Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

He aquí que se conmueve, pues, tu sed de justicia:

—Miserables —dices—, son el labrador y el pastor. ¿Con qué derecho los defraudarías en lo que les corresponde, en nombre de una ventaja que no desean o de un dios que ignorarán? Pretendo disponer del fruto de mi trabajo. Con él alimentaré, si me place, a los cantores. Ahorraré, si me place, para la fiesta. Pero ¿con qué derecho construirás tu basílica, si yo la niego con mi sudor?

—Inútil es —te diré— tu provisional justicia, porque es sólo de un estadio. Y es preciso elegir. Los materiales cambian de significación al pasar de un estadio a otro. Tú no preguntas a la tierra si quiere formar el trigo. Porque ella no concibe el trigo. Es tierra, simplemente. Tú no deseas lo que no se ha concebido aún. Cierta mujer te es indiferente. No deseas amarla, aunque ese amor, si te quemase, haría tal vez tu dicha.

Nadie lamenta no desear hacerse geómetra. Nadie lamenta no poder lamentar porque tal diligencia es absurda. Corresponde al trigo fundar la significación de la tierra. Ella se torna tierra para trigo. Igualmente, no pides al trigo que desee tornarse conciencia y luz de los ojos. Porque no concibe la luz de los ojos ni la conciencia. Es trigo, simplemente. Corresponde al hombre alimentarse y trocar en favor y plegaria de la tarde el pan de trigo. Así, no preguntes a mi labrador si desea, con su sudor, tornarse poema o geometría o arquitectura, porque mi labrador no los concibe. Él utilizaría su trabajo para mejorar su arado, porque es labrador, simplemente.

Pero me negué a pronunciarme por las piedras contra el templo, por la tierra contra el árbol, por el arado del labrador contra el conocimiento. Yo respeto toda creación, aunque en apariencia se funde sobre la injusticia porque tú niegas la piedra para construir el templo. Sin embargo, hecha la creación, ¿no diré de templo que es significación de la piedra y justicia administrada? ¿No diré del árbol que es ascensión de la tierra? ¿No diré de la geometría que ennoblece al labrador, el cual es hombre, aunque la ignore?

Yo no fundo el respeto del hombre en la inútil partición de provisiones inútiles en una igualdad odiosa. Soldado y capitán son iguales en el imperio. Y diré que los malos escultores son iguales al buen escultor en la obra maestra que ha creado, porque le han servido de mantillo para su ascensión. Fueron condición de su vocación. Diré que el labrador o el pastor son iguales al buen escultor en su obra maestra porque fueron condición de su creación.

Sin embargo, te atormenta aún que yo despoje a ese labrador que nada recibe en cambio. Y sueñas con un imperio en que los picapedreros a lo largo de los caminos, los descargadores del puerto y los pañoleros puedan embriagarse de poesía, de geometría y de escultura, e imponerse por sí mismos, libremente, un recargo de trabajo para alimentar tus poetas, tus geómetras y tus escultores.

Haciendo lo cual, confundes el camino y la finalidad porque ciertamente yo tengo en cuenta la ascensión de mi labrador. Sería, por cierto, hermoso que se embriagase de geometría. Pero miope y con la nariz encima de ella, quieres resolver tu operación en el ciclo de una sola vida humana y pretendes no emprender nada que salte sobre los individuos y las generaciones. Con lo cual te mientes a ti mismo.

Porque cantas a aquéllos que murieron por el mar a bordo de frágiles veleros, y abrieron a sus hijos el imperio de las islas. Cantas a los que murieron por sus inventos sin sacarles provecho, para que otros pudiesen perfeccionarlos. Cantas a los soldados sacrificados en las fortificaciones que para sí nada recogieron de la sangre vertida. Cantas también al que planta un cedro, aunque sea viejo y nada espera de una sombra lejana.

Hay otros labradores y otros pastores a quienes más adelante recompensará cierto poema. Porque el poema coloniza lentamente y la sombra del árbol será para el hijo. Es conveniente que el sacrificio retribuya cuanto antes; pero no deseo, sin embargo, que deje muy pronto de ser necesario. Porque es condición, signo y senda de ascensión. Durante tres años clavo y aparejo mi navío. No me retribuyeron ni el olor de las tablas ni el ruido de los clavos. Será para luego el día de la fiesta. Hay navíos que se aparejan lentamente. Si ya no tienes que pedir sacrificios, te consideras satisfecho con los navíos construidos, con los conocimientos adquiridos, con los árboles plantados, con las esculturas hechas y juzgas llegada la hora de instalarte sedentariamente, para usar las provisiones, en las conchas ajenas.

Entonces iré yo a instalarme en la más alta torre para observar el horizonte. Pues estará próxima la hora del bárbaro.

Te lo dije: no hay provisión hecha. Sólo hay dirección, ascensión y diligencia hacia algo. Los labradores habrán alcanzado a los geómetras -para recibir su placer a cambio de su sudor- cuando los geómetras ya no creen. Si andas con el mismo paso detrás del amigo, lo que interesa, si lleva cierta ventaja y desea que lo alcances, es que interrumpa su andar. Te lo dije ya: hallarás la igualdad, inútil ya el andar, sólo allá donde las provisiones sirven, en la hora de la muerte, cuando Dios entroja.

Me pareció, pues, equitativo no dividir el tesoro.

Porque hay sólo una justicia: salvaré primero eso de lo cual eres. ¿Justicia para los dioses? ¿Justicia para los hombres? Pero el dios es tuyo y yo te salvaré si es posible, si tu salvación lo eleva. Pero no te salvaré contra tus dioses. Porque eres de ellos.

Salvaré al niño, si es preciso, contra la madre, porque primeramente él fue de ella. Pero ella es ahora de él. Y salvaré el esplendor del imperio contra el labrador así como el trigo contra la tierra. Salvaré la perla negra de la cual seas, aunque ella no te corresponda, porque te florece todo el mar, contra el ridículo fragmento de perla que sería tuyo y no te enriquecería. Salvaré el sentido del amor, para que puedas pertenecerle, contra el amor que sería tuyo, como una adquisición o como un derecho; porque entonces no ganarías el amor.

Salvaré la fuente en que bebes, contra tu sed, si no morirás, en el espíritu o en la carne.

Y me cuido poco de que las palabras se saquen la lengua y parezca que pretendo concederte el amor negándolo, e invitarte a vivir imponiéndote la muerte; pues los opuestos son inventos del lenguaje, el cual embarulla lo que cree captar. (Y se inicia la era de la gran injusticia, cuando exiges al hombre que se pronuncie en pro o en contra, so pena de muerte).

Así, pues, me pareció equitativo no restituir el tesoro dispersándolo en escombros para devolver, pues les fueron hurtados, su joya a la cortesana, su cabra al pastor, su celemín de trigo al labrador y su moneda de oro al avaro, sino restituir al espíritu lo que fue quitado a la carne. Así haces cuando gastas tus músculos en tallar la piedra; luego, ganada la victoria, te frotas las manos una contra otra, para liberarte de su polvo, retrocedes entrecerrando los ojos para ver mejor, inclinas un poco la cabeza hacia el costado, luego recibes la sonrisa del dios como una quemadura.

Ciertamente, yo hubiese podido colorear con cierta luz la restitución pura y simple. Pues es distinto poseer una joya cualquiera, una cabra, un celemín de trigo, una moneda de oro, de los que no obtendrás gran placer, a recibirlos como conclusión de un día de fiesta y cumbre del ceremonial. Porque esos humildes presentes tienen color de obsequio del rey y don del amor. Y conocí a ese propietario de campos de rosas innumerables, quien hubiese preferido verse despojar de todo, antes que perder una sola de las rosas marchitas, cosidas en un humilde cuadrado de tela, que llevaba contra su corazón. Pero tal o cual de entre mis súbditos hubiese podido equivocarse y creer, en su estupidez, extraer su alegría del trigo, de la cabra, del oro, o de una rosa marchita cosida en un cuadrado de tela. Y yo deseaba instruirlos. Ciertamente hubiese podido convertir mi tesoro en recompensa. Tú ennobleces ante el imperio al general vencedor, o al que inventó una flor nueva, o un remedio, o un navío. Pero eso hubiese sido un trato y se hubiese justificado por sí mismo, por ser lógico y equitativo, satisfactorio para la razón, pero de ningún poder sobre el corazón. Si te entrego tu salario, cumplido el mes, ¿en qué ves que pueda resplandecer? Luego me pareció que podía esperarse poco de la reparación de una injusticia, de la glorificación de una abnegación, de un homenaje tributado al genio. Miras, dices: «Está bien». Todo está en orden, simplemente, y vuelves a tu casa a ocuparte de algo. Y ninguno recibe su parte de luz, porque la reparación debe ir naturalmente a la injusticia, la glorificación a la abnegación, el homenaje al genio. Y si tu mujer te pregunta cuando abres la puerta, «¿Qué hay de nuevo en la ciudad?», contestarás, olvidado, que no hay nada que contar. Porque no piensas tampoco en decir que las casas están iluminadas por el sol o que el río corre hacia el mar.

Decliné, pues, la proposición de mi ministro de justicia que pretendía con obstinación glorificar y recompensar la virtud, cuando, por una parte, destruyes por eso mismo lo que pretendes celebrar y que, por otra parte, yo sospechaba que se interesaba en la virtud como se hubiese interesado por un embalaje para frutos delicados, no porque fuese exageradamente licencioso, sino porque lo era con delicadeza; y ante todo le gustaba la calidad.

—Castigo la virtud -le contesté.

Y como parecía perplejo:

—Te lo dije acerca de mis capitanes en el desierto. Los recompenso por su sacrificio en la arena, por el amor de la arena que les sube del corazón. Y al encerrarlos en su miseria, la hago suntuosa.

”Tus virtuosas, si gustan de la corona de cartón dorado, la aprobación de los admiradores y la fortuna que les llega, ¿en qué reside su virtud? Las prostitutas del barrio reservado te hacen pagar menos caro un don menos avaro.

 

Decliné finalmente las proposiciones de los arquitectos.

—Mira, dijeron, puedes cambiar este tesoro estéril por un solo templo que sería gloria del imperio, y hacia el cual, al correr de los siglos, se agoten las caravanas de viajeros.

Y ciertamente, detesto lo usual que nada te trae. Y respeto el don a los hombres de la extensión y el silencio. Más útil que la posesión de un granero, más me parece la posesión de las estrellas del cielo -y del mar- aunque no sepas decirme en qué cultivan tu corazón. Pero, desde el barrio de miseria en que mueres ahogado las deseas. Ella son llamamiento hacia una migración maravillosa. No importa que sea imposible. La nostalgia del amor es el amor. Y estás ya salvado cuando intentas emigrar hacia el amor.

Sin embargo, yo no creía en la diligencia. No compras la alegría, ni la salud ni el amor verdadero. No compras las estrellas. No compras un templo. Yo creo en el templo que te despoja. Creo en los templos que crecen arrancando su sudor a los hombres. Ellos delegan a lo lejos sus apóstoles, y éstos van a rescatarte, en nombre de su Dios. Yo creo en el templo del rey cruel que funda su orgullo en la piedra. Él drena los varones del territorio hacia su astillero. Y los asistentes, provistos de látigos, extraen de ellos el acarreo de las piedras. Creo en el templo que te explota y te devora. Y, en cambio, te convierte. Porque sólo ése te paga en cambio. Porque el acarreador de piedras del rey cruel recibe a su vez el derecho al orgullo. Se lo ve cruzar los brazos ante la roda cuyo navío de granito comienza a amenazar las arenas en la lentitud de los siglos por venir, Su majestad es para él, como para los otros; porque un Dios, ya fundado, se da a todos sin reducirse. Creo en el templo nacido del entusiasmo de la victoria. Aparejas un navío hacia la eternidad. Y todos cantan al construir el templo. Y el templo cantará a su vez.

Creo en el amor que se transforma en templo. Creo en el orgullo que se transforma en templo. Y creería, si supieses construírmelos, en los templos de cólera. Porque entonces veo el árbol que hunde sus raíces en el amor, o el orgullo, o la embriaguez de la victoria, o la cólera. Te arranca tu jugo para nutrirse. Pero ofreces a la ambición de sus raíces una bodega miserable, aunque estuviese llena de oro. No podrá alimentar más que un depósito de mercaderías. Un siglo de viento, de lluvia y de arena te lo desfondará.

Luego, por haber desdeñado que el tesoro fuese enriquecimiento, desdeñado que fuese recompensa, desdeñado que se transformase en navío de piedra, insatisfecho en la búsqueda de un rostro luminoso y que embelleciese el corazón de los hombres, me fui a reflexionar en silencio.

No es, pensé, más que abono y estiércol. Hago mal en pretender sacar de él otra significación.

199

Rogaba, pues, a Dios que me instruyese, y Él en su bondad me hizo recordar las caravanas hacia la ciudad santa, aunque yo no comprendía muy bien al principio en qué una visión de camelleros y de sol podía aclarar mi litigio.

Yo te vi, oh pueblo mío, preparando por mi orden tu peregrinaje. Yo gusté siempre como una miel única la actividad de la última tarde. Porque ocurre con la expedición que preparas como un navío que aparejases al terminar de construirlo, y que, tras haber tenido sentido de escultura o de templo, los cuales gastan los martillos y te provocan en tus inventos y tus cálculos y la potencia de tu brazo, adquiere ahora sentido de viaje, porque lo vistes para el viento. Así con tu hija que has nutrido y enseñado y cuyo amor de los adornos castigaste: pero llega el alba del día en que el esposo la espera y, esa mañana, por no juzgarla nunca bastante bella, te arruinas comprándole telas de lino y brazaletes de oro; porque también se trata para ti de la botadura de un navío al mar.

Así, pues, después de amontonar las provisiones, de clavar las cajas, de anudar las bolsas, pasabas, regio, entre los animales, halagando a uno, fustigando a otro, ayudándote con la rodilla para ajustar un poco una correa de cuero, y enorgulleciéndote, alzado ya el cargamento, al no verlo deslizarse ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, pues sabes que los animales al mecértelo duramente en el rolar de su andar y los tropiezos entre las piedras y el arrodillarse en los altos, te lo mantendrán, sin embargo, suspendido en un equilibrio elástico, a la manera del naranjo que mece al viento, sin amenazarla, su carga de naranjas.

Yo saboreo entonces tu calor, oh pueblo mío, que preparas la crisálida de tus cuarenta días de desierto y, al no escuchar el viento de las palabras, nunca me equivoqué sobre ti. Porque al pasearme en las vísperas de partida, en el silencio de mi amor, entre los crujidos de correas, los gruñidos de los animales, y las discusiones agrias acerca del camino que seguir, o de la elección de los guías, o de la misión destinada a cada uno, no me asombraba de oíros, no elogiar el viaje, sino por el contrario, trazar un negro relato de los sufrimientos de la expedición del año pasado, y los pozos secos, y los vientos ardientes, y las picaduras de las serpientes aprisionadas en la arena como invisibles nervios, y la emboscada de los bandidos, y la enfermedad y la muerte, pues sabía que ésos eran tan sólo pudor del amor.

Porque conviene que finjas no exaltarte acerca de tu dios celebrando primero las cúpulas doradas de la ciudad santa, porque tu dios no es regalo hecho, ni provisión reservada para ti en algún lugar, sino fiesta y coronamiento del ceremonial de tus miserias.

Así primeramente se interesaban en los materiales de su elevación, y desconfiaba de ellos como de los constructores del velero si te hablan demasiado pronto de velas y de viento y de mar, temiendo que descuidasen las tablas y los clavos, comparándolos al padre que rogara demasiado pronto a su hija que se embellezca. Me gustan los cánticos de los forjadores de clavos y aserradores de tablas, porque celebran no la provisión hecha, que es vacía, sino la ascensión hacia el navío. Y una vez aparejado el navío, cuando adquirió sentido del viaje, quiero oír que mis marineros canten, no primeramente las maravillas de la isla, sino los peligros del asedio por el mar; porque entonces veo su victoria.

Ellos mismos leen, en su sufrimiento, senda, vehículo y acarreo. Y apareces miope y crédulo si te pones a inquietarte por las quejas o por los juramentos con que se acarician el corazón, y les envías tus cantores de dulces azucarados que negarán los peligros de la sed y les elogiarán la beatitud, los crepúsculos en el desierto. Pues poco me tienta la dicha, la cual no tiene forma. Mas me gobierna la revelación del amor.

Así, pues, se pone en camino la caravana. Y comienzan desde entonces la digestión secreta, el silencio, la noche ciega de la crisálida, y el descontento y la duda y el mal, porque toda mutación es dolorosa. No te conviene ya exaltarte, sino permanecer fiel sin comprender, porque nada ha de esperarse de ti puesto que aquél que eras ayer, debe morir.

Ya no serás más que arrebatos de pena hacia las frescuras de tu casa y el jarro de plata que es de la hora del té, junto a ella, antes del amor. Cruel te será hasta el recuerdo de la rama que se mecía bajo tu ventana o del simple grito del gallo en tu corral. Dirás: «¡Yo era de mi casa!», porque ya no eres de ninguna parte. Te volverá el misterio del asno que despertabas al alba, pues, de tu caballo o de tu perro algo sabes, puesto que te contestan. Mas ignoras de ése que está como amurallado en sí, si quiere o no, a su manera, su prado, su establo o a ti. Y te asalta la necesidad, desde lo profundo de tu exilio, de pasarle una vez más el brazo alrededor del pescuezo o palmearle el hocico, para encantarlo acaso en el fondo de su noche como un ciego. Y ciertamente, cuando llega el día del pozo agotado que te rezuma apenas un lodo fétido, te hieren el corazón las confidencias de tu fuente.

Se cierra así sobre ti la crisálida del desierto, porque desde el tercer día comienzas a enviscar tus pasos con el betún de la extensión. Quien te resiste te exalta y los golpes del luchador atraen tus golpes. Pero el desierto recibe uno tras otro los pasos como una audiencia desmesurada que engullese las palabras y te condujera al silencio. Te agotas desde el alba, y la meseta de tiza que marca el horizonte a tu izquierda no ha girado sensiblemente cuando llega la tarde. Te gastas como el niño que, palada tras palada, pretende desplazar la montaña. Pero ella ignora su trabajo. Estás como perdido en una libertad desmesurada y ya se ahoga tu fervor. Así, pueblo mío, en el curso de esos viajes, te alimenté cada vez con pedernales y te di de beber zarzas. Te he helado con hielo nocturno. Te sometí a vientos de arena tan ardientes, que debías acuclillarte contra la tierra, con la cabeza encapuchada bajo tus vestidos, con la boca llena de rechinamientos, rezumando estérilmente tu agua hacia el sol. Y la experiencia me ha enseñado que toda palabra de consuelo era inútil.

—Llegará -te decía- una tarde semejante a un fondo de mar. La arena depositada dormirá en tranquilas parvas. Andarás, en la frescura, sobre un suelo elástico y duro…

Pero, al hablarte tenía yo en los labios un gusto de mentira, porque te requería que por una invención, te convirtieras en otro distinto a ti. Y en el silencio de mi amor, no me escandalizaba de tus injurias:

—¡Puede ser, Señor, que tengas razón! Dios, mañana acaso, disfrazará de multitud beata a los sobrevivientes. Pero ¡qué nos importan esos extranjeros! ¡No somos en este instante más que un puñado de escorpiones encerrados en un círculo de brasa!

Y así debían ser, Señor, para gloria tuya.

O bien, purificando el cielo como un sablazo, se despertaba en su crueldad nocturna el viento del norte. La tierra desnuda se vaciaba del calor, y los hombres tiritaban como clavados por las estrellas. ¿Qué podía decir?

—Volverán el alba y la luz. El calor del sol, como una sangre, se extenderá suavemente en nuestros miembros. Con los ojos cerrados, os sabréis habitados por él…

Pero me contestaban:

—En nuestro lugar, Dios acaso mañana, instalará un huerto de plantas felices que él abonará en su bondad. Pero nosotros no somos esta noche más que un cuadro de centeno atormentado por el viento.

Y así debían ser, Señor, para gloria tuya.

Entonces, apartado de su miseria, rogué a Dios de esta manera:

«Señor, es digno que rechacen mis falsos brebajes. Por otra parte, importan poco sus quejas: soy como el cirujano que compone la carne y la hace gritar. Conozco la reserva de alegría que se halla amurallada en ellos aunque yo ignore las palabras que la podrían descerrajar. No es, sin duda, para este instante. Interesa que el fruto madure antes que entregue su miel. Pasamos por su hora de amargura. Nada hay en nosotros sino sabor ácido. Es misión del tiempo que transcurre curarnos y transformarnos en alegría para gloria tuya».

Y más lejos, seguí alimentando a mi pueblo con pedernales y dándole de beber zarzas.

Pero, semejante a los otros, sin que nada lo distinguiese primeramente de los innumerables pasos vertidos ya en la extensión, comenzábamos el paso del milagro. Fiesta que corona el ceremonial de la marcha. Instante bendito entre otros instantes, el cual rompe la crisálida y entrega su tesoro alado a la luz.

Así conduje mis hombres a la victoria a través de la incomodidad de la guerra. A la luz a través de le noche, al silencio del templo a través del acarreo de piedras, al resonar del poema a través de la aridez de la gramática, al espectáculo dominado desde lo alto de las montañas a través de las grietas y los desmoronamientos de pesadas piedras. No me importa, durante el paso, tu incomodidad sin esperanzas; porque desconfío del lirismo de la oruga que se cree enamorada del vuelo. Basta con que se devore a sí misma al digerir su mutación. Y que tú atravieses tu desierto.

Tú no dispones de los tesoros de alegría sellados en ti, que no es permitido descerrajar antes de la hora. Ciertamente es vivo el placer logrado en el ajedrez cuando la victoria corona tu invento, pero no está en mi poder concederte ese placer como obsequio fuera del ceremonial del juego.

Por eso quiero, en el estadio de las tablas y los clavos, que cantes los cánticos de los forjadores de clavos y aserradores de tablas pero no el cántico del navío. Porque te ofrezco las humildes victorias de la tabla pulida y del clavo forjado, las cuales han de satisfacer tu corazón, si fuiste primeramente hacia ellas. Hermosa es tu pieza de madera cuando luchas hacia la tabla pulida. Hermosa es tu tabla pulida cuando luchas hacia el navío.

 

Conocí a aquél que, aunque se sometiese al ceremonial del ajedrez, bostezaba discretamente y distribuía sus respuestas con una lejana indulgencia, como ocurre con el de corazón endurecido cuando consiente en distraer a los niños.

—Mira mi flota de guerra -dice el capitán de siete años que te alineó tres guijarros.

—Hermosa flota de guerra en verdad -contesta el de corazón endurecido, que considera los guijarros con floja mirada.

Quien, desdeña, por vanidad, considerar como esencial el ceremonial del ajedrez, no gustará su victoria. Quien descuida, por vanidad, hacer su dios de tablas y clavos, no construirá el navío.

El tinterillo, que nunca construirá nada, prefiere, porque es delicado, el cántico del navío al cántico de los forjadores de clavos y aserradores de tablas, así como, una vez aparejado y botado e inflado de viento el navío, en lugar de hablarme de su litigio de cada instante con el mar, me celebrará ya la isla musical, la cual, ciertamente, es significación de las tablas y los clavos, después del litigio con el mar, a condición de que nada hayas descuidado en las sucesivas mutaciones de las que ha de nacer. Mas aquél, abiertamente, y a la vista del primer clavo, chapoteando en la podredumbre del sueño, me cantará acerca de los pájaros de color y de los crepúsculos sobre el coral, los cuales primeramente me repugnarán, pues prefiero el pan crujiente a esos dulces, que además se me aparecerán sospechosos, porque hay islas de lluvia donde los pájaros son grises, y yo deseaba, ganada la isla, para sentir su amor, oír el cántico que me hiciese resonar en el corazón, el cielo gris de pájaros sin color.

Pero yo, que no pretendo construir sin piedras mi catedral y que no llego a la esencia sino como coronamiento de la diversidad; yo, que nada tomaría de la flor si no la hubiese en particular, con tal número de pétalos y no otro, con tal selección de colores y no otra; yo, que forjé clavos, aserré tablas y absorbí uno por uno los espaldarazos temibles del mar, yo puedo cantarte la isla amasada y sustancial que con mis propias manos saqué del fondo de los mares.

Así con el amor. Si mi tinterillo me lo celebra en su plenitud universal, ¿qué sabré? Pero alguna que es particular me abre una senda. Ella habla así, no en otra forma. Su sonrisa es tal, no otra. Ninguna se le parece. Y he aquí, sin embargo, que, a la noche, si me acodo en mi ventana, lejos de tropezar contra el muro particular, me parece que descubro a Dios. Porque necesitas senderos verdaderos, con tales inflexiones, tal color de la tierra, con tales rosales silvestres a cada uno de los lados. Sólo entonces vas a algún lugar. Quien muere de sed dirige pasos de sueño hacia las fuentes, Pero muere.

Así con mi piedad. Declamas sobre las torturas de niños y me sorprendes bostezando. Porque no me has conducido a ninguna parte. Me dices: «Tal naufragio ahogó diez niños…», pero nada comprendo de aritmética y no lloraré dos veces más fuerte si el número es dos veces mayor. Por otra parte, aunque hayan muerto por centenas de millares desde el origen del imperio, te sucede que gustas la vida y eres feliz.

Mas lloraré por uno si puedes conducirme a él por el sendero particular y, así como a través de cierta flor llego a las flores, ocurre que a través de él encontrare a todos los niños, lloraré y no sólo por todos los niños, sino por todos los hombres.

Un día me contaste acerca de aquél, el pecoso, el cojo, el humillado, al que detestaban los del pueblo, porque vivía como parásito, abandonado, llegado una tarde quién sabe de dónde.

Le gritaban:

—Eres peste de nuestro hermoso pueblo. ¡Eres hongo en nuestra raíz!

Pero, al encontrarlo, tú le decías:

—Tú, pecoso, ¿no tienes padre?

Y no contestaba.

O bien, porque no tenía más amigos que los animales o los árboles:

—¿Por qué no juegas con los muchachos de tu edad?

Y se encogía de hombros sin contestarte. Porque los de su edad le arrojaban piedras, dado que él cojeaba y venía de lejos, donde todo es malo.

Si se arriesgaba hacia los juegos, los gallardos, los mejor plantados se erguían ante él:

—¡Caminas como un cangrejo, y tu pueblo te ha vomitado! ¡Afeas el nuestro! ¡Era un hermoso pueblo, que andaba bien!

Veías entonces que simplemente daba media vuelta y se alejaba, arrastrando la pierna.

Tú le decías, si lo encontrabas:

—Tú, pecoso, ¿no tienes madre?

Pero no contestaba. Te miraba, en el tiempo de un relámpago, y enrojecía.

Sin embargo, como lo imaginabas amargo y triste, no comprendías su tranquila dulzura. Así era él. Tal y no otro.

Llegó la tarde en que los del pueblo quisieron echarlo a bastonazos:

—Esa semilla de cojera, ¡que vaya a plantarse a otra parte!

Tú, que lo habías protegido, le dijiste entonces:

—Tú, pecoso, ¿no tienes, pues, hermano?

Entonces se iluminó su rostro, y te miró directamente en los ojos:

—¡Sí! ¡Tengo un hermano!

Y rojo de orgullo te contó acerca del hermano mayor, tal hermano, y no otro.

Capitán en algún lugar del imperio. Cuyo caballo era de tal color y no de otro, y en cuya grupa fue subido, él el cojo, él, el pecoso, un día de gloria. Ese día y no otro. Y reaparecerá otra vez el hermano mayor. Y ese hermano mayor lo volverá a alzar a la grupa, a él, el pecoso, a él, el cojo, ante todo el pueblo. «Pero -te decía el niño- le pediré esta vez que me instale delante de él, sobre el pescuezo, ¡y querrá hacerlo! Y yo miraré. Y yo propondré: ¡a izquierda, a derecha, más rápido!… ¿Por qué se negaría mi hermano? Está contento si me ve reír. ¡Entonces seremos dos!».

Porque es otra cosa y no objeto contrahecho afeado por pecas. Es de algo que no es él mismo y su fealdad. Es de un hermano. ¡E hizo su paseo en la grupa, en un caballo de guerra, un día de gloria!

Y llega el alba del regreso. Y el niño está sentado en el muro bajo, con las piernas colgantes. Y los otros le arrojan piedras:

—¡Eh! ¡Tú que no sabes correr, bizco de piernas!

Pero él te mira y sonríe. Estás unido a él por un pacto. Tú eres testigo de la invalidez de aquéllos que no ven en él más que al pecoso, al cojo, porque él es de un hermano con caballo de guerra.

Y el hermano hoy le lavará esos escupitajos y su gloria será muralla contra las piedras. Y él, el enclenque, será purificado por el viento de un caballo al galope. Y no verán ya su fealdad, porque su hermano es hermoso. Su humillación será lavada; porque su hermano es alegría y gloria. Y él, el pecoso, se calentará a su sol. Y en adelante los otros, que lo habrán reconocido, lo invitarán a todos sus juegos: «Tú, que eres de tu hermano, ven a correr con nosotros…, eres hermoso en tu hermano». Y él rogará a su hermano que los haga subir también a ellos, uno tras otro, sobre el pescuezo de su caballo de guerra, para que, a su vez, beban el viento. Él no podría tener rigor para con ese pueblo por su ignorancia. Los amará y les dirá: «Cada vez que regrese mi hermano os reuniré y os contará sus batallas…». Así, pues, se estrecha contra ti porque sabes. Y no lo ves tan deforme, pues a través de él ves a su hermano mayor.

Pero venías a decirle que olvide que hay un paraíso y una redención y un sol. Venías a privarlo de la armadura que lo hacía valiente bajo las piedras. Venías a someterlo a su lodo. Venías a decirle: «Hombrecito, busca existir en otra forma, porque no es posible esperar el paseo en la grupa de un caballo de guerra». Y ¿cómo le anunciarías que su hermano fue expulsado del ejército, que se encamina avergonzado hacia el pueblo, y que cojea tan bajo, por el camino, que le arrojan piedras?