todos modos, alguna cosa por vos; por vos precisamente, y no en favor de otro. ¡Dios sabe si soy pobre! ¡El mendigo de mi tribu! Pero perdonad si me atrevo a pensar que deseáis en este momento una cosa más que cualquiera otra.

—Si, en efecto, lo has adivinado, conocerás que no puedes satisfacer mi deseo, aunque fueses tan rico como miserable te supones.

—¡Como me supongo! ¡Bien podéis creerme! ¡Es la pura verdad! ¡Me han dejado desnudo y lleno de deudas! ¡Soy el último de los infelices! ¡He sido despojado de mis riquezas, de mis navíos, de...! Pero, al caso. Vos deseáis una hermosa armadura y un soberbio caballo de batalla: uno y otro puedo proporcionaros.

—¿Quién ha podido inspirarte semejante conjetura?

—Sea como quiera, mi flecha ha dado en el blanco, y lo que importa es que tengáis lo que tanta falta os hace.

—¿Como has podido creer que con el traje que visto, y...? Por otra parte, mis votos, mi carácter...

—¡Oh; yo conozco muy bien a los cristianos, y sé que el más noble entre todos ellos no desdeña vestir una esclavina, empuñar un bordón y calzar sandalias para visitar el sepulcro de Aquél!

—¡Judío! —exclamó con airada voz el peregrino—. ¡No blasfemes!

—¡Perdonadme! He hablado inconsideradamente; pero anoche y esta mañana os he oído ciertas palabras que me han revelado lo que sois, como descubren las chispas al pedernal. Debajo de esa esclavina se esconde una cadena de oro igual a la que llevan los caballeros: yo la he visto brillar esta mañana cuando os inclinasteis sobre mi lecho.

El peregrino no pudo menos de sonreír, y dijo a Isaac:

—Si la curiosa vista de algún investigador pudiese penetrar bajo tu vestimenta, ¡qué de descubrimientos haría!

—¡No digáis eso! —repuso el judío mudando el color; y sacando apresuradamente la portátil escribanía, tomó una hoja de papel arrollado, y sobre el cuello de la mula escribió algunos renglones. Estaban en idioma hebreo, y luego que concluyó dijo al peregrino entregándole el papel—: En toda la ciudad de Leicester es conocido el rico judío Kirgath Jairam de Lombardía: presentadle mi carta, y él os enseñará seis arneses de Milán tales, que el peor de ellos es digno de una testa coronada. Tiene asimismo diez magníficos caballos de batalla, y el peor puede servir a un rey para reconquistar su trono: elegid de ellos y de las armaduras lo que más os convenga y agrade, y además otras dos y sus correspondientes caballos para reserva. Todo lo dicho, y lo demás que pudierais necesitar para el torneo de Ashby, os lo facilitará por medio de esta carta sin exigiros nada. Concluido el torneo, le devolveréis armaduras y caballos, a menos que os hallaseis en estado de pagárselas y quedaros con ellas.