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100 Clásicos de la Literatura

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Vinieron, pues, a mi encuentro los lógicos, historiadores y críticos para argumentar y demostrar y deducir sus sistemas de consecuencia en consecuencia. Y todo era despiadadamente exacto. Y me construían, a cual mejor, sociedades, civilizaciones e imperios que admirablemente favorecían, liberaban, alimentaban y enriquecían al hombre.

Cuando hubieron hablado mucho tiempo, les pregunté simplemente:

—Para perorar así válidamente sobre el hombre, convendría antes decirme qué es importante en el hombre y para el hombre…

Lanzáronse de nuevo y con voluptuosidad en nuevas construcciones; porque si les ofreces ocasión de discutir la toman al vuelo y se lanzan por la senda imprudentemente abierta como una carga de caballería, con alboroto de armas, polvareda de oro de la arena y tormentoso viento de carrera. Pero no van a ningún lado.

—Luego -les dije, cuando dejaron de producir su ruido y esperaron las felicitaciones (pues corren no para servir, sino para hacerse ver, oír o admirar en su revoloteo y, terminado su desbarro, adoptan por adelantado un aspecto modesto)-, luego, si entendí bien, pretendéis favorecer lo que es más importante en el hombre y para el hombre. Pero entendí que vuestros sistemas favorecían el funcionamiento de su vientre -eso es ciertamente útil; pero se trata de un medio, no de un fin, puesto que ocurre con su osamenta como con la solidez del vehículo- o de su salud, pero se trata de un medio no de un fin, pues ocurre con la conservación de sus órganos como con la conservación del vehículo, o de su número; pero se trata siempre de un medio no de un fin. Porque se trata aquí de la cantidad de vehículos. Y ciertamente, deseo para el imperio muchos hombres sanos adecuadamente alimentados. Pero cuando pronuncié esas poderosas evidencias no dije aún nada sobre lo esencial, sino que hay una materia disponible. Pero ¿qué haré con ella, adónde la conduciré y que debo proporcionarle para que crezca? Porque no es sólo vehículo, senda y acarreo…

Me discurrían sobre el hombre como se discurre sobre la lechuga. Y nada sobre ella, que merezca ser contado, dejaron las generaciones de lechugas que se sucedieron en mi huerto.

Pero no supieron contestarme. Por ser miopes y tener la nariz encima, sin preocuparse nunca más que de la calidad de la tinta o del papel y no de la significación del poema.

Agregué, pues:

—Yo, que soy positivo y desprecio la podredumbre del sueño. Yo, que no comprendo la isla musical sino como construcción concreta. Yo, que no estoy, como los financistas, ebrio de los vapores del sueño; yo, que, por honrar la experiencia, coloco naturalmente el arte de la danza por encima del arte de la concusión, del acaparamiento, de la prevaricación, porque procura más placer y su significación es más clara; porque a tus riquezas acaparadas será preciso hallarles un empleo, y porque la danza conmueve a los hombres, te comprarás alguna bailarina, pero como nada sabes de la danza, la elegirás sin talento y nada poseerás. Yo, que miro y oigo -por no escuchar palabras en el silencio de mi amor-, comprobé que nada valía para el hombre un olor de cera cierta noche, una abeja de oro cierta aurora, una perla negra no poseída en el fondo de los mares. Y de los mismos financistas he comprobado que les ocurría cambiar una fortuna duramente adquirida por la concusión, la prevaricación, el acaparamiento, la explotación de esclavos, las noches en vela quemadas en trabajos de procedimientos y en corrosivas sumas de contador, por una avellana ancha como la uña y con apariencia de vidrio tallado que, por llamarse diamante y haber surgido del ceremonial de las excavaciones en la profundidad de los órganos de la tierra, adquiría así el valor del olor de cera o del resplandor de la abeja, y merecía ser salvada, de los ladrones, aun con riesgo de la vida.

”¿Dónde se estableció pues que el don esencial es el don de la senda que seguir para llegar a la fiesta? Y primeramente, para juzgar tu civilización quiero que me digas cuáles son tus fiestas, qué gusto tienen para el corazón, y puesto que son instante de paso, puerta franca, nacimiento fuera de la crisálida tras la mutación, de dónde vienes y adónde vas. Sólo entonces sabré qué hombre eres, y si vale la pena que seas próspero en tu salud, en el funcionamiento de tu vientre y en tu número.

”Y puesto que te acontece que para que tiendas hacia tal senda es preciso que sientas la sed en esa dirección y no en otra y que ella será suficiente para su ascensión, porque guiará tus pasos y fertilizará tu talento -como ocurre con la pendiente hacia el mar con que me basta aumentarte para obtener de ti navíos-, quiero que me ilustres sobre la calidad de la sed que fundas en los hombres de tu dominio. Porque sucede que el amor, esencialmente, es sed de amor, la cultura, sed de cultura, y el placer del ceremonial hacia la perla negra, sed de la perla negra en el fondo de los mares.

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No juzgarás según la suma. «Nada puede esperarse, -me dices-, de aquéllos. Son grosería, afán de lucro, egoísmo, falta de valentía, fealdad». Pero así puedes hablarme de las piedras, las cuales son rudeza, dureza, peso triste y espesor, mas no de lo que sacas de las piedras: estatua o templo. He visto demasiado que el ser no funcionaba casi nunca como lo hacían prever sus partes y, ciertamente, si tomas aparte a cada uno de los que forman las poblaciones próximas, descubres que cada uno odia la guerra, no desea dejar su hogar, porque quiere a sus hijos y a su esposa y las comidas de cumpleaños, ni verter la sangre porque es bueno, y alimenta a su perro, y acaricia su asno, ni saquear a otro porque observas que sólo quiere su propia casa y lustra sus maderas y pinta sus paredes y embalsama con flores su jardín, y me dirás pues: «Representan en el mundo el amor de la paz…». Y sin embargo, su imperio es una gran sopera donde hierve la guerra. Y su bondad, y su dulzura, y su piedad por el animal herido, y su emoción ante las flores sólo son ingredientes de una magia que prepara el entrechocar de armas, como acontece con cierta mezcla de nieve, de madera barnizada y de cera caliente que prepara los grandes latidos de tu corazón, aunque la captura aquí, como en otras partes, no esté en la esencia de la celada.

¿Juzgas al árbol por los materiales? Si vienes a hablarme del naranjo ¿me criticas su raíz, o el gusto de su fibra, o lo viscoso o lo rugoso de su corteza, o la arquitectura de sus ramas? No te importan los materiales. Juzgas al naranjo por la naranja.

Así sucede con los que tú persigues. Separados son éste, ése y aquél. Me río. Su árbol me fabrica cada tanto almas de espada dispuestas a sacrificar el cuerpo en los suplicios, contra la cobardía de la mayoría, y miradas lúcidas que despojan de inútiles atributos a la verdad, como de su cáscara al fruto y, en contra del apetito vulgar de la mayoría, te observan las estrellas desde la ventana de su buhardilla y viven de un hilo de luz; entonces estoy satisfecho. Porque yo veo condición donde tú ves litigio. El árbol es condición del fruto, la piedra del templo y los hombres condición del alma que irradia sobre la tribu. Y tal como en la bondad y el suave ensueño y el amor de la casa de aquéllos, fácilmente iré a plantar mi taco porque, a pesar de la apariencia, sólo se trata de ingredientes, para la sopera, de peste, de crimen y de hambre. Perdonaré a los otros su ausencia de bondad o su rechazo del ensueño o su escaso amor por las casas (pues es posible que hayan sido nómadas mucho tiempo) si acontece que esos ingredientes sean condición de la nobleza de algunos. Y de eso nada sé prever por el encadenamiento de palabras y palabras; pues no hay lógica que haga pasar de una etapa a otra.

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Porque aquéllos se pasman y querrían hacerte creer que arden día y noche. Pero mienten.

Miente el centinela de las murallas que día y noche te canta su amor por la ciudad. Prefiere su sopa a ella.

Miente el poeta que día y noche te habla de la embriaguez del poema. Si sufre un dolor de vientre se olvida de todos los poemas.

Miente el enamorado que pretende estar habitado día y noche por la imagen de su amada. Una pulga lo aparta, porque pica. O el simple tedio, y bosteza.

Miente el viajero que pretende embriagarse día y noche con sus descubrimientos; porque si la ola es muy honda, vomita.

Miente el santo que te pretende contemplar a Dios día y noche. Dios se retira a veces de él, como el mar. Y está entonces más seco que una playa de guijarros.

Mienten los que lloran su muerte día y noche. ¿Por qué lo llorarían día y noche, si no lo amaban día y noche? Conocían las horas de disputa o de cansancio o de distracciones fuera del amor. Y ciertamente, el muerto está más presente que el vivo, contemplando fuera de los litigios, transformado en uno. Mas eres infiel, hasta con tus muertos.

Mienten todos ellos, porque reniegan de sus horas de sequedad, por no haber comprendido nada. Y te hacen dudar de ti porque, al oírlos afirmar su fervor, crees en su permanencia y, a tu vez, ruborizado de tu sequedad cambias la voz y el rostro si, cuando estás de duelo, te miran.

Pero yo sólo conozco el tedio que pueda llegar a ser permanente para ti. El cual proviene de la invalidez de tu espíritu que no sabe leer ningún rostro a través de los materiales. Tal quien considera el material del juego de ajedrez sin adivinar que allí se inscribe un problema. Pero, en recompensa de la fidelidad en la crisálida si se te otorga cada tanto, el segundo de iluminación del centinela, o del poeta, o del creyente, o del amante, o del viajero, no te quejes de no contemplar permanentemente el rostro que transporta. Porque los hay tan ardientes que consumen a quien los contempla. La fiesta no es de todos los días.

 

Luego te equivocas cuando condenas a los hombres por sus movimientos de rutina, a la manera del profeta de ojos bizcos que día y noche incubaba un santo furor. Porque demasiado sé que el ceremonial degenera ordinariamente en tedio y rutina. Porque demasiado sé que el ejercicio de la virtud degenera ordinariamente en concesiones a los gendarmes. Porque demasiado sé que las altas reglas de justicia degeneran ordinariamente en biombo de manejos sórdidos. Pero ¿qué importa? Sé también del hombre, que suele dormir. ¿Me quejaré entonces de su inercia? Sé también del árbol que no es flor, sino condición de la flor.

219

He deseado fundar en ti el amor al hermano. Y he fundado juntamente la tristeza de la separación del hermano. He deseado fundar en ti el amor a la esposa. Y he fundado en ti la tristeza de la separación de la esposa. He deseado fundar en ti el amor al amigo. Y he fundado juntamente en ti la tristeza de la separación del amigo, tal como aquél que construye las fuentes construye su ausencia.

Pero al descubrirte atormentado por la separación más que por cualquier otro mal, quise curarte e instruirte sobre la presencia. Pues la fuente ausente es más dulce aun para quien muere de sed que un mundo sin fuentes. Y hasta desterrado para siempre, lloras cuando se quema tu casa.

Conozco presencias generosas como árboles, las cuales extienden a lo lejos sus ramas para verter sombra. Porque soy el que habita y te mostraré tu morada.

Recuerda el gusto del amor cuando beses a tu mujer, pues el alba dio sus colores a las legumbres cuya pirámide insegura instalas sobre tu asno, cuando te pones en camino para venderlas en el mercado. Tu mujer te sonríe. Queda allí en el umbral dispuesta, como tú, para su trabajo; porque barrerá la casa y lustrará los utensilios y se ocupará de cocer tu comida, pensando en ti, por el festín cuya sorpresa cuece lentamente, diciéndose a sí misma: «Que no vuelva demasiado pronto porque si me sorprendiese malograría mi placer…». Nada, pues, la separa de ti aunque en apariencia te vayas lejos y ella desee tu demora. Y lo mismo ocurre contigo, porque tu viaje servirá a la casa ya que es preciso que repares su desgaste y alimentes su alegría. Y previste en tu ganancia una alfombra de alta lana y, para tu esposa, algún collar de plata. Por eso cantas en el camino y habitas la paz del amor, aunque te destierras en apariencia. Construyes tu casa, con los golpecitos de tu vara, guiando al asno, sujetando las cestas, frotándote los ojos porque es temprano. Eres más solidario con tu mujer que en las horas ociosas cuando te vuelves hacia el horizonte, desde el umbral de tu casa, sin pensar siquiera en volverte para saborear algo de tu reino, porque sueñas entonces con una lejana boda a la que deseas asistir, o con tal trabajo, o con tal amigo.

Y ahora que estáis más despiertos, si ocurre que tu asno intenta demostrar mejor su empeño, escuchas el trote poco durable que produce como un canto de guijarros y meditas tu mañana. Y sonríes. Porque elegiste ya el negocio en que regatearás el brazalete de plata. Conoces al viejo comerciante. Se alegrará con tu visita pues eres su mejor amigo. Preguntará por tu mujer. Te interrogará sobre su salud, porque tu mujer es preciosa y frágil. Te dirá tantos y tantos elogios, y con tan emocionada voz, que el transeúnte menos sutil, con sólo oír tales elogios, la juzgaría digna del brazalete de oro. Pero suspiras. Porque así es la vida. Tú no eres rey. Eres quintero de legumbres. Y el vendedor también suspirará. Y cuando hayáis suspirado bastante en homenaje al inaccesible brazalete de oro, te confesará que prefiere los de plata. Ante todo, te explicará, un brazalete debe ser pesado. Y los de oro son siempre livianos. El brazalete tiene un sentido místico. Es el primer eslabón de la cadena que os une el uno al otro. Grato es, en amor, sentir el peso de la cadena. En el brazo bonitamente alzado, cuando la mano acomoda el velo, la joya debe pesar porque así informa al corazón. Y el hombre volverá de su trastienda con el más pesado de sus anillos y te rogará que pruebes el efecto de su peso meciéndolo con los ojos cerrados y meditando sobre la calidad de tu placer. Y harás la experiencia. Aprobarás. Y lanzarás otro suspiro. Porque así es la vida. No eres capitán de una rica caravana. Sino conductor de un asno. Y mostrarás el asno, que espera ante la puerta y no es vigoroso, y dirás: «Mis riquezas son tan poca cosa que esta mañana, bajo su peso, trotaba». El vendedor pues lanzará también un suspiro. Y cuando hayáis suspirado bastante en homenaje al inaccesible brazalete pesado, te confesará con respecto a los brazaletes livianos, que al fin y al cabo, son superiores en calidad del cincelado, que es más fino. Él te mostrará el que deseas. Porque desde hace días decidiste, según tu cordura, como un jefe de Estado. Hay que reservar una parte de las ganancias del mes para la alfombra de espesa lana, y otra para el rastrillo nuevo, otra finalmente para el alimento diario…

Y ahora comienza la verdadera danza, porque el vendedor conoce a los hombres. Si adivina que su anzuelo está bien prendido, no te aflojará la línea. Pero le dices que el brazalete es demasiado caro y te despides. Te llama pues. Es tu amigo. Consentirá un sacrificio por la belleza de tu esposa. Lo apenaría tanto dejar su tesoro en manos de una fea. Vuelves, pues, pero a pasos lentos. Regulas tu regreso como un deambular. Pones mala cara. Sopesas el brazalete. No tienen gran valor si no son pesados. Y la plata no brilla. Vacilas, pues, entre una pobre joya y la hermosa tela de color que viste en el otro negocio. Pero tampoco debes hacerte demasiado el desdeñoso porque si desespera de venderte te dejará alejarte. Y te ruborizarás del mal pretexto en que te embarullarás para volver.

Y ciertamente, el que nada supiese de los hombres miraría bailar la danza de la avaricia, cuando es la danza del amor y creería, al oírte hablar de asno y de legumbres, o filosofar sobre el oro y la plata, la cantidad o la fineza, y demorar así tu regreso con largas y lejanas diligencias, que estás muy lejos de tu casa, cuando la habitas verdaderamente en ese mismo instante. Porque no hay ausencia fuera de la casa o del amor si cumples los pasos del ceremonial del amor o de la casa. Tu ausencia no te separa, te une; no te divide, te confunde. Y ¿puedes decirme dónde reside el límite tras el cual la ausencia es separación? Si está bien anudado el ceremonial, si contemplas bien al dios en el cual os confundís, si ese dios es bastante ardiente, ¿quién te separará de la casa o del amigo? Conocí hijos que decían: «Mi padre murió sin haber terminado de construir el ala izquierda de su morada. Yo la construyo. Sin terminar de plantar sus árboles. Yo los planto. Mi padre, al morir, me legó el cuidado de proseguir más lejos su obra. La prosigo. O de permanecer fiel a su rey. Yo soy fiel». Y en esas casas no sentí que el padre estuviese muerto.

Tu amigo y tú mismo, si buscas fuera de ti o fuera de él la raíz común, si existe para ustedes dos, leído a través de la disparidad de materiales, algún lazo divino que anude las cosas, no hay distancia ni tiempo que puedan separaros porque esos dioses en los que vuestra unidad se funda, se ríen de las murallas y los mares.

Conocí un viejo jardinero que me hablaba de su amigo. Habían vivido los dos como hermanos antes que la vida los separase, juntos tomaban el té por la tarde, celebraban las mismas fiestas, se buscaban el uno al otro para pedirse consejos o entregarse a confidencias. Y ciertamente, poco tenían que decirse y pronto se los veía pasear, terminado el trabajo, y mirar sin pronunciar palabra las flores, los jardines, el cielo y los árboles. Pero si uno de ellos movía la cabeza palpando con el dedo alguna planta, el otro a su vez se inclinaba, y al reconocer la huella de las orugas, movía la suya. Y las flores muy abiertas proporcionaban a los dos el mismo placer.

Mas ocurrió que un mercader ocupó a uno de ellos, y lo asoció por algunas semanas a su caravana. Pero los salteadores de caravanas, luego el azar de la existencia, y las guerras entre los imperios, y las tempestades, y los naufragios, y las ruinas, y los duelos, y los oficios para vivir, traquetearon a aquél durante años, como un tonel en el mar, llevándolo de jardín en jardín hasta los confines del mundo.

Mas he aquí que mi jardinero después de una vejez de silencio recibió una carta de su amigo. Sabe Dios cuántos años había navegado. Sabe Dios qué diligencias, qué caballeros, qué navíos, qué caravanas, uno tras otro, lo habían encaminado con la misma obstinación de los millares de olas del mar, hasta su jardín. Y esa mañana, como estaba radiante de su dicha y quería hacerla compartir, me pidió que leyese, como se pide que se lea un poema, la carta que había recibido. Y ciertamente no había más que algunas palabras porque los jardineros eran más hábiles para la azada que para la escritura. Y leí simplemente: «Esta mañana podé mis rosales…», después, meditando sobre lo esencial, que me parecía informulable, moví la cabeza como lo hubiesen hecho ellos.

He aquí, pues, que mi jardinero ya no conoció reposo. Lo hubieses podido oír enterándose de la geografía, de la navegación, los correos y las caravanas y las guerras entre los imperios. Y tres años después llegó el día fortuito de cierta embajada que yo enviaba al otro extremo de la tierra. Cité, pues, a mi jardinero: «Puedes escribir a tu amigo». Sufrieron un poco mis árboles y las legumbres del huerto, y hubo fiesta entre las orugas, porque él se pasaba los días encerrado, garabateando, raspando, volviendo a empezar la tarea, sacando la lengua como un niño sobre su trabajo, porque encontraba algo urgente que decir y necesitaba transportarse entero, en su verdad, a su amigo. Necesitaba construir su propia planchada, sobre el abismo, alcanzar la otra parte de sí a través del espacio y el tiempo. Necesitaba decir su amor. Y he aquí que, ruborizado, vino a someterme su respuesta para espiar una vez más en mi rostro un reflejo de la alegría que iluminaría al destinatario, y probar así en mí el poder de sus confidencias. Y -porque en verdad no había nada más importante para dar a conocer, porque se trataba para él primeramente de eso en que se transmutaba, tal como las viejas que gastan los ojos en los manejos de agujas para florecer a su dios- leí que confiaba al amigo, con su letra aplicada y torpe, como una súplica convencida, pero de humildes palabras: «Esta mañana, yo también podé mis rosales…». Y me callé, sobre mi lectura, meditando sobre lo esencial que empezaba a aparecerme mejor; porque ellos te celebraban, Señor, uniéndose en ti, por encima de los rosales, sin saberlo.

¡Ah Señor!, rogaré por mí, después de haber enseñado a mi pueblo lo mejor posible. Porque recibí de ti demasiado trabajo para encontrar a tal o cual a quien hubiese podido amar, pues fue preciso que me privase de un trato que es el único en procurar los placeres del corazón, porque los retornos son gratos aquí y no en otra parte y los sonidos de voces determinadas y las confidencias infantiles de la que cree llorar su joya perdida, cuando llora ya la muerte que separa de todas las joyas. Pero me condenaste al silencio para que más allá del viento de las palabras escuchase su significación; porque es mi misión inclinarme sobre la angustia que decidí curar en los hombres.

Ciertamente, quisiste ahorrarme el tiempo que hubiese gastado en locuacidad, y el infierno de palabras sobre la joya perdida -y nadie saldrá nunca de esos litigios, puesto que no se trata de una joya, sino de la muerte-, como sobre la amistad o el amor. Porque amor o amistad sólo se anudan en Ti, y tuya es la decisión de permitirme llegar allí sólo a través de tu silencio.

¿Qué recibiré, puesto que sé que no corresponde a tu dignidad, ni siquiera a tu solicitud, visitarme en mi estadio y nada espero del teatro de títeres de las apariciones de arcángeles? Porque yo, que no me dirijo a tal o cual, sino al labrador como al pastor, mucho tengo que dar; pero nada que recibir. Y si acontece que mi sonrisa pueda embriagar al centinela, puesto que soy el rey y en mí se anuda el imperio que está hecho de su sangre y que, en retorno, el imperio paga a través de mí su propia sangre con mi sonrisa, ¿qué puedo, Señor, esperar de la sonrisa de aquél? De unos y otros no solicito para mí el amor, y me importa poco si me ignoran o me odian, a condición de que me respeten como camino hacia Ti, porque solicito el amor para Ti sólo de quien son -y de quien soy-, y anudo el haz de sus movimientos de adoración, y te lo delego, así como delego al imperio, no a mí, la genuflexión de mi centinela, porque no soy muro, sino operación de semilla que extrae de la tierra ramajes para el sol.

 

Me asalta, pues, a veces, porque para mí no hay rey que pueda recompensarme con una sonrisa, y es conveniente que yo ande así hasta la hora en que te dignes recibirme y confundirme con los de mi amor; me asalta pues, cada tanto, el cansancio de estar solo, y la necesidad de reunirme con los de mi pueblo; pues, sin duda, no soy aún bastante puro.

Por juzgar feliz al jardinero que se comunicaba con su amigo me asalta a veces el deseo de ligarme así, según su dios, con los jardineros de mi imperio. Y acontece que desciendo con lentos pasos, un poco antes del alba, los escalones de mi palacio hacia el jardín. Me encamino en la dirección de los rosedales. Observo aquí y allá, y me inclino atento sobre algún tallo, yo que, llegado el mediodía, decidiré el perdón o la muerte, la paz o la guerra. La supervivencia o la destrucción de los imperios. Luego, levantándome de mi trabajo con dificultad, porque envejezco, digo simplemente, desde el corazón, para alcanzar a todos los jardineros vivos y muertos por la única senda eficaz: «Yo también esta mañana podé mis rosales». Y me importa poco, de ese mensaje, si se encamina o no durante años, si llega o no a tal o cual. No es ése el objeto del mensaje. Para unirme a mis jardineros saludé simplemente a su dios, que es rosal en el alba.

Señor, así con mi enemigo amado al que no me uniré, sino más allá de mí mismo. Y en quien, pues se me parece, acontece esto mismo. Hago, pues, justicia según mi cordura. Él hace justicia según la suya. Ellas parecen contradictorias, y si se enfrentan, alimentan nuestras guerras. Pero él y yo, por caminos opuestos, seguimos con nuestras palmas las líneas de fuerza del mismo fuego. Y ellas se encuentran, Señor, sólo en Ti.

Terminado mi trabajo, he embellecido el alma de mi pueblo. Él, terminado su trabajo, ha embellecido el alma de su pueblo. Y yo, que pienso en él, y él, que piensa en mí, aunque ningún lenguaje nos era ofrecido para nuestros encuentros, cuando hemos juzgado, o dictado el ceremonial, o castigado o perdonado, podemos decir, él para mí, como yo para él: «Esta mañana podé mis rosales…».

Porque Tú eres, Señor, la común medida de uno y otro. Eres el nudo esencial de actos diversos.