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100 Clásicos de la Literatura

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Mas cuando me presentes todo en un conjunto necesitaré un código. Porque si no es ni nariz ni oreja, ni boca ni mentón, ¿cómo sabré lo que alargas o acortas, realzas o desvías, ahuecas o combas? ¿Cómo conoceré tus movimientos y distinguiré tus repeticiones y tus ecos? ¿Y cómo leeré tu mensaje? Y el mensaje será mi código; porque yo conozco uno que es perfecto y es trivial.

Y, ciertamente, no me dirás nada si me proporcionas el rostro perfectamente trivial, sino el simple don del código, el objeto de referencia y el modelo de academia. Tengo necesidad de él, no para conmoverme, sino para leer lo que acarreas en mi dirección. Y si me entregas el modelo mismo, en verdad no acarrearás nada. También acepto que te alejes del modelo y deformes y revuelvas, mas sólo en tanto que conserve la clave. Y no te reprocharé nada si te place colocarme el ojo sobre la frente.

Aun cuando te juzgaría poco hábil, igual que aquél que para hacer escuchar su música hiciera demasiado ruido o tornara demasiado ostensible una imagen en su poema para que se viera.

Porque afirmo que es digno quitar el andamiaje cuando has terminado el templo. No tengo necesidad de leer tus medios. Y tu obra es perfecta si no los descubro.

Porque precisamente no es la nariz lo que me interesa y no es necesario mostrármela demasiado colocándomela sobre la frente, como tampoco es necesario que escribas la palabra, ni que me la elijas demasiado vigorosa, porque en ese caso devora la imagen. Y más que la imagen, devora el estilo.

Lo que te pido es de esencia distinta a la trampa. Igual a tu silencio en la catedral de piedra. Así, pues, ocurre que eras tú quien pretendía hacerme despreciar la materia y buscar la esencia, y te has apoyado sobre esa bella ambición para proveerme de tus indescifrables mensajes, que me construyen una trampa enorme de colores chillones que me aplasta y me disimula el ratón nacido muerto que has cazado.

Pues en tanto te reconozco, o pintoresco o brillante, o paradojal, quieres decir que no he recibido nada de ti; porque, simplemente, te muestras como una feria. Pero te has equivocado sobre el objeto de la creación. Porque no se trata de mostrarte, sino de transformarme. Si agitas delante de mí tu espantapájaros, me iré a posar en otra parte.

Pero el que me ha conducido allá adonde quería y luego se ha retirado, me hace creer que yo descubro el mundo y me transforma en lo que él deseaba.

Mas tampoco creo que esa discreción consista en pulirme un molde donde ondulen vagamente una nariz, una boca y un mentón como en una cera olvidada al lado del fuego, porque si desprecias tanto los medios que usas, comienza por suprimirme ese mármol mismo, o esa arcilla, o ese bronce, que son más materiales aún que un simple trazado del labio.

La discreción consiste en no insistir sobre lo que quieres hacerme ver. Notaré a primera vista, porque veo numerosos rostros a lo largo del día, que quieres borrarme la nariz; y tampoco llamaré discreción el que coloques tu mármol en una habitación oscura.

El rostro verdaderamente invisible y del cual no recibiré ya nada, es el rostro trivial.

Pero os habéis vuelto brutos y es necesario gritaros para haceros escuchar.

Ciertamente, puedes dibujarme un tapiz coloreado; pero no tiene más que dos dimensiones, y si bien habla a mis sentidos, no habla a mi espíritu, ni a mi corazón.

135

Quiero apartarte los ojos del espejismo de la isla. Porque crees que en la libertad de los árboles y de las praderas y de los rebaños, en la exaltación de la soledad de los grandes espacios, en el fervor del amor sin freno, vas a crecer recto como un árbol. Pero los árboles que he visto crecer más rectos no son los que brotan libres. Porque éstos no se apresuran a crecer, se distraen en su ascensión y suben torcidamente. Mientras que aquéllos que están en una selva virgen, acosados por enemigos que le roban su parte de sol, escalan el cielo verticalmente con la urgencia de un reclamo.

Porque no encontrarás en tu isla ni libertad, ni exaltación, ni amor.

Y si te hundes por mucho tiempo en el desierto (porque otra cosa es reposar allí del ajetreo de las ciudades), no conozco más que un remedio para animarlo para ti, un medio para conservar tu hálito y tornarlo sostén de tu exaltación. Y es el de tender allí una estructura de líneas de fuerzas. Ya sean de la naturaleza o del imperio.

E instalaré la red de pozos bastante avara para que tu marcha tenga en cada uno de ellos más de lo que necesita. Porque es necesario guardar para el séptimo día el agua de los odres y tender hacia ese pozo con todas tus fuerzas. Y ganarlo por su victoria. Y sin duda, perder las cabalgaduras en forzar ese espacio y esa soledad; porque valdrá el premio de los sacrificios consentidos. Y las caravanas hundidas en la arena, que no lo han encontrado, atestiguan su gloria. Y resplandece sobre sus huesos bajo el sol.

Compruebas el estado de las reservas de agua, llamas a lo mejor de ti mismo. Y allá vas en la marcha hacia tu región lejana, a la que más allá de las arenas bendicen las aguas, avanzando por la extensión de un pozo a otro, como por los peldaños de una escalera, compenetrado, ya que es una danza que hay que danzar y un enemigo al que hay que vencer, del ceremonial del desierto. Y al mismo tiempo que tus músculos, yo te edifico un alma.

… Pero si quisiera enriquecértela aún más, si quiero que los pozos atraigan o rechacen con más fuerza como polos, y que el desierto sea construcción para tu espíritu y para tu corazón, lo poblaré de enemigos. Éstos poseerán los pozos y para beber te será necesario combatir y vencerlos. Y según que las tribus acampadas aquí o allá fueran más crueles, menos crueles, más vecinas en espíritu o de una lengua impenetrable, mejor o peor armadas, tus pasos se harán más ágiles o menos ágiles, más discretos o más resonantes, y las distancias batidas en el curso de tus jornadas de marcha variarán, a pesar de que visualmente, se trate de una extensión semejante en todos sus puntos. Y así se imantará, se diversificará y se coloreará diferentemente una inmensidad que primero era amarillenta y monótona, pero que para tu espíritu cobrará más relieve que esos países dichosos donde están los frescos valles, las montañas azules, los lagos de agua dulce y las praderas.

Porque aquí tu paso será el de un castigado a muerte, y allá el de un hombre liberado, aquí el de una sorpresa y allá el de la solución de una sorpresa. Aquí el de una persecución, y allá el de una discreción atenta como en la habitación donde duerme ella y no quieres despertarla.

Y sin duda, no pasará nada en el curso de la mayoría de tus viajes, porque es suficiente que juzgues válidas esas diferencias y motivado y necesario y absoluto el ceremonial que nacerá para enriquecer la calidad de tu danza. Milagro será si el que agrego a tu caravana sin conocer tu lenguaje y sin participar de tus temores, esperanzas y alegrías, reducido a los mismos gestos que los conductores de las cabalgaduras, encuentra algo más que un desierto vacío; pero bostezará a lo largo de la travesía por una extensión interminable de la que no recibirá más que fatiga, y nada de mi desierto cambiará a ese viajero. El pozo no habrá sido para él más que un agujero de tamaño mediocre que ha sido necesario destapar de la arena. ¿Y qué hubiera conocido del cansancio, si éste es por esencia invisible? Porque no se trata más que de un puñado de granos impulsados por los vientos, aun cuando sean suficientes como para cambiarlo todo en aquél que se encuentre ligado a ellos, de igual manera como la sal transfigura un festín. Y mi desierto, al mostrarte las reglas del juego, se tornará para ti de una tal atracción y de un poder tal, que yo puedo elegirte superficial, egoísta, limitado y escéptico en los barrios de mi ciudad o en el estancamiento de mi oasis, e imponerte una única travesía del desierto, para hacer emerger de ti al hombre, como una simiente que sale de su vaina, y ampliarte de corazón y de espíritu. Y volverás a mí ya cambiado, y magnífico, y edificado para vivir la vida de los fuertes. Y si me he limitado a hacerte participar de su lenguaje, porque lo esencial no son las cosas, sino el sentido de las cosas, el desierto te habrá hecho germinar y crecer como un sol.

Lo habrás atravesado como una piscina milagrosa. Y cuando llegues al otro borde, riente, viril y sorprendente, ellas las mujeres, reconocerán en ti al que buscaban; y no tendrás ya que despreciarlas para obtenerlas.

Cuán insensato el que pretende buscar la dicha de los hombres en la satisfacción de sus deseos, creyendo, de tanto mirarlos andar, que lo que ante todo cuenta para el hombre es el alcanzar el fin. Como si hubiera algún fin.

Por eso te digo que para el hombre cuentan ante todo la tensión de las líneas de fuerza en las cuales se sumerge y su propia densidad interior que se deriva de ellas, y el resonar de sus pasos, y la atracción de los pozos y la dureza de la pendiente de la montaña que hay que subir. Y quien la ha sabido subir, si acaba de sobrepasar por la fuerza de sus puños y a costa de sus rodillas una aguja de roca, no vas a pretender que su placer tenga la calidad mediocre del placer de ese sedentario que luego de arrastrar un día de reposo su carne blanda, se tira por la hierba en la cima fácil de una colina roma.

Pero tú has desimantado todo al deshacer el lazo divino que ata las cosas. Porque al ver que los hombres se esforzaban por llegar a los pozos, has deducido que se trataba de una cuestión de pozos y les has perforado muchos. Porque al ver a los hombres tender hacia el reposo del séptimo día, has multiplicado sus días de reposo. Porque al ver a los hombres desear los diamantes, se los has distribuido en montón. Porque al ver a los hombres temer a sus enemigos, les has suprimido sus enemigos. Porque al ver a los hombres desear el amor, les has edificado barrios reservados, grandes como capitales, donde todas las mujeres se venden. Y te has mostrado, así, más estúpido que ese antiguo jugador de bolos de quien te he hablado en otro tiempo, que buscaba, sin encontrarla, la voluptuosidad en una cosecha de bolos que le entregaban sus esclavos.

 

Pero no vayas a creer que te he dicho que se trataba de cultivar tus deseos. Porque si nada se mueve allí, no hay líneas de fuerza. Y si el pozo está próximo a ti, ciertamente, lo deseas cuando te mueres de sed. Mas, si por alguna razón te fuera inaccesible y no pudieras recibir ni darle nada, ese pozo será como si no existiera para ti. Lo mismo ocurre con ésa que pasa y con la que te cruzas, que no puede ser para ti. Está más lejana para ti a pesar de la distancia, que una mujer de otra ciudad y casada en otra parte. La transfiguro si la sé elemento de una estructura tendida para ti. En la que, por ejemplo, puedas soñar, avanzar hacia ella por la noche, poner una escala en su ventana para raptarla y echarla en tu caballo y regocijarte en tu guarida. O si tú fueras soldado y ella una reina, podrías esperar morir por ella.

Débil y lamentable es la alegría que extraes de las falsas estructuras cuando te las inventas por jugar. Porque si amas ese diamante, te bastaría marchar hacia él con cortos pasos y más y más lentamente, para vivir una vida patética. Pero si tu marcha lenta hacia el diamante es un rito que te encierra y te impide acelerar, si al empujar con todas tus fuerzas contra él, lo que encuentras son más frenos que te impiden acelerar más. Si el acceso al diamante no te es impedido en forma absoluta -lo cual le quitaría su significación, transformándolo en un espectáculo sin peso- ni te es difícil por una invención estúpida -lo cual sería caricatura de la vida-, sino que es para ti estructura fuerte y de calidad numerosa, entonces eres rico. Y no conozco otra cosa para fundarte más que a tu enemigo; y en esto no hallo nada que pueda sorprenderte, porque digo simplemente que se necesitan dos para hacer la guerra.

Porque tu riqueza está en perforar pozos, alcanzar un día de reposo, extraer un diamante y ganar el amor.

Pero no está en poseer pozos, días de reposo, diamantes, y la libertad en el amor. Ni tampoco en desearlo sin quererlo.

Y no comprendes nada de la vida si opones como palabras que se sacan la lengua el deseo y la posesión. Porque tu verdad de hombre las domina y no hay nada en ellas de contradictorio. Porque es necesario la total expresión del deseo y que encuentres no obstáculos absurdos, sino el obstáculo mismo de la vida, al otro danzarín que es el rival, y entonces se establece la danza. De otra manera, serías tan estúpido como el que juega a cara o cruz contra sí mismo.

Si mi desierto fuera demasiado rico en pozos, hubiera sido necesario que viniera una orden de Dios para prohibir algunos.

Porque las líneas de fuerza creadas deben dominarte desde lo más alto para que encuentres en ellas tus inclinaciones, tus tensiones y tus marchas; pero como todas no son igualmente buenas, deben semejarse a alguna cosa que no te incumbe comprender. Por eso digo que existe un ceremonial de los pozos en el desierto.

No esperes, pues, nada de la isla venturosa que es para ti provisión hecha de una vez para siempre, como esa cosecha de bolos caídos. Porque allí te tornarás rebaño taciturno. Y si a los tesoros de tu isla, que imaginabas resonantes, los quiero hacer resonar, una vez abordados en la noche, te inventaré un desierto y los distribuiré según las líneas de un rostro que no será el de la esencia de las cosas.

Y si deseara salvar tu isla, te haría don de un ceremonial de los tesoros de la isla.

136

Si quieres hablarme de un sol amenazado de muerte, dime: sol de octubre. Porque ése ya se debilita y acarrea esa vejez. Pero el sol de noviembre o de diciembre llama la atención sobre la muerte y te veo hacerme señales. Y no me interesas. Porque lo que recibiré de ti no es el gusto de la muerte, sino el gusto por la designación de la muerte. Y ése no era el objeto perseguido.

Si la palabra alza su cabeza en medio de tu frase, córtasela. Porque no se trata de mostrarme una palabra. Tu frase es una trampa para capturar algo. Y no quiero ver la trampa.

Porque te engañas sobre el objeto del acarreo si crees que es enunciable. De otra manera me dirías: «melancolía», y me tornaría melancólico, lo cual es de verdad demasiado fácil. Y en verdad hay en ti un leve mimetismo que te hace semejar a lo que digo. Si digo: «cólera de las olas», te sientes vagamente sacudido. Y si digo: «el guerrero amenazado de muerte», te sientes vagamente inquieto por mi guerrero. Por costumbre. Y la operación es de superficie. La única que es valedera, es la de conducirte adonde veas el mundo como yo lo he querido.

Porque no conozco poema, ni imagen en el poema, que no sea acción sobre ti. Se trata de explicar esto o aquello, no de sugerírtelo, como creen los más sutiles -porque no se trata de esto o aquello-, sino de tornarte en tal o en cual. Pero igual que en la escultura necesito una nariz, una boca, un mentón para hacerlos resonar unos sobre el otro y tomarte en mi red; para hacer otro me valdré de esto o aquello que sugeriré o enunciaré.

Porque si uso claro de luna no vayas a imaginar que se trata de ti en el claro de luna. Se trata de ti tanto en el sol, como en la casa, o en el amor. Se trata de ti, simplemente. Pero he elegido el claro de luna porque me era necesario un signo para hacerme entender. No podía citarlos todos. Y ocurre el milagro de que mi acción se irá diversificando a la manera del árbol que era simple en su origen, cuando era semilla; pero que desarrolló ramas y raíces cuando se evidenció en el tiempo. Lo mismo ocurre con el hombre. Si le agrego algo simple y que tal vez puede ser acarreado por una simple frase, mi poder se irá diversificando y modificaré a ese hombre en su esencia y cambiará de comportamiento en el claro de luna, en la casa o en el amor.

Por eso afirmo de una imagen, si es verdadera, que es una civilización donde te encierro. Y no me sabes circunscribir lo que ella rige.

Pero esa red de líneas de fuerza puede ser débil para ti. Y su efecto muere en la parte inferior de la página. Lo mismo ocurre con las semillas cuyo poder se extingue de pronto, y con los seres a quienes falta ímpetu. Pero lo que perdura es que hubieras podido desarrollarlos para construir un mundo.

También si digo: «soldado de una reina», ciertamente no se trata ni del ejército, ni del poder, sino del amor. Y de un amor determinado que no espera nada para sí, sino que se da a algo más grande. Y que ennoblece y agranda. Porque ese soldado es más fuerte que otro. Y si lo observas, lo verás respetarse a causa de la reina. Y sabes bien que no traicionará; porque está protegido por el amor, y su corazón reside en la reina. Y lo ves que vuelve a la ciudad orgulloso de sí mismo, y con todo enrojece púdicamente cuando se lo interroga sobre la reina. Y sabes cómo abandona a su mujer si es llamado a la guerra, ya que sus sentimientos no son los de un soldado del rey, que ebrio de cólera contra el enemigo va a plantarle su rey en el vientre. Pero el otro va a convertirlos, y por efecto del combate, en apariencia, colocarlos también dentro del amor. O también…

Pero si sigo hablando, agoto la imagen; porque ella tiene un poder escaso. Y no podría decirte cómodamente lo que distingue al soldado del rey del soldado de la reina, cuando comen su pan. Porque aquí, la imagen no es más que una débil lámpara, que aunque como toda lámpara resplandezca sobre todo el universo, para tus ojos ilumina muy poco.

Pero toda evidencia fuerte es una semilla de la que podrás extraer el mundo.

Por eso he dicho que una vez sembrado el grano, no te era necesario extraer de ti los comentarios, construir tú mismo tu dogma e inventar tú mismo los medios de acción. El grano prenderá sobre el terreno de los hombres, y nacerán por millares tus servidores.

Así, si has sabido acarrear al hombre la noción de que es soldado de una reina, nacerá como consecuencia tu civilización. Luego de lo cual, podrás olvidar a la reina.

137

No olvides que tu frase es un acto. No se trata de argumentar si deseas hacerme obrar. ¿Crees que voy a determinarme por argumentos? Encontraré mejores contra ti.

¿O has visto a alguna mujer reconquistar su amor por un proceso en el que ella pruebe que tiene razón? El proceso irrita. Ella no podrá reconquistarte mostrándose tal como la amabas, porque a ésa ya no la amas más. Y lo he visto bien en esa desdichada que por haber sido desposada al son de una triste canción, volvió a cantarla la víspera del divorcio. Pero esa canción lo ponía furioso.

Tal vez podría reconquistarlo, si despertara a aquél que era cuando la amaba. Pero le hace falta un genio creador, porque se trata de cargar al hombre de algo, igual que lo cargo con una inclinación hacia el mar que lo hará constructor de navíos. Entonces, ciertamente, crecerá el árbol que irá diversificándose. Y de nuevo él reclamará la canción triste.

Para fundar en ti el amor hacia mí, hago nacer a alguien que está en ti que es para mí. Yo no te diré mi sufrimiento porque eso te disgustaría conmigo. No te haré reproches: ellos te irritarían con justicia. No te diré las razones que tienes para amarme, porque no las tienes. La razón de amar es el amor. No me mostraré tal como me querías. Porque a ése ya no lo quieres. De otra manera, aún me amarías. Pero te educaré para mí. Y si soy fuerte te mostraré un paisaje que te convertirá en amigo mío.

La que había olvidado, me produjo el efecto de una flecha en mi corazón al decirme: «¿Oís la campana que perdisteis?».

Porque, a fin de cuentas, ¿qué voy a decirte? He ido a menudo a sentarme en la montaña. Y he contemplado la ciudad. O bien, paseándome en el silencio de mi amor, he escuchado hablar a los hombres. Y, ciertamente, he escuchado palabras a las que sucedían actos, como las del padre que dice a su hijo: «Ve a llenarme este cántaro a la fuente», o las del cabo que dice a su soldado: «A medianoche tomarás la guardia…». Pero siempre que ha parecido que esas palabras carecían de misterio, y que el viajero ignorante del lenguaje, al comprobarlas de esa manera ligadas a lo acostumbrado, no hubiera encontrado nada más asombroso que en los movimientos de un hormiguero, de los cuales ninguno parece oscuro. Y observando los acarreos, las construcciones, los cuidados a los enfermos, las industrias y los comercios de mi ciudad, no veía nada que perteneciera a un animal algo más audaz, inventivo y comprensivo, que los otros; pero la misma evidencia me demostraba que al considerarlos en sus funciones usuales, todavía no había visto a los hombres.

Porque donde se me aparecía y quedaba inexplicable según las reglas del hormiguero, donde se me escapaba al ignorar el sentido de las palabras, era cuando, sentados en círculo en la plaza del mercado, escuchaban a un relator de leyendas, que hubiera podido, a su capricho, levantarse luego de haberles hablado y, seguido por ellos, incendiar la ciudad.

Ciertamente, he visto multitudes apacibles, sublevadas por la voz de un profeta, que se van a fundir, tras él, en el horno del combate. Tenía que ser irresistible lo que acarreaba el viento de las palabras para que la multitud, habiéndolas recibido, desmintiera el comportamiento del hormiguero y se cambiara en incendio, ofreciéndose voluntariamente a la muerte.

Porque los que volvían a sus casas estaban cambiados. Y me parecía que no eran necesarias las charlatanerías de los magos para creer en las operaciones mágicas, ya que para mis oídos eran conjuntos de palabras milagrosas, capaces de arrancarme de mi casa, de mi trabajo, de mis costumbres, y de hacerme desear la muerte.

Por eso siempre escuchaba con atención, diferenciando el discurso eficaz del que nada creaba, para aprender a reconocer el objeto del acarreo. Porque, ciertamente, el enunciado no importa. De otra manera todos serían grandes poetas. Y todos serían conductores de hombres con sólo decir: «Seguidme en nombre del asalto y el olor de la pólvora quemada…». Pero si tratas de hacerlo, los ves reírse. Lo mismo que con los que predican el bien.

Pero tras asistir al triunfo de algunos y al cambio de otros, y después de rogar a Dios para que me iluminara, me ha sido dado aprender a reconocer en el viento de las palabras el raro acarreo de las semillas.

138

Así fue como adelanté un paso en el conocimiento de la dicha y acepté proponérmela como problema. Porque se me aparecía igual que fruto de elección de un ceremonial que crea un alma feliz, y no como el regalo estéril de objetos vanos. Porque no es posible darles la dicha a los hombres como una provisión. Y yo he observado que esos refugiados bereberes, a los que mi padre no podía dar nada que los hiciera dichosos, en los desiertos más ásperos y en la miseria más rigurosa, tenían una alegría radiante.

 

Pero no vayas a imaginar que yo pueda creer, ni por un instante, que tu dicha nacerá de la soledad, del vacío y de la miseria. Porque lo mismo pueden desesperarte. Pero te muestro el ejemplo sorprendente que distingue muy bien la dicha de los hombres de la calidad de provisiones que les son dadas, y que somete de una manera tan perfecta la aparición de esa dicha a la calidad del ceremonial.

Y si la experiencia me ha enseñado que los hombres felices se encuentran en mayor proporción en los desiertos, los monasterios y el sacrificio, que en los sedentarios de los oasis fértiles o de las islas que se llaman venturosas, no he extraído la conclusión -que hubiera sido estúpida- de que la calidad del alimento se oponía a la calidad de la dicha, sino, simplemente, que donde los bienes se encuentran en mayor número, se ofrecen al hombre más oportunidades de engañarse sobre la naturaleza de sus alegrías, porque pareciera, en efecto, que vinieran de las cosas, cuando en realidad sólo provienen del sentido que tienen las cosas en tal imperio, o en tal morada, o tal dominio. Entonces, en la prosperidad es donde se puede dar más fácilmente que se cieguen y corran más a menudo tras las riquezas vanas.

Mientras que los del desierto o los del monasterio, al no poseer nada, conocen con evidencia de dónde provienen sus alegrías, y salvan así, más fácilmente, la fuente misma de su fervor.

Pero ocurre aquí un vez más lo del enemigo que te hace morir o que te agrada. Porque si reconociendo su verdadera fuente, supieras salvar tu fervor en la isla venturosa o en el oasis, el hombre que nacería sería, sin duda, más grande aún; igual que de un instrumento de muchas cuerdas puedes esperar un sonido más rico que del instrumento de una cuerda única. Y lo mismo que la calidad de las maderas, de las telas, de las bebidas y de los alimentos, no podía ennoblecer el palacio de mi padre, donde todos los pasos tenían un sentido.

Pues lo mismo ocurre con los ornamentos nuevos que no valen nada en su tienda, pero que adquieren sentido sólo cuando han salido de sus cajas y son distribuidas en una morada cuyo rostro embellecen.

139

Porque volvió a verme ese profeta de duros ojos que noche y día abrigaba un furor sagrado y que, por añadidura, era bizco:

—Conviene -me dijo- obligarlos al sacrificio.

—Verdad -le respondí-, porque es bueno que una parte de sus riquezas les sea quitada de sus provisiones, empobreciéndolos un poco, pero enriqueciéndolos con el sentido que éstas tomarán entonces. Porque no valen nada para ellos, si no forman parte de un rostro.

Pero él no escuchaba, enteramente ocupado por su furor.

—Es bueno -decía- que se hundan en la penitencia…

—Verdad -le respondí-, porque al faltarles el alimento los días de ayuno, conocerán la alegría de salir de él, o se harán solidarios con los que ayunan por fuerza, o se unirán a Dios cultivando su voluntad, o simplemente evitarán volverse demasiado gruesos.

Entonces el furor lo arrastró:

—Ante todo es bueno que sean castigados.

Y comprendí que no toleraba al hombre más que encadenado sobre un camastro, privado de pan y de luz en una celda.

—Porque conviene -dijo- extirpar el mal.

—Te expones a extirparlo todo -le respondí. ¿No es preferible, antes de extirpar el mal, aumentar el bien? ¿E inventar fiestas que ennoblezcan al hombre? ¿Y vestirlo con vestiduras que lo tornen menos sucio? ¿Y nutrir mejor sus niños para que puedan embellecerse con la enseñanza de la plegaria sin absorberse en el padecimiento de sus vientres?

”Porque no se trata de limitar los bienes debidos al hombre, sino de salvar los campos de fuerza que gobiernan su calidad y los rostros que hablan a su espíritu y a su corazón.

”Aquellos que pueden construirme barcas, los haré navegar en sus barcas y pescar los peces. Pero aquéllos que pueden botar navíos, los haré botar navíos y conquistar el mundo.

—Entonces ¡deseas podrirlos por las riquezas!

-Nada de lo que es provisión hecha me interesa, y tú no has comprendido nada -le dije.

140

Porque si llamas a tus gendarmes y les encargas construirte un mundo, el más deseable que pueda darse, ese mundo no nacerá; pues no es el papel ni la calidad del gendarme, el exaltar tu religión. Es su esencia, no el sopesar a los hombres, sino hacer ejecutar tus ordenanzas, las cuales forman un código preciso, como pagar impuestos, o no robar al prójimo, o someterte a tal o cual regla. Y los ritos de tu sociedad son un rostro que te funda este hombre y no otro, tal gusto por las comidas de la noche entre los tuyos, y no otro, son líneas del campo de fuerza que te anima. Y el gendarme no aparece. Está allí como muro, cuadro y armadura. Y no tienes por qué encontrarlo, por implacable que sea, porque te será tan implacable como el hecho de que por la noche no puedas gozar del sol, o que necesites un barco para atravesar el mar, o que, no habiendo puerta hacia la izquierda, tengas imperiosamente que salir por la derecha. Eso es todo, simplemente.

Mas si refuerzas su papel y lo encargas de sopesar al hombre, cosa que nadie sabría hacer en el mundo, y de rastrearte el mal según su juicio -y no de observar los actos solamente, cosa que está dentro de su capacidad-, ocurrirá entonces que como nada es simple, que como la pendiente es cosa moviente y difícil de formular, y que como en realidad no existen los contrarios, sólo subsistirán libres y llegarían al poder aquéllos a quienes un disgusto intenso no aparte de tu caricatura de vida. Porque se trata de un orden que precede al fervor de un árbol que pretenden construir los lógicos y no de un árbol nacido de una semilla. Porque el orden es el efecto de la vida y no su causa. El orden es signo de una ciudad fuerte y no de origen de su fuerza. La vida, el fervor, y la tensión hacia algo crean el orden. Mas el orden no crea ni vida, ni fervor, ni la tendencia hacia algo.

Y sólo se encontrarán engrandecidos los que por pequeñez de alma acepten el pequeño bazar de ideas que figura en el formulario del gendarme, y truequen su alma por un manual. Porque por muy alta que sea tu imagen del hombre y noble su fin, sabe que se tornará baja y estúpida al ser enunciada por el gendarme. Porque no es la función del gendarme el aportar una civilización, sino el prohibir los actos sin saber por qué.

El hombre es enteramente libre en un campo de fuerza absoluto y de obligaciones absolutas, las cuales son gendarmes invisibles: he ahí la justicia de imperio.

Por eso he hecho venir a los gendarmes y les he dicho:

—Vosotros no juzgaréis más que los actos que se encuentran enumerados en el manual. Y acepto vuestra injusticia; pues, en efecto, puede ser desgarrador que ese muro que en otras ocasiones protege contra los ladrones, que hoy la mujer asaltada grita del otro lado, no sea franqueable. Mas un muro es un muro, y la ley es la ley.

”Pero vosotros no juzgaréis al hombre. Porque yo he aprendido en el silencio de mi amor que no era necesario escuchar al hombre para comprenderlo. Y porque me es imposible pensar el bien y el mal, y me expongo, por extirpar el mal, a enviar el bien al horno. ¿Y cómo lo pretenderías, tú, a quien precisamente exijo que seas ciego como el muro?