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100 Clásicos de la Literatura

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Mas yo buscaba de colmena en colmena recoger la miel ya hecha, y no penetrar esa extensión que al principio no te ofrecerá nada y te reclamará pasos y pasos y pasos; porque importa que mucho tiempo, en el silencio, acompañes al dueño de los dominios, si quieres hacerte allí una patria.

Yo, que he conocido al único verdadero geómetra, mi amigo, el que podía instruirme día y noche, y al cual llevaba yo mis litigios para conocerlos, no resueltos, sino vistos por él, y ya distintos, pues siendo tal, él mismo y no otro, no escuchaba como yo esa nota, no veía como tú ese sol, no gustaba como tú esa comida, sino que con los materiales que se le sometían, hacía ese fruto de tal gusto, y no de otro -él, que simplemente, no era mesurado, ni mensurable, sino poder en acción de cierta calidad y no de otra, en cierta dirección y no en otra-; yo, que conocí en él el espacio y que iba a él como se busca el viento del mar, o la soledad, ¿qué hubiese recibido de él si hubiera buscado no el hombre, sino las provisiones, los frutos, no el árbol, y pretendido satisfacerme el espíritu y el corazón con algunos preceptos de geometría?

Señor, a esa que he hecho de mi casa, tú me la das a arar y a acompañar y a descubrir.

«Señor, -decía yo-, sólo para aquél que araña su tierra, planta el olivo y siembra la cebada, suena la hora de las metamorfosis de las que no podría regocijarse si comprase su pan al comerciante. Suena la hora de la fiesta de las cosechas. Suena la hora de la fiesta del entrojamiento, y él empuja lentamente con el hombro la puerta gimiente sobre la reserva del sol. Porque posee el poder de abrasar, llegado el momento, tus grandes cuadros de tierra negra, la colina de simiente que acabas de encerrar, y sobre la cual flota aún la gloria de un polvo de sonido que no se depositó totalmente.

”¡Ah Señor!, decía yo, he equivocado el camino. Me apuré entre las mujeres como en un viaje sin destino.

”He sufrido junto a ellas como en un desierto sin horizonte, en busca del oasis que no es el amor, sino más allá.

”Busqué un tesoro que estuviese oculto, como un objeto por descubrir entre otros objetos. Me incliné sobre su corta respiración como un remero. Y no iba a ningún lado. Medí con los ojos su perfección, conocí la gracia de las coyunturas y el asa del codo donde se quiere beber. Yo sufrí una angustia que tenía dirección. Sentí una sed que tenía remedio. Mas, habiendo equivocado el camino, miré tu verdad de frente, sin comprenderla.

”Fui semejante a ese loco que surge de noche en el corazón de las ruinas, armado con su pala, su azadón y su escoplo. Y te desmorona los muros. Y te remueve las piedras, y te ausculta las pesadas losas. Se agita presa de un negro fervor, porque se equivoca, Señor, te busca un tesoro que sea provisión ya hecha, depositada por los siglos en el secreto de alguna arquilla como una perla en su concha, juventud para el viejo, prenda de riqueza para el avaro, prenda de amor para el enamorado, prenda de orgullo para el orgulloso y para el glorioso de gloria -y sin embargo ceniza y vanidad-, porque no hay fruto que no sea de un árbol, no hay alegría que tú no hayas construido. Estéril es buscar entre las piedras una piedra más exaltadora que la otra piedra. De su agitación en el vientre de las ruinas, no sacará ni la gloria, ni la riqueza, ni el amor.

”Comparable, pues, a ese loco que va de noche cavando la aridez, no encontré en la voluptuosidad nada que no fuese placer avaro y prodigiosamente inútil. No encontré más que a mí mismo. Nada tengo que hacer conmigo, Señor, y el eco de mi propio placer me fatiga.

”Quiero construir el ceremonial del amor para que la fiesta me conduzca a otra parte. Pues nada de lo que busco, y de lo que tengo sed, y de lo que tienen sed los hombres, es del estadio de los materiales disponibles. Y se extravía aquél que busca entre las piedras lo que no es de su esencia, cuando podría emplearlas para construir su basílica; porque su alegría no puede extraerse de una piedra entre otras piedras, sino de cierto ceremonial de las piedras, cuando la catedral esté construida. Así, tal mujer, la hago inconexa si no leo a través de ella.

”Señor, desnuda tal esposa, viéndola dormir, me será dulce que sea bella y delicada de coyunturas y tibia de senos, y ¿por qué no tendré en ello mi recompensa?».

Pero he comprendido tu verdad. Importa que ésa que duerme y a la que despertaré pronto, con sólo posar mi sombra, no sea el muro contra el cual tropiezo, sino la puerta que conduce más allá; y que no la disperse en materiales diversos, en busca del imposible tesoro, sino que la tenga bien anudada y una en el silencio de mi amor.

¿Y cómo podría decepcionarme? Ciertamente, se decepciona aquélla que recibe una joya. Hay una esmeralda más bella que tu ópalo. Hay un diamante más bello que la esmeralda. Existe el diamante del rey más hermoso que todos. Nada tengo que hacer con un objeto querido por sí mismo si no tiene un sentido de perfección. Porque yo vivo no de las cosas, sino del sentido de las cosas.

Sin embargo este anillo mal tallado, o esta rosa marchita cosida en un cuadrado de lienzo, o ese jarro, aunque fuese de estaño, que es del té junto a ella antes del amor, ciertamente son irreemplazables; porque son objetos de un culto. Sólo a Dios exigía yo perfecto, y el tosco objeto de madera, si es ahora de su culto, participa de su perfección.

Así la esposa dormida. Si la considero en sí misma pronto me cansaré y buscaré más allá. Porque es menos bella que la otra, o de carácter agrio, y aun si es perfecta en apariencia, subsiste el que no da tal campanada, cuya nostalgia siento, subsiste el que dice al revés el «Tú, Señor mío», que en el labio de otra sería música para el corazón.

Pero duerme tranquila en tu imperfección, esposa imperfecta. No choco contra un muro. Tú no eres finalidad y recompensa y joya venerada en sí misma, de la que pronto me cansaría, tú eres camino, vehículo y acarreo. Y no me cansaré de transmutarme.

205

Me vi así ilustrado sobre la fiesta, que lo es del instante en que pasas de un estado a otro, cuando la observación del ceremonial te ha preparado un nacimiento. Y te lo dije del navío. De haber sido mucho tiempo casa por construir en la etapa de las tablas y los clavos, se convierte, ya aparejado, en desposado para el mar. Y tú lo desposas. Es el instante de fiesta. Pero no te instalas para vivir en la botadura del navío.

Te lo dije de tu hijo. De fiesta es su nacimiento. Mas no andas cada día, durante años, frotándote las manos porque nació. Esperarás, para la otra fiesta, tal cambio de estado, como será el día en que el fruto de tu árbol se hará cepa de un nuevo árbol y plantará más lejos tu dinastía. Te lo dije del grano cosechado. Llega la fiesta del entrojamiento. Luego la de la siembra. Luego la fiesta de la primavera que convierte tu simiente en hierba suave como un estanque de agua fresca. Luego esperas aún, y es la fiesta de la cosecha, luego nuevamente la del entrojamiento. Y así sucesivamente, de fiesta en fiesta, hasta la muerte, porque no hay provisiones. Y no conozco fiesta a la cual no llegues desde algún lugar, y por la cual no vayas a otra parte. Anduviste mucho. La puerta se abre. Es el instante de fiesta. Pero no vivirás de esta sala más que de la otra. Sin embargo, quiero que te regocijes por atravesar el umbral que va a alguna parte. Y reserva tu alegría para el instante en que rompas tu crisálida. Porque eres lumbre de poco poder, y no hay a cada minuto iluminación del centinela. Yo la reservo, si es posible, para los días de clarines y de tambores y de victoria. Es preciso que se restaure en ti algo que se parece al deseo y exige a menudo el sueño.

Ya avanzo lentamente, un paso lento en la losa de oro, un paso lento en la losa negra, en las profundidades de mi palacio. Me parece cisterna, a mediodía, por la cautiva frescura. Y mi propio paso me mece: soy remero inagotable hacia donde voy. Porque no soy de esta patria.

Se deslizan lentamente las paredes del vestíbulo y, si levanto los ojos hacia la bóveda, la veo mecerse suavemente como el arco de un puente. Un paso lento sobre una baldosa de oro, un paso lento sobre una baldosa negra, me encuentro lentamente con mi trabajo, como el equipo del pozo en perforación que te sube los escombros. Escanden la llamada de la cuerda con suaves músculos. Yo conozco adonde voy y no soy ya de esta patria.

De vestíbulo en vestíbulo prosigo mi viaje. Y tales son las paredes. Y tales los ornamentos colgados de la pared. Y rodeo la gran mesa de plata donde están los candelabros. Y rozo con la mano tal pilar de mármol. Es frío. Siempre. Pero yo penetro en los territorios habitados. Me vienen sus ruidos como en un sueño, porque no soy ya de esta patria.

Dulces me son, sin embargo, los rumores domésticos. Te gusta siempre el canto confidencial del corazón. Nada duerme totalmente. Y hasta con tu perro, si duerme, ocurre que ladra en sueños, suavemente, y se agita un poco por recuerdo. Así con mi palacio aunque el mediodía lo haya adormecido. Y hay una puerta que se golpea, no se sabe dónde, en el silencio. Y tú piensas en el trabajo de las sirvientas, de las mujeres. Pues, sin duda, es de su dominio. Ellas te han doblado la ropa fresca en sus canastos. Ellas navegaron dos a dos para transportarlos. Y ahora que la han ordenado, vuelven a cerrar los altos roperos. Hay a lo lejos un gesto cumplido. Una obligación ha sido respetada. Algo acaba de realizarse. Sin duda ahora es el reposo, pero ¿qué sabré? No soy ya de esta patria.

De vestíbulo en vestíbulo, de baldosa negra en baldosa de oro, recorro lentamente el sector de las cocinas. Reconozco el canto de las porcelanas. Luego, el de una jarra de plata con que he tropezado. Luego ese leve rumor de una puerta profunda. Luego el silencio. Luego el ruido de pasos precipitados. Se ha olvidado algo que exige de pronto tu presencia, como ocurre con la leche que hierve, o con el niño que grita, o simplemente con la extinción inesperada de un ronroneo habitual. Alguna pieza acaba de trabarse en la bomba, en el asador o en el molino de harina. Tú corres para hacer andar la humilde súplica…

 

Pero el ruido de pasos se ha desvanecido porque la leche fue salvada, el niño consolado, la bomba, el asador o el molino continúan el recitado de su letanía. Se ha detenido una amenaza. Se ha curado una herida. Se ha reparado un olvido. ¿Cuál? Nada sé. No soy ya de esta patria.

Penetro ahora en el reino de los olores. Mi palacio se parece a un lagar que prepara lentamente la miel de sus frutos, el aroma de sus vinos. Y navego como a través de inmóviles provincias. Aquí membrillos maduros. Cierro los ojos, prolónganse lejos su influencia. Aquí sándalo de los cofres de madera. Aquí, más simplemente, losas recién lavadas. Cada olor se ha tallado en imperio desde varias generaciones, y el ciego podría orientarse. Y sin duda, mi padre reinaba ya sobre sus colonias. Pero yo voy, sin pensarlo bien. No soy ya de esta patria.

El esclavo, según el ritual de los encuentros, desapareció contra la pared a mi paso. Pero le dije en mi bondad; «Muéstrame tu cesta», para que se sintiese importante en el mundo. Y con el asa de sus brazos lucientes, la bajó con precaución de su cabeza. Y me presentó, con los ojos bajos, su homenaje de dátiles, higos y mandarinas. Bebí el olor. Luego sonreí. Su sonrisa entonces se ensanchó y me miró directamente en los ojos contra el ritual de los encuentros. Y, con el asa de sus brazos volvió a subir su cesta, manteniéndome derecho en su mirada. «¿Qué ocurre -me dijo- con esta lámpara encendida? ¡Porque van como incendios las rebeliones del amor! ¿Qué fuego secreto arde en las profundidades de mi palacio, detrás de estas paredes?». Y consideré al esclavo como si hubiese sido abismo de los mares. «¡Ah! -me dije-, ¡vasto es el misterio del hombre!». Y seguí mi camino, sin resolver el enigma, pues no era ya de esta patria.

Atravesé la sala de reposo. Atravesé la sala del consejo en que mi paso se multiplicó. Luego descendí con lentos pasos, de escalón en escalón, la escalera que conduce al último vestíbulo. Y cuando comencé a recorrerlo, oí un fuerte ruido sordo y un entrechocar de armas. Sonreí en mi indulgencia: dormían sin duda mis centinelas, era mi palacio de mediodía como una colmena en sueño, demorada, movida apenas por la corta agitación de las caprichosas que no hallan reposo, de las olvidadizas que corren a su olvido, o del eterno revoltoso que siempre te reajusta, te perfecciona o te desmorona algo. Así como en el rebaño de cabras hay siempre una que bala, en la ciudad dormida asciende siempre un llamado incomprensible y, en la necrópolis más muerta, está aún el sereno nocturno que deambula. Con mi paso lento, seguí pues mi camino, con la cabeza inclinada para no ver a mis centinelas, apresurados por acomodarse, porque poco me importa: no soy ya de esta patria.

Así pues, ya tiesos, me saludan, me abren la puerta de par en par y entorno los párpados en la crueldad del sol, y permanezco un instante en el umbral. Porque allá están los campos. Las colinas redondas que calientan al sol mis viñas. Mis cosechas cortadas en cuadros, El olor a tiza de las tierras. Y otra música que es de abejas, de saltamontes y de grillos. Y yo paso de una civilización a otra civilización. Porque respiraba el mediodía de mi imperio.

Y acabo de nacer.

206

De mi visita al único verdadero geómetra, mi amigo.

Porque me emocionó verlo tan atento al té y a la brasa, y al hornillo, y al canto del agua, luego al gusto de una primera prueba, luego a la espera; porque el té entrega lentamente su aroma. Y me gustó que durante esta corta meditación estuviese más distraído por el té que por un problema de geometría:

—Tú, que sabes, tú no desprecias el trabajo humilde…

Pero no me contestaba. Sin embargo, cuando hubo llenado, muy satisfecho, nuestros vasos:

—Yo que sé… ¿qué entiendes con eso? ¿Por qué el guitarrista desdeñaría el ceremonial del té por la sola razón de que conoce algo sobre las relaciones de las notas? Conozco algo sobre las relaciones entre las líneas de un triángulo. Sin embargo, me gusta el canto del agua y el ceremonial que honra al rey, amigo mío…

Pensó; luego:

—Qué sé yo… No creo que mis triángulos me ilustren mucho sobre el placer del té. Pero puede ser que el placer del té me ilustre un poco sobre los triángulos…

¡Qué estás diciendo, geómetra!

—Si siento, me viene la necesidad de describir. Te hablaría de los cabellos de mi amada, y de sus pestañas, y de sus labios, y de su gesto que es música para el corazón. ¿Hablaría de los gestos, los labios, las pestañas, los cabellos, si no existiese ese rostro de mujer a través del cual leo? Te demuestro en qué es suave su sonrisa. Pero antes estaba la sonrisa…

”No iré a remover un montón de piedras para hallar el secreto de las meditaciones. Pues la meditación nada significa en el estadio de las piedras. Es preciso que sea un templo. Entonces tengo el corazón distinto. E iré, reflexionando sobre la virtud de las relaciones entre las piedras…

”Yo no iré a buscar en las sales de la tierra la explicación del naranjo. Porque el naranjo no tiene significación en el estudio de sales de la tierra, Mas, al asistir a la ascensión del naranjo, explicaré por él la ascensión de las sales de la tierra.

”Sienta yo primero el amor, Contemple la unidad. Iré en seguida meditando los materiales y las combinaciones. Pero no iré a averiguar sobre los materiales si nada, hacia lo cual yo tienda, los domina. Antes contemplé el triángulo. Luego busqué en el triángulo las obligaciones que rigen las líneas. Tú también amaste antes una imagen del hombre, con determinado fervor interior. Y dedujiste tu ceremonial para que la contuviese, como la captura en la celada, y así se perpetuase en el imperio. Pero ¿a qué escultor le interesarán en sí mismo la nariz, el ojo y la barba? Y ¿qué rito del ceremonial impondrás para él? Y ¿qué iré a deducir sobre las líneas si no son de un triángulo?

”Antes me someto a la contemplación. Contaré luego, si puedo. Nunca, pues, rechacé el amor: el rechazo del amor es sólo pretensión. Ciertamente he tributado honores a una que nada sabía de los triángulos. Pero sabía más que yo sobre el arte de la sonrisa. ¿Has visto sonreír?

—Ciertamente, geómetra…

—Ella, con las fibras de su rostro y de sus pestañas y de sus labios, que son materiales aún desprovistos de significación, te construía sin esfuerzo una obra maestra inimitable y, por ser testigo de tal sonrisa, habitabas la paz de las cosas y la eternidad del amor. Luego ella te deshacía su obra maestra en el tiempo necesario para esbozar un gesto y encerrarte en otra patria donde te asaltaba el deseo de inventar un incendio del cual la habrías salvado, tú, el redentor, tan patética aparecía. Y porque su creación no dejaba esas huellas con que se pueden enriquecer los museos, ¿la habría despreciado? Yo sé formular algo sobre las catedrales construidas; mas ella me construía las catedrales…

—Pero ¿qué te enseñaba sobre las relaciones entre las líneas?

—Importan poco los objetos ligados. Debo antes aprender a leer los vínculos. Soy viejo. He visto, pues, morir al que yo amaba, o sanar. Llega la noche en que la amada, con la cabeza inclinada hacia el hombro, declina el ofrecimiento del vaso de leche tal como el recién nacido separado ya del mundo y que rechaza el pecho, porque la leche se le ha tornado amarga. Tiene una sonrisa de excusa porque te apena al no alimentarse ya de ti. Ya no te necesita. Y vas junto a la ventana a ocultar tus lágrimas. Y ahí están los campos. Entonces sientes, como un cordón umbilical, tu vinculación con las cosas. Los campos de cebada, los campos de trigo, el naranjo florecido que prepara el alimento de tu carne, y el sol que desde el origen de los siglos te hace girar el molino de las fuentes. Y te llega el ruido del acarreo del acueducto en construcción, que calmará la sed de la ciudad, en lugar del otro, que el tiempo gastó, o, simplemente, de la calesa, o del paso del asno que lleva la carga. Y sientes circular la savia universal que hace durar las cosas. Y vuelves con lentos pasos hacia la cama. Secas el rostro que brilla de sudor. Ella está aún allí, junto a ti, pero como distraída mientras muere. Los campos ya no cantan para ella su canto de acueducto en construcción, o de calesa, o de asno que trota. El olor de los naranjos ya no es para ella, ni tu amor.

”Entonces recuerdas aquellos compañeros que se amaban.

”Uno venía a buscar al otro, en el corazón de la noche, por simple necesidad de sus bromas, de sus consejos, o aún más simplemente de su presencia. Y uno faltaba al otro si viajaba. Pero una equivocación absurda los malquistó. Y fingen no verse, si se encuentran. El milagro es que nada extrañan. La nostalgia del amor es el amor. Lo que recibían uno de otro, sin embargo, no lo recibirán de nadie en el mundo. Porque cada uno bromea, aconseja, o simplemente respira a su manera propia y no en otra forma. Están, pues, amputados, disminuidos, pero incapaces de saberlo. Y hasta muy orgullosos y como enriquecidos del tiempo disponible. Y se van a vagar ante los escaparates, cada uno por sí. ¡No pierden ya el tiempo con el amigo! Rechazarán todo esfuerzo que los volviese a unir al granero del que sacaban alimento. Porque ha muerto la parte de ellos que allí se alimentaba, y, ¿cómo podría esa parte reclamar, si ya no es?

”Pero tú, pasas como jardinero. Y ves lo que le falta al árbol. No desde el punto de vista del árbol, porque desde el punto de vista del árbol nada le falta: es perfecto. Pero desde tu punto de vista de dios para el árbol que injerta las ramas donde es preciso. Y atas el hilo roto y el cordón umbilical. Tú reconcilias. Y vuelven a partir llenos de fervor.

”Yo también he reconciliado y he conocido la mañana fresca en que la amada te reclama la leche de cabra y el pan tierno. Y estás allí inclinado sobre ella, sosteniendo con una mano la nuca, levantando con la otra el vaso hasta los labios pálidos, y mirando beber. Tú eres camino, vehículo y acarreo. Te parece, no que la alimentas, ni siquiera que la curas, sino que vuelves a ligarla a donde estaba, esos campos, esas cosechas, esas fuentes, ese sol. Desde entonces, para ella en parte hace girar el sol el molino sonoro de las fuentes. Para ella en parte se construye el acueducto. Para ella en parte la calesa agita su cascabel. Y porque ella te parece infantil esta mañana, y no deseosa de profunda sabiduría, sino más bien de las noticias de la casa y los juguetes, y los amigos, le dices pues: «Escucha…». Y ella reconoce el asno que trota. Entonces ríe y se vuelve hacia ti, su sol; pues tiene sed de amor.

”Y yo, que soy viejo geómetra, estuve así en la escuela, porque no hay otras relaciones que las que tú has pensado. Dices: «Es lo mismo…». Y una pregunta muere. Yo he devuelto a tal la sed del amigo, lo he reconciliado. Devolví a aquélla la sed de la leche y del amor. Te dije: «Es lo mismo». La curé. Y, al enunciar tal relación entre la piedra que cae y las estrellas, ¿qué otra cosa hice? Te dije: «Es lo mismo…». Y al enunciar así tal relación entre líneas, dije: «En el triángulo esto o aquello es lo mismo…». Y así, de muerte de las preguntas en muerte de las preguntas, me encamino suavemente hacia Dios ante quien ninguna pregunta se plantea ya.

Y dejando a mi amigo, me fui con mis lentos pasos, yo, que me curé de mis cóleras; porque en la montaña que trepo se hace una paz verdadera que no es conciliación, renunciamiento, mezcla ni partición. Porque yo veo condición donde ellos ven litigio. Como ocurre con mi sujeción, que es condición de mi libertad, o con mis reglas contra el amor, que son condición de mi amor, o con mi enemigo amado, que es condición de mí mismo, porque el navío no tendría forma sin el mar.

De enemigo conciliado en enemigo conciliado -pero de nuevo enemigo en nuevo enemigo-, me encamino también yo a lo largo de la cuesta que trepo, hacia la calma en Dios, sabiendo que no se trata, para el navío, de hacerse indulgente con los asaltos del mar, ni para el mar de suavizarse con el navío, porque los primeros naufragarán, y los segundos degenerarán en bateas para lavanderas, mas sabiendo que importa no ceder, ni pactar por falso amor, en el curso de una guerra sin piedad, que es condición de la paz, abandonando en el camino muertos, que son condición de la vida, aceptando renunciamientos, que son condición de la fiesta, parálisis de crisálidas, que son condición de alas; pues ocurre que me anudas más arriba de mí mismo, Señor, según tu voluntad, y que no conoceré la paz ni el amor fuera de Ti, porque sólo en Ti aquél que reinaba al norte de mi imperio, al cual yo amaba, y yo mismo seremos conciliados, por realizados, porque sólo en Ti aquél a quien debí castigar a pesar de mi estima, y yo mismo, seremos conciliados, ya que sólo en Ti se confunden por fin en su unidad sin litigio, el amor, Señor, y las condiciones del amor.

 

207

Ciertamente es injusta la jerarquía que te burla y te impide transmutarte. Sin embargo, irán a luchar contra esa injusticia, de destrucción de arquitectura en destrucción de arquitectura, hasta la charca quieta donde los glaciares se habrán confundido.

Tú los deseas semejantes unos a otros, confundida tu igualdad con la identidad. Pero yo los diría iguales por servir similarmente al imperio. Y no por parecerse tanto.

Así, con el juego de ajedrez: hay un vencedor y un vencido. Y ocurre que el vencedor se viste con burlona sonrisa para humillar al vencido. Porque así son los hombres. Y tú vienes a prohibir, según tu justicia, los triunfos de ajedrez. Dices: «¿Qué mérito tiene el vencedor? Es más inteligente o conocía mejor el arte del juego. Su victoria es tan sólo expresión de un estado. ¿Por qué se lo glorificaría por ser más rojo de rostro, o más ágil, o por tener más cabello, o menos?…».

Pero yo he visto al vencido en el ajedrez jugar durante años con la esperanza de la fiesta de la victoria. Porque eres más rico al existir ella, aunque no sea para ti. Así ocurre con la perla del fondo de los mares.

Pues no te engañes sobre la envidia: es indicio de una línea de fuerzas. Yo fundé tal condecoración. Y los elegidos van pavoneándose con mi guijarro sobre el pecho. Envidias, pues, al que condecoro. Y vienes de acuerdo con tu justicia, que no es más que espíritu de compensación. Y decides: todos llevarán guijarros en el pecho. Y ciertamente, desde ahora, ¿quién se adornará con semejante joya? Tú vivías no para el guijarro, sino para su significación.

He ahí, dirás. He disminuido las miserias de los hombres. Porque los he curado de la sed de guijarros que la mayoría no podía pretender. Pues juzgas según la envidia, que es dolorosa. El objeto de envidia es, pues, un mal. Y nada dejas subsistir fuera de tu alcance. El niño tiende la mano y grita hacia la estrella. Tu justicia, pues, te crea el deber de apagarla.

Lo mismo en cuanto a la posesión de pedrerías. Y las almacenas en el museo, Dices: «Son de todos». Y ciertamente tu pueblo desfilará a lo largo de las vitrinas, los días de lluvia. Y bostezarán ante las colecciones de esmeraldas porque no hay ya un ceremonial que las ilumine con una significación. ¿Y en qué son más radiantes que vidrio tallado?

Hasta al diamante has purgado de su naturaleza particular. Pues podía ser para ti. Le has castrado la irradiación que provenía de ser deseable. Como a las mujeres, si las prohíbes. Por bellas que sean, serán muñecos de cera. No he visto a nadie morir, aunque fuese la imagen muy admirable, por tal o cual que el bajo relieve de un sarcófago perpetuó hasta él. Vierte la gracia del pasado o su melancolía, no la crueldad del deseo.

Así, tu diamante no poseíble, que brillaba por esa cualidad, no será el mismo. Porque entonces te glorificaba y te honraba y te agrandaba con su brillo. Mas lo has cambiado en decoraciones de vitrina. Será honor de las vitrinas. Pero como no deseas ser una vitrina, no deseas el diamante.

Y si ahora quemas uno para ennoblecer con ese sacrificio el día de la fiesta, y multiplicar así el brillo sobre tu espíritu y sobre tu corazón no quemarás nada. No serás tú quien sacrifique al diamante. Será un don de tu vitrina. Y a ella no le importa. No puedes ya jugar con el diamante que no tiene uso para ti. Y si cuelgas uno en la noche del pilar del templo, para darlo a los dioses, no das nada. Tu pilar es sólo un depósito apenas más discreto que la vitrina, la que es igualmente discreta si el sol invita a tu pueblo a huir de la ciudad. Tu diamante no tiene valor de donativo porque no es objeto que se dé. Es objeto que se deposita. Aquí o allá. No está ya imantado. Perdió sus divinas líneas de fuerza. ¿Qué ganaste?

Pero yo prohíbo que se vistan de rojo los que no descienden del profeta. ¿Y en qué lesioné a los otros? Ninguno se vestía de rojo. El rojo carecía de significación. Ahora todos sueñan con vestirse de rojo. He fundado el poder del rojo y tú eres más rico al existir él, aunque no sea para ti. Y el deseo que te sobreviene es indicio de una nueva línea de fuerza.

Pero el imperio te parece perfecto si en el corazón de la ciudad aquél que se sienta con las piernas en cruz muere allí de sed y de hambre. Porque no se inclinará con preferencia ni hacia la derecha, ni hacia la izquierda, ni adelante, ni atrás. Y no recibirá órdenes, así como no las dará. Y no habrá impulso en él ni hacia el diamante no poseído, ni hacia el guijarro sobre el pecho, ni hacia la vestimenta roja. Y lo verás bostezar durante horas en la tienda de telas de color, en espera de que yo cargue la dirección de sus deseos, con mis significaciones.

Pero, desde que prohibí el rojo, codicia el violado…, o bien, como es refractario y libre, y hostil a los honores, y domina los convencionalismos, y se burla del sentido de los colores, que son de mi arbitrariedad, ves que hace vaciar todos los estantes del negocio, y revuelve las reservas, para encontrar el color más opuesto al rojo, como el verde crudo, y se te muestra descontento porque no encontró la perfección de las perfecciones. Tras lo cual lo ves muy envanecido con su verde crudo, pavoneándose en la ciudad por desprecio de mi jerarquía de colores.

Pero ocurre que yo lo animé por todo un día. De lo contrario, vestido de rojo, hubiese bostezado en un museo, porque llueve.

Yo, decía mi padre, fundo una fiesta. Mas no fundo una fiesta, sino cierta relación. Oigo burlarse a los refractarios que me fundan en seguida una contrafiesta. Y ellos afirman y perpetúan la misma relación. Los aprisiono, pues, para gustarles; porque les interesa la seriedad de su ceremonial. Y a mí también.

208

Llegó, pues, el día. Y yo estaba ahí como el marino que, con los brazos cruzados, respira el mar. Cierto mar para labrarlo y no otro. Yo estaba allí como el escultor ante la arcilla. Cierta arcilla para amasarla y no otra. Estaba allá, tal, sobre la colina, y dirigía a Dios esta súplica:

«Señor, en mi imperio el día comienza. Se me entrega esta mañana, dispuesto para la ejecución, como un arpa. Señor, nace a la luz tal lote de ciudades, de palmeras, de tierras arables y de plantaciones de naranjos. Y está aquí, a mi derecha, el golfo del mar para los navíos. Y está aquí, a mi izquierda, la montaña azul, de cuestas benditas con ovejas de lana, que planta en el desierto las zarpas de sus últimas rocas. Y más allá, la arena escarlata donde florece sólo el sol.

”Mi imperio tiene este rostro y no otro. Y ciertamente, está en mi poder torcer un poco la curva de tal río para irrigar con él la arena, pero no en este instante. Está en mi poder fundar aquí una ciudad nueva, pero no en este instante. Está en mi poder liberar, con sólo soplar su semilla, una selva de cedros victoriosa; pero no en este instante. Porque heredo en este instante un pasado cumplido, que es éste y no otro. Esta arpa, dispuesta a cantar.