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100 Clásicos de la Literatura

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Y si ahora, me dices:

—Yo mismo lo desenterré, muerto, de la charca en que se ahogó, porque ya no podía vivir, sin sol…

Entonces lloraré la miseria de los hombres. Y, por virtud de ese rostro pecoso, no de otro, de ese caballo de guerra, no de otro, de ese paseo en la grupa un día de gloria, y no otro, de esa vergüenza en el umbral de un pueblo, no de otra, de esa charca finalmente de la cual me contaste los patos y la pobre colada que se acaba en la orilla, he aquí que encuentro a Dios, tan lejos va mi piedad a través de los hombres; pues me guiaste por la verdadera senda al hablarme de ese niño y no de otro.

No busques primeramente una luz que sea un objeto entre objetos, la del templo corona las piedras.

Al engrasar tu fusil con respeto hacia el fusil y hacia la grasa, al contar tus pasos en el camino de ronda, al saludar a tu cabo por el cabo y por el saludo, preparas en ti la iluminación del centinela; al mover tus piezas de ajedrez con la seriedad de las convenciones del juego de ajedrez, al enrojecer de cólera si tu adversario hace trampa, preparas en ti la iluminación del vencedor de ajedrez. Al cinchar a tus animales, al rezongar contra la sed, al maldecir los vientos de arena, al tropezar y al tiritar y al arder -a condición de que seas fiel no al patetismo de las alas, que es sólo falsa poesía en el estadio de la oruga, sino a tu función de cada instante- puedes aspirar a la iluminación del peregrino que sentirá luego en los repentinos latidos de su corazón que hizo el paso del milagro.

Me fue negado el poder, aunque te hablase de ella poéticamente, de quitar el cerrojo de tus alegrías en reserva. Pero pude ayudarte en el estadio de los materiales. Te hablé sobre la conservación de los pozos, sobre la curación de las ampollas en las palmas, sobre la geometría de las estrellas, tanto como sobre los nudos de las cuerdas, cuando una de tus cajas se inclinaba a un costado. Para que te cantase su cántico te convoqué al que había navegado en el mar durante quince años antes de hacerse camellero; él no habría encontrado en el arreglo de ramo de flores, como en el arte del atuendo de las bailarinas, fuente de poesía más exultante. Hay nudos que amarran un navío, y que un dedo de niño desvanece con sólo rozarlos. Otros que parecen más simples que la ondulación del cuello de un cisne; mas puedes someter uno de ellos a tu camarada y apostar contra su victoria. Y si acepta la apuesta, no tienes más que instalarte para reír a tu antojo; pues tales nudos ponen furioso. Y mi profesor no olvidaba, en la perfección de sus conocimientos, aunque fuese tuerto, de nariz torcida y exageradamente patizambo, los frágiles lazos con que conviene florezcas el obsequio para la amada. El hallazgo no es perfecto sino a condición de que la amada te los pueda desatar con el mismo ademán que coge las flores. «Entonces -te decía-, por fin la maravilla tu obsequio; ¡y lanza un grito!». Y tú cerrabas los ojos cuando él parodiaba el grito de amor, tan deforme era.

¿Por qué me habré ofuscado por detalles que falsamente te parecen fútiles? El marino celebraba un arte del cual sabía por experiencia que permitía transfigurar una simple cuerda en cable de remolque y salvamento. Y pues era para nosotros condición de nuestro ascenso, concedí al juego valor de plegaria. Pero, ciertamente, poco a poco, a lo largo de los días, cuando tu caravana se ha gastado, no sabes ya actuar sobre ella y te falta el poder de las simples plegarias que son nudos de cuerdas o cinchas de cuero o el desencallar de los pozos secos o la lectura de estrellas. Alrededor de cada uno se espesó el caparazón de silencio y cada uno se hace agrio de lenguaje, sombrío de oído y duro de corazón.

No te inquietes. Ya la crisálida se rompe.

Has sorteado algún obstáculo, escalaste una loma. Nada distingue aún el pedernal y las zarzas del desierto en que penas, de los pedernales y las zarzas de ayer, y he aquí que gritas: «¡Ahí está!», con grandes latidos de corazón. Tus compañeros de caravana se estrechan, pálidos, en torno a ti. Todo acaba de cambiar en vuestro corazón como en el alba. Toda la sed, todas las ampollas de pies y palmas, todos los agotamientos de mediodía bajo el sol, todos los hielos nocturnos, todos los vientos de arena que rechinan en los dientes y ciegan, todos los animales abandonados, todos los enfermos y hasta los compañeros amados que enterrasteis, os son retribuidos y centuplicados, no por la embriaguez del banquete, no por la frescura de la umbría, no por los colores espejeantes de las muchachas que lavan su ropa en el agua azul, ni siquiera por la gloria de las cúpulas que coronan la ciudad santa, sino por un signo imperceptible, por la simple estrella con que bendice el sol la más alta de las cúpulas, invisible como es ella misma por estar aún tan lejana, de la que acaso te separen las quebraduras de la corteza en que la pista se desploma y se hunde en cordones en el abismo, luego los acantilados por subir en que tu peso te tira hacia abajo, luego aún la arena y la arena, y entre tus odres agotados y tus enfermos y moribundos, una última comida del sol. Las provisiones de alegría amuralladas en vosotros, cuyo cerrojo no podían correr las palabras, bruscamente, en el corazón de los pedernales y las zarzas, allá donde la arena tiene por músculos serpientes, una estrella invisible, más pálida que Sirio, observada en las noches de simún, tan lejana que quienes, entre vosotros, no tienen mirada de águila nada reciben, tan incierta que apenas haya girado un poco el sol se apagará, un guiño de estrella, y ni siquiera un guiño de estrella, sino, para aquéllos que no tienen vista de águila, el reflejo, en los ojos del que ve, de un guiño de estrella, el reflejo de un reflejo de estrella os transfigura. Todas las promesas se han cumplido, todas las recompensas fueron otorgadas, todas las miserias fueron restituidas y centuplicadas porque uno solo entre vosotros, cuya mirada es de águila, se detuvo bruscamente, y, mostrando con su dedo una dirección en el espacio, dijo: «¡Mirad!».

Todo ha concluido. En apariencia nada recibiste. Sin embargo has recibido todo. Estás saciado, curado, has bebido. Dices: «¡Puedo morir, he visto la ciudad, muero bendecido!». No se trata tampoco de un contraste de escasa virtud, como sería la detención de la sed después de la sed. Te dije su poder de miseria. Y ¿en qué viste que el desierto haya aflojado ya su abrazo? No se trata aquí de cambio de destino, porque no te amputa tu alegría la proximidad de la muerte, si falta el agua, mas acontece que te ha fundado el ceremonial del desierto y que, por haberte sometido a él hasta el final, llegas a la fiesta, la cual es para ti aparición de una abeja de oro.

No creas que exagero en nada. Recuerdo el día en que, perdido en mesetas invioladas, me pareció tierno, cuando encontré huellas de hombres, morir entre los míos. Ahora bien, nada distinguía un paisaje del otro, sino tenues marcas en la arena medio borradas por el viento. Y todo estaba transfigurado.

¿Y qué vi yo, que me apiado de ti, pueblo mío, en el silencio de mi amor? Yo te miré cinchar los animales, andar vacío de ti bajo el sol, escupir la arena, injuriar a veces a tu vecino a menos que, de tanto acumular pasos semejantes, no prefirieses el silencio. Nada te di sino comidas avaras, sed permanente, quemadura del sol y ampollas en las palmas. Te alimenté con pedernal y te di a beber zarzas. Luego, llegada la hora, te mostré el reflejo del reflejo de una abeja. Y me gritaste tu reconocimiento y tu amor.

¡Ah!, mis dones son leves de corteza, Pero ¿qué importan el peso o el número? Puedo, con sólo abrir la mano, liberar un ejército de cedros que escale la montaña. ¡Basta con una semilla!

200

Si te diese una fortuna ya hecha, como ocurre con una herencia inesperada, ¿en qué te engrandecería? Si te diese la perla negra del fondo de los mares, fuera del ceremonial de las zambullidas, ¿en qué te engrandecería? No engrandeces sino con lo que transformas, pues eres simiente. No hay regalo para ti. Por eso quiero tranquilizarte, a ti que te desesperas por las ocasiones perdidas. No hay ocasiones perdidas. Alguno esculpe el marfil y transforma el marfil en rostro de diosa o de reina que conmueve al corazón. Otro cincela el oro puro, y acaso el perfil que obtiene es menos patético a los hombres. Ni al uno ni al otro les fueron dados el marfil o el oro. Uno y otro han sido sólo camino, senda y pasaje. No hay para ti sino materiales de una basílica por construirse. Y no careces de piedras. Así el cedro no carece de tierra. Pero la tierra puede carecer de cedros y trocarse páramo pedregoso. ¿De qué te quejas? No hay ocasión perdida porque su misión es ser simiente. Si no dispones de oro, esculpe marfil. Si no dispones de marfil, esculpe madera. Si no dispones de madera, recoge una piedra.

El ministro opulento de vientre y pesado de párpados que separé de mi pueblo no encontró, en su dominio, sus carretillas de oro y los diamantes de sus sótanos, una sala ocasión para usarlos. Pero alguno al tropezar con un canto rodado tropieza con la ocasión maravillosa.

El que se queja de que el mundo le faltó, faltó él al mundo. El que se queja de que el amor no lo colmó, se equivoca sobre el amor: el amor no es regalo por recibir.

La ocasión de amar nunca te falta. Puedes tornarte soldado de una reina. La reina no necesita conocerte para que estés colmado. He visto a mi geómetra enamorado de las estrellas. Él transformaba en ley para el espíritu un hilo de luz. Era vehículo, vía y pasaje. Era abeja de una estrella florida de la que hacía su miel. Lo he visto morir feliz a causa de algunos signos y figuras en los cuales se había transmutado. Así el jardinero de mi jardín que hizo abrir una nueva rosa. Un geómetra puede faltar a las estrellas. Un jardinero puede faltar al jardín. Mas tú no careces ni de estrellas, ni de jardines, ni de redondos cantos dorados en los labios de los mares. No me digas que eres pobre.

 

Así me ilustraba yo sobre el reposo de mis centinelas en la hora de la sopa. Hay hombres que se alimentan. Y bromean. Y cada uno lanza su improperio al vecino. Y son enemigos del camino de ronda y de la hora de vela. Terminada la faena se regocijan. La faena es su enemiga. Ciertamente. Pero, al mismo tiempo que enemiga, es su condición. Lo mismo con la guerra y el amor. Te lo dije del guerrero que hace el esplendor del amante. Y del amante arriesgado en la guerra que hace la calidad del guerrero. El que muere en las arenas no es un autómata triste. Te dice: «Cuida a mi amada o mi casa o mis hijos…». Tú cantas en seguida su sacrificio.

Pues bien, he observado a refugiados bereberes que no sabían bromear el uno con el otro, ni se infligían improperios. No creas que se trata de un simple contraste como lo es la satisfacción que sigue a la extracción de una muela cariada. Pobres y de poco poder son los contrastes. Puedes ciertamente vivificar el agua, la cual nada te entrega si detienes a cada instante tu pequeña sed, al imponerte no beber más de una vez por día. Tu placer entonces creció. Pero sigue siendo placer del vientre y de escaso interés. Así la comida de mis centinelas en la hora del reposo si no fuese más descanso de la faena. No hallarías nada más que apetito vivificado de devoradores. Pero muy fácil me sería vivificar la vida de mis bereberes con imponerles simplemente que sólo coman en los días de fiesta…

Mas construí mis centinelas en la hora de la guardia. Y son alguien cuando comen. Su comida es bien distinta de los cuidados prodigados al ganado para aumentar el contorno del vientre. Es comunión en el pan de la noche del centinela. Y ciertamente todos lo ignoran. Sin embargo, así como el trigo del pan, a través de ellos, se hará vigilancia y mirada sobre la ciudad, sucede que la vigilancia y la mirada que abarca la ciudad, a través de ellos, se hace religión del pan. No es el mismo pan comido. Si deseas leerlos en su secreto, que ignoran ellos mismos, ve a sorprenderlos en el barrio reservado, cuando cortejan a las mujeres. Les dicen: «Yo estaba allá, sobre la muralla, oí silbar tres balas en mi oído. Me quedé derecho, sin temer». Y clavan con orgullo los dientes en el pan. Y tú, estúpido, que escuchas las palabras, confundes con jactancia de veterano el pudor del amor. Porque si el soldado cuenta así la hora de ronda es menos para pavonearse que para complacerse en un sentimiento que no puede decir. Él no sabe confesarse a sí mismo el amor de la ciudad. Morirá por un dios cuyo nombre no sabrá decir. Ya se entregó a él, pero exige de ti que lo ignores. Exige de sí mismo esa ignorancia. Le parece humillante aparecer engañado por las grandes palabras. Por no saber formularse, instintivamente se niega a someter a tu ironía su frágil dios. Así como a su propia ironía. Y ves a mis soldados hacerse los matamoros y los veteranos -y complacerse en tu error- para gustar en alguna parte, en el fondo de sí mismos, y como de contrabando, el gusto maravilloso del don al amor.

Y si la mujer les dice: «Muchos entre ustedes -y es muy duro- morirán en la guerra…», los oyes aprobar ruidosamente. Pero aprueban con gruñidos y juramentos. Sin embargo, ella les despierta el placer secreto de ser reconocidos. Ellos son los que morirán de amor.

Y si hablas de amor, ¡entonces se te reirán en las narices! ¡Los tomas por tontos cuya sangre se extrae con frases coloreadas! ¡Valerosos, sí, por vanidad! Interpretan al matamoros por pudor del amor. Así, tienen razón; porque los querrías engañados. Tú te sirves del amor de la ciudad para invitarlos al salvamento de tus graneros. Se ríen de tus vulgares graneros, Te harán creer por desprecio hacia ti que afrontan la muerte por vanidad. Tú no concibes verdaderamente el amor de la ciudad. Ellos lo saben de ti, el ahíto. Salvarán la ciudad con amor, sin decírtelo, e injuriosamente, puesto que tus graneros residen en la ciudad, te arrojarán como un hueso a un perro, tus graneros salvados.

201

Me sirves cuando me ordenas. Ciertamente me equivoqué al describir el país entrevisto. Situé mal ese río y olvidé aquel pueblo. Vienes pues, triunfando ruidosamente, a contradecirme en mis errores. Y yo apruebo tu trabajo. ¿Tengo tiempo de medir todo, de denominar todo? Me interesaba que juzgases el mundo de la montaña que elegí. Te apasionas en ese trabajo, va más lejos que yo en mi dirección. Me sostienes donde yo estaba flojo. Estoy satisfecho.

Porque te equivocas sobre mi diligencia cuando crees, negarme. Eres de la raza de los lógicos, de los historiadores y de los críticos, los cuales discuten los materiales del rostro y no conocen el rostro. ¿Qué me importan los textos de la ley y las ordenanzas particulares? Te corresponde a ti inventarlos. Si deseo fundar en ti la pendiente hacia el mar, describo el navío en movimiento, las noches estrelladas y el imperio que se erige una isla en el mar por el milagro de los olores. Llega la mañana, -te digo-, en que entras sin que nada cambie para los ojos de un mundo habitado. La isla aún invisible, como un cesto de especias, instala su mercado sobre el mar. Encuentras a tus marineros, no ya hirsutos y duros, sino ardientes, y ellos mismos ignoran por qué, con tiernas codicias. Porque se piensa en la campana antes de oírla tañir, la tosca conciencia exige mucho ruido cuando ya los oídos están informados. Y heme aquí feliz ya, cuando voy hacia el jardín, en el linde del clima de las rosas… Por eso sientes en el mar, según los vientos, el gusto del amor, o del reposo, o de la muerte.

Pero tú continuaste. El navío que describí no es a prueba de tempestades e interesa modificarlo según tal o cual detalle. Y yo apruebo. ¡Cámbialo pues! Nada tengo que conocer de tablas y clavos. Me niegas las especies que he prometido. Tu ciencia me demuestra que serán otras. Y yo apruebo. Nada tengo que conocer de tus problemas de botánico. Sólo me importa que construyas un navío y me recojas de las islas lejanas al espacio de los mares. Navegarás, pues, para contradecirme. Me contradecirás. Respetaré tu triunfo, Pero lentamente, en el silencio de mi amor, iré después de tu regreso a visitar las callejuelas del puerto.

Construido por el ceremonial de las velas izadas, de las estrellas leídas y del puente lavado en profusión de agua, habrás vuelto, y, desde la sombra en que estaré, oiré que cantas a tus hijos, para que naveguen, el cántico de la isla que instala su mercado sobre el mar. Y me volveré satisfecho.

Tú no puedes esperar ni sorprenderme en falta, ni negarme verdaderamente en lo esencial. Soy fuente y no consecuencia. ¿Pretendes demostrar al escultor que debió esculpir tal rostro de mujer y no tal busto de guerrero? Toleras la mujer o el guerrero. Están, frente a ti, simplemente. Si yo me vuelvo hacia las estrellas no extraño el mar. Pienso estrellas. Cuando creo, poco me sorprende tu resistencia; pues tomé tus materiales para construir otro rostro. Al principio protestarás. Esta piedra, me dirás, es de una frente y no de un hombro. Es posible, te contestaré. Así era. Esta piedra, me dirás, es de una nariz y no de una oreja. Es posible, te contestaré, Así era. Esos ojos, me dirás… Pero a fuerza de contradecirme y de retroceder y de avanzar y de inclinarte a derecha e izquierda para criticar mis operaciones, llegará el instante en que aparecerá con su luz propia la unidad de mi creación, tal rostro y no otro. Entonces el silencio se hará en ti.

Me importan poco los errores que me reprochas. La verdad reside más allá. Las palabras la visten mal y cada una de ellas es criticable. La enfermedad de mi lenguaje me ha hecho contradecir con frecuencia. Pero no me engañé. No he confundido la celada y la captura. Es la común medida de los elementos de la celada. La lógica no anuda los materiales, sino el mismo dios al que juntamente sirven. Mis palabras son torpes y de apariencia incoherente: no yo en el centro de ellas. Yo soy, simplemente. Si he vestido un cuerpo verdadero, no debo preocuparme por la verdad de los pliegues de la túnica. Cuando la mujer es bella, al andar, los pliegues se destruyen y se rehacen; pero forzosamente se corresponden unos con otros.

No conozco lógica en los pliegues de la túnica. Pero éstos, y no otros, hacen latir mi corazón y me despiertan el deseo.

202

Mi regalo será, por ejemplo, ofrecerte, hablándote de ella, la vía láctea que domina la ciudad. Pues, ante todo, mis regalos son simples. Te dije: «He aquí distribuidas las moradas de los hombres bajo las estrellas». Es cierto. En efecto, donde vives, si te diriges a la izquierda, encuentras el establo y tu asno. A la derecha, la casa y la esposa. Ante ti el huerto de olivos. Detrás la casa del vecino. He aquí las direcciones de tus diligencias en la humildad de los días tranquilos. Si te gusta conocer la aventura de otro para acrecentar la tuya -pues entonces adquiere un sentido- vas a golpear a la puerta de tu amigo. Y su niño curado es dirección de curación para tu niño. Y su rastrillo, que le fue robado durante la noche, aumenta la noche con todos los ladrones de paso de terciopelo. Y tu vigilia se torna vigilante. Y la muerte de tu amigo te hace mortal. Pero si quieres consumar el amor te vuelves hacia tu propia casa, y sonríes al traer como presente la tela de filigrana de oro, o el jarro nuevo, o el perfume o cualquier cosa que uno trueca en risa, tal como se alimenta la alegría de un fuego invernal al arrojarle el mudo leño. Y si, llegada el alba, debes trabajar, entonces, algo pesado, vas a despertar en el establo al asno dormido de pie, y, después de acariciarle el pescuezo, lo haces avanzar delante de ti hacia el camino.

Si, en cambio, respiras tan sólo, sin usar de unos ni de otros, sin tender hacia uno o hacia otro, te sumerges sin embargo en un paisaje imantado en que hay cuestas, llamadas, solicitaciones y rechazos. En que los pasos arrancarían de ti estados diversos. Tú posees en lo invisible un país de selvas y de desiertos y de jardines y eres, aunque ausente de corazón en este instante, de tal ceremonial, y no de otro.

Si agrego ahora una dirección a tu imperio, pues mirabas hacia adelante, hacia atrás, a derecha e izquierda, si te abro esta bóveda de catedral que te permite, en el barrio de tu miseria donde acaso mueres ahogado la diligencia espiritual del marino; si despliego un tiempo más lento que el que madura tu centeno y te hago así viejo de mil años, o joven de una hora bajo las estrellas, entonces una dirección nueva se sumará a las otras. Si te vuelves hacia el amor, antes irás a lavar tu corazón en tu ventana. Dirás a tu mujer, desde el fondo de ese barrio de miseria donde mueres ahogado: «Henos aquí solos, tú y yo, bajo las estrellas». Y mientras respires, serás puro. Y serás indicio de vida, como la planta nueva que ha crecido en la meseta desierta entre el granito y las estrellas, semejante a un despertar, y frágil y amenazada, mas con el peso de un poder que se distribuirá a lo largo de los siglos. Serás eslabón de tu cadena y pleno de tu misión. O aun si, en casa de tu vecino, te acuclillas junto a su fuego para escuchar el ruido que hace el mundo -¡oh!, tan humilde, pues su voz te contará la casa vecina, o el regreso de algún soldado, o la boda de alguna muchacha-, entonces yo habría construido en ti un alma más apta para recibir esas confidencias. La boda, la noche, las estrellas, el regreso del soldado, el silencio, serán para ti música nueva.

203

Llamas fea a esta mano de piedras, que es maciza y grumosa. No puedo aprobarte. Quiero conocer la estatua antes de conocer la mano. ¿Se trata de una muchacha en lágrimas? Tienes razón. ¿Se trata de un herrero nudoso? La mano es bella. Lo mismo con respecto al que no conozco. Vienes a probarme su ignominia: «Ha mentido, ha repudiado, ha saqueado, ha traicionado…».

Pero corresponde al gendarme decidir según los actos, pues se los distingue en negro y blanco en su manual. Y le pides que asegure un orden, no que juzgue. Lo mismo el asistente que pesa tus virtudes según tu ciencia de la media vuelta. Y, ciertamente, yo también me apoyo en el gendarme; pues el culto del ceremonial domina al culto de la justicia ya que le corresponde a él construir al hombre a quien garantizará la justicia. Si arruino el ceremonial en nombre de la justicia, arruino al hombre y mi justicia no tiene ya objeto. Yo soy justo ante todo para con tus dioses. Pero ocurre que me ruegas, no que decida sobre el castigo o la gracia de aquél a quien no conozco, pues entonces yo me descargaría en mi gendarme del trabajo de hojear las páginas del manual, sino que desprecie o estime, lo que es distinto. Porque ocurre que respeto a quien condeno, o que condeno a quien respeto. ¿No he dirigido muchas veces a mis soldados contra el enemigo amado?

 

Pues bien, así como conozco hombres felices, pero ignoro todo sobre la dicha, nada sé de tu pillaje, de tu asesinato, de tu repudio, de tu traición, si no son este acto de este hombre. Y el hombre no es acarreado en su sustancia, tal como el débil viento de las palabras no acarrea una estatua a quien la ignora.

Este hombre provoca, pues, tu hostilidad o tu indignación o tu repugnancia (por móviles acaso oscuros como los que te hacen rechazar cierta música). Y si esgrimiste tal acto como ejemplo, es para instalar allí tu reprobación y transportarla a otro. Porque mi poeta, igualmente, si siente cierta melancolía por un destino herido de muerte, aunque glorioso aún, dirá: «Sol de octubre». Y no ha de tratarse ciertamente ni del sol, ni de cierto mes entre los otros. Y si quiero trasladar a ti tal matanza nocturna por la cual, al caer sobre él silenciosamente, en una arena elástica, yo ahogué al enemigo en su propio sueño, anudaré esta palabra a la otra diciendo, por ejemplo, «sables de nieve» para atrapar una dulzura informulable, y no se tratará aquí de nieve, ni de sables. Así me eliges tú del hombre un acto que tenga el valor de la imagen en el poema.

Es preciso que tu rencor se torne falta. Es preciso que adquiera un rostro. Nadie soporta estar habitado por fantasmas. ¿Qué desea tu mujer esta noche? Hacer que su confidente comparta su rencor. Volcar en torno su rencor. Pues estás hecho de tal manera que no sabes vivir solo. Y necesitas colonizar con el poema. Por eso, con voluble voz, enumerarás tus indecencias. Y si ocurre que su amiga levante los hombros, pues sus reproches, evidentemente, nada valen, no se calmará por eso. Hay otros más. Ella, simplemente, equivocó el transporte. Eligió mal las imágenes. No puede dudar de que su sentimiento sea, puesto que es.

Así ocurre con el médico cuando estás enfermo. Has propuesto tal o cual causa. Tienes tu idea al respecto. Él demuestra que te equivocas. Es posible. Que no estás enfermo. Pero protestas. Has ilustrado erróneamente tu mal, mas no podrías ponerlo en duda. Tu médico es un asno. E irás de descripción en descripción hasta la luz. Y de negación en negación no tendrá el médico el poder de anular tu mal, puesto que es. Tu mujer te censura en tu vida pasada, en tus propósitos, en tus creencias. De nada vale luchar contra los cargos. Concédele el brazalete de esmeraldas. O azótala.

Pero te compadezco por tus querellas y tus reconciliaciones; pues son de otro estado distinto al amor.

El amor es ante todo audiencia en el silencio. Amar es contemplar. Llega la hora en que mi centinela desposa la ciudad. Llega la hora en que alcanzas de tu amada lo que no es un gesto, ni otro, un detalle del rostro, u otro, una palabra que pronuncia, ni ninguna otra palabra, sino Ella.

Llega la hora en que un solo nombre basta como oración porque nada tienes que agregar. Llega la hora en que nada exiges. Ni los labios, ni la sonrisa, ni el brazo tierno, ni el soplo de su presencia. Pues te basta que Ella sea.

Llega la hora en que ya no tienes que interrogarte, para comprenderlos, sobre este paso, ni sobre esta palabra, ni sobre esta decisión, ni sobre esta negativa, ni sobre este silencio. Puesto que Ella es.

Pero alguna exige que te justifiques. Te abre un proceso sobre tus actos. Confunde el amor y la posesión. ¿Para qué responder? ¿Qué encontrarás en su audiencia? Pedías primero ser recibido en el silencio, no por tal gesto, no por tal otro, no por tal virtud, no por tal otra, no por esta palabra ni por aquélla, sino en tu miseria, tal como eres.

204

Me sobrevino el arrepentimiento de no haber usado mesuradamente los dones ofrecidos, que sólo son significación y senda, y, por haberlos codiciado en sí mismos, por no haber encontrado en ellos sino desierto. Por haber confundido medida con mezquindad de carne o de corazón, no he deseado practicarla. Me place incendiar la selva para calentarme una hora, pues el fuego me parece así más principesco. Y me parece poco interesante, si desde lo alto de mi caballo oigo silbar las balas de guerra, economizar mis días. Yo valgo lo que soy en cada instante y el fruto no nace si ha descuidado alguna etapa.

Por eso me parece risible cierto tinterillo que, durante el sitio de su ciudad, se negó a aparecer en las murallas, por desprecio, decía del valor físico. Como si se tratase de un estado y no de un uso. De una finalidad y no de una condición simple de la permanencia de la ciudad.

Porque yo, igualmente, desprecio el apetito vulgar, y no he vivido para la digestión de cuartos de carne. Pero hice que los cuartos de carne sirviesen al brillo de mi sablazo, y sometí mi sablazo a la permanencia del imperio.

Y ciertamente, aunque durante un combate me niego a medir mis golpes por avaricia de músculo o lloriqueo de miedo, no me gustaría que los historiógrafos del imperio hiciesen de mí un remolino de sablazos; porque yo no moro en mi sable. Y si desconfío de los delicados que tragan su comida como un remedio, con la nariz prieta, no me gustaría que mis historiógrafos hiciesen de mí un devorador de carne porque yo no moro en mi vientre. Soy un árbol bien instalado en sus raíces y no desprecio nada de la pasta que ellas amasan. De ello saco mis ramas.

Pero hallé que me equivocaba con respecto a las mujeres. Sobrevino la noche de mi arrepentimiento en que conocí que no sabía usar de ellas. Yo era semejante a aquél que, rapaz, ignorante del ceremonial, te mueve las piezas de ajedrez con una prisa árida y, al no encontrar alegría en ese desorden, te las distribuye a los cuatro vientos.

Esa noche, Señor, me levanté de su lecho con cólera al comprender que yo era ganado en el establo. Yo no soy, Señor, siervo de mujeres.

Distinto es triunfar en la ascensión de la montaña o, llevado en litera, buscar de paisaje en paisaje la perfección. Porque apenas has medido los contornos de la llanura azul, encuentras el tedio y pides a tus guías que te lleven a otra parte.

Yo busqué en la mujer el regalo que podía dar. La he deseado tal como una campanada cuya nostalgia hubiese gustado. Mas ¿qué puedes hacer con una misma campanada, día y noche? Vuelves a poner pronto la campana en el granero y ya no la necesitas. He deseado a otra por una sutil inflexión de la voz cuando decía: «Tú, Señor mío…»; pero pronto te cansas del dicho y sueñas con otra música.

Y si te diese diez mil mujeres, una tras otra las vaciarías de pronto de su virtud propia, y necesitarías mucho más aún para colmarte, pues eres distinto según las estaciones, y los días, y los vientos.

Y sin embargo, después de haber considerado siempre que nadie llegará nunca al conocimiento de una sola alma de hombre, y que hay, en lo secreto de cada uno, un paisaje interior de llanuras invioladas, de quebradas de silencio, de pesadas montañas, de jardines secretos, y que, sobre éste o el otro, puedo sin cansarte, hablar durante toda una vida, yo no comprendía la miseria de la provisión que tal o cual de mis mujeres me traía, la que no bastaba para la comida de una noche.

¡Ah, Señor!, yo no las he considerado como tierra arable, a la que debo ir, durante todo el año, antes del alba, con mis pesados zapatos de lodo y mi arado, y mi caballo, y mi rastra y mi bolsa de granos y mi previsión de los vientos y las lluvias, y mi conocimiento de las malas hierbas y por sobre todo mi fidelidad, para recibir de ellas lo que es para mí; pero las reduje a la misión de esos muñecos de bienvenida que conducen ante ti los notables de los pueblos humildes por donde pasa tu ronda en el imperio, y que te recitan su discurso, o te ofrecen, en una cesta, frutos del lugar. Y ciertamente, recibes, pues es de líneas puras la sonrisa, y musical el gesto que ofrece los frutos, e ingenua la intención del discurso, pero los has agotado en sus dones y vaciado de su miel en un instante, cuando palmeaste sus mejillas frescas y saboreaste con los ojos su aterciopelada confusión. Ciertamente ésas son también tierras arables de grandes horizontes, donde te perderías acaso para siempre si supieses por dónde se penetra.