Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Están las pitones en medio.

—Es cierto; lo había olvidado —contestó Yáñez—. ¿Qué hacen esos reptiles?

—Dormitan, señor Yáñez —dijo Kammamuri.

— ¡Qué eternas dormilonas! ¡Parece que las hayan creado sólo para tragar y dormir!

—Y también para triturar al incauto que se deje sorprender —añadió Kammamuri—. En la jungla negra escapé, aún no sé cómo, de sus irresistibles abrazos.

Un gesto enérgico de Sandokán interrumpió su conversación.

— ¿Cuántos hombres crees que hay entre nosotros? —preguntó el pirata a Yáñez.

—Sin duda muchos.

— ¿Crees que los dayakos terminarán su trabajo antes de que oscurezca?

—No conozco el espesor del techo, amigo. ¿Qué quieres intentar?

—Quisiera provocarlos para ver si son muchos.

— ¿Quiénes?

—Los dayakos.

— ¿E intentar una carga a fondo?

—Esa es mi idea —respondió Sandokán—. No puedo quedarme aquí inactivo. Ese trabajo misterioso que están efectuando los dayakos bajo la dirección del miserable griego me irrita.

— ¿Y cómo cruzarás la barrera de las pitones? Ya no está el negrito con su angilung para hacerlas retroceder, hermanito.

— ¡Canallas! —rugió—. ¡Si mis hombres llegan a tiempo os despedazaré a todos, malditos dayakos, sin ninguna compasión! ¡He de matar al griego antes de lanzarme hacia el Kin-Ballu!

— ¿Estas excitado, hermanito? —preguntó Yáñez, que había recobrado en seguida su sangre fría.

— ¡Tengo unas ganas tremendas de matar! —respondió Sandokán.

El Tigre de Malasia, no domado todavía por los años, el terrible tigre que había sembrado el terror por todas las costas occidentales de Borneo y había hecho temblar incluso al leopardo inglés anidado en Labuán, lanzaba su grito de guerra.

Si en aquel momento hubiese podido atacar, ni siquiera cincuenta dayakos habrían podido resistir su ímpetu extraordinario.

Desgraciadamente en aquel momento se encontraba prácticamente impotente, pues la barrera presentada por la enorme masa de pitones lo habría detenido en seguida.

—Yáñez —preguntó con voz ronca—. ¿Es éste el final?

— ¿El final de quién?

—El nuestro.

— ¡Por Júpiter! Aún no estamos muertos, hermano, y no veo razón para desesperamos. Los dayakos no han horadado todavía el techo y no veo caer la nafta incendiando estas malditas masas de azufre. ¿Cómo estás siempre tan rabioso? Aquí no estamos en Labuán, y no son ingleses los que tenemos delante.

—Es al griego al que quisiera matar.

— ¡Por Júpiter! Yo no volveré con Surama sin llevar conmigo la piel de ese canalla bien rellena de paja.

— ¡Si consiguiésemos salir vivos de esta trampa…! —exclamó Tremal-Naik.

—Tú tienes la palabra, Yáñez —dijo Sandokán.

El portugués no contestó en seguida. Seguía escuchando los golpes de parang y de kampilang que, con rabia creciente, daban los dayakos contra el techo de la caverna.

—Tomemos precauciones —dijo inesperadamente—. Asegurémonos una buena ventilación. Si todo este azufre se incendia puede asar hasta a un elefante, después de asfixiarlo… Venid, amigos.

— ¿Adonde? —preguntó Sandokán, que tenía los ojos inyectados en sangre.

—Hacia la abertura.

— ¿Quieres intentar salir?

—Hemos engordado demasiado, mi querido amigo, y la roca es demasiado dura… ¡Bah! Ya veremos.

Por el amplio orificio de la caverna entraba una vaga luz, pues el sol estaba ya bastante alto sobre el horizonte y hacía superfluas las ramas resinosas, que se habían apagado ya, pero en la hoguera había todavía tizones y no faltaba leña.

Yáñez se aproximó a las serpientes, que dormitaban unas contra otras formando una monstruosa barrera.

Al no tenerlas ya hechizadas el angilung del hijo de los bosques, habían reanudado su letargo, pero seguían constituyendo para los sitiadores un obstáculo insuperable, pues al primer ataque se espabilarían, y entonces nadie conseguiría dominarlas, tal vez ni siquiera la flauta del negrito.

— ¿Qué quieres intentar, Yáñez? —preguntó Sandokán—. Tú tienes alguna idea.

—Sí, quisiera provocar un asalto de los dayakos.

—No serán tan estúpidos como para dejarse atrapar. Ya se deben de haber dado cuenta de que no pueden entrar ni siquiera con parang y sus kampilang.

—Tratemos de irritarles.

— ¿Y las pitones?

—Que salgan de una vez por todas y se lancen contra esos canallas. Si yo supiera tocar el tomril o algún instrumento similar no estaría ya aquí, y el griego tendría por lo menos diez pitones enroscadas alrededor de su cuerpo. Cuando vuelva a Assam haré que me enseñe esa música algún famoso sap…

— ¡Si vuelves!

—Ahora eres tú el pájaro de mal agüero —contesto Yánez, esforzándose en sonreír—. ¡Por Júpiter! Aún no estamos muertos, y la nafta que ese bribón griego quisiera echar sobre nuestras cabezas no ha encontrado paso todavía.

Se había acercado a la masa de pitones y miraba atentamente por la amplia abertura.

— ¡Centinelas ante nosotros! —dijo—. Podemos dar un buen golpe. Veremos si estas eternas dormilonas reanudan su marcha aún sin el tomril o el angilung.

Se arrodilló, montó la carabina, apuntó un momento y disparó. Un aullido replicó a la detonación, seguido por un horrible concierto de silbidos. Las pitones, molestas por aquel disparo a tan corta distancia, levantaron la cabeza estirando al mismo tiempo sus cuerpos.

— ¡Ah, qué feos son! —exclamó Yáñez, saltando rápidamente hacia atrás mientras cruzaban la abertura siete u ocho flechas.

Sandokán, que se había tendido en tierra, en medio de dos rocas que le protegían los flancos, disparó a su vez la carabina, contestándole también un grito muy agudo. Un dayako que había cometido la imprudencia de descubrirse para lanzar mejor su dardo envenenado había dado un salto, cayendo exangüe entre los matorrales que hasta entonces lo habían ocultado.

—Dos menos —dijo Yáñez.

—Y ya que hemos comenzado hay que continuar —añadió Sandokán.

— ¿Y las pitones?

—Deja que silben. Tienen derecho a divertirse un poco también. Vamos, Tremal-Naik, pero cuidado con las flechas. ¡Ese maldito upas no es cosa de broma!

Retumbó un tercer disparo de carabina.

Las serpientes, asustadas por los disparos, parecían enloquecidas. Se erguían impetuosamente, tocando con sus cabezas el techo de la caverna, se desenroscaban agitando furiosamente sus colas y se lanzaban a derecha y a izquierda tratando de envolver con sus potentes anillos a los que interrumpían su tranquilidad.

A cada disparo se lanzaban hacia el lado opuesto, hacia la salida de la caverna, pero sin decidirse a dejar el lugar.

—Es inútil —dijo Yáñez tras gastar cuatro o cinco cartuchos—. Estas holgazanas no quieren moverse.

—Y los dayakos han comprendido que sus flechas no sirven contra nuestras armas de fuego y se han puesto, a cubierto —añadió Sandokán—. Reservemos nuestras municiones para mejor ocasión.

—Es lo que te quería proponer —dijo Tremal-Naik—. Hay demasiados matorrales y árboles ante nosotros.

En aquel momento cayó de lo alto una lluvia de rocas a pocos pasos de Kammamuri, que asistía al combate mirando melancólicamente su inútil sable.

— ¡Han abierto el orificio! —gritó Yáñez, retrocediendo rápidamente—. ¡Cuidado!

Todos se habían pegado rápidamente a la pared de la caverna, mirando hacia arriba.

En efecto, los dayakos habían conseguido agujerear el techo de la caverna después de tres o cuatro horas de trabajo febril.

— ¿Dejarán caer la nafta o se conformarán con lanzarnos sus flechas envenenadas? —preguntó Sandokán.

— ¡Teotokris no será tan estúpido! —contestó Yáñez—. ¡Para qué servirían los dardos si tenemos la posibilidad de evitarlos refugiándonos en el fondo de la caverna!

— ¿Entonces, dentro de poco entrará un río de fuego?

—E incendiará el azufre.

— ¿Y nosotros?

—Lo único que podemos hacer es refugiamos alrededor de la abertura que nos ha indicado el negrito.

— ¿Podremos resistir o moriremos asfixiados?

—Es lo que me preguntó —contestó Yáñez, que, quizás por primera vez en su vida, parecía profundamente impresionado.

— ¿Terminaremos nuestros días aquí?

—Ya te he dicho que no estamos muertos todavía.

—Pero, ¿qué esperas?

— ¿Y el negrito? ¿Lo has olvidado?

— ¿Y si lo hubiesen matado?

—Entonces, adiós a todo, mi querido Sandokán. Contra el destino no siempre se lucha ventajosamente.

— ¡Y yo habré sido la causa de tu ruina!

—No te preocupes.

—Debería haberte dejado en Assam, sin hacerte venir para ayudarme a conquistar un trono que, además, no deseo demasiado. ¡Si se hubiera tratado de Mompracem…!

—Basta, Sandokán; ¡retirémonos, amigos!

— ¿Y las pitones? —preguntó Kammamuri.

—Dentro de media hora estarán cocidas —contestó Yáñez.

—Y entonces entrarán los dayakos —dijo Kammamuri.

— ¿Descalzos por un mar de fuego? No serán tan estúpidos, amigo.

Recargaron rápidamente las carabinas y se retiraron hacia el otro extremo de la caverna mientras del pequeño agujero continuaban cayendo trozos de roca y se oían los parang y kampilang golpeando con rabia creciente.

Al parecer los dayakos trabajaban febrilmente para ensancharlo de forma que la nafta cayera abundantemente y convirtiese la cueva en un cráter volcánico.

Los cuatro asediados llegaron al fondo de la caverna y escalaron el montón de rocas hasta el orificio por el que había pasado el negrito.

 

— ¿Sigue estando libre? —preguntó Sandokán a Yáñez.

—Sí —contestó el portugués—. El griego aún no se ha dado cuenta de la existencia de este paso.

—Si pudiéramos ensancharlo para sorprender a los dayakos por la espalda…

—Ya te he dicho que sacrificaríamos inútilmente el parang de Kammamuri. Lo único que podemos hacer es esperar la llegada de nuestros hombres.

— ¡Una agonía atroz! —dijo Tremal-Naik.

—No podemos contar más que con ellos, amigo. Nuestros medios se han agotado por completo. Manteneos todos cerca de esta boca de aire y llenaos bien los pulmones.

Casi inmediatamente dejó escapar un grito.

Un relámpago había iluminado la caverna, seguido por un extraño ruido que parecía producido por la caída de un chorro de agua sobre un suelo de piedra.

— ¡La nafta ardiendo! —exclamó—. ¡La prueba terrible!

Los resplandores se sucedían y el río de fuego se precipitaba por el agujero abierto por los kampilang y los parang de los dayakos y se extendía hacia las pitones por la pendiente del suelo.

Se difundía por la cueva un olor agudo, pestilente.

— ¡Ah, perro griego! —rugió Sandokán—. ¡Y no poderte tener en mis manos, infame!

A la entrada de la caverna, las pitones, que experimentaban el primer contacto con el fuego, se debatían desesperadamente, silbando de forma espantosa.

Las infelices, sorprendidas durmiendo por el líquido ardiente, se erguían y después caían agitando frenéticamente la cola.

Algunas, más afortunadas, habían tenido tiempo de liberarse de sus compañeras y se habían precipitado fuera de la caverna; otras huían hacia la roca en la que se habían reunido Yáñez, Tremal-Naik, Sandokán y Kammamuri, pero muchas se asaban, emanando un olor nauseabundo de carne quemada.

— ¡Ya estamos en el infierno! —dijo Yáñez, que conservaba todavía una calma prodigiosa—. ¡Amigos, no dejéis que lleguen hasta aquí las pitones! ¡Usad las carabinas! ¡Apuntad a la cabeza!

Siete u ocho gigantescos reptiles, huyendo del fuego que se extendía continuamente, amenazando con fundir las masas de azufre que cubrían las paredes, estaban ya ante la roca y trataban de escalarla.

Debían de haberse dado cuenta de que allí arriba existía una salida, pero a los asediados no les convenía que saliesen por aquel orificio, pues habrían puesto en guardia a los dayakos y atraerían la atención del griego.

— ¡Disparemos, amigos! —gritó Yáñez, que se había percatado antes que nadie del gravísimo peligro.

Disparó contra la pitón que reptaba a la cabeza del grupo y la hizo caer con el cráneo destrozado.

Sandokán y Tremal-Naik se prepararon para imitarlo, y Kammamuri lanzaba golpes de sable en todas direcciones.

Se sucedían los disparos y los reptiles caían uno a uno, rodando hacia abajo.

Mientras tanto aumentaba la luz en la caverna. La nafta, que entraba en gran cantidad, como un riachuelo de lava o de plomo fundido, continuaba extendiéndose y comunicando su fuego al azufre.

Flotaban vapores asfixiantes, impulsados por el aire que entraba por la gran abertura.

Los asediados tosían furiosamente y sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Yáñez —dijo Sandokán mientras la última pitón, alcanzada por dos disparos, caía sin vida—. ¿Es éste el final?

—No sé —respondió el portugués con voz alterada—. Me parece que la cosa se pone muy mal, y, no sé por qué, en este momento pienso en Surama.

—Yo te he perdido, hermano —exclamó el Tigre de Malasia con voz trémula.

—No digas eso —contestó Yáñez entre dos golpes de tos—. El griego no nos ha visto expirar todavía.

— ¡Pero no se puede resistir más! —dijo en aquel momento Tremal-Naik—. Se acerca la muerte.

—Acerca la cabeza al agujero.

—Ya no entra aire —respondió Kammamuri.

Yáñez lanzó una mirada hacia la amplia caverna.

¡Estaba envuelta en llamas! Las paredes se fundían al entrar en contacto con la nafta incendiada, como si fueran de mantequilla, y el fuego se extendía inexorablemente, avanzando hacia la roca en la que se habían refugiado los cuatro asediados.

De aquel líquido incendiado salían oleadas de un humo áspero, sofocante, cada vez más denso.

— ¿Y bien, Yáñez? —preguntó ansiosamente Sandokán.

El portugués movió la cabeza y dijo:

—Me temo que ésta es la muerte. ¡Bah, la guerra siempre es peligrosa!

Hurgó en sus bolsillos; sacó un paquete de cigarrillos, tomó uno y se lo puso en la boca, mordiéndolo rabiosamente.

— ¡Si por lo menos pudiese encenderlo! —exclamó—. Esperaré a que el fuego esté más cerca.

3. Los malayos atacan

Mientras Sandokán y sus compañeros corrían el peligro de morir, quemados o asfixiados, dentro de la fatal caverna, el negrito galopaba desesperadamente para llegar al río.

Deslizándose cautamente entre los matorrales que cubrían la colina había conseguido huir sin que le descubrieran los dayakos que trabajaban alrededor del charco de nafta y llegar hasta el llano.

Como todos los hombres primitivos, sabía orientarse en seguida sin necesidad de brújula. Aun con cielo nublado habría conseguido encontrar la dirección exacta.

Una vez llegado a la selva había empezado a correr con la agilidad de un cervatillo, apretando bien el trozo de papel y repitiendo los nombres de Yáñez y Tigre de Malasia para no olvidarlos.

Dos horas después, sin dejar de correr, llegaba al Malludu.

El río estaba en aquel lugar completamente desierto. Sólo bandadas de pájaros volaban de una orilla a otra lanzando agudos chillidos como para saludar al astro diurno que iba a surgir por encima de las grandes selvas.

El negrito se detuvo un momento, bebió un sorbo de agua, tomó una banana y volvió a salir corriendo.

Remontaba el río manteniéndose dentro de los cañaverales para no exponerse al peligro de que lo sorprendieran o de recibir por los flancos alguna flecha envenenada. Había comprendido que la salvación de sus nuevos amigos dependía de su prudencia y de sus piernas.

Acostumbrado a vivir en las grandes selvas, luchando continuamente contra los dayakos, era prudente, y no le faltaban rapidez y resistencia.

Hacía más de media hora que trotaba cuando oyó una detonación mucho más fuerte que la que había retumbado en la caverna.

—Este disparo debe de ser de los tuan-uropa —murmuró—. Los dayakos no deben de estar lejos, y tampoco el islote.

Dejó los cañaverales y se internó en la selva, imaginando que los dayakos ocupaban las dos orillas del río.

Unos minutos después oyó una segunda detonación, más aguda que la primera. ¿Eran los malayos de Sandokán y los assameses de Yáñez que barrían con disparos de espingarda las orillas del río para mantener alejados a sus implacables enemigos? Probablemente.

El negrito avanzaba ahora con gran prudencia, deteniéndose frecuentemente para escuchar.

Cuando volvía a hacerse un profundo silencio reanudaba su carrera para detenerse de nuevo trescientos o cuatrocientos pasos más adelante.

Mientras tanto se sucedían los disparos de espingarda, cada vez más nítidos, pero a largos intervalos.

Disparaban a muy poca distancia del borde de la selva.

El negrito aumentaba sus precauciones. No se atrevía ya a correr, aunque lo desbaba intensamente al pensar en el gravísimo peligro que corrían sus amigos.

Se detenía con más frecuencia y a veces se ponía a andar a gatas entre los matorrales y las masas de rotang y pimienta salvaje, temiendo encontrarse de un momento a otro ante alguna banda de dayakos.

Había recorrido así cerca de medio kilómetro más cuando se desvió bruscamente, volviendo con rapidez a la densa maleza.

Había visto hombres emboscados en la orilla del río, armados de sumpitan y kampilang.

Eran los dayakos que vigilaban a los malayos y a los assameses hechos fuertes en el islote en espera de que volvieran sus jefes.

Los disparos de espingarda retumbaban bajo las infinitas arcadas de la selva, pero no se trataba de una verdadera batalla, pues las carabinas estaban calladas.

Los asediados se divertían atormentando a los sitiadores, barriendo los cañaverales con una tempestad de clavos y balas.

El negrito, que había localizado ya la posición del islote, indicada por las nubes de humo producidas por las pequeñas piezas de artillería, se desvió, adentrándose cada vez más en la selva, y después, cuando consideró que había pasado la zona ocupada por los dayakos, volvió hacia el río, avanzando siempre con gran prudencia.

Mientras caminaba no dejaba de repetir los dos nombres: Tigre de Malasia y Yáñez.

Tras llegar al cañaveral sin encontrar a nadie, se colocó entre los labios la hoja de papel, se colgó en bandolera la cerbatana, se aseguró bien el haz de flechas sobre la cabeza para que el agua no estropease el veneno que cubría sus puntas, ya que el upas es muy soluble, y se metió lentamente en el río.

Los disparos de espingarda retumbaban hacia el curso bajo; por consiguiente, el salvaje hijo de los bosques, magnífico nadador como todos sus compatriotas, no tenía más que confiarse a la corriente y mantenerse alejado de las orillas.

Afortunadamente, el Malludu tenía en aquel lugar más de trescientos metros de anchura y las flechas de los dayakos no podían herirle, pues el alcance de los sumpitan es inferior a los cuarenta o cincuenta metros. Se había puesto a nadar vigorosamente sin preocuparse demasiado de los posibles gaviales que pudiera haber en los alrededores. El islote estaba ante él.

Grupos de hombres vestidos como Yáñez y Kammamuri iban y venían entre los cañaverales y los matorrales que lo cubrían, sin demasiada prisa.

De vez en cuando se veía un resplandor y se elevaba una nube de humo.

Era una espingarda que continuaba sus disparos contra la orilla izquierda a intervalos casi regulares.

Nadando sumergido casi totalmente, el negrito había llegado ya a un centenar de pasos del islote cuando un malayo se puso a gritar:

— ¡Alarma!

La respuesta fue inmediata.

— ¡Tigre de Malasia! ¡Yáñez!

Al oír aquellos nombres, malayos y assameses se precipitaron hacia la orilla empuñando las carabinas.

— ¿Quién eres? —gritó Sapagar.

— ¡Tigre de Malasia y Yáñez, orang! —repitió el negrito, que nadaba vigorosamente.

Aquel orang fue una revelación para Sapagar. Habían comprendido en seguida que el nadador hablaba la lengua dayaka y que probablemente no entendía la malaya, que conocían sólo los habitantes de las costas y sobre todo los dayakos lant, es decir, los dayakos de mar.

— ¡Sal! —le dijo, ya no en lengua malaya.

El negrito, que lo había comprendido ya perfectamente, llegó a la orilla con cuatro brazadas mientras una de las cuatro espingardas dispuestas frente al campamento lanzaba un huracán de clavos y balas contra los dayakos emboscados en los cañaverales para desviar su atención.

— ¿De dónde vienes? —preguntó Sapagar mientras todos los demás rodeaban al nadador.

En vez de contestar, el negrito se sacó de los labios el trozo de papel que le había dado Yáñez y se lo tendió. Sapagar lo leyó rápidamente, pues estaba escrito en lengua malaya, y lanzó un grito como de fiera herida.

—Amigos —gritó después—, nuestros jefes están encerrados en una caverna y corren el peligro de morir quemados vivos. Hay que pasar el río y hundir las líneas de los dayakos. ¡Tigres de Mompracem, salvemos al Tigre de Malasia y al Tigre blanco!

Un viejo malayo se adelantó. Era un superviviente de aquellos terribles piratas de Mompracem que habían hecho temblar al sultán de Varauni y a los ingleses de Labuán.

—Hay que cortar todos los árboles de esta isla y construir primero balsas para transportar las espingardas y las municiones —dijo—. Que veinte hombres despejen la orilla mientras los nadadores cruzan el río.

— ¡Así se habla, Karol! —exclamó Sapagar—. Ordenas como si fueras el Tigre de Malasia. ¡Rápido, amigos! Haremos una carnicería de dayakos.

Veinte malayos, con los parang en el puño, comenzaron a derribar furiosamente los árboles que encontraban mientras otros cortaban gran cantidad de rotang, que podían servir perfectamente como cuerdas.

Los assameses, en cambio, se habían colocado frente al cañaveral ocupado por los dayakos y disparaban para echarlos de allí, con gran desconcierto del negrito, que no había oído nunca tanto estruendo.

 

En menos de un cuarto de hora se habían acumulado en la orilla unos cuarenta troncos.

Los malayos, expertísimos marineros, los echaban al agua de cuatro en cuatro o de cinco en cinco y los ataban rápidamente, formando balsas muy sólidas en las que llevaban espingardas y cajas de municiones.

Aunque se habían perdido los praos, se había salvado todo lo que contenían, y los asediados poseían, además de gran cantidad de alimentos, una buena provisión de municiones que habría podido envidiar el rajá blanco del lago.

Sapagar supervisaba el embarque, incitando con gritos y blasfemias a malayos y assameses, a pesar de que tanto los primeros como los segundos trabajaban con gran energía, sabiendo ya perfectamente que la vida de sus jefes dependía de su rapidez.

Finalmente se lanzaron al río dos balsas que llevaban las cuatro espingardas, que los malayos no querían abandonar de ninguna manera, una decena de cajas de municiones y víveres para unas semanas.

— ¡Mantened el fuego! —gritó Sapagar a los assameses—. Cruzaréis el río después de nosotros. ¡A mí, viejos y gloriosos tigres de Mompracem! ¡El gran jefe nos espera!

Treinta hombres entraron entonces en el río levantando las carabinas y las municiones para que no se mojaran y se pusieron a nadar velozmente hacia la orilla del Malludu mientras los assameses, divididos en dos grupos, mantenían un fuego muy intenso.

Diez o doce hombres empujaban las balsas, pues el lugarteniente del Tigre de Malasia contaba especialmente con las espingardas para barrer a los dayakos.

El paso del río se llevó a cabo felizmente. Los cazadores de cabezas, alcanzados por las descargas incesantes de los assameses, habían abandonado los cañaverales, refugiándose en los bosques.

Ya habían comprendido que sus sumpitan, aunque cargadas con flechas envenenadas, no podían competir con aquellas armas de fuego que lanzaban sus proyectiles a mil doscientos y hasta a mil quinientos metros de distancia.

Una vez llegados a la orilla, los malayos desembarcaron rápidamente las espingardas, las municiones y los víveres y, para que los dayakos comprendieran que estaban dispuestos a presentar batalla, efectuaron tres o cuatro disparos contra el borde de la selva.

Los assameses, seguros ya de que no los molestarían, se habían echado al agua también.

Acostumbrados a cruzar los ríos gigantes de su país, no les resultaba nada difícil pasar el Malludu, que no es más que un riachuelo comparado con el Ganges y el Brahmaputra.

Las balsas habían llegado ya y las cuatro espingardas, montadas sobre trípodes, se habían dispuesto inmediatamente en batería para cubrir de metralla a los asaltantes en caso de que intentaran un contraataque, pero nadie había ofrecido resistencia.

Las armas de fuego habían vencido en seguida a las sumpitan, a pesar de que éstas tenían flechas envenenadas mucho más temibles que las balas de plomo.

Sapagar había abordado al negrito, que había sido uno de los primeros en llegar.

— ¿Dónde está la caverna? —le había preguntado de forma un poco brusca.

—Tendremos que cruzar la gran selva.

— ¿Cuándo podremos llegar?

—Antes de que el sol haya llegado a la mitad de su recorrido.

— ¿Puedes guiarnos?

—Soy un hombre de los bosques.

—Marcha detrás de la primera fila de mis hombres.

Después, alzando la voz, bramó:

— ¡Las espingardas a hombros! ¡Batid la selva! ¡Los malayos delante y los demás a la retaguardia! ¡Cargad! ¡Rechazad el asalto!

Comenzaban a llegar flechas, pero sin tocar a la nutrí da vanguardia de malayos.

Los dayakos, impotentes para resistir, se retiraban, no sin intentar cortar el paso.

Cuatro descargas, disparadas por veinte hombres, barrieron el borde de la selva, causando sin duda grandes bajas entre los feroces cazadores de cabezas; después los malayos, que formaban la vanguardia, se lanzaron al ataque empuñando los parang.

Fue una carga completamente inútil. Los dayakos, sorprendidos por aquella carga furiosa, y asustados por los mortales efectos de las espingardas y de las carabinas, escapaban por todas partes, refugiándose de matorral en matorral.

Algún grupo, apoyado firmemente en la densa maleza, trataba de vez en cuando de ofrecer resistencia al avance de los malayos, que seguían marchando a la cabeza de la columna, pero a las primeras descargas se dispersaba con gran rapidez.

Poco tenían que envidiarles en cuestión de velocidad los conejos y liebres salvajes.

Mientras tanto la columna continuaba avanzando a paso de carrera. El negrito señalaba el camino sin equivocarse en la orientación.

—Adelante, orang —decía constantemente a Sapagar—. Tus amigos están en peligro.

Y el lugarteniente del Tigre de Malasia no dejaba de gritar a sus hombres:

— ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Despejad el bosque! ¡Los jefes nos esperan!

Los dayakos no resistían ya. Continuaban huyendo por la selva, aullando como locos pero sin detenerse, para que no les diezmaran las carabinas.

Por otra parte, los malayos no escatimaban municiones, y tampoco los assameses. Cuando el terreno lo permitía, los bravos súbditos del rajá de Assam colocaban en batería las espingardas y cubrían de clavos y balas la selva, haciendo salir a los dayakos que trataban de ocultarse.

Aquella carrera furiosa guiada por el negrito, que parecía haberse acostumbrado ya al estruendo infernal de las armas de fuego, duró un par de horas y después se detuvo bruscamente. La columna había llegado ante una abertura cubierta por densos matorrales, sobre los que ondeaban grandes nubes de vapor.

— ¡Están allí dentro! —dijo el negrito a Sapagar, que estaba a su lado.

— ¿Quién? ¿El Tigre de Malasia y Yáñez?

—Sí, orang.

— ¿Se están quemando entonces?

—No lo sé —contestó el negrito.

En aquel momento cayó sobre los malayos, que seguían en cabeza, una descarga de flechas, pero sin alcanzarlos.

Por la colina bajaba una turba de hombres semidesnudos empuñando kampilang y parang.

Sapagar lanzó un grito:

— ¡Atención al ataque!

Después añadió:

— ¡Nuestros jefes están allí dentro y quizás se están quemando! ¡Adelante los tigres de Mompracem por el Tigre de Malasia y los assameses por el señor Yáñez! ¡Las espingardas en batería! ¡A la carga!

Doscientos o trescientos dayakos se precipitaban colina abajo con los parang y los kampilang levantados, creyendo que podrían dar cuenta fácilmente de aquellos hombres.

Cuatro ráfagas de metralla disparadas por las espingardas, colocadas en batería con maravillosa rapidez, detuvieron su ímpetu. Eran clavos y balas que se metían bajo la piel, produciendo heridas ciertamente muy dolorosas, si no mortales.

Las primeras líneas vacilaron y se detuvieron un momento; después se dispersaron hacia ambos lados refugiándose tras los matorrales.

— ¡Fuego con las carabinas! —bramó Sapagar, viendo que el grueso continuaba la carrera—. ¡Fuego a discreción! ¡Disparad y preparaos para cargar! ¡Barramos a estos canallas y salvemos a nuestros jefes!

Una descarga terrible batió de flanco a los dayakos, derribando a varias docenas.

Entre los asaltantes se produjo una nueva tregua. Habían llegado ya a la base de la colina, casi ante la entrada de la caverna, pero no se atrevían a continuar el asalto.

Aquellas dos filas de hombres, sólidas como dos barras de hierro, que disparaban con una calma extraordinaria, sin dar un paso atrás y sin dejarse asustar por los horribles clamores, habían impresionado a todos.

Aquella segunda pausa fue fatal, pues los hombres encargados de las espingardas habían tenido tiempo de recargar las grandes armas.

Otra descarga de metralla cayó, casi a quemarropa, sobre los asaltantes, aniquilando la segunda línea y derribando varias docenas más de hombres.

— ¡Empuñad los parang! —gritó Sapagar—. ¡A la carga, amigos!

Los sesenta hombres se lanzaron como uno solo a la carga profiriendo temibles rugidos.

Los malayos empuñaban los pesados sables bornéanos y los assameses los cortos y afiladísimos tarwar de su país, más ligeros pero no menos temibles, en un combate cuerpo acuerpo.

Fue una carga espantosa, terrible, irresistible. Los sesenta hombres entraron como una cuña de hierro en medio de la masa de los dayakos, lanzando tajos a diestro y siniestro, mientras las cuatro espingardas, servidas por sólo cuatro artilleros, batían las alas con un último disparo.