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100 Clásicos de la Literatura

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”¿De qué me quejaré, Señor, yo que peso en mi sabiduría patriarcal este imperio donde todo está en su sitio, como lo están los frutos de color en la cesta? ¿Por qué sentiría cólera, amargura, odio o sed de venganza? Ésta es la trama para mi trabajo. Éste es el campo para mi labranza. Ésta es mi arpa para cantar.

”Cuando el dueño del dominio va por sus tierras en la madrugada, ves que, si la encuentra, recoge la piedra y arranca la zarza. No se irrita ni contra la zarza ni contra la piedra. Embellece su tierra y nada siente sino amor.

”Cuando aquélla abre su casa en la madrugada, la ves barrer el polvo. No se irrita contra el polvo. Embellece su casa y nada siente sino amor.

”¿Me quejaré porque tal montaña cubra tal frontera y no la otra? Ella rechaza, aquí, con la quietud de una palma, a las tribus del desierto. Está bien, Construiré más lejos, allá donde el imperio está desnudo, mis ciudadelas.

”Y ¿por qué me quejaré de los hombres? Los recibo, en esta aurora, tales como son. Ciertamente, los hay que preparan su crimen, que meditan su traición, que traman su mentira; pero hay otros que se enjaezan para el trabajo o la piedad o la justicia. Y ciertamente, yo también, para embellecer mi tierra arable, arrojaré la piedra o la zarza, pero sin odiar ni a la zarza ni a la piedra, sin sentir nada, sino amor.

”Pues encontré la paz, Señor, en el curso de mi plegaria. Vengo de ti. Me siento jardinero que camina con lentos pasos hacia sus árboles».

Ciertamente, yo también sentí, en el curso de mi vida, la cólera, la amargura, el odio y la sed de venganza. En el crepúsculo de las batallas perdidas, como rebeliones, siempre que me encontré impotente, y como encerrado en mí mismo, sin poder actuar, según mi voluntad, sobre mis tropas amontonadas a las que mi palabra no alcanzaba ya, sobre mis generales sediciosos que se inventaban emperadores, sobre los profetas dementes que anudaban racimos de fieles en puños ciegos, conocí también la tentación del hombre colérico.

Pero tú quieres corregir el pasado. Inventas demasiado tarde la decisión feliz. Recomienzas el paso que te hubiese salvado; mas participa, puesto que la hora se ha cumplido, de la podredumbre del sueño. Y ciertamente, hay un general que te aconsejó, según sus cálculos, atacar al oeste. Vuelves a inventar la historia. Escamoteas al consejero. Atacas al norte. Tanto valdría intentar abrir un camino soplando contra el granito de una montaña. «¡Ah! -te dices, en la corrupción de tu sueño-, ¡si aquél no hubiese actuado, si aquél no hubiese hablado, si aquél no hubiese dormido, si aquél no hubiese creído o dejado de creer, si aquél hubiese estado presente, si aquél hubiese estado en otra parte, entonces yo sería vencedor!».

Pero te desdeñan por ser imposibles de borrar, como la mancha de sangre del remordimiento. Y sientes el deseo de triturarlos en los suplicios, para deshacerte de ellos. Pero aunque apilases sobre ellos todas las muelas del imperio no impedirías que hayan sido.

Débil eres, y cobarde, si corres así en la vida, persiguiendo responsables, inventando nuevamente un pasado cumplido en la podredumbre de tu sueño. Ocurre que, de depuración en depuración, entregarás tu pueblo entero al sepulturero.

Aquéllos tal vez fueron vehículos de la derrota, pero ¿por qué aquéllos otros, que hubiesen sido vehículos de la victoria, no dominaron primeramente? ¿Por qué el pueblo no los sostenía? Entonces ¿por qué tu pueblo prefirió los malos pastores? ¿Por qué mentían? Siempre se expresan mentiras; porque todo se dice siempre, verdad y mentira. ¿Por qué pagaban? Siempre se ofrece dinero; porque hay siempre corruptores.

A los de cierto imperio, si están bien fundados, mi corruptor les daría risa. La enfermedad que les ofrezco no es para ellos. Si los de aquél otro tienen gastado el corazón, la enfermedad que les ofrezco hará su entrada por tal o cual que sucumbirá primero. Y, progresando de uno en otro, podrirá a todos los del imperio; porque mi enfermedad era para ellos. ¿Los que alcanzó primero son responsables de la podredumbre del imperio? ¡No pretendas, en el más sano de los imperios, que no existan los transmisores de cáncer! Están ahí, pero como en reserva para las horas de decadencia. Sólo entonces se extenderá la enfermedad, que no necesitaba de ellos. Hubiese encontrado otros. Si la enfermedad pudre la viña de raíz en raíz, no acuso a la raíz primera. Si la hubiese quemado el año antes, otra raíz hubiese servido de puerta a la podredumbre.

Si el imperio se corrompe, todos colaboraron en la corrupción. Si la mayoría tolera, ¿de qué no es responsable? Te llamo asesino si el niño se ahoga en tu charca, y descuidas socorrerlo.

Sería pues estéril si intentase, en la podredumbre del sueño, esculpir a posteriori un pasado cumplido, y decapitase a los corruptores como a cómplices de la corrupción, a los cobardes como cómplices de la cobardía, a los traidores como a cómplices de la traición; porque, de consecuencia en consecuencia, aniquilaría hasta a los mejores; porque habrían sido ineficaces, y me quedará aún por reprocharles su pereza, o su indulgencia, o su imbecilidad. A fin de cuentas habría pretendido aniquilar del hombre lo que es susceptible de estar enfermo y de ofrecer tierra fértil a tal siembra, y todos pueden estar enfermos. Y todos son tierra fértil para toda siembra. Y será preciso que los suprima a todos. Será entonces perfecto el mundo, purgado el mal. Pero yo digo que la perfección es virtud de muertos. La ascensión usa como abonos malos escultores y mal gusto. Yo no sirvo a la verdad ejecutando a quien se engaña, porque la verdad se construye de error en error. No sirvo a la creación ejecutando a quienquiera que no acierte la suya, porque la creación se construye de fracaso en fracaso. No impongo una verdad ejecutando a quien sirva a otra; porque mi verdad es árbol que se da. Y no conozco más que tierra arable, que aún no alimentó a mi árbol. Llego, estoy presente. Recibo el pasado de mi heredado imperio. Soy el jardinero que anda hacia su tierra. No iré a reprocharle que nutra cactos y zarzas. Poco me cuido de cactos y zarzas, si soy simiente de cedro.

Desprecio el odio, no por indulgencia, sino porque, por venir de ti, Señor, en quien todo está presente, el imperio me está presente a cada instante. Y a cada instante, comienzo.

Yo recuerdo la enseñanza de mi padre: «Ridícula es la semilla que se queja de que la tierra, a través de ella, se haga lechuga y no cedro. Ello no es pues más que semilla de lechuga».

Decía también él: «El bizco sonrió a la niña. Ella se volvió hacia los que miran rectamente. Y el bizco anda diciendo que los de mirada recta corrompen a las niñas».

Vanidosos los justos que imaginan no deber nada a los tanteos, a las injusticias, a los errores, a las vergüenzas que los trascienden. ¡Ridículo el fruto que desprecia al árbol!

209

Igual que quien cree hallar la alegría en la riqueza de un montón de objetos, impotente como es para extirparla pues ella no reside allí, multiplica sus riquezas y apila los objetos en pirámides y va a agitarse entre ellos en sótanos, semejantes a esos salvajes que te desmontan los materiales del tambor, para capturar el sonido.

Igual aquéllos que por conocer que las relaciones que constriñen palabras te someten a mi poema, que las estructuras que constriñen te someten a la escultura de mi escultor, que las relaciones que constriñen entre las notas de la guitarra te someten a la emoción del guitarrista, creen que el poder reside en las palabras del poema, los materiales de la escultura, las notas de la guitarra, y te los agitan en un desorden intrincado, y al no encontrar allí ese poder, puesto que no reside allí, exageran, para hacerse oír, su alboroto, produciendo cuando más en ti la emoción que extraerás de una pila de vajilla que se rompe, la cual primeramente es de calidad discutible, de discutible poder luego, y sería de otra eficacia, te dirigiría, te gobernaría, te provocaría mucho mejor, si la extrajeses del peso de mi gendarme cuando te aplasta el pulgar.

Y si deseo gobernarte al decirte «sol de octubre» o «sable de nieve», es preciso que yo construya una celada que aprisione una captura, la cual no es de su esencia. Pero si deseo emocionarte con los objetos mismos de la celada, por no atreverme a decirte melancolía, crepúsculo, amada, palabras de poema compradas, hechas en el bazar, las cuales te hacen vomitar, no actuaré por ello menos en la floja acción de mimetismo, la cual te pone menos gozoso si te digo «cadáver» que «canastilla de rosas», aunque ni uno ni otro te rijan profundamente, y saldré de lo habitual para describirte suplicios del mayor refinamiento. Y además por no extraer la emoción que no reside allí, pues es débil el poder de las palabras que te vierten apenas una saliva ácida cuando yo hago actuar la mecánica del recuerdo, comienzas a agitarte frenéticamente, y a multiplicar las torturas y los detalles sobre la tortura y los olores de la tortura, para finalmente pesar menos en mí que el buen pie de mi gendarme.

Por buscar así sorprenderte, con el leve poder de choque de lo desusado, y ciertamente te sorprenderé si entro retrocediendo a la sala de audiencia donde te recibo, o si, más generalmente, acudo a cualquier cosa incoherente e inesperada, por agitarme así soy tan sólo rapaz y extraigo mi ruido de la destrucción, pues, ciertamente, en la segunda audiencia ya no te sorprenderás de mi entrada hacia atrás y, una vez habituado ya no te sorprenderás de ese gesto absurdo, ni de lo imprevisto de lo absurdo. Y pronto te acuclillarás triste y sin lenguaje, en la indiferencia de un mundo gastado. Pero la única poesía que podrá sacarte aún un movimiento de queja será la del enorme zapato claveteado de mi gendarme.

Porque no hay refractario. No hay individuo solo. No hay hombre que se atrinchere verdaderamente. Son ellos más ingenuos que los fabricantes de coplas que so pretexto de poesía te mezclan el amor, el claro de luna, el otoño, los suspiros y la brisa.

 

«Sombra soy, -dice tu sombra- y desprecio la luz». Pero de ella vive.

210

Te acepto tal como eres. Acaso te atormente la enfermedad de apoderarte de las figurillas de oro que caen bajo tu vista, y por otra parte seas poeta. Te recibiré pues por amor a la poesía. Y por amor a mis figurillas de oro, las guardaré.

Acaso, como una mujer, consideres los secretos que te son confiados como diamantes para tu adorno. Ella va a la fiesta. Y el objeto raro que exhibe la envanece y hace sentir importante. Acaso, por otra parte, seas bailarín. Te recibiré, pues, por respeto a la danza más, por respeto a los secretos, los callaré.

Pero acaso seas simplemente mi amigo. Te recibiré, pues, por amor a ti, tal como eres. Si cojeas no te pediré que bailes. Si odias a tal o cual, no te los infligiré como invitados. Si necesitas alimento, te serviré.

No iré pues a dividirte para conocerte. No eres ni este acto, ni aquél, ni su suma. Ni esta palabra, ni aquélla, ni su suma. No te juzgaré ni por esas palabras ni por esos actos. Sino que por ti juzgaré esos actos y esas palabras.

Exigiré en cambio tu audiencia. No preciso al amigo que no me conoce y pide explicaciones. No tengo el poder de transportarme en el débil viento de las palabras. Soy montaña. La montaña puede contemplarse. Pero no te la ofrecerá la carretilla.

¿Cómo te explicaré lo que antes no es comprendido por el amor? Y a menudo ¿cómo hablaré? Hay palabras indecentes. Te lo dije acerca de mis soldados en el desierto. Los considero en silencio, las vísperas de combate. El imperio reposa sobre ellos. Morirán por el imperio. Y su muerte les será pagada en este cambio. Conozco pues su verdadero fervor. ¿Qué me enseñaría el viento de las palabras? ¿Qué se quejan de las zarzas, que odian al cabo, que el alimento es mezquino, que su sacrificio es amargo?… ¡Así deben hablar! Desconfío del soldado demasiado lírico. Si desea morir por su cabo, es probable que no muera, ocupado en declamarte su poema. Desconfío de la oruga que se cree enamorada de las alas. Ésa no irá a morir en la crisálida. Pero, sordo al viento de sus palabras, a través de mi soldado veo quién es él, no quién dice. Y aquél en el combate, cubrirá a su cabo con el pecho. Mi amigo es un punto de vista. Necesito oír hablar desde donde habla porque en eso es imperio particular y provisión inagotable. Puede callarse y colmarme aún. Considero entonces de acuerdo con él y veo el mundo en otra forma. Igualmente exijo de mi amigo que sepa desde donde hablo. Sólo entonces me comprenderá. Porque las palabras siempre se sacan la lengua.

211

Volvió a verme ese profeta de ojos duros que noche y día incubaba un santo furor, y que, además, era bizco.

—Es conveniente -me dijo- salvar a los justos.

—Ciertamente -le contesté-, no hay razón evidente que motive su castigo.

—Distinguirlos de los pecadores.

—Ciertamente -le contesté. El más perfecto debe ser erigido como ejemplo. Eliges como pedestal la mejor estatua del mejor escultor. Lees a los niños los mejores poemas. Deseas reina a la más bella. Porque la perfección es una dirección que conviene mostrar, aunque esté fuera de tu poder alcanzarla.

Pero el profeta, inflamándose:

—Y una vez seleccionada la tribu de los justos, importa salvarla sola y así, de una vez por todas, aniquilar la corrupción.

—¡Eh! -le dije-, vas muy rápido. Porque pretendes separarme la flor del árbol. Ennoblecer la cosecha suprimiendo el abono. Salvar a los grandes escultores decapitando a los malos escultores. Y yo no conozco sino hombres más o menos imperfectos y, desde la turba hacia la flor, la ascensión del árbol. Y digo que la perfección del imperio reposa en los impúdicos.

—¡Honras la impudicia!

—Honro igualmente tu necedad, porque conviene que la virtud se ofrezca como un estado de perfección perfectamente deseable y realizable. Y que se conciba al hombre virtuoso, aunque no pueda existir, primeramente porque el hombre es inválido, luego porque la perfección absoluta, donde resida, acarrea la muerte. Pero conviene que la dirección adquiera el aspecto de finalidad. De otro modo te cansarías de andar hacia un objeto inaccesible. Yo sufrí duramente en el desierto. Primeramente aparece como invencible. Pero hago de esa lejana duna la feliz escala. Y la alcanzo, y se vacía de su poder. Hago entonces de una marca en el horizonte la feliz escala. Y la alcanzo, y se vacía de su poder. Me elijo entonces otro punto de mira. Y de punto de mira en punto de mira, emerjo de las arenas.

”La impudicia, o es un indicio de simplicidad e inocencia, como lo es la de las gacelas, y, si te dignas informarla, la convertirás en virtuoso candor, o bien extrae sus alegrías de la agresión al pudor. Y reposa en el pudor. Y vive de él y lo funda. Y cuando pasan los soldados ebrios, ves a las madres correr a sus hijas y prohibirles que se muestren. En cambio, como los soldados de tu imperio de utopía tienen por costumbre bajar castamente los ojos, sería como si estuviesen ausentes, y no hallarías inconveniente en que las niñas se bañasen desnudas. Mas el pudor de mi imperio no es ausencia de impudicia (porque los más púdicos, entonces, son los muertos). Es fervor secreto, reserva, respecto de sí mismo y valentía. Es protección de la miel cumplida, con miras a un amor. Y si pasa por algún lugar un soldado ebrio, ocurre que él funda en mi imperio la calidad del pudor.

—Deseas pues que tus soldados ebrios griten sus miserias…

Ocurre por el contrario que los castigue para fundar su propio pudor. Pero ocurre igualmente que mientras más fundado está, más atrayente se hace la agresión. Más alegría te produce escalar el pico elevado que la colina redonda. Vencer a un adversario que se te resiste, que a un tonto que no se defiende. Sólo donde las mujeres llevan velo te quema el deseo de leer su rostro. Y juzgo la tensión de las líneas de fuerza del imperio por la dureza del castigo que equilibra el apetito. Si obstruyo un río en la montaña, me gusta apreciar el espesor del muro. Es indicio de mi poder. Porque, ciertamente, contra la pobre charca me basta una muralla de cartón. ¿Y por qué desearía soldados castrados? Los quiero pesados contra la muralla, porque sólo entonces serán grandes en el crimen o en la creación que trasciende al crimen.

—Los deseas, pues, hinchados de sus deseos de estupro…

—No. No has entendido nada -dije.

212

Mis gendarmes, en su opulenta estupidez, vinieron a rodearme:

—Hemos descubierto la causa de la decadencia del imperio. Se trata de cierta secta que es preciso extirpar.

—¡Ah! -dije. ¿En qué reconoces que están ligados unos a otros?

Y ellos me contaron las coincidencias en sus actos, su parentesco según tal o cual signo, y el lugar de sus reuniones.

—¿Y en qué reconocéis que son una amenaza para el imperio?

Y ellos me descubrieron sus crímenes y la concusión de algunos de ellos, y las violaciones cometidas por otros, y la cobardía de muchos, o su fealdad.

—¡Oh! -dije. ¡Conozco una secta más peligrosa aún, porque nunca pensó nadie en combatirla!

—¿Qué secta? -se apresuraron a decir mis gendarmes.

Porque el gendarme, que ha nacido para golpear, languidece si carece de alimentos.

—La de los hombres -contesté- que llevan un lunar en la sien izquierda.

Mis gendarmes, que no comprendieron, me aprobaron con un gruñido.

Porque el gendarme puede golpear sin comprender. Golpea con los puños, que están vacíos de seso.

Sin embargo, uno de ellos, que había sido carpintero, tosió dos o tres veces:

—No manifiestan su parentesco. No tienen lugar de reunión.

—Ciertamente -contesté. En eso está el peligro. Porque pasan inadvertidos. Pero apenas haya publicado yo el decreto que los señale a la indignación pública, los verás buscarse uno al otro, unirse uno con otro, vivir en común y, alzados contra la justicia del pueblo, adquirir conciencia de su casta.

—Es muy cierto -aprobaron mis gendarmes.

Mas el que fue carpintero tosió nuevamente:

—Yo conozco a uno. Es suave. Es generoso. Es honesto, Ganó tres heridas en la defensa del imperio…

—Ciertamente -contesté. Porque las mujeres son descocadas, ¿deduces que no hay ninguna que demuestre ser razonable? Porque los generales son ruidosos, ¿deduces que no existe ninguno, aquí o allá, que sea tímido? No te detengas en excepciones. Una vez escogidos los que llevan el signo, investiga su pasado. Han sido fuente de crímenes, raptos, violaciones, concusiones, traiciones, glotonería e impudicia. ¿Pretendes que estén libres de tales vicios?

—Ciertamente no -exclamaron los gendarmes, despierto el apetito en sus puños.

—Ahora bien, cuando un árbol produce frutos podridos, ¿reprochas la podredumbre a los frutos o al árbol?

—Al árbol -exclamaron los gendarmes.

—¿Y es preciso absolver a algunos frutos sanos?

—¡No! ¡No! -exclamaron los gendarmes, quienes, felizmente, amaban su oficio, que no es absolver.

—Sería pues equitativo purgar el imperio de esos portadores de un lunar en la sien izquierda.

Pero el que fue carpintero tosió aún:

—Formula tu objeción -dije, mientras sus compañeros, guiados por el olfato lanzaban miradas alusivas en dirección a su sien.

Uno de ellos se enardeció, miró desdeñosamente al sospechoso:

—El que dice haber conocido… ¿no será su hermano… o su padre… o alguno de los suyos?

Y gruñeron todos su asentimiento.

Entonces llameó la cólera:

—¡Más peligrosa aún es la secta de los que llevan un lunar en la sien derecha! ¡Porque ni siquiera lo hemos pensado! Luego se disimula mejor aún. Más peligrosa aún que ésa es la secta de quienes no llevan lunar, porque ésos andan encubiertos, invisibles como conjurados. Y al fin de cuentas, de secta en secta, condena a toda la secta de los hombres, porque es, evidentemente, manantial de crímenes, de raptos, de violaciones, de glotonería y de impudicia. Y como ocurre que los gendarmes, además de gendarmes, son hombres, comenzaré por ellos, ya que dispongo de esa comodidad, la necesaria depuración. ¡Por eso ordeno al gendarme que hay en vosotros arrojar al hombre que hay en vosotros en el estiércol de los calabozos de mis ciudadelas!

Y se fueron mis gendarmes, refunfuñando con perplejidad y reflexionando sin grandes resultados, porque ocurre que reflexionan con los puños.

Pero retuvo al carpintero, que bajaba los ojos y se hacia el modesto.

—¡A ti te destituyo! -le dije. La verdad del carpintero, que es sutil y contradictoria porque la madera le resiste, no es verdad de gendarme. Si el manual marca con negro a quienes llevan lunares en la sien, me gusta que mis gendarmes, con sólo oír hablar de ellos, sientan crecer sus puños. Me gusta del mismo modo que el asistente te pese según tu ciencia de la media vuelta. Porque el asistente, si tiene el derecho de juzgar, te excusará de tu torpeza porque eres buen poeta. Perdonará igualmente a tu vecino, porque es piadoso. Y al vecino de tu vecino, porque es modelo de castidad. Reinará así la justicia. Pero que se produzca en la guerra la ficción sutil de una media vuelta y he ahí a mis guerreros trabados unos con otros, en el estrépito de un gran alboroto, atrayendo a ellos la matanza. Mucho los consolará la estima del asistente. Te vuelvo pues a tus maderas, por miedo de que tu amor a la justicia, donde ella nada tiene que hacer, vierta un día sangre inútil.

213

Pero vino el que me interrogó sobre la justicia.

—¡Ah! -le dije. Si conozco actos equitativos, nada conozco sobre la equidad. Es equitativo que se te alimente de acuerdo con tu trabajo. Es equitativo que se te atienda si estás enfermo. Es equitativo que seas libre si eres puro. Pero la evidencia no va muy lejos… Es equitativo lo que está de acuerdo con el ceremonial.

Exijo del médico que atraviese el desierto, aunque sea sobre los puños y las rodillas para curar la herida de un hombre. Aunque ese hombre fuese un descreído. Porque fundo así el respeto del hombre. Pero ocurre que el imperio está en guerra contra el imperio del descreído, exijo de mis soldados que atraviesen el mismo desierto para extender al sol las entrañas del mismo descreído. Pues así fundo el imperio.

 

—Señor… no te entiendo.

—Me gusta que los forjadores de clavos, que cantan los cánticos de los mercaderes de clavos, tiendan a saquear los instrumentos de los aserradores de tablas para servir a los clavos. Me gusta que los aserradores de tablas tiendan a pervertir a los forjadores de clavos, para servir a las tablas. Me gusta que el arquitecto que domina burle a los aserradores de tablas que protegen a los clavos y a los forjadores de clavos que protegen las tablas. Porque de esa tensión de líneas de fuerza, nacerá el navío y nada espero de los aserradores de tablas sin pasión que veneran los clavos, ni de los forjadores de clavos sin pasión que veneran las tablas.

—¿Honras, pues, el odio?

—Digiero el odio y lo supero, y sólo honro el amor. Pero ocurre que él sólo se anuda al navío sobre tablas y clavos.

Y me retiré, y dirigí a Dios esta plegaria:

«Acepto como provisionales, Señor, aunque no sea de mi etapa distinguir la llave de la bóveda, las verdades contradictorias del soldado que busca herir y del médico que busca curar. Yo no concilio, en tibio brebaje, bebidas heladas y calientes. No deseo que se hiera y se cure moderadamente. Castigo al médico que niega su atención, castigo al soldado que niega sus golpes. Y no me importa si las palabras se sacan la lengua. Porque ocurre que esa única celada, cuyos materiales son dispares, se apodera de mi captura en su unidad, que es tal hombre, de tal cualidad, y no de otra.

”Tanteando, busco tus divinas líneas de fuerza, y carente de evidencias que no son de mi estadio, digo que tengo razón en la elección de los ritos del ceremonial si ocurre que con ellos me libero y respiro. Tal como mi escultor, Señor, a quien satisface cierto movimiento del pulgar hacia la izquierda, aunque no sepa decir por qué. Pues sólo así le parece que confiere poder a su arcilla.

”Yo voy a ti como se desarrolla el árbol según las líneas de fuerza de su semilla. El ciego, Señor, nada conoce del fuego. Pero el fuego tiene líneas de fuerza sensibles en las palmas. Y él anda a través de las zarzas, porque toda mutación es dolorosa. Señor, yo voy a ti, por tu gracia, a lo largo de la cuesta de las transmutaciones.

”Tú no desciendes hacia tu creación, y para instruirme nada puedo esperar más que el calor del fuego o la tensión de la semilla. Igual que la oruga que nada sabe de las alas. No espero ser informado por el teatro de títeres de las apariciones de arcángeles; porque no me dirían nada que valga la pena. Inútil es hablar de alas a la oruga, como del navío al forjador de clavos. Basta con que existan, por la pasión del arquitecto, las líneas de fuerza del navío. Por la simiente, las líneas de fuerza de las alas. Por la semilla, las líneas de fuerza del árbol. Y que tú, Señor, simplemente seas.

”Señor, glacial es a veces mi soledad. Y reclamo un indicio en el desierto del abandono. Pero me enseñaste durante un sueño. Comprendí que todo indicio es inútil, porque si eres de mi etapa no me obligas a crecer. Y ¿qué puedo hacer conmigo, Señor, tal como soy?

”Por eso ando, formulando plegarias a las que no se responde, y sin tener, tan ciego soy, más guía que un leve calor en mis palmas marchitas, y alabándote sin embargo, Señor, de que no me respondas; pues si hallé lo que busco, Señor, acabé de transmutarme.

”Si hicieses llegar al hombre, gratuitamente, el paso del arcángel, el hombre estaría cumplido. Ya no aserraría, ya no combatiría, ya no curaría. No barrería ya su pieza ni querría a la amada, Señor, ¿se extraviaría al honrarte con su caridad entre los hombres, si te contemplase? Cuando está construido el templo, veo el templo y no las piedras.

”Señor, heme aquí, viejo y con la debilidad de los árboles cuando el invierno sopla. Cansado de mis enemigos como de mis amigos. Insatisfecho en mi pensamiento por estar sujeto a matar y a curar a la vez; porque de ti me viene la necesidad, que hace tan cruel mi suerte, de dominar todos los opuestos. Y sin embargo, constreñido a subir, formulando menos preguntas, suprimiendo preguntas, hacía tu silencio.

”Señor, con aquél que reposa al norte de mi imperio y fue mi enemigo amado, con el único verdadero geómetra, mi amigo, y conmigo mismo que, ¡ay!, he pasado la cresta y dejo atrás a mi generación como en la pendiente ahora acabada de una montaña, dígnate hacer la unidad para tu gloria, adormeciéndome en el hueco de esas arenas desiertas donde mucho trabajé».

214

Tu desprecio del mantillo es sorprendente. Sólo respetas los objetos artísticos:

—¿Por qué visitas a amigos tan imperfectos? ¿Cómo soportas al que tiene tal defecto, o aquel otro que tiene tal olor? Conozco otros más dignos de ti…

Así dices al árbol: «¿Por qué plantas tus raíces en el estiércol? Yo sólo respeto los frutos y las flores».

Pero yo vivo únicamente de lo que se transforma. Soy vehículo, senda y acarreo. Y tú eres estéril como un muerto.

215

Inmóvil estás, a la manera de un navío que, atracado, entrega su carga, la cual viste los muelles del puerto con vivos colores, y en efecto están allí las telas doradas y las especias rojas y verdes y los marfiles, he aquí que el sol, como un río de miel sobre las arenas, entrega el día. Y permaneces sin movimiento, sorprendido por la calidad de la aurora, en las pendientes de la loma que domina el pozo. Y los animales de grandes sombras están también inmóviles. Ninguno se agita: saben que uno por uno van a beber. Pero un detalle detiene la procesión. No se distribuyó aún el agua. Faltan los grandes cubos que traen. Y con los puños en las caderas, miras a lo lejos y dices: «¿Qué hacen?».

Los que tú has subido de las entrañas del pozo destacado de arena depositaron sus instrumentos y cruzan los brazos sobre el pecho. Su sonrisa te ilustró. Está presente el agua. Porque el hombre en el desierto es animal de hocico torpe, que busca su mama tanteando. Tranquilizado, sonreíste. Y los camelleros que te vieron sonreír sonríen a su vez. Y he aquí que todo es sonrisa. Las arenas en su luz y tu rostro y el rostro de tus hombres y acaso algo en los animales, bajo su corteza; pues saben que van a beber y están allí inmóviles, resignados en el placer. Y ocurre en este minuto como en el mar cuando un desgarrón de la nube vuelca el sol. Y sientes de pronto la presencia de Dios, sin comprender por qué, tal vez por el difundido gusto de recompensa (pues ocurre con un pozo vivo en el desierto como un regalo, nunca enteramente previsto, nunca enteramente prometido), también por la espera de la comunión en el agua próxima, que te tiene siempre inmóvil. Porque aquéllos, con los brazos cruzados sobre el pecho, no se han movido. Porque tú, con los puños sobre las caderas, en lo alto de la loma, miras siempre el mismo punto del horizonte. Porque los animales de grandes sombras organizados en procesión en las pendientes de arena aún no se pusieron en movimiento. Puesto que aquéllos que traen los grandes cubos para dar de beber no aparecen aún, y tú sigues preguntando: «¿Qué hacen?». Todo está aún suspendido y sin embargo prometido.

Y habitáis la paz de una sonrisa. Y ciertamente pronto os regocijaréis de beber; pero ya no ha de tratarse sólo de placer, ahora se trata de amor. Ahora que, hombres, arenas, animales y sol están como anudados en su significación por un simple agujero entre piedras, y ya no representan en torno de ti, en tu diversidad, más que objetos de un mismo culto, elementos de un ceremonial, palabras de un cántico.

Y tú, gran sacerdote que presidirá; tú, general que ordenará; tú, maestro de ceremonia, inmóvil, con los puños en las caderas, demorando aún tu decisión, interrogas al horizonte de donde te traen los grandes cubos para dar de beber. Porque aún falta un objeto para el culto, una palabra para el poema, un peón para la victoria, una especia para el festín, un huésped de honor para la ceremonia, una piedra a la basílica para que relumbre ante los ojos. Y en algún lugar caminan los que traen como piedra angular los grandes cubos y a quienes gritarás cuando aparezcan: «¡Eh!, ¡vosotros, allá, apuraos pues!». No contestarán. Subirán la loma. Se arrodillarán para instalar sus utensilios. Entonces harás sólo un gesto. Y empezará a gritar la cuerda que vela el parto de la tierra, empezarán los animales a mover, lentamente, su procesión. Y empezarán los hombres a gobernarlos en el orden previsto, a garrotazos, y a lanzar contra ellos los gritos guturales de mando. Así empezará a desarrollarse, según su ritual, la ceremonia de dar agua bajo la lenta ascensión del sol.