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100 Clásicos de la Literatura

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Cada vez rué tronaba la pieza volaban algunos hombres destrozándose contra los puentes que había debajo, o bien caía un pedazo de la gran cabaña junto con algunas vigas.

La resistencia de los dayakos no podía durar mucho. Habían experimentado ya bajas enormes y en las terrazas cercanas al lago había verdaderos montones de cadáveres.

Sobre las aguas flotaban numerosos cuerpos humanos y rodaban junto con la resaca.

Una vez más la carabina había vencido a la flecha envenenada, al no tener ésta el alcance del proyectil de plomo.

Sin embargo, la batalla continuaba encarnizadísima y ya Sandokán, impaciente por acabarla, estaba a punto de dar la orden de expugnar por la fuerza el poblado cuando empezaron a brillar llamas por encima de las cabañas que se erguían en las últimas plataformas sobre el lago.

Las barcas de Tremal-Naik, rechazando a los defensores con terribles descargas de fusil, habían llegado a aproximarse lo suficiente para que los negritos lanzasen las primeras flechas incendiarias sobre los techos, muy inflamables, de las habitaciones.

Comenzaba la agonía de la capital del rajá del lago.

Alimentadas por el viento que soplaba de poniente, las llamas se extendían rápidamente propagándose de cabaña en cabaña y comunicando su fuego a las plataformas.

Ya enormes columnas de humo envolvían todo el poblado, ocultando a veces incluso la alta terraza en donde la guardia del rajá continuaba haciendo fuego con sus viejos arcabuces y con el lilá.

Las tres flotillas estrechaban la población ya desde muy cerca, feroz e implacablemente, destrozando los puentes con verdaderos huracanes de proyectiles. Sobre todo, eran las espingardas las que causaban estragos: clavos y balines derribaban a cada descarga grupos de hombres.

Mientras tanto las llamas avanzaban. Los negritos no cesaban de lanzar flechas incendiarias que provocaban nuevos incendios a levante y poniente del poblado.

Tremal-Naik conducía maravillosamente su escuadra y se aproximaba poco a poco a Sandokán y a Yáñez, continuando su obra de destrucción.

Ya todo era un incendio. Los dayakos, diezmados por las carabinas y las espingardas, cegados por el humo y amenazados por el fuego, se lanzaban por docenas al lago, renunciando ya a toda resistencia.

Solamente la guardia del rajá hacía todavía frente a los conquistadores, disparando furiosamente contraías tres escuadras que demolían inexorablemente sus plataformas y hacían caer en pedazos la cabaña real.

Mientras tanto el fuego avanzaba con furia increíble. Cabañas, terrazas, puentes y empalizadas, todo se precipitaba en el lago con silbidos estridentes.

Sin embargo, allí arriba, envuelta en torbellinos de humo, resistía todavía fieramente la cabaña real y el lilá continuaba retumbando con un crescendo espantoso. De repente una voz muy conocida, resonante como una trompeta de guerra, se destacó entre los disparos:

— ¡Cese el fuego!

Era Sandokán.

Haciendo portavoz con las manos gritó:

— ¡Ríndete, rajá del lago! ¡Estás en mis manos, asesino de mi familia!

Entre las nubes de humo y las llamas, que ya envolvían a la cabaña real, una voz ronca respondió:

— ¡Esta es mi respuesta!

Siguió un instante de silencio angustioso para todos y luego una llamarada inmensa desgarró el aire con un fragor ensordecedor que repercutió largamente en el lago.

El rajá había prendido fuego a su polvorín y había saltado por los aires junto con sus hijos y su guardia.

Y el poblado continuaba ardiendo. ¡La capital desaparecía a ojos vistas!

Conclusión

Quince días después Sandokán era dueño de aquel inmenso territorio que desde las costas septentrionales de Borneo se extendía hasta las orillas meridionales del Kin-Ballu.

Las hordas dayakas, al saber que el nuevo conquistador era hijo de Kaidangan, su viejo rajá, se habían sometido en seguida, sin oponer la mínima resistencia, y habían abierto la puerta de sus kottas a los enviados del nuevo príncipe.

La conquista estaba ya asegurada. Los dos formidables piratas de Mompracem habían llegado a ser los dos rajás: uno de la India y el otro de Borneo.

Sin embargo, ninguno de los dos parecía feliz de haber llegado a ser tan poderoso, porque una mañana, cuando Yáñez se preparaba a regresar a la costa para volver a ver a su bellísima rani, a quien no veía desde hacía tres meses, dijo a Sandokán con voz un tanto melancólica:

— ¿Estás contento de haber llegado a ser príncipe?

—No —respondió Sandokán.

— ¿Qué querrías, pues?

—Mi Mompracem: ¡por aquella isla daría todo este inmenso territorio y todas estas hordas salvajes!

Yáñez le puso las manos sobre los hombros y, mirándole fijamente, dijo:

— ¡Cuántas veces sueño con ella! Si yo tuviese en Mompracem a mi dulce Surama me sentiría más feliz que en la corte de Assam.

Por los negrísimos ojos de Sandokán pasó un relámpago.

— ¡Mi Mompracem! —dijo luego con acento indescriptible—. ¡He dejado mi corazón en aquella isla!

Siguió un breve silencio: ambos estaban profundamente conmovidos.

Fue Yáñez quien lo rompió:

—Cuando quieras, yo vendré de la India con mis montañeses, atravesaré el océano y añadiremos a tu corona una perla más. ¿Quieres, hermano?

—Gracias, Yáñez —respondió Sandokán con voz también alterada. Quiero volver a ver el lugar donde murió mi mujer.

Ivanhoe

Por

Walter Scott

I

En aquel hermoso cantón de la dichosa Inglaterra bañado por las cristalinas aguas del río Don se extendía antiguamente una inmensa floresta que ocultaba la mayor parte de los valles y montañas que se encuentran entre Sheffield y la encantadora ciudad de Doncaster. Aún existen considerables restos de aquel bosque en las magníficas posesiones de Wentwort, Warncliffe-Park y en las cercanías de Rotherdham. Este fue, según la tradición, el Teatro de los estragos ejecutados por el fabuloso dragón de Wantley; allí se dieron algunas batallas libradas en las guerras civiles, cuando peleó la rosa encarnada contra la rosa blanca, y allí también campearon las partidas de valientes proscriptos, tan celebrados por sus hazañas en las populares canciones de Inglaterra.

Este es el principal sitio de la escena de nuestra historia, cuya fecha se refiere a los postreros años del reinado de Ricardo I, Corazón de León; época en que los deseos de sus vasallos, más bien que fundadas esperanzas, hacían creer que regresaría del cautiverio en que le había encerrado la perfidia al volver de Palestina. La nobleza, cuyo poder no conocía freno en el reinado de Esteban, y de la cual toda la gran prudencia de Enrique II sólo pudo lograr que conservase cierta muestra de sumisión a la Corona, recobró de pronto su antigua insolencia, entregándose a ella con el más imprudente desenfreno. La intervención del Consejo de Estado era mirada por los nobles con el más alto desprecio: ellos reforzaban sus tropas; fortificaban sus castillos aumentando el número de sus posesiones a costa de los pacíficos vecinos, que, reducidos a un estado de vasallaje, ponían el mayor conato para lograr el mando de algunas fuerzas suficientes, a fin de adquirir cierto carácter de importancia en la civil discordia porque estaba ya el país amenazado. La Nobleza que seguía a la de los grandes barones, y que, según las leyes de Inglaterra, debía estar a cubierto de la tiranía feudal, llegó a verse en la posición más precaria y expuesta; y los nobles que en categoría seguían a los barones eran designados con el nombre de franklines. Estos comúnmente se ponían bajo la protección de algún poderoso vecino, o tal vez aceptaban algún cargo feudal en sus castillos, o bien se comprometían a ayudarle en sus proyectos por medio de un tratado de alianza que garantizaba del modo posible su tranquilidad durante cierto término, aunque a costa de su independencia y de tener que figurar en las arriesgadas empresas que tomaran a su cargo sus protectores; empresas siempre dictadas por el orgullo, la arrogancia o la temeridad. Los franklines, que deseaban librarse de la despótica autoridad de los grandes barones observando una conducta pacífica y descansando en las leyes del país, aunque holladas las más veces en aquella azarosa época, se veían continuamente perseguidos y arruinados; llegaba la tiranía de los señores feudales a oprimirlos por todos los medios, no faltándoles nunca pretexto para vejarlos, aunque jamás le hallaban para favorecerlos.

Después de la conquista de Inglaterra por Guillermo, duque de Normandía, seguían la misma conducta opresora; y cuatro generaciones transcurridas no bastaron a mezclar entre sí la sangre de los normandos con la de los anglosajones, ni a inspirarles un mismo lenguaje, ni a unir los intereses de las dos razas enemigas: la una estaba engreída con el orgullo de la victoria, en tanto que la otra lloraba y se abatía por el deshonor del vencimiento. Los nobles normandos se habían hecho dueños del mando después de la famosa batalla de Hastings, y, según refieren los historiadores, no hicieron de su autoridad el mejor uso. La raza de los príncipes y de nobles sajones había sido despojada o destruida y apenas se encontraba un sajón que conservara algún dominio de segunda o tercera clase en el país de sus antepasados. La política de Guillermo y de sus sucesores fue oprimir y debilitar cada vez más a los antiguos habitantes bien fuese por medios legales o violentos, pues, con justa razón, sólo eran mirados como irreconciliables enemigos del partido vencedor. Los soberanos de raza normanda, no sólo distinguían con la mayor predilección a los vasallos normandos, sino que introducían a cada momento nuevas leyes sobre la caza y sobre mil otros objetos importantes, que contrariaban visiblemente al antiguo código sajón mucho más benigno, y que manifestaban cuánto era el deseo que tenían de agravar todo lo posible la pesadumbre del yugo que oprimía a los habitantes conquistados. En la corte, en los castillos de la alta nobleza, que era un mezquino remedo de aquélla, no se hablaba otro idioma que el francés, y este mismo se usaba en los tribunales y juicios; el uso del lenguaje sajón, harto más expresivo y varonil, había quedado sólo para los campesinos y demás clases inferiores, mientras que el francés era el idioma predilecto de la Caballería y de la Justicia. Pero la necesidad de comunicarse y entenderse los señores del país y los que le cultivaban produjo un dialecto que participaba del francés y del sajón y éste fue el origen verdadero del actual idioma inglés. En él afortunadamente se confundieron los idiomas del pueblo vencedor y del vencido, enriqueciéndose siempre por grados con las adquisiciones que hiciera tomándolas de las lenguas clásicas y alguna vez de las que usan los pueblos del mediodía de Europa.

 

Esta era exactamente la situación del Estado en la época de que vamos hablando; habiendo durado la memoria de las distinciones nacionales entre los conquistadores y vencidos hasta el reinado de Eduardo III, permanecían sin cicatrizarse las profundas heridas que dejara la conquista, y existía la línea que separaba a los descendientes de los normandos de los sajones.

Caminaba el Sol hacia su ocaso, y hería con sus postreros rayos un hermoso claro descubierto del bosque que indicamos al principio de este capítulo. Millares de antiguas encinas que contaban muchos siglos de antigüedad y que, probablemente, habrían sido testigos de las triunfales marchas de las legiones romanas, extendían sus nudosas ramas sobre una encantadora alfombra de verde césped; con ellas se mezclaban las de los abedules, acebos y otras infinitas de varios árboles altos, cuyo tejido impenetrable interceptaba el paso a la luz. En otros parajes inmediatos se separaban los unos de los otros formando largas calles de alamedas en cuyas revueltas se perdía la vista agradablemente y a la imaginación le parecían rústicos senderos que guiaban a otros parajes aún más silvestres y sombríos. Los purpúreos rayos del sol poniente perdían sus fulgidos matices al quebrarse en el verde ramaje, en tanto que, llegando sin obstáculo, en otros sitios más claros brillaban con todo su esplendor. Notábase además abierto un considerable espacio que sirvió tal vez en otro tiempo a las supersticiosas ceremonias de los druidas, pues sobre la cima de una colina cuya regularidad dejaba entrever la mano industriosa del hombre se divisaba un círculo de toscas piedras sin pulimento. Siete de ellas estaban colocadas en su antiguo lugar, y las demás probablemente habrían sido arrancadas y dispersas por el celo de los primeros neófitos del cristianismo: sólo una de las mayores llegaba hasta la parte más baja e interceptaba el paso a un arroyuelo cuyas ligeras ondas al superar aquel obstáculo, causaban un dulce murmullo de que antes carecía.

Animaban el rústico paisaje dos personas cuyo porte y vestidos indicaban cierto aire selvático y agreste, con el cual eran distinguidos en tan remotos tiempos los habitantes de los bosques del condado de York en su parte más occidental. El más entrado en años parecía un tosco y grosero aldeano vestido muy sencillamente; vestía un gabán con mangas hecho de piel curtida, pero el uso y el roce le habían hecho perder el pelo que en un principio tenía, por lo cual no era fácil calcular a qué especie de animal había pertenecido. Le llegaba desde el cuello a la rodilla, supliendo a lo demás destinado a cubrir el cuerpo del hombre. Tenía el gabán una abertura en la parte superior, por donde pasaba la cabeza, y sin duda se vestía del mismo modo que en el día una camisa o en otro tiempo una cota de malla. Cubrían sus pies unas abarcas sujetas con correas de cuero de jabalí, y otras dos más delgadas subían hasta la mitad de las piernas y dejaban descubiertas las rodillas, según lo estilan hoy día los montañeses de Escocia.

Esta especie de gabán estaba ceñido al cuerpo por un cinturón de cuero cerrado con una hebilla de cobre, y pendiente del cinturón llevaba un saquito y un cuerno de carnero convertido en bocina; y asimismo pendía de su cinto un largo cuchillo de monte de ancha hoja, puño de asta, y que fue, sin duda, fabricado en Sheffield. El hombre que vamos describiendo tenía la cabeza desnuda y los cabellos partidos en trenzas muy menudas, que la continua acción del Sol había vuelto de color rojo encendido y que contrastaban notablemente con su barba, de tinte amarillo igual al del ámbar. Sólo falta añadir una circunstancia, que es demasiado importante para olvidarla: lucía un collar de cobre semejante al que usan los perros alrededor del cuello; pero no tenía ninguna abertura, y estaba perpetuamente fijo, aunque bastante holgado para no impedir la respiración ni los movimientos de cabeza. No obstante esto, era imposible abrirle sin recurrir a una lima. En él había grabada esta inscripción en caracteres sajones: "Gurth, hijo de Beowulph, esclavo nato de Cedric de Rotherwood".

Junto a aquel guardián de cerdos (tal era la ocupación de Gurt) estaba sentado en una de las druídicas piedras un hombre que aparentaba tener diez años menos, y cuyo vestido, muy semejante por su forma al de su compañero, era más rico y de una extraña apariencia; su túnica era de vivo color de púrpura, y sobre tal fondo se había ensayado su dueño en pintar ciertos adornos grotescos de diversos colores. Llevaba además una capa corta que solamente le llegaba hasta la mitad muslo, y era de color carmesí, algo manchada y con ribetes amarillos; tan pronto se la colocaba en un hombro como en el otro, o se cubría con ella todo el cuerpo, y atendido su poco vuelo, formaba un ropaje raro y caprichoso. Llevaba adornados los brazos con unos brazaletes de plata, y tenía un collar exactamente igual al de Gurth, sólo que era del mismo Metal que los brazaletes, y en él se leían estas palabras: "Wamba, hijo de Witless, esclavo de Cedric de Rotherwood.» Sus sandalias eran semejantes a las de Gurth; pero en vez de llevar, como éste, las piernas cubiertas con correas entrelazadas,—llevaba una polaina encarnada y otra amarilla; en la cabeza tenía una caperuza llena de cascabeles como los que se ponen a los halcones en el cuello de modo que a cada movimiento que hacía sonaban los cascabeles, y él nunca estaba un minuto en una misma postura. La parte inferior de la caperuza estaba guarnecida de una ancha correa cortada en pico, que formaba una especie de corona. Su traje, su fisonomía, que denotaba tanta malicia como atolondramiento, hacían ver que Wamba era uno de aquellos clowns o bufones domésticos que los grandes señores mantenían a su lado para pasar con menos fastidio las horas en que precisamente tenían que habitar sus palacios. De la cintura de Wamba pendía un saquito igual al de Gurth; pero no llevaba bocina ni cuchillo de monte, por el inminente peligro de confiar armas a un hombre de tal especie; así es que en vez del cuchillo llevaba un sable de madera parecido al que usan los arlequines en sus juegos y pantomimas.

El aspecto del primer siervo de Cedric era muy diverso de la fisonomía del segundo; la frente de Gurth denotaba estar abatida a fuerza de disgustos; llevaba la cabeza baja, representando la indiferencia de un hombre apático, a no ser por el fuego que centelleaba en sus ojos al levantarlos, que indicaba demasiado cuánto sentía la pesadumbre del yugo que le oprimía y que alentaba un vehemente deseo de sacudirle. La fisonomía de Wamba anunciaba solamente una vaga curiosidad, una necesidad de cambiar de postura continuamente, y su completa satisfacción por el puesto que ocupaba y por la costumbre de que se hallaba revestido.

Hablaban ambos en anglosajón lenguaje que como ya hemos indicado sólo usaban las clases inferiores, a excepción de los soldados normandos y las personas destinadas al servicio de la nobleza feudal.

—¡La maldición de San Witholdo caiga sobre esta desdichada piara! —dijo Gurth después de haber sonado infinitas veces la bocina para reunir los dispersos cochinos, que sólo contestaban a esta señal con sonidos igualmente melodiosos; pero a pesar de haber oído los llamamientos de su guardián, no por eso dejaron el suntuoso banquete que les ofrecían los fabucos y bellotas con que se cebaban y un lodazal en que se revolcaban deliciosamente.—¡Sí; la maldición de San Witholdo caiga sobre ellos y sobre mí! ¡Si algún lobo de dos pies no me atrapa parte de la piara esta tarde, consiento en perder el nombre que tengo! ¡Por aquí, Fangs, por aquí! —gritaba a un perro grande, mestizo de mastín y lebrel, que corría como para ayudar a su amo a fin de reunir el insubordinado rebaño; pero entonces o por mal enseñado, o porque no llegase a comprender las señas de su amo y se dejara llevar de un ciego furor acosaba en distintas direcciones a los cerdos, y aumentaba el desorden, en lugar de remediarle. —¡El Diablo te haga saltar los dientes —continuó Gurth—, y que el padre del mal confunda al guardabosque que arranca a nuestros perros sus zarpas delanteras dejándolos inhábiles para hacer su deber! ¡Wamba, vamos; levántate y ven a ayudarme! Pasa por detrás de la montaña toma la delantera a mi ganado y entonces podremos llevarlos delante como corderillos.

—¿De veras? —respondió Wamba sin mudar de posición—. He consultado a mis piernas acerca de tan delicado asunto, y una y otra son de parecer que no debo exponer mis pomposos vestidos al riesgo de mancharse en ese lodazal, pues eso sería un acto de deslealtad contra mi soberana persona y real guardarropa. Te aconsejo, Gurth, que llames nuevamente a Fangs y que abandones la piara a su destino; porque, sea que ella caiga en manos de una partida de soldados, de una bandada de contrabandistas o de una caravana de peregrinos, los animales confiados a tu custodia estarán mañana convertidos en normandos, y esta circunstancia será indudablemente un consuelo para ti.

—¡Convertidos mis cerdos en normandos! Explícame ese enigma, porque no tengo bastante sutil el entendimiento ni tranquila la cabeza para adivinar misterios.

—¿Qué nombre das a estos animales que gruñen y andan en cuatro pies?

—¡El de cerdos, loco, el de cerdos! Y no hay loco que no diga otro tanto.

—Cerdo es palabra sajona; mas cuando el cerdo está degollado, chamuscado, hecho cuartos y colgado de un gancho como un traidor, ¿cómo le llamas en sajón?

—Tocino.

—¡Estoy encantado! Y no hay loco que no diga lo mismo, como tú indicaste hablando de la palabra cerdo. Pero como los normandos denominan tocino a estos animalitos, muertos o vivos, y los sajones sólo los llaman así cuando están muertos, se vuelven normandos en el momento en que se dan prisa a degollarlos para servir en los palacios en los festines de los nobles. ¿Qué piensas de esto, amigo Gurth?

—Que es la pura verdad, tal como ha pasado por tu cabeza de loco. Sí; es una triste verdad. ¡Por San Dustán, que esto es ya insufrible! Apenas nos queda otra cosa que el aire que respiramos y creo que si los normandos nos dejan respirar, es con el sólo objeto de que sintamos la insoportable carga con que abruman nuestra humillada espalda! Los manjares más delicados y ricos son para sus mesas; para ellos son los recreos y goces, al paso que nuestra valiente juventud es reclutada para servir en sus ejércitos y en un país lejano, en el cual deja el esqueleto; de modo que apenas se encuentra una persona que pueda y quiera defender al desgraciado sajón. ¡Bendiga Dios a nuestro amo Cedric! Él ha sostenido siempre su rango como un verdadero sajón. Mas Reginaldo "Frente de buey" va a llegar a este país de un día a otro, y hará ver que Cedric se ha tomado tantas fatigas bien inútilmente. ¡Por aquí, por aquí! ¡Bien, Fangs, bien! ¡Has hecho perfectamente tu deber! ¡Al `fin se halla toda la piara reunida!

—Gurth, es preciso que me tengas por un verdadero loco, pues de otro modo no te atreverías a meter la cabeza en la boca del león. Si yo dijese a Reginaldo "Frente de buey" o a Felipe de Malvoisin una sola palabra de las que acaban de pronunciar tus labios, te evitaría el cuidado de conducir al pasto tu piara, porque te colocarían pendiente de la más alta rama de una encina, para que en ti escarmentasen los que se atreven a hablar mal de tan ilustres potentados.

—¡Perro! ¿Serás capaz de hacerme traición, después de haberme puesto tú mismo en el caso de hablar en contra mía?

—¡Hacerte traición! No; esa acción sería de un hombre cuerdo, y un loco no sabe hacer tan buenos servicios. Pero ¿qué cabalgata es la que viene hacia nosotros?

 

Empezaba a sentirse a lo lejos el ruido que ocasionan las pisadas de varias caballerías reunidas.

—¡Yo no me cuido de eso!—contestó Gurth, que veía reunida su piara, y que con el auxilio de su favorito Fangs la hacía entrar en una de las hermosas alamedas que ya hemos descrito.

—Quiero ver quiénes son esos caballeros: puede que vengan del país de las brujas a traernos algún mensaje del rey Oberón.

—¡Mala fiebre te consuma! ¿Tienes ánimo para hablar de semejante cosa cuando nos vemos amenazados de una horrible tempestad? ¿No oyes el sordo ruido de los truenos a pocas millas de nosotros? ¿No has visto el brillante resplandor del relámpago, y la lluvia que empieza a desprenderse de las nubes? ¡En verdad que nunca vi más gruesas gotas! No se siente un pequeño soplo de viento, sino el melancólico ruido que hacen las encinas, y que es el más cierto presagio del furioso huracán. Quédate, si quieres continuar haciendo el discreto; pero créeme una vez por todas, y emprendamos el camino, porque va a hacer una noche muy poco a propósito para pasarla en el campo.

Sintió Wamba toda la fuerza de este razonamiento, y acompañando a su camarada, se internó en el bosque después de haber cogido un enorme garrote que encontró al paso. El nuevo Eumeo, precedido por su gruñidora piara, marchó a largos pasos hacia la morada de su dueño.

II

A pesar de las continuas reconvenciones de Gurth, Wamba seguía su marcha lentamente, porque cuando oyó que la cabalgata se acercaba a ellos, deseando ver quiénes venían, empezó a aprovechar cualquiera ocasión de detenerse que se le presentaba; como a coger alguna avellana no bien madura, o a hablar a cualquiera aldeana que encontraba en el camino.

No tardaron en alcanzarlos los caminantes, que eran diez. Al frente de la cabalgata iban dos personas, al parecer de alta importancia, y las otras ocho componían la comitiva de las primeras.

Muy fácil era conocer el estado y calidad de uno de los personajes, pues a primera vista se divisaba que era un eclesiástico de alto rango. Vestía el hábito de la Orden del Cister; ero más fino de lo que sus estrictas reglas permitían, pues era de paño de Flandes. La fisonomía del religioso era regular, y jodo su exterior sumamente agradable, si bien tenía un aspecto más mundano que místico. Su profesión y su rango habían hecho formar en él una costumbre de dominar su altiva mirada y su jovial fisonomía, a la que sabía dar cuando lo juzgaba oportuno un aire de solemne gravedad.

Aquel digno eclesiástico montaba una mula perfectamente enjaezada y adornada con cascabeles de plata, según la poda de entonces. No iba en la silla con el descuido de un religioso ni con la gallardía de un caballero adiestrado; parecía también que había adoptado aquella cabalgadura vulgar por más comodidad para el camino, porque un lego conducía a poca distancia por la brida un hermoso potro andaluz, que los chalanes hacían llegar, no sin muchos riesgos, hasta allí; venderlos a gran precio a las personas de distinción. Iba el potro cubierto con un paramento que llegaba a la tierra, y en él estaban bordados diferentes emblemas religiosos. Otro conducía una mula cargada con efectos de su superior, y otros dos monjes de la misma Orden seguían a retaguardia.

El otro personaje que acompañaba al eclesiástico tendría unos cuarenta años de edad, y era flaco, alto, muy vigoroso y de formas atléticas; pero los trabajos y riesgos que debía de haber sufrido y dominado le habían reducido a tal extremo de flaqueza exterior, que sólo aparentaba tener los huesos, los nervios y la piel. Llevaba en la cabeza un gorro de grana forrado en pieles, de manera que nada impedía que se le viese completamente el rostro, capaz de imponer respeto, y aun temor. Sus facciones, muy pronunciadas, estaban enteramente atezadas a consecuencia de haber resistido mil veces el sol de los trópicos; se le hubiera creído exento de pasiones, si las gruesas venas de su frente y la velocidad con que convulsivamente movía a la menor emoción el labio superior, cubierto de un negro y espeso bigote, no hubieran revelado cuán fácil era suscitar en su corazón el impetuoso huracán de la ira. Sus ojos negros, que arrojaban miradas penetrantes, indicaban cuán grande era su deseo de encontrar obstáculos, para tener el gusto de dominarlos; y una profunda cicatriz, unida a la bizca dirección de la mirada, daba a su cara un aspecto duro y feroz.

Vestía una larga capa de grana, y sobre el hombro derecho llevaba una cruz de paño blanco de forma particular: debajo se veía una cota de malla con sus mangas y manoplas tejidas con mucho arte, y que se prestaban con tal flexibilidad a todos los movimientos que parecía de fina seda. Aquella armadura y unas planchas de metal que llevaba en los muslos a manera de las escamas de un reptil completaban sus armas defensivas. En punto a ofensivas, sólo llevaba un largo puñal pendiente de la cintura; montaba un potro, y no una mula, como su compañero, con el fin, sin duda, de reservar su excelente caballo de batalla, que conducía un escudero de la rienda enjaezado como en un día de combate, pues llevaba un frontal de acero que remataba en punta. De un lado de la silla iba pendiente un hacha de armas ricamente embutida, y del otro un yelmo adornado con vistosas plumas, y una larga espada propia de la época. Uno de sus escuderos llevaba la lanza de su dueño con una banderola encarnada, y en ella la blanca cruz, igual a la de la capa; y otro conducía un escudo triangular cubierto con un tapete que impedía ver la divisa del caballero.

A estos escuderos seguían otros dos, cuyo color bronceado, blanco turbante y vestidos orientales hacían conocer que habían visto la primera luz en el Asia. En fin, el porte y las maneras del caballero y de su comitiva tenían alguna cosa de extraordinario. El vestido de los escuderos era suntuoso, y llevaban collares y brazaletes de plata, con unos círculos del mismo metal que tenían en torno de las piernas; éstas en lo demás iban descubiertas desde el tobillo hasta la pantorrilla, como también lo estaban los brazos hasta el codo. Eran sus vestidos de seda, cuya riqueza revelaba la de su amo y hacía claro contraste con la sencillez del traje de aquél. Pendían de su cintura unos sables muy corvos, con empuñadura de oro, sostenidos en ricos tahalíes bordados del mismo metal, y un par de puñales turcos de delicado trabajo. Sobre el arzón de la silla se veían dos manojos de venablos muy acerados por la punta, cuya longitud sería de cuatro pies; arma terrible de que hacían frecuente uso los sarracenos, que aun hoy día sirve en el Oriente para el marcial ejercicio conocido con el nombre de jerrid.

Los corceles en que cabalgaban los escuderos parecían tan extranjeros como los jinetes, pues eran del mismo país, y, por consiguiente, de origen árabe. Su cuerpo fino y hermosa estampa, sus largas y pobladas crines, sus rápidos y desembarazados movimientos, formaban un hermoso contraste con los poderosos caballos cuya raza se conocía en Flandes y Normandía para el servicio de los hombres de armas en una época en que el corcel y el caballero iban cubiertos desde el pie a la cabeza con una pesada armadura de acero; de manera que aquellos caballos al lado de los orientales parecían el cuerpo y la sombra.

El aire particular de la cabalgata llamó la atención de Wamba, y aun la de su compañero, hombre más pensador. Este conoció al momento en la persona del monje al prior de la abadía de Jorvaulx, famoso ya muchas leguas en contorno, amante de la caza, de la buena mesa y de las diversiones, a pesar de su estado. No obstante esto, era bien reputado, pues su carácter franco y jovial le hacían bien quisto y le daban franca entrada en todos los palacios de los nobles, entre los cuales tenía no pocos parientes, pues era noble y normando. Las señoras le apreciaban particularmente, porque era decidido admirador del bello sexo, y también porque poseía mil recursos para alejar el tedio que se sentía a menudo bajo el elevado techo de un palacio feudal. Ningún cazador seguía con más ardor una pieza, y era conocido porque poseía los halcones más diestros y la jauría mejor de todo el North-Riding; ventaja que le hacía ser buscado por los jóvenes de la primera Nobleza. Las rentas de fa abadía sufragaban sus gastos, y aun le permitían ser liberal con los pobres y con los aldeanos, cuya miseria socorría a menudo.