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100 Clásicos de la Literatura

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”Porque ya he aprendido del torturado que si lo quemo, quemo una parte que es bella y que sólo se muestra en el incendio. Pero acepto ese sacrificio para salvar la armadura. Pues por su muerte tiendo los resortes que no debo dejar doblegarse.

141

Comenzaré, pues, mi discurso diciéndote:

—Tú, el hombre, insatisfecho en tus deseos y dañado por la fuerza; tú, a quien otro te impide siempre crecer…

Y no te alzarás contra mí, porque es verdad que estás insatisfecho en tus deseos, dañado por la fuerza y que otro te impide crecer siempre.

Y te llevaré a combatir al príncipe en nombre de vuestra igualdad.

O bien te diré:

—Tú, el hombre, que tienes necesidad de amar, que no existes más que a través del árbol que compones con los otros.

Y no te alzarás contra mí porque es verdad que sabes que hay en ti la necesidad de amar y que existes a través de la obra a la que sirves.

Y te llevaré a restablecer al príncipe en su trono.

Yo puedo decirte cualquier cosa, porque todo es verdad. Y si me preguntas cómo reconocer por adelantado cuál de las verdades cobrará vida y germinará, responderé que aquélla tan sólo que será piedra angular, lenguaje simple y simplificación de tus problemas. Y poco importa la calidad de mis enunciados. Importante es ante todo, haberte situado aquí o en otra parte. Si ocurre que ese punto de vista aclare la mayoría de tus litigios -y que no existan más-, tú mismo enunciarás las observaciones y poco importa si me he expresado mal aquí o allá, o si me he equivocado. Tú verás cómo lo he querido yo, puesto que lo que te he aportado no es un razonamiento, sino un punto desde donde razonar.

Por cierto, probablemente muchos lenguajes te expliquen el mundo o a ti mismo. Y se hagan la guerra. Cada uno coherente y sólido. Y sin que nada los desempate. Sin que esté tampoco en tu poder el argumentar contra tu adversario, porque tiene tanta razón como tú. Porque lucháis en nombre de Dios.

«El hombre es aquél que produce y consume…».

Y es verdad que produce y consume.

«El hombre es aquél que escribe poemas y aprende a leer los astros…».

Y es verdad que escribe poemas y estudia los astros.

«El hombre es aquél que sólo encuentra en Dios la beatitud…».

Y es verdad que aprende la alegría en los monasterios.

Mas está por decir algo del hombre que contenga todos los enunciados, que dan nacimiento a los odios. Porque el campo de la conciencia es minúsculo y el que ha encontrado una fórmula cree que los otros mienten o están en el error. Pero todos tienen razón.

Sin embargo, como he aprendido con una evidencia soberana de mi vida de todos los días que producir y consumir es, como en las cocinas del palacio, no lo más importante, sino únicamente lo más urgente, quiero el reflejo en mi principio. Pues la urgencia no me sirve de nada y podría decir también: «El hombre es aquél que no vale más que en buena salud…», y deducir una civilización en la cual, bajo el pretexto de esa urgencia, instalo al médico como juez de las acciones y de los pensamientos del hombre. Mas también ahí, como he aprendido de mí mismo que la salud no era más que un medio y no un fin, quiero también el reflejo de esa jerarquía en mi principio. Porque si tu principio no es absurdo, probablemente traerá la necesidad de favorecer la producción y la consumición, o el anhelo de la disciplina por la salud. Pues lo mismo que la semilla, que es una, se diversifica según crece, lo mismo que la civilización de la imagen, que es una, te mueve según tu cuadro o tu estado, no hay nada que mi principio no gobierne al fin de cuentas.

Diré, pues, del hombre: «El hombre es aquél que no vale más que en un campo de fuerza, el hombre es aquél que no comunica más que a través de los dioses que concibe y que gobiernan él y los otros, el hombre es aquél que no encuentra alegría más que cambiándose por su creación, el hombre es aquél que no muere dichoso más que si se delega, el hombre es aquél por quien agotan las provisiones y para quien es patético todo conjunto mostrado, el hombre es aquél que quiere conocer y se embriaga si se encuentra, el hombre es aquél también que…».

Me conviene formularlo de tal manera que sus aspiraciones esenciales se vean sometidas y desarregladas. Porque si hay que arruinar el espíritu de creación para fundar el orden, ese orden no me concierne. Si hay que borrar el campo de fuerza para agrandar el perímetro de su vientre, ese perímetro de su vientre no me concierne. Igual que si hay que hacerlo podrir por el desorden para agrandarlo en su espíritu de creación, esa suerte de espíritu que se arruina a sí mismo, no me concierne. E igual si hay que hacerlo perecer para exaltar ese campo de fuerza; porque entonces hay un campo de fuerza, pero no existe el hombre, y ese campo de fuerza ya no me concierne.

Luego, yo, el capitán que vela sobre la ciudad, hablaré esta noche acerca del hombre, y de la pendiente que crearé, nacerá la calidad del viaje.

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Sabiendo ya, y ante todo, que no alcanzaré de este modo una verdad absoluta y demostrable y susceptible de convencer a mis adversarios, sino una imagen que contenga al hombre en potencia y que favorezca aquello que me parece noble en él, al someter a ese principio todos los otros.

Es evidente entonces, concibiendo al hombre como aquél que consume y produce, que no me interesa la calidad de sus amores, el valor de sus conocimientos, el calor de sus alegrías, el crecimiento de la comba de su vientre, aun cuando pretendo darle lo más posible sin que haya en esto contradicción ni subterfugio; igual que aquéllos que se ocupan de la línea de su vientre pretenden no menospreciar el espíritu.

Porque si mi imagen es fuerte, se desarrollará como una semilla; luego es capital su elección. ¿Y dónde has conocido pendiente hacia el mar que no se transformara en navío?

Lo mismo que a mi parecer los conocimientos no deben predominar, porque otra cosa es instruir o educar; y no he comprobado que la calidad del hombre reposara sobre la suma de ideas, sino sobre la calidad del instrumento que permite adquirirlos.

Porque tus materiales serán siempre los mismos y ninguno debe descuidarse, y de los mismos materiales puedes extraer todos los rostros.

En cuanto a aquéllos que reprocharán al rostro elegido el ser gratuito y el someter a los hombres a lo arbitrario como el invitarlos a morir por la conquista de algún oasis inútil bajo el pretexto de que la conquista es bella, yo responderé que toda justificación está fuera del alcance, porque mi rostro puede coexistir con todos los otros igualmente verdaderos, y nosotros combatimos, a fin de cuentas, por dioses que son elección de una estructura a través de los mismos objetos.

Y sólo nos eliminarían la revelación y la aparición de arcángeles. Lo cual es de un mal guiñol; pues si Dios se me asemeja para mostrárseme, no es Dios, y si es Dios mi espíritu puede saberlo, pero no mis sentidos. Y si corresponde a mi espíritu saberlo, no lo reconoceré más que por su resonancia en mí, como ocurre con la belleza del templo. Y es a la manera del ciego que se guía hacia el fuego por medio de sus palmas, ese fuego que no le es conocible por otra cosa que por su propio contentamiento, que lo buscaré y lo encontraré. (Si digo que Dios habiéndome extraído de sí, me atrae por su gravitación). Y si ves prosperar al cedro, es porque se hunde en el sol, aun cuando el sol carezca de significado para el cedro.

Porque según la palabra del único geómetra verdadero, mi amigo, me parece que nuestras estructuras se asemejan a alguna cosa, ya que no existe diligencia explicable que conduzca hacia los pozos ignorados. Y si llamo dios a ese sol desconocido que gobierna la gravitación de mis pasos, quiero leer su verdad en la eficacia del lenguaje.

Yo, que domino esta ciudad, soy esta noche como el capitán de un navío en el mar. Porque tú crees que el interés, la felicidad y la razón gobiernan a los hombres. Pero yo te he refutado tu interés y tu razón y tu felicidad, porque me pareció que denominabas interés o felicidad, simplemente, a aquello hacia lo cual tendían los hombres, y yo no tengo nada que ver con las medusas que cambian de forma; en cuanto a la razón que va hacia donde se quiera, me pareció una huella en la arena de algo que está por encima de ella.

Porque jamás ha sido la razón la que guio a mi amigo, el único geómetra verdadero. La razón escribe los comentarios, deduce las leyes, redacta las ordenanzas y extrae el árbol de su semilla, de consecuencia en consecuencia, hasta el día en que al morirse el árbol, la razón ya no será eficaz y te hará falta otra semilla.

Mas yo, que domino la ciudad y soy como el capitán de un navío en el mar, sé que sólo el espíritu gobierna a los hombres, y que los gobierna absolutamente. Porque si el hombre ha entrevisto una estructura, escrito el poema, y acarreado la simiente en el corazón de los hombres, entonces se someten como servidores el interés, la felicidad o la razón, que serán expresiones en el corazón o sombra sobre el muro de las realidades, del cambio de tu simiente en árbol.

Y contra el espíritu no está en tu poder el defenderte. Porque si te instalo sobre tal montaña y no en tal otra, ¿cómo negarás que las ciudades y los ríos están dispuestos de esta manera y no de otra, ya que simplemente así es?

Por eso te haré transformar. Y por eso, heme aquí responsable de su dirección verdadera bajo las estrellas, aun cuando la ciudad duerma y que al leer los actos de los hombres no encuentres más que búsqueda del interés, de la felicidad, o los pasos de la razón.

Porque no conocen la dirección que han tomado, y creen actuar por interés o por gusto de la felicidad, o por la razón, y no saben que razón, gusto de la felicidad o interés, cambian de forma y de sentido según el imperio.

 

Y que en el que yo les propongo, el interés que existe es el de estar animado, como para el niño de jugar el juego más exaltante. La felicidad de cambiarse y de durar en el objeto de su creación. Y la razón de legislar con coherencia. La razón del ejército es el reglamento del ejército que hace resonar las cosas unas sobre otras, de esta manera y no de otra, la razón de un navío es el reglamento del navío y la razón de mi imperio es el conjunto de leyes, costumbres, dogmas, códigos, que harán resonar de esta manera y con coherencia, las cosas entre sí.

Pero mío será, único e indemostrable, el sonido que devolverá esa resonancia.

Pero tal vez preguntes: «¿Para qué tu sujeción?».

Ya que he fundado un rostro, necesario es que dure. Cuando modelo un rostro de tierra, lo pongo en el horno para endurecerlo y que permanezca por una duración suficiente. Porque mi verdad, para ser fértil, debe ser estable. ¿A quién amarás, si cambias de amor todos los días? ¿Y adónde estarán tus grandes acciones? Y sólo la continuidad permitirá la fertilidad de tu esfuerzo. Porque la creación es rara, pero si a veces es urgente que te sea dada para salvarte, sería malo que te alcanzara cada día. Porque para hacer nacer un hombre me son necesarias varias generaciones. Y con el pretexto de mejorar el árbol, no lo troncho cada día para reemplazarlo por una semilla.

Y en efecto no conozco más que seres que nacen, viven y mueren. Y tú has juntado cabras, carneros, moradas y montañas y hoy día de ese conjunto nacerá un ser nuevo que cambiará el comportamiento de los hombres. Y durará, luego se agotará; morirá habiendo gastado ese don de vida.

Y el nacimiento es siempre creación pura, fuego descendido del cielo que lo anima. Y la vida no va según una curva continua. Porque ante ti está ese huevo. Luego evoluciona de estadio en estadio y haya una lógica del huevo. Mas viene el segundo en que nace una cobra, y todos los problemas han cambiado para ti.

Porque hay obreros en la cantera y el montón de piedras. Y existe una lógica del amontonamiento de las piedras. Pero llega la hora en que abre sus puertas el templo que transfigura al hombre. Y todos los problemas han cambiado para el hombre.

Y he arrojado sobre ti la semilla de mi civilización, pero necesito más de lo que dura un hombre para que eche sus ramas, sus hojas y sus frutos. Y me rehúso a cambiar de rostro todos los días; porque entonces, no nacería nada.

Tu gran error está en creer en la duración de una vida de hombre. Ya que ante todo ¿en quién o en qué se delega cuando muere? Necesito de un dios que me reciba.

Y de morir en la simplicidad de las cosas que existen. Y mis olivares al año siguiente darán sus frutos para mis hijos. Y allí estaré, calmo en la hora de la muerte.

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Así también, me pareció cada más que no era necesario escuchar a los hombres, sino comprender. Porque allí, bajo mis ojos, en la ciudad, tienen poca conciencia de la ciudad. Se creen arquitectos, albañiles, gendarmes, sacerdotes, tejedores de lino, se creen tales de acuerdo a sus intereses o a su felicidad, y no sienten amor, lo mismo que no siente amor aquél que trabaja en la casa absorbido por las dificultades del día. El día es para las escenas matrimoniales. Mas en la noche, el que ha disputado reencuentra su amor. Porque el amor es más grande que ese viento de palabras. Y el hombre se acoda a la ventana bajo las estrellas, nuevamente responsable de los que duermen, del pan por ganar, del sueño de la esposa que está a su lado, tan frágil, delicado y pasajero. Al amor no se lo piensa: existe.

Pero esa voz no habla sino en el silencio. Y lo mismo que con tu casa, ocurre con la ciudad. Y lo mismo que con la ciudad, ocurre con el imperio. Se hace una calma extraordinaria, y alcanzas a ver dioses.

Y nadie sabrá, mientras viva, el día en que debe morir. Y le parecerán de mal patetismo las palabras que le hablen de la ciudad de otra manera que a través de su interés o de su felicidad, porque no sabrá que son efectos de la ciudad. Pequeño lenguaje para una cosa demasiado grande.

Porque si miras oblicuamente la ciudad y reculas en el tiempo para contemplar su marcha, descubrirás claramente a través de la confusión, el egoísmo, la agitación de los hombres, la lenta y calma marcha del navío. Porque si vuelves después de algunos siglos a ver el surco que han dejado, lo descubrirás en los poemas, las esculturas de piedra, las reglas del conocimiento y los templos que emergen aún de la arena. Lo usual será borrado y fundido. Y lo que comprenderás que llamaban interés o gusto de la felicidad, no fue más que el reflejo de una cosa grande.

Habrá marchado el hombre que he dicho.

Así con mi ejército cuando acampa. Mañana por la mañana, en el horno del viento de arena, lo arrojaré contra el enemigo. Y correrá su sangre, y encontrará sus límites en la luz, y los golpes de sable aniquilarán mil felicidades particulares, frustrarán mil intereses. Sin embargo, mi ejército no conocerá la revuelta; porque su marcha no es la de un hombre, sino la del hombre mismo.

Sin embargo, sabiendo que mañana aceptará morir, si marcho esta noche en el silencio de mi amor por entre los templos y los fuegos del campamento, y si escucho hablar a los hombres, no oiré la voz de aquél que acepta la muerte.

Sino que aquí harán bromas por tu nariz torcida. Se disputarán allá un trozo de carne. Y ese grupo en cuclillas se poblará de palabras vivas que te parecerán insultantes para el conductor de ese ejército. Y si dices a alguno que está ebrio de sacrificio, lo escucharás reírse en tus narices pues te juzgará bastante enfático y opinará que haces muy poco caso de él pues se estima tan importante que no está en su intención, ni en su conciencia, ni en su dignidad, morir por su cabo, que no tiene calidad para recibir un tal regalo. Y sin embargo, mañana morirá por su cabo.

En ninguna parte encontrarás ese gran rostro que enfrenta a la muerte y se da al amor. Y si has tenido en cuenta el viento de las palabras, volverás lentamente hacia tu tienda con el gusto de la derrota en los labios. Porque aquéllos bromeaban y criticaban la guerra e injuriaban a los jefes. Y en verdad has visto los limpiadores de puente, los cargadores de velas y los forjadores de clavos, pero se te ha escapado -pues estabas miope, y con la nariz encima-, la majestad del navío.

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Sin embargo, aquella noche me fui a visitar mis prisiones. Y descubrí allí que, por supuesto, el gendarme había elegido y para arrojar a las celdas sólo a aquéllos que se mostraban permanentes y que no componían, ni abjuraban sus verdades.

Y quedaban libres los que abjuraban y engañaban. Porque recuérdate de mi palabra: cualquiera sea la civilización del gendarme y cualquiera sea la tuya, sólo predomina el gendarme si tiene el poder de juzgar lo que está abajo. Porque toda verdad, sea cual fuere, si es verdad de hombre y no de lógico estúpido, es vicio y error para el gendarme. Porque éste te prefiere de un solo libro, de un solo hombre, de una sola fórmula. Porque es característica del gendarme el construir el navío esforzándose por suprimir el mar.

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Porque estoy fatigado de las palabras que se sacan la lengua y no me parece absurdo buscar en la calidad de mis obligaciones la calidad de mi libertad.

Como en la calidad del coraje del hombre en guerra, la calidad de su amor.

Como en la calidad de sus privaciones, la calidad de su lujo.

Como en la calidad de su aceptación de la muerte, la calidad de sus alegrías en la vida.

Como en la calidad de la jerarquía, la calidad de su igualdad, que yo llamaría alianza.

Como en la calidad de su rechazo de los bienes, la calidad del uso de esos mismos bienes.

Como en la calidad de su sumisión total al imperio, la calidad de su dignidad individual.

Porque dime, si pretendes favorecerlo, ¿qué es un hombre solo? Lo he visto bien con mis leprosos.

Y dime, si pretendes favorecerla, ¿qué es una comunidad opulenta y libre? Lo he visto muy bien con mis bereberes.

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Porque a aquéllos que no comprendían mis obligaciones, respondí:

—Sois semejantes al niño, que por no haber conocido en el mundo más que una forma de jarra, la considera como absoluta y no comprende después, si cambia de morada, por qué han deformado y extraviado la jarra esencial de la casa. Y lo mismo ocurre cuando ves forjar en el imperio vecino un hombre distinto a ti, que siente, piensa, ama, se queja y odia en forma diferente; te preguntas por qué deforman ésos al hombre. Y ésa es tu debilidad. Porque no salvarás la arquitectura de tu templo si ignoras que es un diseño frágil y que es la victoria del hombre sobre la naturaleza. Y que hay en alguna parte, los flancos del navío, los polares, los arcos, y los contrafuertes para sostenerlo.

”Y no concibes la amenaza que pesa sobre ti, pues no ves en la obra del otro más que el efecto de un extravío pasajero y no comprendes que amenaza, por la eternidad, con devorarse un hombre que no renacerá jamás.

”Y tú te creías libre y te indignabas cuando te hablaba de mis obligaciones. Los cuales no eran, en efecto, las de un gendarme visible, sino más imperiosas por el hecho de no hacerse notar, igual que una puerta en el muro a la cual no consideras, aunque des un rodeo para poder salir, un insulto a la libertad.

”Pero si quieres ver aparecer el campo de fuerza que te funda y te hace mover así, sintiendo, amando, quejándote, y odiando de esta manera y no de otra, considera su consistencia en casa de tu vecino, donde comienza a obrar, porque entonces se te tornará sensible.

”De otra manera lo desconocerás siempre. Pues la piedra que cae no siente la fuerza que la tira hacia abajo. Una piedra no pesa más que cuando está inmóvil.

”Cuando te resistes conoces lo que te mueve. Y para la hoja librada al viento, no existe el viento, lo mismo que para la piedra suelta no existe el peso.

”Y es porque no ves la sujeción formidable que pesa sobre ti y que no se mostraría, como un muro, sino cuando se te ocurriera, por ejemplo, incendiar la ciudad.

”Y tampoco se te muestra la sujeción más simple de tu lenguaje.

Todo código es sujeción, pero invisible.

147

Estudié, pues, los libros de los príncipes, las ordenanzas dictadas a los imperios. Los ritos de las diversas religiones, los ceremoniales de los funerales, de los matrimonios y nacimientos, aquéllos de mi pueblo y aquéllos de los otros pueblos, aquéllos del presente y aquéllos del pasado, buscando leer relaciones simples entre los hombres en la calidad de sus almas con las leyes que fueron dictadas para fundar, regir y perpetuar; y no pude descubrirlas.

Y sin embargo, cuando debía enfrentarme con los que venían del imperio vecino donde reinaba tal ceremonial de los sacrificios, lo descubría con su ramillete, su aroma y su manera particular de amar u odiar, pues no es ni con amor ni con odio que se reúnen. Y tenía el derecho de interrogarme sobre este génesis y de decirme: «¿Cómo tal rito que me parece sin relación, ni eficacia, ni acción, pues trata de un dominio extranjero al amor, funda este amor y no otro? ¿Dónde, pues, se aloja el lazo entre el acto, y las murallas que gobiernan el acto, y tal calidad de sonrisa que es de ése y no del vecino?».

No perseguía una diligencia vana puesto que he sabido muy bien, a lo largo de mi vida, que los hombres difieren unos de otros, aunque las diferencias te sean invisibles en un primer momento y no expresables al conversar, puesto que te sirves de un intérprete que tiene por misión traducirte las palabras del otro, es decir, buscar para ti en tu lenguaje lo que semeje más aproximadamente a lo que fue emitido en otra lengua. Y de este modo, al comprobar que amor, justicia o envidia, suelen ser traducidos para ti por envidia, justicia y amor, te extasiarás de vuestras semejanzas, aunque el contenido de las palabras no sea el mismo. Y si prosigues el análisis de la palabra, de traducción en traducción, no buscarás y no hallarás sino las semejanzas; y como siempre, huirá en el análisis lo que pretendías coger.

Porque si deseas comprender a los hombres es preciso no oírlos hablar.

Y sin embargo, las diferencias son absolutas. Porque ni el amor, ni la justicia, ni la envidia, ni la muerte, ni el cántico, ni la transmutación en los niños, ni la transmutación en el príncipe ni la transmutación en la amada, ni la transmutación en la creación, ni el rostro de la dicha si tiene la forma del interés, se parecen de uno a otro, y he conocido a aquéllos que se estimaban colmados al apretar los labios o bajar los ojos, con falsa modestia, si les crecían las uñas demasiado largas, y a otros que te hacían el mismo juego, si te mostraban callos en sus palmas. Y he conocido a aquéllos que se juzgaban según el peso del oro en sus cuevas, lo que te parece avaricia sórdida, hasta que descubres otros que sienten los mismos sentimientos de orgullo y se juzgan con una complacencia satisfactoria si han empujado piedras inútiles en una montaña.

 

Pero me he convencido que, evidentemente, estaba equivocado en mi tentativa, pues no existe deducción que permita pasar de una etapa a la otra, y mi diligencia era tan absurda como la del charlatán que, si admira contigo la estatua, pretende explicarte por la línea de la nariz o la dimensión de la oreja, el objeto de ese acarreo, que, por ejemplo, era melancolía de una tarde de fiesta, y reside aquí como captura, la cual no es jamás la esencia de los materiales.

Me ha parecido igualmente que mi error residía en que trataba de explicar el árbol por los jugos minerales, el silencio por las piedras, la melancolía por las líneas y la calidad del alma por el ceremonial, invirtiendo así, el orden natural de la creación, cuando hubiera debido buscar de aclarar la ascensión de los minerales por el génesis del árbol, el ordenamiento de las piedras por el gusto del silencio, la estructura de las líneas por el reino de la melancolía sobre ellas, y el ceremonial por la calidad del alma que es una y que no podía definirse con palabras, puesto que precisamente para asirla, regirla y perpetuarla has venido a ofrecerme esa acechanza, la cual es tal ceremonial y no otro.

Y, ciertamente, he cazado el jaguar en mi juventud. Y he empleado fosos para jaguares, provistos de un cordero, erizados de estacas agudas y cubiertos de hierba. Y cuando al alba llegaba a verlos hallaba el cuerpo de un jaguar. Y si conoces las costumbres de los jaguares, inventarás la fosa de jaguares con sus estacas, su cordero y su hierba. Pero si te pido que estudies la fosa del jaguar y nada sabes de los jaguares, no sabrás inventarla.

Por eso te he dicho de mi amigo, el verdadero geómetra, que siente el jaguar e inventa la fosa. A pesar de que nunca lo ha visto. Y los comentadores del geómetra han comprendido bien, puesto que el jaguar ha sido mostrado, al haber sido preso; pero consideran al mundo provistos de sus estacas, sus corderos, esas hierbas y otros elementos de su construcción, y esperan por su lógica desprender verdades de ellos. Pero no se les presentan. Y permanecen estériles hasta el día en que se presenta aquél que siente el jaguar sin haberlo conocido, y al sentirlo, lo captura y te lo muestra, luego de haber tomado de este modo, misteriosamente, para conducirte a él, un camino que fue semejante a un retorno.

Y mi padre fue un geómetra que fundó su ceremonial para capturar al hombre. Y aquéllos, en otra parte, como otras veces, fundaron otros ceremoniales y capturaron otros hombres. Pero llegaron los tiempos de la estupidez de los lógicos, de los historiadores y de los críticos. Y observan tu ceremonial, y no deducen de él la imagen de un hombre, puesto que no puede ser deducida, y en nombre del viento de las palabras dispersan, por afición a las libertades, los elementos de tu trampa, arruinan tu ceremonial, y dejan escapar la captura.

148

Pero he sabido descubrir los diques que fundan un hombre, al azar de mis paseos en una campiña extranjera. Había tomado, al paso lento de mi caballo, un camino que ligaba un pueblo con otro. Hubiera podido franquear derecho la llanura, pero siguió los contornos de un campo y así yo perdía algunos instantes en ese rodeo y gravitaba contra mí ese gran cuadrado de avena, pues mi instinto librado a sí mismo me hubiera llevado derecho, más la gravitación de un campo me hacía ceder. Y me gastaba la vida la existencia de un cuadro de avena, pues le fueron consagrados minutos que me hubieran servido para otra cosa. Y ese campo me colonizaba pues consentía en rodearlo, y mientras hubiera podido arrojar mi caballo sobre él, lo respetaba como un templo. Después mi camino me condujo a lo largo de un dominio cerrado con muros. Y el camino respetaba el dominio y cedía en curva lenta a causa de las salidas y entradas del muro de piedra. Y veía, detrás del muro, los árboles más apretados que los de los oasis nuestros y algún estanque de agua dulce que reverberaba detrás de las ramas. Y sólo oía el silencio. Después pasé a lo largo de un portal bajo el follaje. Y mi camino se dividía aquí, donde una rama servía a ese dominio. Y poco a poco, en el curso del lento peregrinaje, mientras que mi caballo cojeaba en el atolladero, o tiraba las riendas para comer el pasto raso a lo largo de los muros, me sobrevino el sentimiento que mi camino, en sus inflexiones sutiles, y sus respetos, y sus holganzas, y su tiempo perdido como por el efecto de algún rito o de una antecámara del rey, dibujaba el rostro de un príncipe, y todos los que lo tomaban, sacudidos por sus calesas o balanceados por sus asnos lentos, eran, sin saberlo, ejercitados en el amor.

149

Mi padre decía:

—Se creían enriquecidos al aumentar su vocabulario. Y, por cierto, puedo muy bien usar una palabra más, que significara para mí «sol de octubre» por oposición a otro sol. Pero no veo qué gano con esto. Descubro por el contrario que pierdo la expresión de esa dependencia que me ata a octubre, y a los frutos de octubre y a su frescura, con este sol que ya no arriba tan bien a su fin, porque se ha gastado. Raras son las palabras que me hacen ganar algo expresando de repente un sistema de dependencias de las que me serviría en otra parte, como «envidia». Porque envidia te permitirá identificar sin tener que dividir todo el sistema de dependencia, lo que a ella compara. Así, te diría: «La sed es envidia del agua». Porque los que he visto morir, si me han parecido atormentados, no fue por una enfermedad, no más abominable en sí misma que la peste, la cual te embrutece y te arranca modestos gemidos. Mas el agua te hace aullar pues la deseas. Y ves en sueño beber a los otros. Y te hallas exactamente traicionado por el agua que corre en otra parte, lo mismo que por esa mujer que sonríe a tu enemigo. Y tu sufrimiento no es enfermedad, sino religión, amor e imágenes, las cuales son sobre ti eficaces de otra manera. Porque vives según un imperio que no pertenece a las cosas, sino al sentido de las cosas.

”Pero «sol de octubre» será para mí un débil socorro porque es demasiado particular.

”Por el contrario, te aumentaré si te ejercito en diligencias que te permiten, usando las mismas palabras, construir celadas diferentes, y buenas para todas las capturas. Así, respecto a los nudos de una cuerda si puedes lograr algunos que sean buenos para los zorros o para sostener tus velas en el mar y coger el viento. Pero el juego de mis incidentes y las inflexiones de mis verbos, y el soplo de mis períodos y la acción sobre los complementos, y los ecos y los retornos, toda esa danza que danzarás y que, una vez danzada, habrá acarreado al otro la que pretendía transmitir, o cogido en tu libro lo que pretendías asir.

”Adquirir conciencia -decía mi padre otra vez-, es ante todo adquirir un estilo.

”Tener conciencia -afirmaba aún-, no es recibir el bazar de ideas que irán a dormir. Poco me importan tus conocimientos que de nada te sirven sino como objetos y como medios en tu oficio que es el de construirme un puente, o extraerme el oro o informarme, si lo necesito, de las distancias entre las capitales. Pero ese formulario no es el hombre. Tener conciencia, tampoco es aumentar su vocabulario. Porque su crecimiento no tiene otro objeto que permitirte ir más lejos comparándome ahora tus envidias, sino que es la calidad de tu estilo que garantizará la calidad de tus diligencias. Si no, nada tengo que me relacione con esos resúmenes de tus pensamientos. Prefiero escuchar «sol de octubre», que me es más sensible que tu nueva palabra y me habla a los ojos y al corazón. Tus piedras son piedras; después, reunidas, columnas; después, una vez reunidas las columnas, catedrales. Pero no te he ofrecido esos conjuntos cada vez más vastos que a causa del genio de mi arquitecto, el cual los prefería para las operaciones cada vez más vastas de su estilo, es decir, de la expansión de sus líneas de fuerza en las piedras. Y en la frase también efectúas una operación. Y es lo que importa.