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100 Clásicos de la Literatura

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Pues ocurre con esto como con una aparición que se agrega a las cosas y las domina, y que si escapa a tu inteligencia aparece evidente a tu espíritu y a tu corazón. Y te gobierna mejor o más duramente y más seguramente que cualquiera otra cosa concreta (pero de la que no puedes tener la seguridad de que otros la observen al mismo tiempo que tú), y te hace quedar en silencio por miedo de ser tachado de loco y a ver sometido a la ironía, que es del cangrejo, el rostro que se te ha aparecido. Pues la ironía lo destruirá buscando demostrar de qué está hecho. ¿Y cómo le responderás que aquí es otra cosa, puesto que esa otra cosa es para tu espíritu y no para tus ojos?

He reflexionado a menudo sobre esas apariciones, que son las únicas a las que puedes pretender, pero más bellas que las que acostumbras tú, en la desesperación de las noches cálidas, a solicitar. Pero cuando por costumbre, al dudar de Dios, anhelas que se muestre a la manera de alguien que de paseo te hiciera una visita, ¿a quién encontrarás entonces sino a tu semejante y a tu igual, que no te conduce a ninguna parte y te encierra en su soledad? Cuando anheles, no la expresión de la majestad divina, sino espectáculo y fiesta extranjera, no recibirás más que un placer vulgar de fiesta extraña y tu decepción erguida contra Dios. ¿Y cómo convertirás en prueba tanta vulgaridad? Cuando anhelas que algo descienda hasta ti, te visite en tu nivel tal como eres, humillándose así a ti y sin razón, jamás serás escuchado como no lo fue mi pedido a Dios: por el contrario, se abren los imperios espirituales y te deslumbran las apariciones, que no son para los ojos ni para la inteligencia, sino para el corazón y para el espíritu, si haces el esfuerzo de ascensión y accedes a ese nivel donde ya no existen las cosas, sino los lazos divinos que las atan.

Y he aquí que no puedes ya morir, pues morir es perder. Y abandonar detrás. Y ya no se trata de abandonar, sino de confundirse en eso. Y toda tu vida te es reembolsada.

Y lo sabes bien con respecto a un incendio en el cual has medido la muerte para salvar las vidas. O de un naufragio.

Y ves morir aceptando su muerte, con los ojos abiertos sobre el conocimiento verdadero, a los que hubieran rugido, robado, frustrado y apabullado todo por una sonrisa vuelta a otro lado.

Diles que se engañan: se reirán.

Pero ante ti, centinela dormido, no porque hayas abandonado la ciudad, sino porque la ciudad te ha abandonado, ante tu rostro de niño pálido, me sobrecoge la inquietud por el imperio. El imperio que ya no mantiene dispuestos a mis centinelas.

Pero ciertamente, me engaño al recibir en su plenitud el canto de la ciudad, y descubriendo unido lo que por ti se dividió. Y bien sé que te era necesario esperar, recto como un cirio, para ser recompensado a tu hora por tu luz y ebrio súbitamente de tus pasos de ronda como de una danza milagrosa bajo las estrellas en la importancia del mundo. Pues allá lejos en la espesa noche de los navíos que descargan su cargamento de metales preciosos y de marfil, sientes que tú, centinela de las murallas, contribuyes a protegerlos y a embellecer con oro y plata el imperio que sirves. Pues hay en alguna parte amantes que se callan antes de osar hablar y se miran, y querrían decir…, pues si uno habla y el otro cierra los ojos, es el universo el que va a cambiar. Y tú proteges ese silencio. Pues hay en alguna parte ese último hálito antes de la muerte. Y ellos se inclinan a recibir la palabra del corazón y la bendición para siempre que uno encierra en sí, y habiéndola recibido, salvas la palabra de un muerto.

Centinela, centinela, no sé dónde se acaba tu imperio cuando Dios te da la claridad de alma de los centinelas, esa mirada sobre la extensión a la que tienes derecho. Y poco me importa que seas en otros instantes aquél que sueña con la sopa protestando por tu jornada. Bueno es que duermas y que gesticules. Pero es malo que desquitándote dejes derrumbarse tu morada.

Pues la fidelidad es ser fiel a sí mismo.

Y yo quiero salvar no tan sólo a ti, sino también a tus compañeros. Y obtener de ti esa permanencia interior, que es al de un alma bien edificada. Pero no destruyo mi casa cuando me alejo. Ni quemo mis rosas cuando dejo de mirarlas. Quedan allí, disponibles para una nueva mirada que muy pronto las verá florecer.

Enviaré, pues, mis hombres a prenderte. Serás condenado a esa muerte que es la muerte de los centinelas dormidos. Pues esperar reivindicarte y transmutarte en vigilancia de los centinelas por el ejemplo de tu propio suplicio.

109

Pues en verdad es triste que aquélla que ves tierna y plena de ingenuidad, se vea amenazada por el cinismo, el egoísmo o la malicia que explotará su gracia frágil y su fe plenamente concedida, y puede ocurrir que la desees más advertida. Pero no se trata de desear que las mujeres de tu casa sean desconfiadas, advertidas o avaras de dones, pues habrían arruinado, al crearlas así, lo que querías abrigar. Ciertamente, toda cualidad porta los fermentos de su destrucción. La generosidad, el riesgo del parásito que la descorazonará. El pudor, el riesgo de la ingratitud que lo tornará amargo. Mas para sustraerla a los riesgos naturales de la vida, anhelas un mundo ya muerto. E impides edificar un templo que sea bello por horror a los temblores de tierra que lo destruirían.

Perpetuó a las que te inspiran confianza, aun cuando sean las únicas a las que se puede traicionar. Si el ladrón de mujeres roba una, sufriré en mi corazón. Y si deseo un bello guerrero, acepto el riesgo de perderlo en la guerra.

Renuncia, pues, a tus deseos contradictorios.

De tal manera es verdad, que una vez más era absurda tu empresa. Igual que habiendo admirado el admirable rostro que la costumbre de tu casa había creado, te has puesto a detestar la costumbre que te parecía sujeción. ¡Y en efecto era, porque te constreñía a ser! Y al destruir tu costumbre, se deduce que has destruido lo que pretendías salvar.

Y en efecto, por horror de la brutalidad grosera y de la bajeza que amenaza a las almas nobles, has obligado a esas almas a mostrarse más groseras y más canallas.

Ten por sabido que no es en vano que amo lo que está amenazado. Pues no es de lamentar que las cosas preciosas lo estén. Puesto que precisamente encuentro en ello una condición de su cualidad. Amo al amigo fiel en las tentaciones. Pues si no existe tentación, no hay fidelidad y no tengo amigo alguno. Y acepto que algunos caigan para mostrar el precio de otros. Amo al soldado de coraje que está de pie entre las balas. Pues si no existiera el coraje, no tendría soldados. Y acepto que algunos mueran para fundar la nobleza de los otros.

Y si me traes un tesoro, lo deseo tan frágil que el viento pueda dispersarlo.

Me agrada que el rostro joven esté amenazado por la vejez, y que una palabra mía pueda transformar la sonrisa en lágrimas.

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Y entonces fue cuando se me evidenció la solución de la contradicción sobre la que tanto había reflexionado. Porque me hería el litigio cruel cuando me inclinaba, yo, el rey, sobre el centinela dormido. De tomar a un muchacho en sus sueños felices para depositarlo tal cual, en la muerte, lleno de asombro en su corta vigilia por tener que sufrir la condenación de los hombres.

Pues se despertó ante mí y se pasó la mano por la frente y luego, sin reconocerme, ofreció su rostro a las estrellas lanzando un débil suspiro, al retomar las armas. Fue entonces cuando me pareció que un alma tal podía conquistarse.

A su lado, yo, su rey, me tornaba hacia la ciudad respirando la misma ciudad que él, en apariencia; pero, sin embargo, no era la misma. Y yo pensaba: «Nada hay que demostrarle de lo patético a lo que asisto. La única diligencia con sentido. Es convertirlo y cargarlo, no de las cosas, puesto que al igual que yo las mira, las respira, y las mide, y las posee, sino con el rostro, que es aparición, y con el lazo que ata las cosas». Y comprendí que era necesario distinguir la conquista de la sujeción. Conquistar, es convertir. Constreñir es aprisionar. Si yo te conquisto, libero un hombre. Si te constriño, aplasto. La conquista se realiza en ti, y a través de ti en una construcción de ti mismo. La sujeción es el montón de piedras alineadas y semejantes todas, de las que nada nacerá.

Y se me hizo evidente que todos los hombres podían ser conquistados. Los que velaban y los que dormían, los que hacían su ronda sobre las murallas y los que abrigaban esa ronda. Los que se regocijaban por el recién nacido, o los que se lamentaban por un muerto. Los que oraban y los que dudaban. La conquista consiste en edificarte tu armadura y abrirte el espíritu a las provisiones plenas. Pues hay lagos para abrevarte si se te muestra el camino. Y yo instalaré mis dioses en ti para que ellos te iluminen.

Y sin duda es en la infancia cuando importa conquistarte primero, porque si no, hete ahí amasado y endurecido, sin saber ya cómo aprender un lenguaje.

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Pues un día me sobrevino el conocimiento de que no podía equivocarme. No que me juzgase más fuerte que otro o razonase mejor, sino que al no creer más en las razones que se suceden de proposición en proposición según las reglas de la lógica, habiendo aprendido que la lógica es gobernada por algo más alto que ella, y que no es más que la huella en la arena de una marcha que es una danza, y que conduce o no hacia el pozo salvador según el genio del danzarín, habiendo comprendido con certeza que la historia una vez hecha es tributaria de la razón, ya que ningún paso faltará en la sucesión de pasos, y que es imposible leer acá el futuro del espíritu que domina los pasos; habiendo comprendido que una civilización, como un árbol, sale de la sola potencia de la simiente, que es una, a pesar que se diversifique y se distribuya y exprese en órganos diversos, raíces, tronco, ramas, hojas, flores y frutos, o sea el poder de la semilla una vez expresada. Habiendo comprendido que una civilización una vez lograda se remonta sin hitos hasta su origen, mostrando a los lógicos la pista del retroceso; pero sin que puedan descender porque no tienen contacto con el conductor. Habiendo escuchado a los hombres disputar sin que ninguno predominara verdaderamente; habiendo prestado oídos a los comentadores de los geómetras, que creyendo alcanzar verdades, no llegaban sino a renunciar al año siguiente con disgusto a sus afirmaciones, o acusaban a sus adversarios de sacrilegios, apegados a sus tambaleantes ídolos. Pero habiendo también compartido la mesa de mi amigo, el único geómetra verdadero, que sabía que buscaba un lenguaje para los hombres como el poeta que quiere decir su amor, un lenguaje que fuera tan simple para las piedras como para las estrellas, y que sabía perfectamente que año tras año tendría que cambiar de lenguaje, pues tal es la señal de la ascensión. Habiendo descubierto que no hay nada que sea falso, por la simple razón de que no hay nada que sea verdadero (y que es verdadero todo lo que brota, como el árbol); habiendo escuchado en el silencio de mi amor los balbuceos, los gritos de cólera, las risas y los llantos de mi pueblo. Habiendo en mi juventud (cuando se resistía a los argumentos con los que buscaba, no edificar, sino vestir mi pensamiento) abandonado la lucha vencido por el lenguaje eficaz de un abogado mejor que yo, pero sin renunciar jamás a mi permanencia, sabiendo que si me demostraba algo era simplemente porque yo me expresaba mal y empleando después argumentos más fuertes ya que si hay en ti caución verdadera, brotan indefinidamente como de una fuente. Habiendo alguna vez renunciado a entender el sentido incoherente de las palabras confusas de los hombres, me pareció más fecundo que simplemente trataran de escucharme, prefiriendo simplemente dejarme expandir como el árbol a partir de la simiente hasta el acabamiento de las raíces, del tronco, de las ramas, pues entonces no hay lugar a discusión, ya que el árbol existe. Y no se trata de elegir entre aquel árbol y algún otro, ya que uno solo da follaje suficientemente vasto como para abrigar.

 

Y me venía la certidumbre de que las oscuridades de mi estilo, como la contradicción de enunciados, no eran resultado de una caución incierta o contradictoria o confusa, sino de un mal empleo de las palabras; pues no podía ser ni confusa, ni contradictoria, ni incierta una actitud interior, una dirección, un peso, una inclinación que no tenía que justificarse, pues era, simplemente, como en el escultor cuando modela su arcilla existe una necesidad sin forma, que transformará en rostro la arcilla que modela.

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Nacimiento también de la vanidad cuando no se somete a la jerarquía. (Ejemplo: general, gobernador). Una vez fundado el ser que los somete uno al otro, desaparece la vanidad. Pues la vanidad proviene de que, como bolas mezcladas, si nadie domina aquello de lo cual sois sentido, sombrearéis el lugar ocupado.

Y la gran lucha contra los objetos: ha llegado la hora de hablarte de tu gran error. Pues juzgué fervorosos y dichosos a los que, moviendo y removiendo la ganga en la desnudez de las tierras crujientes, martirizados por el sol como un fruto demasiado maduro, desollados en las piedras, socavando la profundidad de la arcilla para subir a dormir desnudos en la tienda, viven de extraer una vez al año un diamante puro. Y he visto desdichados, agrios de corazón y divididos, a aquéllos que a pesar de gozar el lujo de los diamantes, no veían en ellos más que una vidriería inútil. Pues tú no tienes necesidad de un objeto, sino de un Dios.

Pues ciertamente, la posesión de un objeto es permanente, pero no el alimento que recibes. Pues el objeto no tiene otro sentido que el de aumentarte, y tú te aumentas con su conquista, mas no con su posesión. Por eso venero a aquél que siendo conquista difícil, provoca esa ascensión de montaña; esa educación en vista de un poema; esa seducción del alma inaccesible y que te obliga a transformarte. Pero desprecio al otro que es provisión hecha. Porque no tienes allí ya nada que recibir. Y una vez extraído el diamante, ¿qué harás?

Pues yo traigo el sentido olvidado a la fiesta. La fiesta es coronamiento de los preparativos de la fiesta, la fiesta es la cima de la montaña luego de la ascensión, la fiesta es la captura del diamante cuando logras extraerlo de la tierra, la fiesta es victoria que corona la guerra, la fiesta es la primera cena del enfermo el primer día de su curación, la fiesta es la promesa del amor cuando ella baja los ojos al hablarle tú…

Y por esto, para instruirte, inventé esta imagen:

Si lo deseara, podría crear una civilización ferviente, plena de la alegría de los equipos y de las risas claras de los obreros que vuelven del trabajo, y de un gusto potente de la vida, y de espera cálida de los milagros del día siguiente y del poema en el que sentirás resonar las estrellas, y en la que, sin embargo, no harías otra cosa que revolver el suelo para extraer diamantes que se tornarán al fin en luz luego de esa prisión silenciosa en las murallas del globo. (Pues venidos del sol, luego transformados en helechos, luego en noche opaca, helos ahí vueltos a transformarse en luz). Así, te lo he dicho ya, te aseguro una vida patética si te condeno a esa atracción y te convido una vez al año a la fiesta capital, que consistirá en ofrendar los diamantes, que ante el pueblo sudoroso serán quemados y vueltos a la luz. Pues tus movimientos interiores no son gobernados por el uso de los objetos conquistados, y tu alma se alimenta del sentido de las cosas y no de las cosas.

Y ciertamente, el diamante podría también, para lujo tuyo, adornar a una princesa antes que quemarlo. O, encerrándolo en un cofrecito en el secreto de un templo, hacerlo esplender más fuerte, no para los ojos, sino para el espíritu (que se alimenta a través de los muros). Pero en verdad, nada esencial haré por ti si te lo doy.

Pues ocurre que he comprendido el sentido profundo del sacrificio, que no consiste en dejarte intacto, sino en enriquecerte. Pues te equivocas de mama cuando tiendes los brazos hacia el objeto, cuando lo que buscabas es su sentido. Si te invento un imperio donde cada noche distribuyan diamantes recolectados en otra parte, sería lo mismo que enriquecerte con guijarros; pues no encontrarás en él nada de lo que querías. Más rico es aquél que pena todo el año contra la roca y que quema una vez por año el fruto de su trabajo para extraer el esplendor de su luz, que el otro que todos los días recibe, venidos de otra parte, frutos que nada han exigido de él.

(Igual que con los bolos: tu alegría consiste en voltearlos. Y ésa es la fiesta. Pero nada tienes que esperar de un bolo caído).

Por eso se confunden los sacrificios y las fiestas. Porque muestras en ellos el sentido de tu acto. Pero ¿cómo pretenderías que la fiesta fuera otra cosa que una vez reunida la leña, el fuego de la alegría cuando la quemas? ¿Una vez ascendido a la montaña, tus músculos dichosos ante la extensión? ¿Una vez extraído el diamante, su aparición a la luz? ¿Una vez maduras las viñas, la vendimia? Una fiesta es, luego de una marcha, la llegada y coronamiento de tu marcha; pero no tienes nada que esperar de tu cambio en sedentario, Por eso es que no te instalas ni en la música, ni en poema, ni en la mujer conquistada, ni en el paisaje entrevisto desde lo alto de las montañas. Y yo te pierdo si te distribuyo en la igualdad de mis días. Si no los ordeno como a un navío que va a alguna parte. Pues el poema mismo es una fiesta a condición de trepar por él porque el templo es una fiesta a condición de liberarte de las preocupaciones mediocres. Has sufrido todos los días la ciudad que te ha quebrado con su ajetreo. Has sufrido todos los días esa fiebre nacida de la urgencia del pan que ganar, y de las enfermedades que curar, y de los problemas que resolver, yendo allí y allá, riendo allí y llorando allá. Luego viene la hora concedida al silencio y a la beatitud. Y subes los escalones y, empujas la puerta y no hay nada para ti que la plena mar y la contemplación de la vía láctea, y la provisión de silencio, y la victoria contra lo usual. Y tú tenías necesidad de ellos como de alimento, pues había sufrido objetos y cosas que no son para ti. Y te era necesario llegar aquí para que naciera un rostro de las cosas, y que se establezcan una estructura que le dé un sentido a través de los espectáculos dispares del día. Pero ¿qué vendrás a hacer a mi templo si no has vivido en la ciudad y luchado y trepado y sufrido, si no traes la provisión de piedras con las cuales edificar en ti? Yo te lo he expresado con respecto a mis guerreros y al amor. Si no eres más que amante, no hay nadie que ame, y la mujer bosteza a tu lado. Sólo el guerrero puede hacer el amor. Si no eres más que guerrero, no hay nadie que muera sino un insecto vestido de escamas de metal. Sólo el hombre que ha amado puede morir como hombre. Y no hay aquí otra contradicción que la del lenguaje. Así, frutos y raíces tienen una medida común que es el árbol.

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Porque no nos entendemos sobre la realidad. Y yo llamo realidad, no lo que es mensurable en una balanza (de la cual me burlo, puesto que no soy una balanza, y me importan poco las realidades de la balanza). Sino a lo que pesa en mí. Y sobre mí pesa ese rostro triste, o esa cantata, o ese fervor en el imperio, o esa piedad por los hombres, o esa cualidad de la diligencia, o ese gusto de vivir, o esa injuria, o ese peso, o esa separación, o esa comunión en la vendimia (mucho más que las uvas vendimiadas, pues aun cuando las lleve a otra parte para venderlas, yo he recibido lo esencial. Lo mismo que aquel hombre que debía ser condecorado por el rey y que participó de la fiesta, gozó de su esplendor, recibió las felicitaciones de sus amigos, y conoció también el orgullo del triunfo; mas el rey murió de una caída del caballo antes de haber colgado de su pecho el objeto de metal. ¿Me dirás que no ha recibido nada ese hombre?).

La realidad para tu perro es un hueso. La realidad para tu balanza es un peso neto. Pero la realidad para ti es de otra naturaleza.

Por eso tengo por fútiles a los financieros y por razonables a las danzarinas. No que desprecie la obra de los primeros, sino que desprecio su afectada gravedad, su seguridad y su satisfacción de sí mismos. Pues ellos se creen la meta, el fin y la esencia, cuando no son sino los lacayos. Y sirven ante todo a las danzarinas.

Pues no te engañes sobre el sentido del trabajo. Hay trabajos urgentes. Como el de las cocinas de mi palacio. Pues si no hay alimento no hay hombre. Y conviene que primero sean alimentados los hombres, vestidos y abrigados. Conviene que sean, simplemente. Y tales servicios son urgentes ante todo. Pero lo importante no es eso, sino su calidad única. Y las danzas, los poemas, los cinceladores de los pisos de arriba, y el geómetra y el observador de las estrellas, que permiten ante, todo el trabajo de las cocinas, son los únicos que honran al hombre, y que le dan un sentido.

Luego, cuando viene aquél que no conoce más que las cocinas que en efecto han acarreado realidades para las balanzas y huesos para los perros, le prohíbo hablar del hombre pues olvidará lo esencial, a la manera del ayudante que no considera en el hombre más que su aptitud para el manejo de las armas.

¿Y para qué se ha de danzar en su palacio, cuando las danzarinas enviadas a las cocinas te enriquecerían con un suplemento de alimento? ¿Y para qué se ha de cincelar jarros de oro, cuando si se envían a los cinceladores a las canteras de los jarros de estaño se dispondría de más jarros? ¿Y para qué tallar diamantes, y para qué escribir poemas, y para qué se observan las estrellas, cuando no tienes más que enviar a ésos a cultivar el trigo para tener un suplemento de pan?

Mas como en tu ciudad faltará algo que es para el espíritu y no para los sentidos, te verás obligado a inventarles falsos alimentos, que no valdrán nada y les buscarás fabricantes que les fabriquen poemas, autómatas que les fabricarán danzas, prestidigitadores que del vidrio tallado extraerán diamantes. Y ellos tendrán la ilusión de vivir. Aunque sean sólo la caricatura de la vida. Puesto que habrán confundido el sentido verdadero de la danza, del diamante y del poema -que no te alimentarán con su parte invisible a condición de ser escalados- con un forraje para pesebres. La danza es guerra, seducción, asesinato y arrepentimiento. El poema es ascensión de montaña. El diamante es un año de trabajo cambiado en estrella. Mas le faltará lo esencial.

 

Lo mismo con el juego de los bolos, ya que tu alegría es el hacer caer los bolos enemigos, extraerías bastante placer si alinearas centenares y te construyeras una máquina para voltearlos.

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Pero no creas que menosprecio para nada tus necesidades. Ni aun que me las imagine opuestas a tu significación. Pues necesito de ellas para traducirme, para demostrarte mi verdad en palabras que se sacan la lengua como necesario y superfluo, causa y efecto, cocina y sala de danza. Pero yo no creo en esas divisiones que pertenecen a un lenguaje desdichado y a la elección de una montaña desde donde leer los movimientos de los hombres.

Pues lo mismo que mi centinela no accede al sentido de la ciudad, sino cuando Dios lo enriquece con la claridad de la mirada y con el oído de los centinelas, para que entonces los gritos del recién nacido no se opongan a las quejas por el muerto, ni la feria al templo, ni el barrio reservado a la fidelidad que en otra parte hay para el amor, sino que de esa diversidad nazca la ciudad que absorbe, desposa y unifica, igual que el árbol surge uno de sus diversos elementos, e igual que el templo domina con la calidad de su silencio ese conjunto de estatuas, pilares, altares y cúpulas, de la misma manera no encuentro al hombre más que al nivel donde no aparece el que canta en contra del que cultiva el trigo, o el que danza en contra del que vierte la simiente en los surcos, o el que observa las estrellas en contra del que forja los clavos; pues cuando te divido, no te he comprendido y te pierdo.

Por eso es que encerrándome en el silencio de mi amor me fui a observar los hombres de mi ciudad. Con el deseo de comprenderla.

(No creyendo que sea una idea preconcebida la de elegir la relación de las actividades. La razón nada tiene que ver allí. Pues no construyes un cuerpo a partir de una suma. Pero plantas una simiente y ella es suma que se muestra. Y es sólo de la calidad del amor de donde nacerá razonablemente, la proporción, la cual te resultará invisible por adelantado, salvo en el lenguaje estúpido de los lógicos, de los historiadores y de los críticos que te mostrarán tus trozos y cómo hubieras podido engrosar uno a expensas del otro, demostrando fácilmente que aquél debe ser agrandado más que el otro, cuando hubieran podido establecer lo contrario con el mismo rigor, pues si inventas la imagen de las cocinas y de la sala de danza, no existe balanza que pueda repartir la importancia de una y otra. Es que tu lenguaje se torna vacío de sentido desde que prejuzgas sobre el porvenir. Construir el porvenir, es construir el presente. Es crear un deseo que es para hoy. Que es de hoy para mañana. Y no realidad de los actos que no tiene sentido si no es en el mañana. Pues si arrancas tu organismo del presente, morirá. La vida, que es adaptación al presente y permanencia en el presente, reposa sobre innumerables lazos que el lenguaje no puede captar. El equilibrio está hecho de mil equilibrios. Y ocurre si truncas uno solo luego de una demostración abstracta lo mismo que con el elefante, que es construcción enorme, y que sin embargo, si le truncas uno solo de sus vasos, se morirá. No se trata de desear que no cambies nada. Porque puedes cambiarlo todo. Y de una llanura áspera puedes hacer una plantación de cedros. Pero importa no que plantes cedros, sino que siembres las semillas. Y a cada instante la simiente misma o lo que nacerá de ella estará en equilibrio en el presente).

Pero hay varios ángulos desde los cuales ver esas cosas. Y si elijo la montaña que me diferencia los hombres según su derecho a las provisiones, es probable que mi justicia sea distinta en otra montaña que me diferenciara los hombres de otra manera. Y querría que de todo se hiciera justicia. Por eso vigilé a los hombres.

(Pues no existe una justicia sino infinito número de justicias. Y yo puedo ir seleccionando por la edad para recompensar a mis generales haciéndolos crecer en honores y en cargos. Pero también puedo permitirles un reposo que aumente con los años al descargarlos de sus cargos y cubriendo con ellos las espaldas jóvenes. Y puedo juzgar según el imperio. Y puedo juzgar según los derechos del individuo, o a través de él, contra él, según el hombre en general).

Y si quisiera juzgar de acuerdo a la equidad considerando la jerarquía de mi ejército, caería en una red de contradicciones irreductibles. Pues están los servicios prestados, las capacidades, el bien del imperio. Y siempre encontraría una escala de calidad indiscutible que me demostraría mi error en la decisión tomada según otra de las escalas. Luego, poco me perturba que me muestren que existe un código evidente según el cual mis decisiones son monstruosas; porque sé por adelantado que con cualquier decisión que tome ocurrirá lo mismo, y que lo que importa es pesar un poco, madurar un poco la verdad para obtenerla, no en las palabras, sino en su peso.

(Aquí puede hablarse de líneas de fuerza).

115

Luego, consideraba vano leer mi ciudad desde el punto de vista de los beneficiados. Pues todos son criticables. Y no era ése mi problema. O más exactamente, no se me planteaba sino en segundo lugar. Porque ciertamente he de desear luego que los beneficiados se ennoblezcan y no se bastardeen con el uso de los beneficios. Pero ante todo importa el rostro de mi ciudad.

Por eso me fui a pasear flanqueado por un lugarteniente que interrogaba a los que pasaban.

—¿En qué ocupas tu vida? -preguntaba al azar de los encuentros, a uno o a otro.

—Soy carpintero -decía uno.

—Soy labrador -decía este otro.

—Soy herrero -decía el tercero.

—Soy pastor -decía otro.

—O cavo pozos. O cuido enfermos. O escribo para aquéllos que no lo saben. O soy carnicero. O forjo platos de té. O tejo telas. O coso vestiduras. O…

Y se me hacía evidente que éstos trabajaban para todos. Pues todos consumen ganado, agua, remedios, planchas, té y vestiduras. Y nadie consume exageradamente pues tú comes una vez, y te arreglas una vez, te vistes una vez, bebes una vez té, escribes una vez tus cartas y duermes en un lecho de una casa.

Pero ocurría que uno entre ellos me respondió:

—Edifico palacios, tallo diamantes, esculpo estatuas de piedra…

Y ésos, ciertamente, no trabajaban para todos, sino para algunos tan sólo; pues el producto de sus actividades no era divisible.

Y en efecto, si observas al que trabaja todo un año para pintar un vaso, ¿cómo distribuirás ese vaso entre todos? Pues un hombre trabaja para muchos en una ciudad. Están las mujeres, los enfermos, los achacosos, los niños, los viejos y los que hoy reposan. Están también los servidores de mi imperio que no modelan tampoco ningún objeto: los soldados, los gendarmes, los poetas, los danzarines, los gobernadores. Y éstos, al igual que los otros, sin embargo, consumen, se visten, se calzan, comen, beben y duermen en un lecho de una casa. Y ya que éstos no cambian objetos por los objetos que consumen, será necesario robar esos objetos a quienes los fabrican, para alimentar igualmente a quienes no los fabrican. Y ningún hombre instalado en su taller puede pretender consumir la totalidad de lo que produce. Luego existen objetos que no puedes pretender ofrecer a todos, pues no habría nadie para hacerlos.