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100 Clásicos de la Literatura

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—Antes bajará con mucho gusto —respondió prontamente la camarera—. Su mayor deseo es enterarse de las últimas noticias de Palestina.

Cedric lanzó una fulminante mirada a la atrevida Elgitha, y se contentó con esto porque lady Rowena y cuanto le pertenecía gozaba de los mayores privilegios en la casa y estaba a salvo de su cólera.

—¡Silencio —le dijo—, y enseñad a vuestra lengua a ser discreta! ¡Dad mi recado, y haga vuestra señora lo que guste! ¡En esta casa, al menos, reina sin obstáculos la descendiente de Alfredo! Elgitha se retiró sin replicar.

—¡Palestina, Palestina! ¡Con cuánto interés se escuchan las nuevas que de allá nos traen los enviados y peregrinos! También yo debiera escucharlas con ardiente interés. ¡Pero no! ¡El hijo que me desobedece, no es mi hijo! ¡Su suerte me interesa menos que la del último de los cruzados!

Una sombría nube cubrió el rostro de Cedric; bajó la cabeza, y clavó en el suelo sus abatidas miradas. A poco rato se abrió la puerta principal del salón, y los huéspedes entraron en él, precedidos por los criados con hachas encendidas y el mayordomo con tu varita blanca.

IV

El prior había aprovechado aquella ocasión en que tenía necesidad de mudarse de ropa, para ponerse cierta túnica de un tejido finísimo y costoso, y encima de ella, un manto magníficamente bordado. Llevaba una rica sortija, símbolo de su dignidad, y un crecido número de anillos de oro y preciosas piedras cubrían además sus dedos. Las sandalias eran de finísimo cuero de España; estaba su barba dispuesta en trenzas menudas del tamaño que la Orden del Coster permitía, y llevaba la tonsura cubierta con una gorra o capucha de grana bordada.

El caballero del Temple había dejado el traje de camino para ponerse otro más rico y elegante. En vez del camisote de malla vestía una túnica de color de púrpura guarnecida de ricas pieles, y encima de aquélla, el albo manto de su Orden con la cruz de ocho puntas y de terciopelo negro. Llevaba la cabeza desnuda y poblada de espesos rizos como el azabache: su persona y sus modales eran majestuosos, si bien los afeaba algún tanto su habitual orgullo, nacido del ejercicio de una autoridad ilimitada.

Los dos personajes iban seguidos de sus respectivas comitivas, y a mayor distancia iba el desconocido que les había seguido de guía. En su aspecto nada se notaba de particular sino el regular atavío de un peregrino. Vestía un ropón negro de sarga muy tosca, una esclavina y sandalias atadas con cuerdas, un sombrero con varias conchas colocadas en sus grandes alas, largo bordón con regatón de hierro, y un pedazo de palma en la parte superior. Entró en el salón en ademán modesto detrás de los últimos criados, y observando que apenas había puesto libre en la mesa inferior, eligió otro en una de las chimeneas, a cuyo calor benéfico se puso a secar sus ropas, aguardando que el caritativo mayordomo le enviase algún alimento a aquel sitio, que por humildad había tomado.

Se levantó Cedric con afable semblante y descendió tres pasos más allá de la plataforma, deteniéndose allí para aguardar a que los huéspedes llegasen.

—Siento mucho, reverendo prior, que mis votos me impidan llegar hasta la puerta de la mansión de mis padres para recibir a tan dignos y respetables huéspedes como vos y ese valiente caballero del Temple. Mi mayordomo os habrá hecho presente la causa de esa aparente descortesía. Os ruego también que me perdonéis si hablo en mi lengua natal y si os pido que en ella ni contestéis, si no os es desconocida: en este último caso, yo entiendo el normando, y podré, me parece, responderos a lo que me preguntéis.

—Los votos —contestó el prior— deben cumplirse escrupulosamente; y en punto al idioma de que hemos de servirnos, usaré el mismo que mi respetable abuela Hilda de Middleham.

Cuando el prior concluyó estas conciliadoras palabras dijo el templario con enfático tono:

—Yo hablo siempre el francés, que es el idioma que usa el rey Ricardo y su Nobleza; pero conozco el inglés lo suficiente para poder entender y contestar a los naturales del país.

Cedric arrojó sobre él una mirada de fuego y de cólera, excitada por la odiosa comparación de las dos naciones rivales; mas como recordara los deberes de la hospitalidad, contuvo su resentimiento y señaló a sus huéspedes los puestos que debían ocupar, que eran inferiores, pero inmediatos al suyo: Enseguida mandó a los criados que sirviesen la cena.

En tanto que los criados se ocupaban en obedecer a su dueño con prontitud, divisó a lo lejos a Gurth con su compañero Wamba, que acababan de asomar a la puerta del salón.

—¡Enviadme aquí esos malandrines! —gritó el Sajón —¿Cómo es esto, villanos? ¿Qué habéis hecho fuera de casa hasta tan tarde? Y tú, bellaco, ¿qué has hecho de la piara? ¿La has dejado en manos de los bandidos?

—Salvo vuestro mejor parecer, la piara está segura y entera.

—¡Mi mejor parecer hubiera sido que no me tuvieses aquí tres horas pensando vengarme de unos vecinos que en nada me han ofendido! ¡Yo te aseguro que el cepo y los grillos castigarán la primera de éstas que vuelvas a hacerme!

Gurth, que conocía el fuerte carácter de su amo, no quiso disculpar su falta; mas Wamba, que gracias a su destino de bufón contaba con la indulgencia de su amo, tomó la palabra por sí y a nombre de su compañero.

—Por cierto, tío Cedric, que no dais muestras de ser sabio y razonable... por esta noche.

—¡Silencio, Wamba! ¡Si continúas tomándote esas libertades, yo te enviaré alojado al cuarto del portero, donde recibirás una buena zurra!

—Dígame tu sabiduría si es justo que los unos paguen las culpas de otros.

—No, ciertamente.

—Pues si no es justo, tampoco lo es que el pobre Gurth sufra la pena, cuando el delito es de su perro Fangs. Y por cierto que no hemos perdido un instante de tiempo en el camino después que la piara estuvo reunida, y Fangs no había podido acabar esta operación cuando sonó el último toque de completas.

—Si es la falta de Fangs, mátale, Gurth, y provéete de otro perro mejor.

—Con vuestro permiso, tío nuestro: también eso será injusto —añadió el bufón—. Fangs es inocente, puesto que está cojo e inútil para correr tras el ganado. Quien tiene la culpa de todo es quien le arrancó las uñas delanteras. ¡Y a fe, a fe que si hubieran consultado al mismo Fangs acerca de tan caritativa operación, creo que hubiera votado en contra!

—¡Estropear a un perro de mi esclavo! —exclamó furioso Cedric—. ¿Quién ha osado hacerme semejante ultraje?

—¿Quién puede ser, sino el viejo Huberto, guardabosque de sir Felipe de Malvoisin? Halló al perro en el coto de su amo, y le castigó por tamaño desacato.

—¡Lleve el Diablo a Malvoisin y a su guardabosque! ¡Yo les haré ver que la vigente Ordenanza de montes no habla con su coto! ¡Basta por ahora! Anda a tu puesto. Y tú, Gurth, toma otro perro para la piara; y si el guarda se atreve a tocarle el pelo, nos veremos las caras. ¡Mil maldiciones caigan sobre mí si no le corto el dedo pulgar de la diestra y le impido que vuelva lanzar una flecha! Dispensadme, mis dignos huéspedes: aquí nos vemos rodeados de infieles, peores tal vez que los fue habéis visto en la Tierra Santa, señor caballero. La cena nos aguarda: servíos y supla la buena voluntad a la pobreza del banquete.

Sin embargo, la cena tal cual era no necesitaba excusa, los platos que cubrían la mesa contenían jamón adereza de varios modos, gallinas, venado, cabra, liebre, distintos pescados, pan, tortas de harina y dulces, compotas, pasteles de caza y otros diversos postres hechos, como compotas de frutas y miel. Además de los platos que hemos indicado andaban a la redonda unos grandes asadores en los cuales iban enroscadas infinitas clases de pájaros delicados, de los cuales cada uno tomaba a su gusto. Delante de cada persona de distinción había un gran vaso de plata; los de clase inferior bebían en copas de basta.

Empezaban a cenar, cuando el mayordomo, levantando la blanca vara y alzando la voz, dijo:

—¡Plaza a lady Rowena!

Enseguida se abrió una puerta lateral y penetró en el salón lady Rowena, acompañada de cuatro camareras. A pesar de que recibió gran disgusto con la aparición de su pupila ante aquellos extranjeros, Cedric se adelantó a recibirla, y la acompañó con toda ceremonia y cortesía al asiento destinado a la dueña de la casa, que era el sillón colocado a la derecha del de Cedric. Todos se pusieron en pie, y ella respondió con una graciosa reverencia al universal saludo; pero aún no había llegado a ocupar el sillón, cuando el templario dijo al Prior:

—¡No llevaré yo vuestra cadena de oro en el torneo! ¡Es vuestro el vino de Scio!

—¿No os lo decía yo? ¡Más moderaos, que el Franklin nos observa!

Acostumbrado Bois-Guilbert a dar libre curso a los impulsos de su voluntad, se hizo sordo a la advertencia de Aymer, y continuó con los ojos fijos en la noble sajona, cuya hermosura le parecía más sublime porque en nada se asemejaba a la de las sultanas de Levante.

Era Rowena de elevada estatura, aunque no excesiva, de proporciones exquisitas y conformes a las que generalmente gustan más en las personas de su sexo. Tenía el cabello rubio; pero el majestuoso perfil de la cabeza y facciones corregía la insipidez de que adolecen la mayor parte de las que son rubias. El azul claro de sus ojos y las graciosas pestañas, de color más subido que el cabello, realzaban su hermosura y daban una interesante expresión a las miradas, con las cuales inflamaba y dulcificaba los corazones, mandaba con imperio o suplicaba con ternura. La amabilidad estaba pintada en su noble semblante, si bien el ejercicio habitual de la superioridad y la costumbre de recibir homenajes le habían hecho adquirir un aire de elevación y dignidad que armonizaba perfectamente con el que había recibido de la Naturaleza. Esta tenía tanta parte en los profusos rizos que adornaban su cabeza como el arte de la hábil camarera, que los había entrelazado con piedras preciosas; el resto del cabello iba suelto, tanto para demostrar el alto nacimiento cono la libre condición de la doncella. Pendía de su cuello una hermosa cadena de oro con un pequeño relicario del mismo metal, y llevaba los brazos desnudos, adornados con ricos brazaletes. Vestía unas enaguas y vaquero verde mar, y encima un ancho y larguísimo traje. Las mangas de éste eran muy cortas, y todo él de exquisito tejido de lana. Llevaba pendiente de la cintura un velo de seda y oro que podía servirle de mantilla a la española si quería cubrirse el rostro y el pecho, o, en el caso contrario, adornar el traje con airosos pabellones en derredor de su talle.

 

Cuando observó lady Rowena la fija atención con que la miraba el caballero del Temple, no agradándole una libertad que pasaba de la raya, se cubrió con el velo, dando a entender con su ademán majestuoso cuánto la ofendía la poco atenta manera de aquel extranjero. Cedrid, que notó lo que pasaba, le dijo:

—Señor templario, las mejillas de nuestras nobles sajonas están tan poco acostumbradas al Sol, que no pueden tolerar a gusto las miradas de un cruzado.

—Os pido perdón si en algo he faltado; es decir, pido perdón a esta dama, porque mi humildad no puede extenderse más allá.

—Lady Rowena —dijo Aymer— nos castiga a todos, cuando sólo mi amigo es el culpable. Yo espero que no sea tan rigurosa cuando honre con su presencia el torneo de Ashby.

—Aún no se sabe si iremos —contestó Cedric—; porque, a decir verdad, no me gustan esas vanidades, ignoradas en tiempo de mis padres, cuando Inglaterra era libre.

—Tal vez —añadió el Prior— os decidiréis, aprovechando la ocasión de ir acompañado. No estando los caminos seguros, es muy digna de aprecio la escolta de un caballero como sir Brian de Bois-Guilbert.

—Señor Prior —dijo el Sajón—, siempre que he viajado por esta tierra he ido sin más escolta que mis criados y sin otro auxilio que mi espada. Si acaso me determinara a asistir al torneo de Ashby de la Zouche, iré en compañía de mi vecino y compatriota Athelstane de Coningsburgh, y no haya miedo que nos asalten bandidos ni barones enemigos. Bebo a vuestra salud, padre Prior, y os doy gracias por vuestra cortesía; haced la razón, que yo espero no os desagrade este licor.

—Y yo —dijo el caballero del Temple llenando su vaso— bebo a la salud de lady Rowena; porque desde que tal nombre es conocido en Inglaterra, ninguna señora le ha llevado que merezca más dignamente este tributo. Bajo mi palabra aseguro que perdono al desgraciado que perdió su honor y su reino por la antigua Rowena, si tenía solamente la mitad de atractivos que reúne la moderna.

—Os dispenso de tanta galantería, señor caballero —dijo lady Rowena con gravedad y sin levantar el velo—; o por mejor decir, deseo que deis una prueba de vuestra complacencia refiriéndonos las últimas noticias de Palestina. Este asunto es mucho más interesante para los oídos ingleses que los cumplimientos que os hace prodigar vuestra urbanidad francesa.

—Poca cosa puedo deciros— continuó Bois-Guilbert—, porque no hay de importante sino la confirmación de las treguas con Saladino.

—Al llegar a este punto el templario fue interrumpido por Wamba, que estaba sentado en su sillón poco más atrás que su amo: éste le alargaba las viandas de su propio plato, favor que compartía el bufón con los perros favoritos. Tenía Wamba una mesita delante, y él se sentaba en su sillón en cuyo respaldo había dos grandes orejas de asno; apoyaba los talones en uno de los travesaños de la silla, y comía resonando las hundidas mandíbulas, semejantes a dos cascapiñones: entrecerraba los ojos, y mostraba poner la mayor atención a cuanto se hablaba, para aprovechar la primera coyuntura que se le presentase de ejercer su desatinado ministerio.

—Esas treguas con los infieles —dijo, sin hacer caso de la brusca manera con que interrumpía al caballero— me hacen más viejo de lo que yo creía ser.

—¿Qué quieres decir, loco? —preguntó Cedric, pero de manera que indicaba que no llevaría a mal cualquier bufonada.

—Ya he conocido tres, y cada una de ellas era de cincuenta años. Por consiguiente, si mi cálculo no falla, tengo a la hora presente ciento cincuenta años..., largos de talle.

—Y yo os juro —dijo el templario, reconociendo en Wamba a su amigo del bosque que no haréis los huesos viejos ni moriréis en vuestra cama si dirigís a todos los viajeros extraviados del mismo modo que al Prior y a mí.

—¿Cómo es eso, miserable? —exclamó Cedric—, ¡Engañar a los viajeros que preguntan por el camino! ¡Azotes has de llevar, porque eso es un rasgo de bellaco, y no de loco!

—¡Por Dios, tío nuestro; permitidme que la locura ampare en este momento a la bellaquería! Yo sólo he padecido una inocente equivocación tomando mi mano derecha por la izquierda; y si esto es extraño, más lo es, sin comparación, que dos cuerdos tomen por guía a un loco.

A este punto llegaba la conversación, que fue interrumpida por uno de los pajes de portería... éste anunció que se hallaba a la puerta un extranjero que pedía hospitalidad.

—Hacedle entrar —dijo Cedric—, sin reparar en quién sea. En una noche tan horrorosa como ésta, hasta las fieras buscan la protección del hombre, su mortal enemigo, antes que morir víctimas de los desencadenados elementos ¡Oswaldo, cuidad de que nada falte!

El mayordomo salió del salón para obedecer las órdenes de su amo.

V

Oswaldo tardó poco en volver, y acercándose a Cedric, le dijo al oído:

—Es un judío llamado Isaac de York. ¿Le hago entrar en esta sala?

—Encarga a Gurth que desempeñe tus funciones —contestó Wamba con su ordinario atrevimiento—. Un guardián de puercos es el introductor más a propósito para un hebreo.

—¿Un perro judío —exclamó el templario— ha de aproximarse a un defensor del Santo Sepulcro?

—Sabed, mis nobles huéspedes —dijo Cedric—, que mi hospitalidad no debe regirse por vuestras antipatías. Si el Cielo ha soportado una nación entera de infieles obstinados durante tan dilatado número de años, ¿no podremos nosotros sufrir la presencia de un judío por algunas horas? Yo no obligo a nadie a que hable o coma con él. Póngasele mesa aparte, y en ella cuanto le sea necesario, a no ser que quieran entrar en sociedad con él esos señores de los turbantes.

—Señor franklin —contestó el templario,—mis esclavos sarracenos son verdaderos muslimes; por consiguiente, huyen de rozarse con los judíos tanto como los cristianos.

—Wamba —continuó Cedric— se sentará en tu mesa: que un bribón no está mal situado junto a un loco.

—Pero el loco dijo Wamba levantando los restos de un pernil elevará este baluarte entre él y el bribón.

—¡Silencio!—dijo Cedric—. ¡Ya está aquí!

Dicho esto se vio entrar y acercarse al último lugar de la mesa a un hombre de avanzada edad y aventajada estatura, que disminuía a fuerza de reverencias y contorsiones. Fue introducido con tan poca ceremonia, que se presentó turbado, indeciso y haciendo humildes cortesías. Eran sus facciones, bastante bien proporcionadas y algún tanto expresivas; tenía nariz aguileña, ojos negros y penetrantes, frente elevada simétrica, y la nevada barba, igual al cabello, daba cierto aire majestuoso a su fisonomía, que desaparecía al notar en él el peculiar aspecto de su raza.

El traje del judío, que mostraba haber sido muy maltratado por la tormenta, consistía en una capa muy plegada, y debajo de ella una túnica de color de púrpura muy subido. Calzaba botas muy altas guarnecidas de pieles, y llevaba también un cinturón, del que sólo pendían una navaja o pequeño cuchillo y un recado completo de escribir. Su gorro era alto, cuadrado, amarillo y de forma extraña; pero todos los judíos estaban obligados a gastarlo igual para distinguirse de los cristianos. Isaac había dejado el suyo a la puerta, sin duda por respeto.

La acogida que dieran al judío de York fue tal como si todos los presentes hubieran sido sus enemigos personales: el mismo Cedric se contentó con responder a las reiteradas reverencias del hebreo bajando ligeramente la cabeza y señalándole al mismo tiempo el último lugar de la mesa. Pero ninguno le hizo sitio: antes al contrario, todos los huéspedes, y aun los criados, ensanchaban los brazos para que el desgraciado no viera sitio vacío, y devoraban con ansia los manjares, sin curarse del hambre que debía de fatigar al recién llegado. Hasta los musulmanes, viendo que Isaac se acercaba a ellos, comenzaron a retorcerse los bigotes y echaron mano a los puñales, indicando que no repararían en apelar al último extremo para evitar el contacto con un judío.

Es probable que Cedric hubiera hecho mejor acogida al hebreo, puesto que lo recibió a despecho de sus huéspedes, si no estuviera ocupado a la sazón en sostener una disputa acerca de la cría e índole de los perros de caza. Este asunto era para él de suma gravedad y harto más importante que el enviar a la cama a un judío sin haber probado la cena. En tanto que Isaac se encontraba expulsado de aquella concurrencia, como lo está su nación de las demás de la Tierra, buscando con la vista un rostro compasivo que le permitiese gozar de un palmo de banco y de algún refrigerio, el peregrino, que había permanecido junto a la chimenea, le cedió su asiento y le dijo:

—Buen viejo, mi ropa está enjuta, y mi hambre satisfecha: tu ropa está mojada, y tú en ayunas.

Al decir esto añadió leña y arregló un buen fuego, tomó de la giran mesa un plato de potaje y otro de asado, y los colocó delante del judío; Enseguida, sin aguardar a que el hebreo le diese las gracias, se marchó a ocupar un sitio al extremo opuesto, aunque no se sabe si su intención fue alejarse de Isaac o acercarse más a los distinguidos personajes que estaban al testero de la mesa.

Si en aquella época se hubiera encontrado un pintor capaz de desempeñar un asunto como éste, le hubiera ofrecido un excelente modelo para personificar el invierno aquel judío encogido de frío delante del fuego y acercando a él sus trémulas y entumecidas manos. Satisfecha esta primera necesidad, se acercó a la mesilla y devoró lo que el peregrino le había presentado, con un ansia y satisfacción que sólo puede conocer a fondo el que ha padecido una larga abstinencia.

Mientras, Cedric hablaba con el Prior acerca de la montería, lady Rowena conversaba con las damas de su servidumbre, y el altanero Bois-Guilbert dirigía sus fijas miradas a la bella sajona unas veces y al viejo judío otras: ambos objetos llamaban su atención, y parecía que excitaban en él sumo interés.

—Me sorprende, digno Cedric —dijo el Prior—, que a pesar de vuestra predilección por vuestro enérgico idioma, no hayáis adoptado de buena voluntad el francés normando, a lo menos en lo que pueda proporcionar tantas y tan variadas expresiones para este alegre arte.

—Buen padre prior —respondió Cedric—, creed que semejante novación no aumenta en manera alguna el placer que experimento en la caza; y aun os aseguro que tan bien se corren liebres y venados hablando francos normando como sirviéndose del anglosajón. Para hacer sonar mi corneta de caza, no necesito tocar precisamente las sonatas de reivillée o de mort. Sé perfectamente animar a mis perros y descuartizar una pieza sin apelar a las palabras curée, nombles, arbor, etc.

—El francés —añadió el templario con el tono de presunción y superioridad que le era habitual— es el idioma natural de la caza, y lo es igualmente de la guerra y del amor: con él se gana el corazón de las damas, y con él se desafía al enemigo en la pelea.

—Llenad vuestras copas, señores, y permitid que os recuerde sucesos que datan de treinta años atrás. Entonces Cedric el Sajón no necesitaba adornos franceses, pues con su idioma natal se hacía lugar entre las damas: el campo de Northallerton puede decir si en la jornada del santo estandarte se oían tan de lejos las bélicas aclamaciones del ejército escocés como el cri de guerre de los más valientes barones normandos. ¡A la memoria de los héroes que combatieron en tan gloriosa jornada! ¡Haced la razón, nobles huéspedes!

Apuró la copa, y al dejarla sobre la mesa anudó su discurso, siguiendo la peroración con el mayor ardor y entusiasmo.

—¡Día de gloria fue aquél, en que sólo se escuchaba el choque de las armas y broqueles, en que cien banderas cayeron sobre la cabeza de los que las defendían, y en que la sangre corría como el agua, pues por doquiera se miraba la muerte, y en ninguna parte la fuga! Un bardo sajón llamó a aquel combate la fiesta de las espadas, y por cierto, señores, que los sajones parecían una bandada de águilas que se lanzaban a la presa. ¡Qué estrépito producido por las armas sobre los yelmos y escudos! ¡Que ruido de voces, mil veces más alegre que el de un día de himeneo! ¡Mas no existen ya nuestros bardos; el recuerdo de nuestros famosos hechos se desvanece en la fama de otro pueblo; nuestro enérgico idioma, y hasta nuestros nombres se oscurecen, y nadie, nadie llora tales infortunios, sino un pobre anciano solitario! ¡Copero, llenad las copas! ¡Vamos, señor templario; brindemos a la salud del más valiente de cuantos han desnudado el acero en Palestina en defensa de la sagrada Cruz, sea cualquiera su origen, su patria y su idioma!

 

—No me está bien —dijo el templario— corresponder a vuestro brindis. Porque ¿a quién puede concederse el laurel entre todos los defensores del Santo Sepulcro, sino a mis compañeros los campeones jurados del Temple?

—Perdonad —repuso el Prior—, a los caballeros hospitalarios yo tengo un hermano en esa Orden.

—No trato de atacar su bien sentada reputación; pero...

—Yo creo, tío nuestro —dijo Wamba—, que si Ricardo Corazón de León fuese bastante sabio para seguir los consejos de un loco, debía estar aquí con sus bravos ingleses, y reservar el honor de libertar a Jerusalén a estos valientes caballeros, que son los más interesados.

—¿Es posible —añadió lady Rowena— que no se encuentre en todo el ejército inglés un sólo caballero que pueda competir con los del Temple y los de San Juan?

—No os digo, señora —contestó el templario—, que deje de haberlos. El rey Ricardo llevó a Palestina una hueste de famosos guerreros que de cuantos han blandido una lanza en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de armas, que siempre han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa.

—¡Que a nadie cedieron jamás! —exclamó con fuerza el peregrino, que se había acercado algún tanto y escuchaba esta conversación con visible impaciencia.

Todos los circunstantes se volvieron hacia donde había sonado tan inesperada voz.

—Sostengo —continuó con firme y decidida voz —que a los caballeros ingleses que formaban la escolta de Ricardo I ¡no aventaja ninguno de cuantos han blandido el acero en defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo en persona y cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de la toma de San Juan de Acre, contra cuantos se presentaron! Digo además que aquel mismo día cada caballero corrió tres carreras e hizo morder el polvo a sus tres antagonistas; y aseguro, por último, que de los vencidos siete eran caballeros del Temple. Presente está sir Brian de Bois-Guilbert, que sabe mejor que nadie si hablo verdad!

Es imposible hallar expresiones bastante enérgicas para dar a conocer cumplidamente cuánta fue la ira que suscitó en el corazón del templario la relación del peregrino. En la mezcla de confusión y furor que le turbaba, llevó maquinalmente la diestra al puño de espada, y sólo le contuvo la justa reflexión que hizo considerando que tal atentado no quedaría impune en casa de Cedric. Este, lleno de buena fe y candor, no daba cabida en su imaginación a dos objetos a la vez, y atendiendo a los encomios que hizo el peregrino del valor de los ingleses, no observó el hostil movimiento del caballero.

—¡Peregrino —dijo Cedric—, tuyo es este brazalete de oro si designas los nombres de esos valientes caballeros que tan dignamente sostuvieron el honor de las armas de Inglaterra!

—Con el mayor placer os daré gusto sin que me deis galardón. Mis votos me prohíben tocar oro con las manos.

—Yo llevaré por vos el brazalete —interrumpió Wamba—, si gustáis hacerme un poder.

—El primero en honor, en dignidad y heroísmo —dijo el peregrino— fue el valiente rey de Inglaterra, Ricardo I.

—¡Yo le perdono —repuso Cedric— el ser descendiente del tirano duque Guillermo!

—El conde de Leicester fue el segundo; el tercero, sir Tomás Multon de Gilsland.

—¡De familia sajona! —exclamó Cedric entusiasmado.

—Sir Foulk Doilly, el cuarto.

—¡También sajón, al menos por parte de madre! —dijo Cedric, cuya satisfacción llegaba a tal extremo, que olvidaba su odio a los normandos porque veía sus triunfos unidos a los de Ricardo y sus isleños—, ¿y el quinto? —preguntó.

—Sir Edwin Turneham.

—¡Legítimo sajón, por el alma de Hengisto! –exclamó Cedric transportado de alegría—. ¿Y el último?

—El último... —respondió el peregrino después de haberse detenido como si reflexionase—, el último era un caballero de menos fama, que fue admitido en tan ilustre compañía para completar el número más bien que para ayudar a la hazaña. ¡No recuerdo su nombre!

—Señor peregrino —dijo sir Brian de Bois-Guilbert—, después de tantos y tan exactos pormenores, viene muy fuera de tiempo esa falta de memoria, y de nada os sirve en la ocasión presente. Yo os recordaré el nombre del caballero ante el cual quedé vencido... por falta de fortuna y por culpa de mi lanza y de mi caballo. Fue el caballero de Ivanhoe, y para su juvenil edad, ninguno de los otros cinco le aventajaba en renombre por su valor. Y digo francamente que si estuviera ahora en Inglaterra y se determinara a repetir en Ashby de la Zouche el reto de San Juan de Acre, montado y armado cono actualmente lo estoy, le daría cuantas ventajas quisiere, y no temería el resultado del combate.

—Si estuviera a vuestro lado Ivanhoe —dijo el peregrino—, no necesitaríais hacer esfuerzos para que aceptara vuestro desafío. No alteremos ahora la paz de este castillo con una contienda inútil y con bravatas que están fuera de lugar, pues el combate de que habláis no puede efectuarse al presente. Pero si vuestro antagonista regresa de Palestina, él mismo irá a buscaros: yo respondo de ello.

—¡Buen fiador! —exclamó el templario—. ¿Y qué seguridad dais?

—Este relicario —dijo sacando del pecho una cajita de marfil—, el cual contiene un pedazo de la verdadera Cruz, traído del monte Carmelo.

El prior de Jorvaulx hizo la señal de la cruz, y a su ejemplo se santiguaron todos los presentes, menos el judío y los dos mahometanos. El templario, quitándose del cuello una cadena de oro, la arrojó sobre la mesa y dijo:

—Recoja el peregrino su prenda, que sólo es propia para recibir adoraciones, y deposite el prior Aymer la mía en testimonio de que cuando regrese sir Wilfredo de Ivanhoe responderá al reto de sir Brian de Bois-Guilbert; y de no hacerlo así, le proclamaré como cobarde en cuantos castillos de los caballeros del Temple existen en Europa.

—No necesitaréis, señor caballero, tomaros esa molestia —dijo lady Rowena—. Y si en esta sala no hay nadie que tome la defensa del caballero de Ivanhoe, ausente, yo la tomaré a mi cargo. Afirmo que aceptará vuestro desafío, y si fuera necesario añadir alguna fianza a la que ha prestado ese buen peregrino, con mi nombre y fama respondo de que sir Wilfredo buscará a ese arrogante caballero y medirá con él sus armas.

Terrible fue el combate interior que sostuvo Cedric durante esta conversación. Permanecía en silencio, porque el orgullo satisfecho, el resentimiento y el embarazo ofuscaban sus ojos, sucediéndose un afecto a otro como las nubes recorren rápidas los cielos obligadas por el viento impetuoso. Todos los criados que escucharon el nombre de Ivanhoe se alarmaron, porque produjo en ellos un afecto eléctrico, y fijaron sus atentos ojos en el rostro de Cedric, a quien sacó de su distracción la voz de lady Rowena.