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100 Clásicos de la Literatura

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El Desquite de Sandokán

Por

Emilio Salgari

1. El asedio

Si hubiese estallado una granada a los pies de los dos tigres de Mompracem y del viejo cazador de la jungla no habría producido ciertamente tanto efecto como aquel nombre que había pronunciado casi con indiferencia Kammamuri.

Teotokris, el condenado griego, el antiguo favorito del rajá de Assam, que tantos tropiezos les había creado, se encontraba en Borneo, a la cabeza de las salvajes hordas de los dayakos…

Sandokán había sido el primero en recobrarse del estupor inmenso que había producido aquel nombre.

— ¿Qué has dicho, Kammamuri? —preguntó—. Repítenos ese nombre.

—Sí, Teotokris está aquí, señores —dijo el indio.

— ¡Es imposible! —exclamaron al unísono Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez.

—Sí, Teotokris está aquí —repitió Kammamuri.

— ¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Yáñez.

— ¿Que quién me lo ha dicho? ¡Lo he visto con mis propios ojos!

— ¡Tú!

—Sí, señor Yáñez. Fue él quien me capturó y mató al búfalo salvaje de cuatro disparos de pistola, cuando corría por la selva.

— ¿No te habrás equivocado? —preguntó Sandokán—. Tal vez era uno de los dos hijos del rajá del lago de Kin-Ballu.

—Lo conozco demasiado bien, capitán, y no puedo equivocarme —respondió Kammamuri—. Era Teotokris en persona. Fue él quien me encerró en la choza aérea donde he encontrado a este bravo negrito.

—Has traído contigo una serpiente venenosa, mi querido Yáñez —dijo Sandokán.

— ¿Pero cómo ha llegado hasta aquí ese perro rabioso? —se preguntó el portugués.

—Desde luego, no será él quien nos lo diga. El hecho es que se encuentra aquí, y a mí me preocupa más ese hombre que todos los dayakos juntos.

—Sandokán, tengo una sospecha.

— ¿Cuál, Yáñez?

—Puede que fuera él quien me voló el yate.

—No me sorprendería, pero en ese caso debe de haber tenido un cómplice.

—Que yo creo haber identificado —dijo Tremal-Naik.

—El chitmudgar, ¿verdad, amigo? —preguntó Sandokán.

—Sí —contestó el indio.

— ¡Sin embargo, me parecía muy leal! —dijo Yáñez.

— ¡Bah! ¡Fíate de la gente de Assam! —respondió el Tigre de Malasia sonriendo—. Tengo muy poca confianza en tus súbditos. El yate volado misteriosamente, tu chitmudgar desaparecido, el griego aquí… Una bonita traición.

— ¡Pero yo les arrancaré el corazón a esos perros! —gritó Yáñez, furioso.

—Primero necesitamos sus cuerpos, y no sabemos, por lo menos de momento, dónde están. ¡Ah, tengo otra sospecha…!

—Habla.

—Puede ser que el griego haya conseguido corromper también a ese bribón de Nasumbata y se lo haya llevado. La compañía al completo.

—Pero también nosotros estamos al completo ahora —dijo Tremal-Naik.

—Quisiera disponer de mis malayos y también de los assameses de Yáñez para dar una furiosa batalla a ese miserable de Teotokris que viene a inmiscuirse en mis asuntos.

—Un día u otro lo tendremos en nuestras manos y acabaremos de verdad con él —respondió el portugués—. ¡Y nosotros que creíamos haberlo matado…!

—Yo lo vi caer sobre un montón de cadáveres —afirmó Sandokán—. Debía de haber recibido varios disparos.

—Y he aquí que nos lo encontramos de nuevo en nuestro camino y más vivo que nunca. Es cierto que en Europa los griegos tienen fama de poseer una piel muy dura.

—Y aquí tenemos la prueba —dijo Tremal-Naik.

En aquel momento regresaba Kammamuri, que se había alejado de nuevo hacia la salida de la caverna.

— ¿Nos traes alguna novedad?

—Los dayakos han llegado ante la caverna.

— ¿Son muchos? —preguntó Yáñez.

—No he podido verlos porque están escondidos entre las plantas.

— ¿Has visto al griego?

—Ese bribón se guardará bien de que le veamos.

—Y el negrito, ¿qué hace?

—Vigila sus pitones.

— ¿Hay muchas?

—Por lo menos diez docenas, y todas gigantescas. Mientras tengamos esos terribles centinelas ante la caverna no debemos temer nada.

—Sin embargo, existe la posibilidad de un asedio —dijo Sandokán—, y si nos inmovilizan aquí adentro, no sé qué haremos, aunque se podría, en un caso desesperado, sacrificar a alguno de esos gigantescos reptiles.

— ¡Puah, Sandokán! —exclamó Yáñez con repugnancia.

— ¿Acaso en Sarawak no comiste saltamontes fritos?

—Eran otros tiempos —dijo Yáñez, soltando una carcajada.

—Claro, entonces no eras el príncipe consorte de la hermosa raní de Assam.

—Es cierto, Sandokán.

— ¡Ah, cómo se estropean los hombres cuando se acercan al trono!

— ¡Al diablo contigo, hermano!

—Un hermano que ya tiene la barba canosa como yo —dijo Tremal-Naik.

Las notas agudas del angilung interrumpieron bruscamente aquella alegre conversación.

El negrito había vuelto a tomar su instrumento y tocaba de nuevo con gran fuerza.

— ¡Ese hombre nos traiciona! —dijo Sandokán—. Con su maldito instrumento advierte a los dayakos de que estamos aquí, encerrados como en una jaula.

—Os engañáis, Tigre de Malasia —respondió Kammamuri—. Ese buen hombre lleva sus vanguardias hacia la entrada de la caverna.

—Confío más en mi carabina que en esos reptiles.

—No conviene bromear con esas pitones —dijo Tremal-Naik—. Yo no quiero tener que vérmelas con ellas por nada del mundo. Cuando esos reptiles abrazan ya no sueltan. Decídmelo a mí, que he pasado mi juventud en las Sunderbunds del Ganges. A todo el mundo le dan miedo.

— ¡Yo también las conozco! —respondió Sandokán—. Pero no impedirán un asedio.

—Eso es cierto.

—Y más teniendo en cuenta que no tenemos nada que llevarnos a la boca —añadió Yáñez—. Ni siquiera los famosos saltamontes fritos de Sarawak.

—Que ahora, aunque te has convertido en príncipe consorte, devorarías sin un solo gesto repugnancia.

—Es probable, amigo. Dejemos las bromas y vamos a ver qué hacen esos dayakos. Empiezan a hacerse pesados.

—Se ve que les atraen mucho nuestras cabezas —dijo Tremal-Naik.

— ¡Con razón! ¡Sería una colección magnífica! Una cabeza europea, una borneana auténtica, una bengalesa y una maharata. Ningún jefe de kotta podría igualarla.

Tomaron las carabinas y avanzaron cautelosamente hacia la salida de la caverna, pero después de recorrer quince o veinte metros se detuvieron bruscamente con un gesto de repugnancia.

Una masa enorme de gigantescas serpientes yacía allí, ondulando con cada nota que salía del angilung del negrito.

¿Cuántas habría? Nadie podía decirlo, pues reinaba todavía una profunda obscuridad en la inmensa caverna.

De vez en cuando aquella masa se sacudía bruscamente, como si estuviese electrizada, y algunas cabezas se erguían bruscamente silbando para luego bajar de golpe.

— ¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, retrocediendo—. ¿Quién se atrevería a cruzar esa barreda? Por mi parte, yo declino el honor.

—En efecto, es un obstáculo insuperable y terriblemente peligroso —añadió Sandokán—. Esos reptiles valen, al menos por el momento, más que dos docenas de espingardas. Mientras sigan ahí ningún dayako pondrá los pies en esta caverna.

— ¡Es un espectáculo horripilante! —dijo Tremal-Naik—. En las Sunderbunds he encontrado a veces grupos de serpientes, pero nunca tantas. ¿Cómo se han reunido aquí?

—Quizás han venido buscando un poco de fresco y al encontrarlo han anidado aquí —dijo Yáñez—. Ya sabes que comen a larguísimos intervalos y duermen mucho. En la selva debe de haber suficientes presas para alimentar a estos reptiles colosales, que no piden demasiado para su vientre.

En aquel momento cortó el aire un ligero silbido apenas perceptible.

— ¡Cuidado! —dijo Sandokán—. Los dayakos nos han oído y se permiten el lujo de regalamos alguna flecha envenenada.

Los cuatro hombres, con un movimiento fulminante, se habían lanzado hacia la pared de la derecha.

Mientras tanto, el negrito, que se había dado cuenta también de que los enemigos trataban de alcanzar, tirando a ciegas, a alguno de los asediados, se tiró al suelo, detrás de la enorme masa de las serpientes.

Se oyó un segundo silbido y después un tercero. Comenzaban a llover las flechas, lanzadas por las sumpitam de los cazadores de cabezas, pero sin resultados, pues ni siquiera a las pitones podían herir, ya que estaban defendidas por sólidas escamas.

— ¿Y si disparáramos algún tiro? —preguntó Tremal-Naik dirigiéndose al Tigre de Malasia.

— ¿Para qué? —dijo Sandokán—. Ahorremos nuestras municiones. Podríamos echarlas de menos más tarde, aunque nuestros hombres deben de poseer varias cajas.

—Dejemos que malgasten sus flechas —observó Yáñez—. No tendrán siempre upas a mano… Eh, Kammamuri, ¿qué hace el negrito, que ya no lo oigo tocar?

—Mira sus serpientes, señor —contestó el indio—. No quiere empujarlas ni azuzarlas demasiado por miedo de que salgan de la caverna y no sirvan ya como obstáculo. Ya os he dicho que es listo, aunque sea un homúnculo.

— ¡Es un salvaje y basta! —dijo Tremal-Naik.

Las flechas continuaban entrando, chocando contra las escamas de las pitones, sin que éstas se inmutaran por aquel ligero granizo.

El negrito, tendido detrás de la enorme masa, no se movía, pero seguía con su instrumento en la boca, preparado para despabilar e irritar a sus colosales serpientes si los dayakos se atrevían a forzar la entrada.

Sandokán y sus compañeros, pegados a la pared y con las carabinas cargadas, esperaban a que los enemigos se decidieran a atacar.

 

—Aguardarán al amanecer —dijo Yáñez.

—Y entonces retrocederán —respondió el Tigre de Malasia—. Cuando se den cuenta de la presencia de los reptiles perderán toda esperanza de entrar.

—Y nos asediarán —añadió Tremal-Naik.

—Es lo que más me preocupa —respondió Sandokán—. Deben de ser muchos, y no nos será fácil abrimos paso con sólo tres carabinas. ¡Ah, si tuviera aquí a mis malayos…! ¡Qué carga daría!

— ¿Crees que estarán todavía en el islote? —preguntó Tremal-Naik.

—Conozco bien a mis hombres. Hasta que me vean volver no abandonarán su posición. Es gente capaz de morir en sus puestos.

—Les extrañará bastante no vernos volver.

—Conocen los tropiezos de la guerra y saben tener paciencia. Además, es probable que Sapagar haya mandado hombres a una u otra orilla para saber qué ha ocurrido con nuestra embarcación. Estoy completamente tranquilo por lo que a ellos se refiere. Los encontraremos a todos unidos, listos para reanudar la marcha hacia el Kin-Ballu… ¡Oh! ¿Qué sucede ahora? Kammamuri, pregúntale a tu amigo si las pitones están cansadas de mirar hacia la salida de la caverna sin triturar a nadie entre sus formidables anillos.

El negrito se había puesto a tocar de nuevo y era una verdadera música guerrera la que salía de su bambú, haciendo retumbar toda la inmensa caverna. Las pitones, rápidamente despabiladas y electrizadas por aquella extraña música, volvían a reptar silbando furiosamente.

—El negrito las lanza al ataque, por lo que parece —dijo Yáñez.

— ¿Tratan de entrar en la caverna los dayakos? —se preguntó Sandokán, lanzándose hacia adelante empuñando la carabina.

La música continuaba, cada vez más estridente y furiosa. Parecía que sonasen no una, sino diez flautas.

Se oyó un inmenso aullido ante la entrada de la caverna. No era el aullido salvaje que anuncia un ataque, sino un grito de miedo. ¿Se habían dado cuenta los dayakos de la presencia de los formidables reptiles? Era probable.

— ¡Una descarga! —gritó Sandokán.

Tres relámpagos desgarraron las tinieblas, seguidos por tres detonaciones que el eco de la caverna centuplicó. Parecía que se hubieran hecho tres disparos de espingarda.

Fuera se oyeron clamores espantosos que duraron unos segundos y después se hizo de nuevo el silencio. También el angilung del negrito callaba y las pitones habían dejado de silbar.

— ¿Qué intentaban, Kammamuri? —preguntó Sandokán.

—Sorprendernos, señor —respondió el maharata, que se mantenía detrás del negrito.

— ¿Y han huido ante las pitones?

—Como conejos, señor.

—Lo creo. ¿Los ves?

—Se han escondido de nuevo entre los matorrales.

— ¿Has visto al griego?

—No.

—El bribón no expondrá tan fácilmente su piel —dijo Yáñez—. Son listos, los pescadores del archipiélago.

—Preferiría que fueran estúpidos —observó Sandokán—. Ese sinvergüenza nos jugará, cuando menos lo esperemos, alguna mala pasada… ¡Eh…! ¿Qué hacen nuestros sitiadores?

Todos se habían puesto a escuchar. Parecía como si sobre la caverna caminase alguien y golpease las rocas con parang y kampilang.

— ¿Tratarán de abrirse paso por arriba? —se preguntó Sandokán con inquietud.

—Se diría que están efectuando algún trabajo misterioso —respondió Yáñez, que no dejaba de escuchar atentamente—. Eh, Kammamuri, llama al negrito. Sus serpientes pueden prescindir por un momento de su cometa.

— ¿Qué quieres saber de él? —preguntó Tremal-Naik.

—Espera: no quiero acabar mis días aquí adentro como una momia egipcia, por Júpiter.

El negrito, llamado por Kammamuri, dejó a sus pitones, que habían vuelto a arrellanarse en la entrada de la caverna, y se presentó, diciendo:

—Aquí estoy, orang.

— ¿No se moverán tus serpientes sin ti? —preguntó Yáñez.

—Mientras no oigan el angilung no saldrán de su letargo.

—Entonces podemos hablar sin exponernos al peligro de una inesperada invasión por parte de los dayakos.

—Ya han visto a las pitones y no se atreverán a avanzar.

—Magnífico, mi pequeño hombre de los bosques. ¿Conoces esta caverna?

—Me refugié en ella una vez junto con toda mi tribu para escapar a una furiosa persecución por parte de una gruesa columna de cazadores de cabezas.

— ¿No tiene ninguna salida?

—No, orang, sólo la entrada.

— ¿Estás seguro de lo que dices?

—La he explorado toda; sin embargo, mi tribu consiguió escapar del asedio sin dejar una sola cabeza en manos de los dayakos.

— ¿Existe entonces otro paso?

—Un agujero, orang, o, mejor dicho, una hendidura.

—Por la que podríamos pasar también nosotros.

—No, orang; los tuan-uropa son demasiado grandes.

—Pero tú pasaste.

—Sí.

— ¿Dónde está ese agujero?

—Al fondo de la caverna.

Yáñez se volvió hacia sus compañeros, diciendo:

— ¿Ninguno de vosotros tiene una mecha?

—Yo tengo un trozo de cuerda embreada, pero debe de estar muy mojada —dijo Tremal-Naik—, y no prenderá.

— ¿Quieres fuego, orang? —preguntó el negrito, que se esforzaba por no perderse una sola sílaba.

—Sí, hombrecillo.

—Lo tendrás, orang. Cuando se refugió aquí, mi tribu trajo leña, y no se gastó toda.

—Pero que no podremos encender —dijo Tremal-Naik—. Nuestras yescas también están mojadas.

—A él no le harán falta —respondió Sandokán—. Basta con que encuentre dos trozos de bambú y la llama brillará. Los salvajes de Borneo no conocen ni la yesca ni el eslabón, y mucho menos los fósforos.

El negrito se había alejado, siguiendo la pared de la derecha. Su ausencia no duró más que unos minutos.

— ¡He aquí el fuego! —dijo.

Después, dirigiéndose a Kammamuri, añadió:

—Dame tu parang.

Tenía en la mano dos pedazos de bambú consumidos parcialmente por el fuego.

Tomó el pesado sable del maharata y, como comenzaba ya entonces a entrar un poco de luz por la abertura de la caverna, pues había despuntado el alba, rompió primero uno y después el otro de dos maneras diferentes.

—Ya está —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Dentro de poco tendremos luz.

— ¡No sé! —dijo el indio—. Me gustaría saber cómo.

—Se trata de algo muy simple, amigo. El negrito ha cortado los dos bambúes por la mitad, en sentido vertical, para obtener dos bordes cortantes. En la superficie convexa de uno ha hecho una muesca por la que desliza rápidamente el borde del otro. Si la leña está bien seca, el polvo producido por la fricción se incendia fácilmente y se produce el fuego. ¿Ves?

El negrito se había apoyado contra la pared y frotaba rabiosamente los dos trozos de bambú, dejando caer al suelo una lluvia de chispas.

Debajo había colocado fragmentos de leña bien seca y hojas.

Salía humo, que se desvanecía lentamente.

Inesperadamente brilló una llama iluminando a los cinco hombres.

El negrito dejó caer los dos trozos de bambú, fue a recoger más leña y alimentó el fuego, no sin producir cierta agitación entre las pitones.

— ¿Escaparán? —preguntó Yáñez, que no quería perder la protección de aquella masa de reptiles.

—No temas, orang —contestó el negrito—. Con mi angilung las detendré y tranquilízate. Esos bichos son nuestra salvación.

—No parece que los dayakos tengan intenciones de dejarnos. Los oigo romper rocas sobre nuestras cabezas.

—Ya sé lo que quieren hacer, orang. También cuando me refugié aquí dentro con mi tribu nos encerraron.

— ¿Os encerraron has dicho? —preguntó Sandokán.

—Sí, orang. La caverna está cubierta por rocas enormes que hasta un niño podría hacer rodar fácilmente cavando un pequeño canal. Si los dayakos trabajan encima de nuestras cabezas quiere decir que se preparan para dejar caer ante la entrada trozos de roca y encerramos.

—Has dicho que conoces otra salida.

—Que temo que no servirá para vosotros.

—No importa: basta con que pueda salir uno de nosotros. ¿Está encendido el tizón?

—Sí, orang.

—Enséñame ese agujero por el que ha huido toda tu tribu.

—Ven. No está muy lejos.

El negrito había puesto en el fuego dos ramas resinosas encontradas entre la leña acumulada por su tribu antes de atrincherarse en la enorme caverna y se había puesto en camino agitándolas continuamente con un movimiento circular, para mantener viva la llama.

Avanzó unos doscientos pasos, siguiendo siempre la pared izquierda, y luego se detuvo ante un cúmulo de rocas que se elevaba casi hasta el techo.

—El agujero está allí arriba —dijo.

—Apaga tus antorchas —ordenó Yáñez.

El negrito golpeó las dos ramas contra la pared y entonces se vio en lo alto un orificio luminoso, bastante redondo.

Despuntaba el alba; quizás el sol había salido ya, y aquella hendidura era muy visible.

— ¿Es por ahí por donde huyó tu tribu? —preguntó Sandokán.

—Sí, orang.

—Kammamuri, sube por ese montón de rocas y mira si podemos pasar por ese orificio.

— ¡Vaya! —exclamó Yáñez—. Hemos hecho mal en engordar.

—No todo se puede prever —contestó el Tigre de Malasia—. Además, aún no tenemos barriga.

El maharata había trepado ya por las rocas, atraído por aquel agujero luminoso que prometía libertad, y el negrito lo había seguido.

— ¿Sirve? —preguntó Tremal-Naik, que seguía atentamente los movimientos de su fiel servidor.

—No, señor —contestó el maharata con voz ronca—. Sólo un negrito, y muy delgado, podría pasar. ¡Malditos sean Shiva, Visnú y también Brahma!

— ¡Eh, blasfemo! —gritó Yáñez—. ¡Te denunciaré a los brahmanes de Assam!

—Haced lo que queráis, señor, pero ni vos ni yo conseguiremos pasar.

—Desde luego, pues soy el más gordo de todos —contestó el portugués, pero no perdía nunca, ni siquiera en las peores circunstancias, su buen humor—. Es una lata convertirse en rajá.

—Y en príncipe consorte de una soberbia raní —añadió Sandokán.

— ¡Diablos! Parece, hermano, como si tuvieras celos de mi poder.

— ¡Haría mal! ¿No estás tú aquí, junto con Tremal-Naik, para darme un reino diez veces más extenso que el tuyo? ¿De qué podría quejarme?

—De no estar delgado como ese negrito para escapar de esos perros dayakos.

—Ah, eso sí, hermano.

— ¿Y bien, Kammamuri? —gritó Tremal-Naik.

—No se puede pasar, señor.

— ¿Ni siquiera dejando tiras de piel?

—Sería necesario dejar todas las costillas, señor.

—Y nosotros no las queremos perder —dijo Yáñez—. Haríamos un mal papel ante los sitiadores… Y el hombre de los bosques, ¿dónde está?

—Ya ha pasado —contestó Kammamuri.

— ¿Cómo? ¿Está ya fueran?

—Se ha deslizado por el agujero como un pez.

— ¡Afortunado mortal…! ¿Escapará?

—No, señor Yáñez. Es un buen hombre y volverá en seguida.

En efecto, en cuanto pronunció esas palabras el negrito se descolgó de nuevo por el orificio.

— ¿Has visto a los dayakos? —le preguntó en seguida Sandokán.

—Sí, orang. Están a tres o cuatrocientos pasos de distancia.

— ¿No te habrán visto?

—Oh, no, orang. La colina está cubierta por espesos matorrales.

— ¿Qué estaban haciendo?

—Trabajan alrededor del charco negro.

— ¿El charco negro? ¿Qué es?

—Yo tampoco lo sé, orang. Es un gran hueco lleno de un líquido viscoso que despide un olor insoportable.

Sandokán se volvió hacia Yáñez, que había sacado la cabeza por el agujero y parecía aspirar violentamente el aire.

— ¿Comprendes algo, hermano? —le preguntó.

El portugués retiró la cabeza y miró a sus compañeros con cierta inquietud. En vez de contestar a Sandokán preguntó:

— ¿No habéis observado nada mientras cruzábamos la gran caverna?

— ¿Que las paredes están formadas por masas de piedra amarilla? —preguntó Tremal-Naik.

—Exacto.

— ¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Sandokán.

—Nos encontramos dentro de una azufrera.

— ¿Y bien? Esto no me explica qué es esa cuenca llena de materia negra de la que ha hablado ahora el negrito.

—Iba a decir que cerca de los yacimientos de azufre no es difícil encontrar bolsas de nafta.

 

—No sé exactamente qué es la nafta. Sólo he oído contar que se enciende con facilidad y que los dayakos a veces la usan para fijar mejor el upas en las puntas de sus flechas.

—Entonces has entendido algo —dijo Yáñez—. Ahora quisiera saber por qué los asediantes trabajan alrededor de ese depósito de nafta.

Miró al negrito, que estaba en pie ante él, escuchándole atentamente.

— ¿Has visto un tuan-uropa entre los dayakos? —le preguntó.

—Sí, orang.

— ¿Qué hacía?

—Estaba señalando unas líneas en tierra con la punta de un kampilang.

— ¡Ah, miserable griego! —gritó Yáñez con una inesperada sacudida de ira.

— ¿Qué te pasa ahora? —preguntó Sandokán.

—He comprendido su infernal proyecto. No podemos perder un momento si queremos escapar de una muerte espantosa.

— ¿Te has vuelto loco? —preguntó Sandokán.

En vez de contestar, el portugués hurgó en sus bolsillos, sacó un librito y un lápiz, arrancó con precaución una hoja, pues el papel estaba aún un poco mojado, y escribió rápidamente unas líneas.

Cuando acabó, sin decir nada a sus compañeros, que lo miraban con creciente estupor, lo dobló y lo puso en la mano del negrito diciéndole:

—Irás en seguida al río, lo remontarás corriendo hasta que encuentres un islote ocupado por una tribu de hombres armados de cañas que truenan y vestidos como nosotros. Allí cruzarás el Malludu gritando bien fuerte: «¡Tigre de Malasia, Yáñez…!». No olvides estos nombres o correrás el peligro de recibir una docena de trozos de plomo en pleno pecho. Al primero que encuentres le entregarás esta carta, pero es necesario que te des prisa. Si cumples bien tu misión te regalaré una caña que truena y te enseñaré a usarla. ¿Podemos contar con tu amistad?

—Yo soy un amigo de los orang —contestó el negrito con voz grave—. Haré todo lo que quieras.

—No te dejes sorprender por los dayakos.

—Están demasiado ocupados para fijarse en mí.

—Ve, amigo, y no te olvides de los nombres.

—No, no, orang: Tigre de Malasia y Yáñez.

Trepó hasta el borde del orificio que les comunicaba con el exterior, desprendiendo en el empeño algunas piedras que rodaron a sus pies; cuando logró afianzar sus manos en los bordes, de un ágil salto salió de la cueva —encierro mortal de nuestros amigos— y echó a correr refugiándose tras los matorrales para no ser visto. En la mente del negrito estaban muy claras las ideas: en primer lugar la necesidad de escapar con vida del lugar, en segundo la férrea decisión de cumplir la palabra dada y entregar el mensaje; y en tercero, la esperanza de ser algún día propietario de una de aquellas poderosas cañas tronantes que le habían prometido como recompensa.

2. Entre el fuego y las pitones

Yáñez había sacado la cabeza por la hendidura y escuchaba con gran atención, aspirando fuertemente el aire de vez en cuando.

Resonaban con extraña regularidad golpes sonoros producidos por el choque violentísimo de los pesados parang y de los kampilang contra las rocas que cubrían la enorme caverna.

Parecía que los salvajes hijos de los bosques de Borneo se hubieran transformado, bajo la dirección del maldito griego, en expertísimos mineros.

Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri, que quizá no habían comprendido aún el terrible peligro que los amenazaba, esperaban pacientemente a que el portugués terminase sus observaciones.

Pasaron unos minutos y Yáñez retiró la cabeza. Su cara estaba tan descompuesta que Sandokán se extrañó.

— ¿Qué pasa? —preguntó—. En tantos años que hemos sido compañeros no te he visto nunca tan preocupado. Explícate, hermano.

—El asunto es más grave de lo que creéis —contestó Yáñez—. Ese perro griego es más astuto que todos sus compatriotas juntos, y temo que nos haga pasar por una prueba terrible. Ya he adivinado su proyecto.

—Que quizás no sea tan terrible como tú crees —dijo Tremal-Naik.

—Puede que más. Es el azufre que cubre las paredes de la caverna el que me preocupa. De la nafta no me preocupo, pues el espesor de las rocas es bastante grande. Serán las pitones las que lo pasarán mal.

— ¿Qué temes? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Ese bribón trata de abrasamos vivos.

— ¡Ah…!

—Sígueme, Sandokán.

Yáñez bajó rápidamente por aquella masa de rocas, tomó las dos ramas resinosas que ardían todavía y las acercó a la pared, que estaba cubierta por una densa capa de azufre en estado granuloso.

— ¡Esto es lo que me asusta! —le dijo a Sandokán—. ¿Quién nos salvaría si esto se prendiese?

— ¿Y cómo quieres que se prenda? —preguntó el Tigre de Malasia—. No seremos nosotros quienes encendamos hogueras al lado de las paredes.

—Se encargará de ello Teotokris.

— ¿Él? ¡Si se encuentra fuera…! ¡Que intente cruzar la línea de las pitones!

—No es necesario. Cuenta con la nafta. Ven, puesto que no crees todavía en el terrible peligro que nos amenaza.

Avanzó velozmente hasta el centro de la gran caverna, deteniéndose ante otra masa de rocas puras recubiertas de azufre.

— ¿Oyes? —preguntó a Sandokán.

—Sí, golpean la pared externa con los kampilang.

— ¿Qué crees que harán los dayakos?

—Lo ignoro.

—Intentan abrir un orificio.

— ¿Para qué?

—Para que entre la nafta incendiada —contestó Yáñez.

— ¿Y encender el azufre?

—Exacto.

—Compadezco a estas pobres pitones.

— ¿Y nosotros? El azufre producirá vapores tan asfixiantes que no los podremos soportar.

— ¡Maldito griego! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Querrá realmente asfixiarnos aquí adentro?

—Quizás asarnos vivos —contestó Yáñez—. Las paredes recubiertas de azufre prenderán y esta caverna se convertirá en un infierno donde nosotros nos asaremos alegremente.

—No, no demasiado alegremente, señor Yáñez —dijo Kammamuri.

— ¿Y dejaremos que Teotokris continúe sus trabajos sin crearle contratiempos? —preguntó Sandokán—. Tú que siempre has sido un hombre de recursos infinitos deberías idear algún medio de desbaratar el siniestro proyecto del antiguo favorito del rajá de Assam. Si lo tuviese en mis manos despacharía en seguida el asunto.

—Pero no lo tienes, y a mí, por mucho que me rompa la cabeza, no se me ocurre un medio de proporcionártelo.

— ¿Se habrá agotado tu extraordinaria fantasía?

—No lo creo, pero choca con obstáculos insuperables.

— ¿No se puede ensanchar el orificio? —preguntó Tremal-Naik.

— ¿Con qué instrumentos? —preguntó Sandokán.

—Con el parang de Kammamuri.

—Se partiría contra la roca, amigo, o por lo menos al cuarto de hora quedaría completamente inservible. Bajo la capa de fósforo hay basalto. Prueba a romperlo, si eres capaz.

—Entonces sólo tenemos una esperanza: la llegada de nuestros hombres.

— ¡Todo estriba en eso! —exclamó Yáñez—. Por otra parte, me pregunto, no sin inquietud, si conseguirán llegar a tiempo y si el negrito logrará encontrarlos.

—Conozco a los salvajes de los grandes bosques y sé lo inteligentes que son, a pesar de su pequeña estatura y su fisonomía nada interesante —dijo Sandokán—. Si nuestros hombres se encuentran todavía en el islote, el amigo de Kammamuri sabrá encontrarlos y les entregará el mensaje. Le has escrito a Sapagar, ¿verdad?

—Sí, Sandokán.

—Es un hombre inteligente y valiente como un tigre. Si está todavía vivo lanzará a sus hombres hacia la orilla y vendrá a liberamos.

— ¿Y si lo han matado? —preguntó Tremal-Naik.

— ¿Quieres asustarme, amigo? —preguntó Sandokán, en cuya frente se había formado una profunda arruga—. No; es imposible que mis hombres, apoyados por los assameses y por tres o cuatro espingardas, hayan cedido ante el ímpetu de las hordas dayakas. Los míos son verdaderos demonios.

—Y también mis assameses son valientes, pues han sido escogidos entre los montañeses —añadió Yáñez.

Entre los cuatro hombres reinó un breve silencio, interrumpido sólo por los golpes de kampilang y de parang de los dayakos.

Los terribles cazadores de cabezas no habían interrumpido su trabajo. Varias docenas de grandes espadas trataban de horadar el techo de la caverna para dejar caer la nafta incendiada y prender fuego al azufre que incrustaba las paredes. El griego, al parecer, había jurado hacer desaparecer para siempre al príncipe consorte de la hermosa raní de Assam.

— ¿Cuánto tiempo necesitarán para agujerear el techo? —preguntó finalmente Sandokán a Yáñez.

—No sé qué espesor tiene —respondió el portugués—. Pero sin duda tendrán mucho trabajo, aunque sean numerosos. La roca tiene una gran solidez, y sus armas se gastarán fácilmente.

— ¡Y no podemos hacer nada…! —exclamó Tremal-Naik.

— ¿Quieres acaso intentar salir?