Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Subid, orang —dijo el hijo de las selvas, dirigiéndose a Yáñez y Sandokán—, le debo la vida a uno de vuestros hombres y en mi poblado tendréis todo lo que poseen mis súbditos.

Desde lo alto de las plataformas habían echado una especie de escalera formada por fortísimos rotang.

El negrito se encaramó primero con una agilidad de mono, seguido inmediatamente por Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik.

En cambio, los malayos y assameses, para no congestionar el poblado, habían improvisado en seguida un pequeño campamento bajo los enormes árboles que sostenían las plataformas, colocando ante todo las espingardas en los cuatro lados de la maleza que rodeaba al poblado.

—Preferiría una cabaña en tierra —dijo Yáñez a Sandokán, que le precedía—. No sé cómo estaremos allí arriba.

—Realmente no son muy cómodos —respondió el Tigre de Malasia—. Conozco los poblados de los negritos y sobre todo los suelos de sus techados. Procura no romperte las piernas. Nosotros llevamos botas, mientras que estos hijos de las selvas no las han conocido nunca y poseen la agilidad de los monos.

Sandokán estaba en lo cierto, pues cuando Yáñez puso los pies sobre la primera plataforma se detuvo muy sorprendido, lanzando cuatro o cinco maldiciones a su Júpiter. Las plataformas no estaban cubiertas por tablas, como parecía. La estructura era muy robusta y estaba apoyada firmemente en sólidas ramas, pero el suelo estaba formado por bambúes colocados a la distancia de medio pie, o tal vez más, entre uno y otro.

— ¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. Es una verdadera trampa en la que se corre el peligro de romperse las piernas, como has dicho. Estos salvajes cuando quieren pasear se ven obligados a hacer una gimnasia infernal.

—Están acostumbrados a ello —respondió el Tigre de Malasia.

— ¡Pero si llevasen zapatos! Desgraciadamente en este país no se conocen.

—No harían fortuna los zapateros.

—No me cabe la menor duda.

— ¿Empezamos a saltar?

—Saltemos —respondió Yáñez, que hacía unos momentos que olfateaba, con cierto agrado, un olor exquisito que salía de uno de los techados lleno de mujeres atareadas.

Iba a comenzar su gimnasia cuando vio a varios negritos que llegaban con grandes tablas. Sin duda habían comprendido la dificultad de sus invitados y se apresuraban a colocar puentes para hacerles menos cansado el avance por las grandes plataformas.

— ¡Vaya! —exclamó Yáñez—. ¡Qué amables son estos salvajes…!

—No sigas llamándoles salvajes —le dijo Tremal-Naik riendo.

—Tienes razón, amigo.

Pasaron por los puentes y llegaron a uno de los primeros techados, donde se encontraba el negrito rodeado por algunos hombres de baja estatura, casi desnudos y con extraños tatuajes en sus cuerpos: eran los notables o los guerreros más famosos de la tribu.

Cubrían los bambúes esteras muy gruesas formadas por nervaduras de arengas saccharifera para no exponer a los aventureros a alguna grave caída.

El negrito ofreció ante todo a sus nuevos amigos, en rudimentarias tazas de arcilla cocida, el kalapa, bebida refrescante que se encuentra dentro de los cocos; después cuatro mujeres trajeron un jabalí cocinado entero mientras unos muchachos ofrecían cazos llenos de laron, las larvas de las termitas, y de ud-ang, una mezcla repugnante de pequeños crustáceos secados y pulverizados junto con peces dejados antes al sol para que fermenten y se pudran, pese a lo cual es apreciada por los gourmets de Borneo, ya sean malayos, dayakos o negritos.

—Mi tribu os ofrece, orang, lo mejor que posee —dijo el negrito.

— ¿Y nuestros hombres? —preguntó Yáñez.

—He hecho que asen para ellos dos babirusas capturadas ayer por la mañana —respondió el jefe—. No pasarán hambre.

— ¿Y tu tribu?

—Por hoy se conformará con frutas de la selva. No te preocupes, orang, y come.

Los tres aventureros, que hacía unas treinta horas que no comían, no se hicieron rogar y festejaron el jabalí asado, regándolo con no pocas tazas de excelente bram, licor fortísimo extraído del arroz fermentado y del jugo de ciertas palmeras, que se parece bastante al sam-sciù de los chinos. En cambio, los notables o guerreros célebres, o lo que fuesen, habían empezado a comer las larvas de termitas y el ud-ang que Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik habían descartado inmediatamente.

Habían terminado la comida y comenzaban a humear las pipas y los cigarrillos cuando Yáñez, que parecía atormentado por un pensamiento, se dio una fuerte palmada en la frente diciendo:

— ¡Tengo una idea!

Sandokán y Tremal-Naik se habían vuelto hacia él, interrogándolo con la mirada.

—Sí, una idea —repitió el portugués.

—Si ha nacido en tu cerebro debe de ser muy buena —dijo el Tigre de Malasia—. Tu cerebro ha sido siempre fertilísimo en hallazgos extraordinarios. Explícate.

En vez de contestar, Yáñez se dirigió al negrito, preguntándole:

— ¿De cuántos guerreros dispone tu tribu?

—De unos cuarenta, orang. Los cazadores de cabezas la diezmaron cruelmente el año pasado.

— ¿Son valientes, por lo menos?

—Se han batido siempre muy bien.

— ¿Crees que si permaneces aquí estás resguardado de las bandas dayakas que recorren la selva?

—Es posible, orang, que destruyan mi tribu de un momento a otro. Cuando hayáis partido vosotros, que tenéis tantas cañas que truenan, los cazadores de cabezas caerán sin duda sobre nosotros para vengarse de que yo os he servido de guía. ¡Los conozco demasiado bien!

— ¿Quieres seguimos hacia el lago? Nosotros nos encargaremos de protegerte a ti, a tus hombres, a tus mujeres y también a los niños.

En los ojos negrísimos del hijo de las selvas brilló un relámpago de alegría.

— ¿Lo harás, orang? —preguntó conmovido.

—Y enseñaré también a tus hombres a usar las cañas que truenan. Tenemos un par de cajas de carabinas, ¿verdad, Sandokán?

—Suficientes para armar a todos estos hombres —respondió el Tigre de Malasia.

— ¿Apruebas mi idea?

—Por completo, Yáñez. Ya te había dicho antes que debía de ser muy buena. Disparen bien o mal, no se pueden despreciar cuarenta bocas de fuego. Nos estorbarán las mujeres y los niños.

—Haremos de ellos porteadores y porteadoras de víveres —respondió Yáñez.

—Le encuentras respuesta a todo —dijo Sandokán—. ¡Diablo de hombre!

—No soy un diablo, sino un rajá indio —dijo, bromeando, el portugués.

— ¿Pero quién adiestrará a estos salvajes que no han tenido nunca en sus manos un fusil? —preguntó Tremal-Naik.

— ¿Quién? Kammamuri y yo —contestó Yáñez—. Sandokán no tiene ninguna prisa por colocarse en la cabeza la corona de rajá del Kin-Ballu, una corona que probablemente no conseguirá encontrar ni siquiera en el fondo del lago, por lo que podemos detenernos unas semanas para instruir a estos negritos. Tengo esperanzas de hacer de ellos óptimos soldados que efectuarán tan bien las maniobras como los soldados portugueses y holandeses. ¡Uno…, dos…, en fila…, adelante…, corriendo…, carguen…, apunten…, fuego a discreción…! ¡Por Júpiter, sería un magnífico sargento instructor!

— ¡Un gran general! —dijo Tremal-Naik—. Me parece escuchar a sir John Dukley dirigiendo las maniobras de los cipayos en la magnífica explanada del fuerte William.

— ¡He aquí a un hombre realmente maravilloso! —dijo Sandokán estallando en una carcajada—. Verás, mi querido Tremal-Naik, cómo sabrá convertir a estos salvajes en soldados más disciplinados que mis malayos y mis assameses. ¡Es una pena que se haya convertido en rajá!

Aquel primer día pasado en el poblado aéreo de los negritos transcurrió alegremente, regado con bastante abundancia por bram y kalapa.

También los malayos y assameses, acampados alrededor de los gigantescos árboles, gozaron de la hospitalidad de aquellos pobres negritos.

Por la tarde en las plataformas se organizó incluso un baile, en el que se guardaron bien de participar los jefes de la piratería y los assameses, que calzaban botas para no exponerse al peligro de romperse las piernas.

Sandokán no se olvidó de tomar después del anochecer grandes precauciones con el fin de evitar cualquier sorpresa por parte de los dayakos, que no habían dado señales de vida.

Desconfiaba mucho del griego, cuyo espíritu vengativo conocía ya perfectamente. Por fortuna, disponía de los cuarenta guerreros del negrito, a los que colocó como centinelas avanzados y leales en la gran selva, para prevenir a sus malayos y a los assameses de Yáñez de un ataque inesperado.

Además, las cuatro espingardas, cargadas hasta la boca de clavos de cobre y fragmentos de vidrio, estaban preparadas para acoger debidamente a los feroces cazadores de cabezas.

Pero aquellas precauciones fueron completamente inútiles, pues la noche transcurrió muy tranquila y todos pudieron gozar de un buen sueño, cosa que necesitaban urgentemente.

Unas horas después del amanecer Yáñez estaba en pleno ejercicio de sus funciones de sargento instructor.

Su voz retumbaba como una trompeta bajo la bóveda de los grandes árboles, arrancando con frecuencia carcajadas de Tremal-Naik y Sandokán, que desde lo alto de las plataformas asistían al espectáculo junto con las mujeres de la tribu.

— ¡Uno…, dos…, en fila…, a la derecha…, izquierda…, carguen…, apunten…, fuego…, al asalto…! ¡Hurra por el Tigre de Malasia!

Y no bromeaba el portugués. Cuando un guerrero no se movía con rapidez caía sobre la espalda del desmañado una lluvia de palos, plenamente aprobada por el jefe de la tribu.

Sin embargo, aquellos pobres salvajes, a pesar de sus buenos deseos de convertirse en dignos guerreros del tuan-uropa, parecían tener la cabeza muy dura, pues después de un par de horas sabían aún menos que antes y no habían conseguido todavía marchar en columna. Quizá no comprendían completamente las órdenes que el portugués daba, acompañadas de palos.

 

— ¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que hacía dos horas que se tostaba bajo un sol de fuego—. ¿Tendré que abandonar mi famosa idea?

Miró hacia las plataformas.

Sandokán y Tremal-Naik, tumbados a la sombra de los grandes árboles, al borde del poblado aéreo, con sendas pipas en la boca, lo miraban sonriendo irónicamente.

—Parece como si se divirtieran con mis esfuerzos prácticamente inútiles —dijo—. ¡Kammamuri, ven!

El maharata, que gozaba también del insólito espectáculo a la sombra de un árbol, conteniendo con dificultad la risa, escupió la nuez de areca que estaba masticando y avanzó diciendo con voz grave:

—Presente, general.

— ¡Por la muerte de Júpiter! —gritó Yáñez un poco exasperado—. Me parece que todos os estáis burlando de mí.

—En absoluto, general.

—Te he nombrado instructor de las tropas assamesas porque perteneces a la más brava casta guerrera de la India.

—Cierto, señor Yáñez.

—Pero no te he visto dirigir a mis súbditos.

—Cierto, señor Yáñez.

—Adiéstrame, pues, a estos salvajes, que parecen tener un cerebro muy cerrado. ¡Yo ya tengo bastante!

—Se precisa un buen bambú para infiltrar en sus cráneos las maniobras de los cipayos.

—El jefe te lo permite.

—Entonces, dejadme a mí. Os aseguro, señor Yáñez, que dentro de ocho días estos hombres efectuarán las maniobras como el primer regimiento de fusileros de Bengala.

— ¡Vete al diablo! —gritó Yáñez—. Si no lo consigues, te relevaré del cargo de instructor de los regimientos assameses, palabra de honor.

Se agarró a la escalera formada por fibras de rotang y subió hacia el poblado aéreo mientras Kammamuri gritaba, desgañitándose, a los atontados salvajes:

—Marchen…, alto…, formad… ¡por la muerte de Shiva, de Visnú, de Brahma y de todos los kateri de la India! ¡Adelante…, alto…, rodilla en tierra…, fuego…, carguen…, rompan filas…, en columna…, al ataque! ¡Barred a los dayakos sin darles cuartel!

6. El asalto de los rinocerontes

Ocho días después, malayos, assameses y negritos abandonaban el poblado aéreo y el campamento para reanudar su marcha hacia el Kin-Ballu.

La columna estaba muy bien ordenada, pues Kammamuri, a fuerza de gritos y bastonazos había conseguido, cosa increíble, transformar a los cuarenta guerreros del jefe en verdaderos soldados, que no habrían desmerecido al lado del primer regimiento de fusileros de Bengala, con gran sorpresa de Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik.

Decididamente, también aquel leal servidor del ex cazador de la selva negra había nacido… general de los estados maharatas, o, por lo menos, excelente sargento instructor.

Una treintena de mujeres y otros tantos muchachos seguían a la columna llevando víveres y municiones y protegidos por una fuerte retaguardia mandada por Sapagar.

Los dayakos no habían dado señales de vida, pero todos sentían por instinto que aquellos feroces cazadores de cabezas no debían de haber abandonado la gran selva y la vigilaban desde lejos.

En varias ocasiones por la noche los negritos que montaban guardia alrededor del campamento habían visto sombras humanas deslizarse entre los grandes árboles y los rotang y desaparecer con velocidad fulminante sin dejar casi ninguna señal. El vengativo griego no había abandonado, ciertamente, su vigilancia.

Sin embargo, la columna, provista de casi un centenar de bocas de fuego y apoyada por las cuatro espingardas, tenía, por el momento, muy poco que temer, aunque los negritos no eran más que malos reclutas que cerraban los ojos cada vez que disparaban las carabinas.

Durante cuatro días la columna continuó tranquilamente su marcha, sin ser molestada en ninguna de sus etapas y permitiéndose incluso el lujo de dar alguna batida para proveerse de carne; pero hacia el anochecer del quinto, cuando en la lejanía comenzaban ya a delinearse netamente sobre el horizonte incendiado las altas cimas del Kaidangan, una cordillera que surge casi a medio camino entre la bahía del Malludu y el Kin-Ballu, un acontecimiento, aunque no inesperado, la detuvo bruscamente.

La columna iba a acampar en un pequeño claro abierto tal vez por una carrera de elefantes, pues yacían en el suelo numerosos troncos de árbol que parecían violentamente partidos, cuando el negrito, que guiaba siempre a la vanguardia y observaba todo con atención, se aproximó a Kammamuri, por el que sentía un cariño especial, diciéndole con su voz gutural:

— ¡El enemigo!

— ¿Dónde? —preguntó el maharata desconcertado, pues hasta entonces no había notado nada alarmante.

—Desciende del Kaidangan.

— ¿Tienes dos anteojos fijados a tus pupilas?

—No sé lo que son esas cosas —respondió ingenuamente el hijo de la selva.

—No es necesario que en este momento te explique qué clase de bichos son. Otra vez será. ¿Dónde está el enemigo? No lo veo.

—Baja por la montaña, ya te lo he dicho, orang.

— ¿Por qué parte?

— ¿No ves allá arriba unos puntos luminosos corriendo?

—Son luciérnagas.

—Te equivocas, orang.

— ¿Qué crees que son entonces?

—Grandes animales.

— ¿Que llevan antorchas en la boca?

El salvaje hizo un gesto de impaciencia.

—No bromees, orang —dijo con voz grave—. Dentro de poco estarán aquí y barrerán nuestro campamento. Los cazadores de cabezas están detrás de esos bichos.

— ¡Que Shiva me ahogue en el mar de leche de la gran serpiente si entiendo a este hombre! —exclamó Kammamuri—. Quizás el Tigre de Malasia, que conoce este país mejor que yo y que comprende mejor que yo la lengua de estos hombres, pueda entender algo más.

Dejó al negrito, que seguía mirando con cierta preocupación las pendientes boscosas del Kaidangan, y fue a informar a los jefes de la expedición de lo que había oído. Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, que marchaban con el grueso de la columna, llegaban en aquel momento al claro, en el que los malayos, ayudados por los assameses de la vanguardia, habían construido ya con rapidez varios attap para resguardarse de la humedad de la noche, que produce con frecuencia la llamada fiebre de los bosques o fiebre negra, enfermedad que en menos de veinticuatro horas manda al otro mundo al hombre más robusto.

—Si el negrito no está tranquilo es que nos amenaza algún peligro —dijo Sandokán tras escuchar atentamente a Kammamuri—. Yo conozco a estos hijos de la selva y sé que su instinto no les abandona nunca. ¿Dónde están esos fuegos?

—Bajan por las montañas.

— ¿Y tú crees que son luciérnagas?

—A mí me lo parecen.

—Estamos a un par de millas de la base del Kaidangan. ¿Cómo pretendes, mi querido Kammamuri, distinguir a tanta distancia un insecto fosforescente?

— ¿Es que tus ojos se han convertido de repente en anteojos de marina? —preguntó Yáñez—. A veces Brahma, Shiva y Visnú hacen milagros desconcertantes.

—En los que no he creído nunca —añadió Tremal-Naik.

—Vamos a ver estos misteriosos fuegos —concluyó Sandokán.

El negrito se había encaramado a un betel cuyo delgado tronco tenía quince o veinte metros de altura y, agarrado a las larguísimas hojas, oteaba con atención la llanura que se extendía más allá de la selva hasta la base de la montaña.

— ¿Qué ves? —le preguntó Sandokán.

—Los fuegos.

— ¿Qué son?

—Todavía no lo sé, orang —contestó el hijo de la selva.

Ahora corren a gran velocidad por la llanura.

— ¿No son luciérnagas?

—No, orang: son grandes animales.

—No he visto nunca animales grandes luminosos.

—Espera, orang.

— ¿Entiendes algo de este asunto, Yáñez? —pregunto Sandokán, dirigiéndose al portugués, que estaba comiendo tranquilamente una magnífica banana que le había ofrecido Sapagar.

—Nada, hermanito.

— ¡Y sin embargo este negrito no puede equivocarse!

—Será como tú dices.

—Parece que te interesa más la banana que el peligro que nos amenaza —dijo Sandokán.

—De momento sí: es realmente exquisita. No las he comido tan buenas ni siquiera cuando estaba en la corte de Surama.

—Saca alguna conclusión.

—Esperemos.

— ¿Pero qué crees que serán esos fuegos?

—Cometas.

En aquel momento se oyó un disparo seguido por un grito.

— ¿Quién ha disparado, Sapagar? —gritó Sandokán.

Varios malayos y no pocos assameses se precipitaron hacia un tupido matorral que se alargaba hacia uno de los cuatro ángulos del campamento.

Se oían voces en las tinieblas.

— ¡Buen disparo!

— ¡Una bala en la frente!

— ¡Los bribones están cerca!

— ¡No, era un espía!

—Bien muerto está.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik se precipitaron hacia el matorral.

— ¿A quién habéis matado? —preguntó el primero, abriéndose paso.

—A uno de esos malditos dayakos, señor —respondió Sapagar, que había sido uno de los primeros en acudir—. Ese perro nos espiaba y tal vez esperaba la ocasión propicia para lanzarnos unas docenas de flechas envenenadas.

— ¡Échalo a los tigres o a las panteras!

— ¡A las armas! —gritó en aquel mismo momento el negrito.

— ¡Vaya! —exclamó Yáñez—. Esta noche no se puede dormir ni fumar un cigarrillo. Bueno, la verdad es que nuestras carabinas corren el peligro de oxidarse. ¡Eh, Kammamuri, tú que has sido el sargento instructor de estos salvajes, haz que formen de modo más o menos regular! Yo me encargo de mis assameses.

— ¡No! —gritó Sandokán—. Ya he comprendido de lo que se trata. Es una vieja estratagema de los dayakos de estas regiones. ¡Rápido! Ocupad las ramas de los árboles más robustos y estad preparados para abrir fuego. Primero los niños y las mujeres.

— ¿Qué nos echan encima esos canallas? —preguntó Yáñez, que conservaba su calma habitual y no parecía tener mucha prisa por ponerse a salvo.

—No pierdas tiempo, hermano —respondió el Tigre de Malasia—. Sígueme allá arriba, entre las ramas de ese magnífico pombo. Resistirá los embates de esas bestias.

— ¿De qué bestias? Estás muy enigmático.

En vez de contestar, Sandokán se lanzó hacia el gigantesco árbol, se agarró a los festones de rotang y de nepentes y trepó rápidamente, seguido inmediatamente por Tremal-Naik y Sapagar, que ayudaba a Nasumbata.

También los demás se encaramaban precipitadamente a las plantas más fuertes, entre los chillidos de las mujeres y los niños.

Al verse solo, Yáñez creyó conveniente imitar aquella maniobra de cuadrumanos y llegó lentamente donde estaba Sandokán.

—Ahora me explicarás qué espantoso cataclismo está a punto de caer sobre nosotros —dijo el pirata una vez se hubo acomodado en la horquilla de una gruesa rama.

— ¿No oyes?

—Sí, un estruendo lejano que parece producido por el galope desenfrenado de un número considerable de pesados animales y que nosotros oímos ya cuando asistimos a la emigración de los búfalos.

—Pero esta vez no se trata de búfalos, sino de animales mucho más narigudos.

— ¿Narigudos? —exclamó el portugués mirándole con estupor—. ¿Elefantes?

—No, rinocerontes; y estoy segurísimo de que no me equivoco.

— ¿Crían esas bestias los dayakos de tu país? Es algo que desconocía.

—Los utilizan para la guerra, y los que capturan en las trampas los reservan para lanzarlos contra sus enemigos. Comprenderás perfectamente, Yáñez, que es muy difícil resistir esas cargas, especialmente si tienen lugar en una llanura.

— ¿Y cómo los azuzan y dirigen?

—Con fuego. Ahora verás en acción a los conductores de esos bichos. Los rinocerontes han entrado ya en la selva y se dirigen hacia nosotros.

—No me preocupan.

—Claro, porque estás seguro encima de un árbol que resistiría el embate de diez elefantes.

—Puede ser, Sandokán —respondió Yáñez.

A poca distancia se oían golpes tremendos y fuertes resoplidos.

Los rinocerontes corrían desesperadamente, enfurecidos por los hombres que los azuzaban.

— ¡Preparad las armas! —gritó Sandokán a sus hombres, que se encontraban encaramados, en pintoresco desorden, en las gruesas ramas de los altos árboles.

 

—Y sobre todo no olvidéis haceros con comida abundante —añadió Yáñez—. La carne de los rinocerontes no es tan mala como dicen.

El estruendo aumentaba por momentos, en un crescendo impresionante. Bajo los árboles se veían como líneas de fuego cruzándose, separándose y uniéndose de nuevo.

—Eh, Sandokán —dijo Yáñez, que no estaba nunca callado más de diez minutos—, tú que pareces conocer el modo de guerrear de estos condenados cazadores de cabezas, ¿no podrías explicarme la presencia de esos fuegos?

—Eso es precisamente lo que hace terribles a los rinocerontes, amigo.

— ¿Cómo?

—Todos esos bichos llevan ensartado en el cuerno un haz de bambúes secos.

—Entiendo. Al correr, la llama se reanima y las pobres bestias se queman la nariz y la frente.

—Y quedan cegados.

— ¡Son listos esos salvajes!

—Ya están aquí.

—Estamos preparados para recibirlos.

Los rinocerontes habían llegado ya a muy poca distancia y se precipitaban por la selva con ímpetu irresistible, unidos entre sí por sólidas cadenas de hierro.

Los desventurados animales llevaban ensartados en el cuerno haces de leña untada con resina; los seguían unos cincuenta dayakos que los espoleaban despiadadamente con largas lanzas.

Los árboles tiernos y los matorrales caían segados por las cadenas, y cuando la manada topaba con un gran árbol que ni siquiera los elefantes podían derribar, los animales se desplomaban patas arriba lanzando berridos ensordecedores, pues aquellas caídas provocaban lluvias de chispas que producían quemaduras muy dolorosas.

Aquél era el momento más difícil para los dayakos, pero aquellos bribones conseguían a golpes de lanza que los animales volvieran a tomarla dirección deseada.

La manada que iba a arrasar el claro se componía sólo de unos quince rinocerontes, pero si hubieran sorprendido a los malayos, a los assameses y a los negritos bajo los attap habrían hecho una carnicería. Habrían pasado sobre sus cuerpos y sin duda habrían destripado o lanzado por los aires a un buen número, dado el furor que los poseía.

Afortunadamente el negrito había dado la alarma a tiempo y Sandokán había intuido inmediatamente el peligro.

Después de otra caída ante un grupo de durion y casuarinas, cuyos troncos gruesos y fuertes no habían cedido, los rinocerontes se lanzaron furiosamente por el campamento, barriendo los ligeros techados construidos por los malayos, pero fueron a chocar contra otro grupo de grandes plantas.

Se vio entonces un espectáculo horripilante. Los pobres animales, que debían de haber perdido la visión por la incesante lluvia de chispas que caía de los haces de bambúes ensartados en su cuerno nasal y que no se habían apagado todavía, detenidos bruscamente en su loca carrera, se encabritaron como si se hubieran vuelto locos y se lanzaron unos sobre otros, en una confusión indescriptible, quemándose recíprocamente.

Los dayakos encargados de conducirlos iban a lanzarse contra ellos para obligarles a reanudar la carrera cuando resonó la voz metálica de Sandokán, imponiéndose por un momento sobre los bramidos horripilantes de los colosos.

— ¡Fuego contra los hombres!

Resonaron, una tras otra, tres descargas.

Malayos, assameses y negritos disparaban furiosamente.

Los dayakos, asustados por aquel estruendo y por los silbidos de los proyectiles, abandonaron a los rinocerontes y escaparon velozmente, dejando tras ellos una decena de cadáveres.

— ¡Pensad en la comida! —gritó Yáñez, que ni siquiera se había dignado desperdiciar una bala.

Los rinocerontes se habían puesto en pie y estaban casi todos libres, pues en aquel último y formidable choque se habían roto las cadenas que los unían.

Sin embargo, uno de ellos había quedado tendido contra el colosal tronco de un durion, pues en la desesperada carga se había partido el cráneo y su hocico se chamuscaba, emanando un olor nauseabundo de carne quemada.

Bastaron unos disparos para poner en fuga a los demás y despejar el campamento, que había quedado en condiciones deplorables, pues ni un solo attap permanecía en pie.

— ¡Terminó la fiesta! —dijo Yáñez, pidiéndole un cigarrillo a Tremal-Naik—. En este momento quisiera ver la cara de ese perro griego. No estará muy contento por el fracaso de esta nueva modalidad de carga. Podemos bajar, Sandokán.

—Creo que podemos acampar ya sin peligro. Supongo que los dayakos no tendrán a su disposición otra manada de rinocerontes. De momento nos dejarán tranquilos, aunque espero de ellos otras sorpresas. El rajá del lago nos disputará furiosamente el terreno.

Se agarraron a los rotang y calamus y se descolgaron hasta el suelo. Los malayos, assameses y negritos los habían precedido y se habían lanzado contra el rinoceronte empuñando los parang, poniéndose a trabajar para despedazarlo, lo que no era tan fácil como puede parecer, pues esos animales tienen una piel tan resistente que pueden desafiar impunemente las balas de los viejos fusiles, y costillas tan firmes que ponen a prueba las mejores hachas.

Mientras tanto, algunos malayos se encargaban de reconstruir los attap, trabajo mucho más fácil que el descuartizamiento del coloso.

—Eh, Sandokán —dijo Yáñez, siempre de buen humor—, ¿no volverán los rinocerontes? Si están ciegos es probable que vuelvan a molestarnos.

—No se puede descartar ese peligro —respondió el Tigre de Malasia—. Pero esperemos que hayan huido y no vengan ya por aquí.

—De cualquier modo, estaremos preparados para recibirlos —añadió Tremal-Naik, que estaba tranquilamente tumbado bajo el primer attap reconstruido.

—Esperemos que nos dejen cenar sin contratiempos —dijo Yáñez—. ¿Y los dayakos?

—No te preocupes por ellos —dijo Sandokán—. Deben tener un miedo terrible, y por ahora, después de ver la inutilidad de su intento de destruimos, nos dejarán tranquilos. Los encontraremos más adelante. Eh, Sapagar, te recomiendo la cena. No será demasiado delicada, pero nos la comeremos de todas formas. Estamos acostumbrados a la caza mayor.

Los negritos, ayudados por sus mujeres, habían recogido ya leña en abundancia y habían encendido siete u ocho hogueras, suficientes para asar una docena de búfalos salvajes.

Se asaban ya enormes trozos de carne chisporroteando alegremente.

A pesar de que en las proximidades podía haber dayakos todavía, los muchachos recogían mangos, pombos, bananas y durion, trepando con la agilidad de los monos a los árboles más altos.

Sapagar, en cambio, estaba ocupado asando para sus señores anchas tajadas de frutos de árboles del pan, que, aunque no sabían a pan de trigo, podían pasar por tajadas de calabaza cocinada al horno con un ligero sabor de alcachofa.

La noche se presentaba espléndida. Brillaba la luna e inundaba con sus rayos azulados el claro, y de las montañas cercanas descendían de vez en cuando soplos de aire fresco y perfumado. En la gran selva reinaba un profundo silencio, roto sólo por el ligero murmullo de las frondas.

—Es una noche deliciosa, que recuerda las tibias y perfumadas de Assam, ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Yáñez.

—Yo, la verdad, estoy ocupado oliendo el perfume del asado —respondió el indio—. He visto demasiadas en la jungla negra; pero precisamente las más hermosas solían ser las más peligrosas.

— ¡Te estás convirtiendo en un pájaro de mal agüero! —dijo el portugués—. Estos indios se vuelven fúnebres cuando dejan de ver el Ganges.

—Aún no ha salido el sol.

—Si estuviese en mi mano le mandaría un mensaje para decirle que no apareciera hasta después de las nueve… ¡Ah, aquí está Sapagar! ¿Quién diría que la carne de un rinoceronte exhala un olor tan apetitoso cuando está bien asada?

—Yo, que la he comido con frecuencia cuando era todavía casi un niño —respondió Sandokán.

—Tú eras entonces medio salvaje y no podías opinar. Aquí hay un hombre civilizado, un tuan-uropa, como nos llaman los malayos a los europeos, y a mí me corresponde dar una opinión exacta sobre si los rinocerontes son realmente suculentos; en caso afirmativo daré órdenes a mis grandes cazadores de Assam de capturar por lo menos uno cada semana y a mi primer cocinero le encargaré que lo cocine entero y perfectamente si quiere permanecer en la corte de Surama, la mujer del príncipe consorte.